Introducción
¿En qué consiste el trabajo político? La respuesta a esta pregunta no puede escindirse de las escalas en que se ejerce, de las interacciones que supone y los objetivos que persigue. En efecto, las actividades políticas son difusas, multiformes, extremadamente heterogéneas (Demazière y Le Lidec 2014, 11). Su comprensión requiere un análisis detallado de sus desafíos, de los instrumentos que moviliza y las competencias y destrezas que desarrollan sus miembros.
Para quienes privilegian la noción de trabajo político, su abordaje implica considerar algunas de las herramientas de la sociología de las profesiones e interrogarse, así, por lo que tiene en común y lo que lo diferencia de otros trabajos. En este sentido, se trata de
una postura analítica que invita, en un mundo profesional particular, a formular los interrogantes pertinentes para el análisis de cualquier trabajo: cómo se forman sus miembros, cómo se efectúan los aprendizajes, cómo está regulado el acceso, cómo está organizado el trabajo, cómo se defiende la autonomía del mismo, cómo se consolida una autorización para su ejercicio, cómo se estructura la división del trabajo, cómo son vividas las experiencias, cómo es controlada la producción, cómo son evaluados los trabajadores, cómo se estructuran las carreras, cómo emergen las jerarquías profesionales (Demazière y Le Lidec 2014, 12).
La vastedad de estas preguntas impide abordarlas todas juntas, pero traza algunas pistas para estudiar esa profesión particular (Offerlé 1999) hecha de ritos de pasaje, aprendizajes múltiples y censuras específicas (Bourdieu 1981, 5-6). Si en otras ocasiones, se ha referido el modo en que se forman y realizan sus aprendizajes los armadores políticos (Gené 2017) o las maneras difusas en que está regulado el acceso a estos espacios (Gené en prensa) y los principios de evaluación que los atraviesan (Gené 2012); aquí lo central será el modo en que está organizado dicho trabajo y en cómo se consolida la autorización para su ejercicio. ¿Qué tareas desempeñan los profesionales del armado político? ¿Qué tipo de desafíos enfrentan? ¿De qué recursos institucionales disponen para hacerlo? ¿Qué competencias y destrezas autorizaron su desempeño ante diferentes públicos en la historia reciente?
Hace algunos años, Julieta Gastañaga argumentaba que en Argentina se sabe más sobre el trabajo político militante -hecho de actividades barriales, visitas en las casas, reparto de propuestas y boletas, movilización a actos y festivales, comunicación de información sobre comicios, padrones y lugares de voto, entre otros- y menos sobre el trabajo que realizan los profesionales de la política -hecho de la producción de políticas materiales e inmateriales, articulando el mundo de las relaciones personales con el tejido institucional (Gastañaga 2008, 136-141). Frente a un conocimiento significativo sobre el trabajo político de referentes locales y sus redes de resolución de problemas a nivel barrial (Frederic 2011; Vommaro y Quirós 2011; Manzano 2009; Auyero 2001),1 en estas páginas se buscará echar luz sobre un trabajo político menos explorado: aquel que realizan los armadores políticos a nivel nacional.
Se trata, en particular, de la tarea de quienes ocuparon las primeras y segundas líneas del Ministerio del Interior en Argentina desde la vuelta de la democracia (en 1983) hasta el final del Gobierno de Néstor Kirchner (en 2007).2 Se eligió este ministerio como locus para observar un cierto tipo de trabajo político, ya que se trata de un espacio singular en el sistema político argentino, que gestiona relaciones con múltiples actores en distintas escalas. Este ministerio reclutó mayormente a lo que denominamos armadores políticos, expertos en el detrás de escena y en los arreglos entre pares para garantizar la gobernabilidad. Armador político es un término nativo que utilizan los propios participantes del mundo político, a veces de forma indiferenciada con otros sinónimos o términos afines como el de operador. Se trata de agentes especializados en la negociación entre políticos, en los acuerdos y arreglos que permiten viabilizar decisiones, aprobar leyes en el Congreso, ganar elecciones y procurar la gobernabilidad ante múltiples tipos de situaciones conflictivas. A menudo poco conocida, la actividad de los armadores políticos es relevante porque representa un trabajo cotidiano de sostén del Gobierno nacional, tanto en momentos extraordinarios -las elecciones- como, sobre todo, en momentos ordinarios -el día a día de gobernar-. En términos teóricos, permite un conocimiento más acabado del mundo de la política, las divisiones internas de su trabajo, los desafíos y las prácticas de su costado menos visible y mediatizado, pero no por eso menos cotidiano y performante. En términos más amplios, la reconstrucción del trabajo de los armadores políticos, sus criterios de eficacia y las destrezas específicas que ponen en juego para su tarea de intermediación permite una mirada realista de la actividad política.
El texto se organiza en tres partes: en un primer momento, se repasan las principales responsabilidades que hicieron del Ministerio del Interior, durante mucho tiempo, la cartera política del gabinete nacional y los instrumentos de los que dispuso para enfrentar sus principales pruebas. El segundo momento se refiere al trabajo de intermediación entre pares realizado por sus miembros desde 1983, puntualizando sus desafíos principales en diferentes períodos históricos, así como los recursos y destrezas valorados para enfrentarlos. En este apartado se mostrará la particular tensión entre los recursos institucionales y las atribuciones personales en este ministerio, es decir, entre los recursos que están asociados con una determinada posición y el modo en que, en la práctica, las competencias y redes de los actores que las ocupan contribuyen a modificarlos. El texto se cierra con una conclusión sobre el trabajo de los armadores y su inscripción en la división del trabajo político, especificando las características diferenciales de esta actividad según las escalas en que se ejerce, los desafíos que enfrenta y los interlocutores con los que se relaciona.
El Ministerio del Interior en Argentina: responsabilidades e instrumentos
El Ministerio del Interior argentino es, para sus propios participantes como para distintos analistas, el ministerio político del gabinete nacional. Se trata de una cartera poco conocida para el público en general, y sobre la que existen pocas investigaciones académicas (Canelo 2014; Gené 2014). No obstante, es fundamental para los políticos y para el Gobierno nacional. Parte de ese relativo desconocimiento proviene del carácter amplio y elusivo de sus responsabilidades y ámbitos de intervención. Mientras que otros ministerios regulan áreas de la vida social más claramente delimitadas -por ejemplo, los de Educación, Salud, Trabajo, Desarrollo Social o Defensa-, éste se ocupa, en gran medida, de articular relaciones e intereses, de negociar con actores políticos en distintos niveles de gobierno y de procurar la gobernabilidad. El término gobernabilidad se emplea aquí tal como se usa en el léxico corriente de la política argentina: no se trata de la acepción que compete a la ciencia política, sino de las estrategias desplegadas para hacer que un gobierno pueda superar situaciones conflictivas o de crisis y hacer prosperar sus iniciativas principales. En este sentido, otra parte del desconocimiento sobre la cartera de Interior descansa en la poca visibilidad de sus tareas y los medios que emplea para realizarlas. Gran parte de la actividad del ministerio se dirime en ámbitos informales, en reuniones y vínculos interpersonales, en negociaciones que conllevan un alto nivel de discreción y un acuerdo tácito sobre su importancia. Se trata de un trabajo político cotidiano de agregación de intereses entre pares, negociación y generación de soluciones para garantizar la continuidad del gobierno y su éxito en distintas escalas.
Según su definición legal, esta cartera tiene “responsabilidad en el gobierno político interno y el resguardo del régimen republicano, representativo y federal”.3 Al preguntar a quienes pasaron por sus peldaños más altos desde la vuelta de la democracia qué es este ministerio y cuál es su significación al interior del gabinete, las respuestas siempre empiezan por esta confirmación casi tautológica:
Es el ministerio político digamos, no es un ministerio muy técnico con excepción de esas cuestiones a las que hacíamos referencia (…). Es un ministerio que interviene frente a situaciones delicadas, que tiene características eminentemente políticas. Es un ministerio que no está estudiando la asignación de un recurso como puede ser el Ministerio de Economía o como puede ser el Ministerio de Obras Públicas ¿no? Es un ministerio que trata aquellas cuestiones de la buena relación que es necesario mantener con el resto de los gobernadores; y a su vez en aquél entonces [durante el Gobierno de Alfonsín], y todavía de alguna manera es así, este ministerio tenía a su cargo el manejo de la Policía Federal, de tal manera que había que atender muy puntualmente estas cuestiones y esto nos obligaba en más de una oportunidad a recorrer las provincias (…) De tal manera que es un ministerio de relación ¿no es cierto? de superar dificultades que puedan llegar a existir desde el punto de vista político buscando mediaciones o intervenciones directas o indirectas, tratar de solucionar problemas… (subsecretario de Provincias y secretario de Provincias, Presidencia de Raúl Alfonsín, Unión Cívica Radical (UCR). Entrevista, 27 de mayo de 2009. Este y los siguientes resaltados indican el énfasis realizado por los propios entrevistados).
Ciertamente, “las concepciones de “lo que es político” y “lo que tiene que ver con la política” evolucionan, cambian de un grupo a otro y son materia de polémica” (Lagroye 1994, 13). En este caso, el carácter político remite, para sus miembros, a su centralidad en la negociación con otros representantes políticos, en la articulación de intereses en conflicto, en la gestión de acuerdos y el reparto de fondos, obras y asistencia de todo tipo por parte del Estado nacional.4
¿Con qué instrumentos contó el Ministerio del Interior a lo largo del tiempo? A partir de la reforma del Estado emprendida a principios de la década de 1990, el Estado central se redujo fuertemente, privatizando empresas públicas y descentralizando los sistemas de salud y educación hacia los niveles provinciales. En este nuevo marco, el Ministerio del Interior creció tanto en términos relativos como absolutos, en un proceso que ha sido calificado como de “inflación política” (Orlansky 1995). Ante esta profunda metamorfosis del Estado, el ministerio devino “un poderoso órgano de vinculación política, técnica y financiera con los gobiernos provinciales y municipales” (Oszlak 2000, 7). Los resortes de poder que tuvo bajo su égida fueron considerables: encargado a la vez de administrar cuotas de dinero para las provincias no fijadas a priori, de organizar los actos electorales y dirigir a la Policía; sus propios protagonistas advierten esta multiplicidad de recursos y ámbitos de decisión:
¿La elección, la relación con los gobernadores, la plata de ayuda a las provincias y la Policía juntos? Eso se hace en México, que no es el mejor modelo democrático del mundo, ¿no? ¡Eso es pal’ PRI! Todas esas cosas juntas: ¡chequera, Policía, votos! Epaaa, es demasiado. ¡Eso es pal’ PRI! (ministro del Interior, Presidencia Carlos Menem, Partido Justicialista (PJ). Entrevista, 22 de octubre de 2009).
En efecto, esos diversos instrumentos que el exministro sintetiza lacónicamente como chequera, Policía y votos supusieron, en distintas épocas, una importante concentración de poder. El hecho de que un mismo ministerio se encargara de la negociación política, la organización de las elecciones, el reparto de fondos y la seguridad lo hizo una institución singularmente poderosa.
Uno de los principales pilares de ese poder se basó en los instrumentos de mediación y negociación con las provincias. Por un lado, la cartera de Interior tuvo la responsabilidad, junto con el Ministerio de Economía, de negociar la Ley de Coparticipación Federal y los Pactos Fiscales (en 1992 y 1993) que establecen el modo en que se reparten los impuestos federales recaudados por el Ejecutivo nacional entre las distintas provincias.5 Con base en esta centralización de los recursos y su responsabilidad de asignarlos, se ha denominado al nivel central como “Estado cajero” (Oszlak 2001). En efecto, la mayoría de las provincias se financian en gran parte por medio de las transferencias del Estado nacional y, al poseer la “llave de la caja”, éste ejerce un poder de veto sobre el destino de esos recursos que no siempre se sustenta en criterios neutrales e impersonales.
De todos modos, conviene no dar por sentada una sumisión automática de las provincias al centro (Gibson 2007), ya que se trata de un vínculo de mutua interdependencia (Cao y Rubins 2008). Si bien algunas miradas normativas insisten sobre el mal funcionamiento del federalismo argentino y lo describen como anómalo o desviado; otros estudios recuerdan que este tipo de sistemas son intrínsecamente complejos porque implican la combinación y yuxtaposición de decisiones y responsabilidades en distintos niveles de gobierno, así como su reunión bajo una autoridad común. De este modo, las características institucionales y los rasgos que adquiere en Argentina son frecuentes en muchas federaciones (Leiras 2013). En este caso, la dependencia financiera y económica de las provincias a la Nación es muy importante dado que el Estado central tiene la facultad de recaudar y distribuir gran parte de sus recursos. Pero las mismas provincias son políticamente autónomas y fuertes, como resultado de las reglas electorales (diputados y senadores que se eligen a nivel provincial, fechas de las elecciones que pueden decidirse en esos distritos, procesos de selección de candidaturas, etc.) y de la importancia de los líderes provinciales para movilizar apoyos políticos en tiempos electorales y también en el Congreso nacional (Leiras 2013). Como consecuencia de este cuadro complejo en el que los gobiernos provinciales son económicamente dependientes pero políticamente fuertes, el modo de elaborar estrategias de cooperación y agregación de intereses con ellos deviene fundamental.
El Ministerio del Interior ocupa un lugar central en la gestión de esas relaciones y, durante gran parte del período estudiado, contó con un instrumento adicional para aceitar esos vínculos: los Aportes del Tesoro Nacional (ATN). Se trata de un fondo creado por ley en 1988, que representa el 1% de los fondos coparticipables y que el Estado nacional, a través de la cartera de Interior, tiene la facultad de repartir entre las provincias de modo discrecional con base en lo que identifica como situaciones de emergencia y desequilibrios financieros de los gobiernos provinciales. Así, si la Ley de Coparticipación y los posteriores pactos fiscales establecieron porcentajes fijos y automatismos para el reparto de dinero entre las provincias, los ATN representaron prendas de negociación política con los poderes territoriales. Para sus exfuncionarios, la negociación de ATN para destrabar conflictos, asegurar lealtades o disciplinar a actores díscolos era parte de la vida cotidiana del Ministerio del Interior y de su relación con los gobernadores. Así, dirigentes de primera y segunda línea se refirieron en las entrevistas al modo en que los gobernadores “venían al ministerio a manguear6 una cuota más grande de ATN”7 y a la utilidad de esos fondos para cimentar acuerdos.
Otros instrumentos de vinculación con las provincias son centralizados en el Ministerio del Interior: desde las “horas-cátedra”8 administradas por su Secretaría de Municipios, que suponen una vinculación político-técnica y la capacitación y creación de redes con funcionarios locales en todo el país, hasta las intervenciones federales. Una intervención de este tipo implica la remoción del gobernador de la provincia y todo su gabinete, y la designación de uno provisional por parte del Estado nacional. Esto ocurre en contextos de crisis institucionales, inestabilidad política, crisis económicas significativas -en general acompañadas por la ausencia de pago a empleados públicos durante meses-, o protestas masivas y fuerte represión; en fin, situaciones que se definen como fuera de control en los sistemas políticos provinciales. Esta prerrogativa implica una gran dosis de poder para el Estado nacional y, en distintas ocasiones, fue aprovechada para fomentar coaliciones electorales y salidas de la crisis que favorecieran a sus aliados políticos (Botana 2001; Serrafero 2007). Los funcionarios de Interior fueron los encargados de dichas intervenciones9 y de procurar estrategias en el terreno que significaran a la vez una neutralización del conflicto provincial y un rédito político para el Gobierno nacional.
En un nivel menos formalizado, esta cartera gestiona la negociación de leyes importantes para el Poder Ejecutivo con los representantes de las dos cámaras del Congreso y funciona como mediador de múltiples acuerdos entre los partidos políticos mayoritarios. Sus responsabilidades constitucionales sobre los proyectos de reforma política fueron uno de los canales institucionalizados para encauzar dicho vínculo, pero, en términos más amplios, el Ministerio del Interior fue un espacio articulador del diálogo político con las distintas fuerzas desde el Poder Ejecutivo a lo largo de todo el siglo XX (Heredia y Gené 2009; Canelo 2014). Pero debe decirse que la figura del Jefe de Gabinete de Ministros (JGM), creada en la reforma constitucional de 1994, disputaría esa centralidad. Inicialmente se suponía que el JGM atenuaría el presidencialismo argentino, pero en los hechos se consolidó como un nuevo ministro político que compartiría funciones y protagonismo con los responsables de Interior.
En lo que respecta a las elecciones, el Ministerio del Interior es el principal responsable de su organización en términos materiales: allí, en articulación con la Justicia Nacional Electoral, se realiza el empadronamiento de la ciudadanía para votar, se aprueban las listas y candidaturas, se garantiza el reparto de las urnas en todo el territorio nacional, se recuentan los votos y comunican los resultados definitivos. La organización de cada elección se desarrolla en la Secretaría de Asuntos Políticos y Electorales del ministerio, comenzando con un año de anticipación y terminando aproximadamente seis meses después de cumplidos los comicios. Pero en un nivel menos formalizado, también el ministerio es uno de los lugares donde se tejen alianzas y apoyos para (intentar) ganar elecciones. En sus áreas menos burocráticas se trazan estrategias sobre listas y candidaturas del oficialismo en todos los puntos del país, y se derivan fondos para apuntalar campañas electorales. En este sentido, la ubicación del ministerio en la intersección entre Estado y gobierno hace que administre en simultáneo los mecanismos más estables y rutinarios de la vida republicana, y las estrategias e intervenciones políticas para asegurar el poder del partido de gobierno. Los instrumentos utilizados para una y otra tarea son particularmente diferentes, como lo es también su nivel de formalidad: los primeros son ampliamente registrados y avanzan por canales claramente reglados, mientras que los segundos se sustentan en contactos interpersonales e informales, y su visibilidad es sensiblemente menor.
Finalmente la responsabilidad sobre la Policía y otras fuerzas de seguridad (Prefectura, Gendarmería) fue una de las funciones intermitentes del Ministerio del Interior. Durante la mayor parte del tiempo, la seguridad estuvo bajo su égida, pero también pasó por períodos al Ministerio de Justicia, para estabilizarse finalmente en una cartera específica con la creación del Ministerio de Seguridad en diciembre de 2010. Puede decirse que el hecho de contar efectivamente con esa responsabilidad significó un arma de doble filo para el Ministerio. Por un lado, tuvo mucho personal, presupuesto y decisiones sobre el orden y el espacio público a su cargo; por el otro, comportó el desafío de comandar a fuerzas con un importante espíritu de cuerpo y una relación peligrosamente cercana con el delito.10 Para los entrevistados en esta investigación, esa ambigüedad estaba siempre presente: el ministerio sin sus atribuciones sobre la seguridad interna quedaba fuertemente debilitado, pero la complejidad de su manejo implicaba cuidarse de sus posibles tareas de desestabilización. Un exministro radical11 lo ponía en estos términos: “Lidiar con las fuerzas de seguridad es todo un tema, [ya] que vos no sabés cuando te ponen una cáscara de banana tus propios subordinados” (ministro del Interior, Presidencia Fernando de la Rúa, UCR-Alianza. Entrevista, 3 de septiembre de 2009).
Si bien se ha resumido hasta aquí de forma esquemática los principales ámbitos de acción e instrumentos del Ministerio del Interior en la historia argentina reciente, es importante señalar que los mismos no fueron constantes a lo largo del período estudiado. Atender a la historicidad del ministerio político permite dar cuenta de una institución en proceso (Lagroye y Offerlé 2010), que fue singularmente poderosa desde 1983 -y en particular durante el menemismo (1989-1999)-, que logró mantener muchos de sus pilares de poder hasta principios de la década de 2000, pero que luego comenzó a ver limados algunos de esos mecanismos. Por ejemplo, perdió sus atribuciones sobre la Policía y se concentró en las funciones políticas, dejando de lado una parte importante de su presupuesto y su poder de decisión. Del mismo modo, a partir de 2003 (y hasta 2015), descendieron significativamente los ATN y creció la importancia del Fondo de Obras Públicas administrado por el Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios creado durante el Gobierno de Néstor Kirchner. Así, el protagonismo y los recursos del ministerio se vieron alterados en el tiempo e incluso fueron disputados o compartidos con otros espacios fuertes del Poder Ejecutivo como las secretarías de la Presidencia y la JGM. Las razones que produjeron estos cambios institucionales fueron múltiples: desde casos delictivos resonantes que suscitaron la atención sobre ciertos problemas públicos y la creación de instituciones para darles respuesta (como el Ministerio de Seguridad) hasta las disputas entre actores y su capacidad de arrogarse tareas y responsabilidades en la práctica. Pero aún con sus vaivenes, el ministerio retuvo a través de los años un núcleo duro de instrumentos y desafíos ligados con el detrás de escena de la política y la intermediación entre pares para cosechar alianzas, apoyos más o menos perdurables y distintos respaldos públicos.
El trabajo político en Interior: desafíos, recursos y destrezas
Un estudio sistemático de las trayectorias previas de los miembros jerárquicos del Ministerio del Interior muestra como denominador común la socialización política temprana y la larga experiencia en cargos electivos y no electivos en el Estado. A diferencia de lo que ocurre en otros ministerios, los miembros de esta cartera comparten una nutrida experiencia en distintos ámbitos y escalas de la actividad político-partidaria. Lejos de la presencia de outsiders o recién llegados, aquí primaron los políticos altamente profesionalizados; agentes que comenzaron su militancia política muy temprano y nunca se alejaron de la vida partidaria, que encadenaron cargos de todo tipo en los distintos niveles de gobierno y desarrollaron un saber-hacer que los emparentaría profundamente (Gené 2017).
Pero si se enfoca el análisis menos en las trayectorias o en los aprendizajes provistos por ellas, y se observa en cambio las prácticas del trabajo político, un recorrido histórico resulta crucial. Los desafíos específicos afrontados por los ministros del Interior y sus segundas líneas variaron a lo largo del tiempo, atados a la coyuntura política, a las estrategias de los presidentes y a los equilibrios de poder que permitían llevarlas a cabo o exigían cambios de rumbo ante situaciones críticas.
Durante la Presidencia de Raúl Alfonsín, que inició la transición democrática, debió enfrentarse la reconstrucción del propio ministerio, la reinstalación de reglas de juego institucionales en todos los ámbitos y el manejo de una Policía que hasta hacía muy poco había formado parte del terrorismo de Estado. Dos políticos muy distintos entre sí condujeron el ministerio con estilos diferentes: Antonio Tróccoli y Enrique Nosiglia. Si el primero se encargaba de transmitir e interpretar las decisiones de gobierno apelando incluso a una suerte de pedagogía hacia todos los actores, Nosiglia se centró en el entramado de los partidos y los acuerdos, en la arquitectura de consensos y la promoción de los aliados más disímiles a partir de la derrota en las elecciones de medio término de 1987. Durante ese período, para negociar la aprobación de leyes o garantizar apoyos en momentos de crisis para las iniciativas que tuvieron éxito (como la Ley de Coparticipación) o incluso para las que fracasaron (como la reforma de la Constitución), fueron fundamentales los contactos asiduos e informales de sus funcionarios de mayor jerarquía con otros miembros del mundo político, así como su habilidad para definir e interpretar las situaciones de interacción entre pares.
Tras la crisis hiperinflacionaria, las dos presidencias de Menem estuvieron acompañadas de un arduo trabajo político para hacer viables las reformas de mercado y alinear al partido gobernante tras ese proyecto, que no había sido el que lo había llevado al poder. Los armadores políticos tuvieron un rol crucial en la consecución de la disciplina parlamentaria, al punto de que su ministro del Interior más célebre y que ocupó más tiempo el cargo, Carlos Corach, se jactó en múltiples ocasiones de haber perdido únicamente ocho diputados del bloque justicialista durante todo el período.12 La intermediación de los armadores del Ministerio del Interior fue importante para obtener el ajuste requerido en todas las provincias y negociar con distintos actores la definición de sus límites. En el intenso trabajo por conseguir apoyos y sustentabilidad para el proyecto en marcha, los ocupantes de esta cartera debieron afinar sus estrategias de negociación y cooptación. Entre sus retos, además, estaba la reforma de la Constitución y más tarde el despliegue de estrategias frente a la emergencia de nuevas fuerzas políticas y el contexto de crisis económica que se intensificó a partir de 1998.
En el gobierno de la Alianza,13 los desafíos fueron múltiples: desde la temprana intervención en la provincia de Corrientes, hasta el trabajoso (y fallido) reto de sostener a la coalición de gobierno frente a sus múltiples crisis. Aquel gobierno compuesto por tradiciones y grupos disímiles que no respondían a un líder común, pretendía ofrecer un cambio de estilo respecto a su antecesor inmediato pero mantener sin cambios su política económica. La relación con el Congreso, las provincias y los actores políticos en distintas escalas fueron difícilmente articuladas desde el trabajo político realizado por el ministerio, ya que sus miembros contaban con apoyos contradictorios del Presidente y tenían una debilidad crónica.
La crisis de 2001 planteó un escenario caótico en el que se sucedieron cuatro presidentes en menos de dos semanas y se anunció todo tipo de medidas. La organización del traspaso de mando dentro del peronismo y la consolidación de la gobernabilidad en un escenario tan incierto estuvo plagada de desafíos. Poco a poco, aquel sistema político que parecía estar en su momento de mayor debilidad comenzó lentamente su reconstrucción y culminó esa accidentada transición con un nuevo proyecto refundacional: el “kirchnerismo”, que duró 12 años en el poder.
Brevemente, dos de las características y soportes fundamentales del trabajo político realizado para enfrentar estos desafíos disímiles en la cartera de Interior son, por un lado, la relación constante con pares, mediada por la confianza del Presidente; y por otro, la habilidad para las estrategias detrás de escena ante la incertidumbre, en un trabajo a tiempo completo.
Relación con pares e interpretación de la voluntad presidencial
La intermediación con los propios pares es una parte sustancial del trabajo político de los armadores en el Ministerio del Interior. Para lograr diversos fines, la relación con diputados y senadores, con gobernadores y ministros provinciales, con referentes políticos de distinto rango en todo el país es parte de la tarea cotidiana de estos armadores. La confianza del Presidente resulta central para ello, especialmente en un país fuertemente presidencialista como Argentina. Si bien las posiciones formales suponen recursos institucionales, como se mencionó en el apartado anterior, los márgenes de acción se ensanchan o restringen notablemente según las destrezas, redes e impronta de sus ocupantes. La confianza presidencial garantiza la disposición de amplios medios para llevar adelante las negociaciones entre pares, pero además hace creíbles y relevantes a los armadores políticos ante sus interlocutores. Es decir, garantiza que pueden cumplir aquello que acuerdan, ya que cuentan con un aval implícito para realizar esas negociaciones y asegurar esas decisiones.
El primer y breve ministro del Interior de Menem, Eduardo Bauzá, se desempeñó como armador inicial del proyecto menemista y fue decisivo a la hora de reclutar a los antiguos cuadros renovadores14 y demás justicialistas15 dispersos para la nueva administración. Ya durante la campaña presidencial, ese hombre de extrema confianza de Carlos Menem comenzó a convocar a los principales referentes que se habían opuesto a él en la interna, y sería, una vez en el gobierno, el encargado de transmitir sus decisiones a los ministros y segundas líneas. El “Flaco” Bauzá (tal como lo apodaban todos en el mundo de la política) se había desempeñado como secretario de Desarrollo de Gobierno durante la gobernación de Menem en La Rioja entre 1973 y 1976, y más tarde, un año antes de la restitución de la democracia, participó de la fracción interna del PJ presidida por Menem (Federalismo y Liberación). Fue elegido diputado por Mendoza para el período 1987-1991 y renunció en 1989 a su banca para asumir como ministro del Interior del flamante gobierno. Para los distintos referentes del peronismo, hablar con Bauzá equivalía a hablar con el Presidente:
Bauzá era el intermediario entre Menem y el resto de los ministros. Todo lo que iba a Menem primero pasaba por el filtro de Bauzá; si Bauzá lo aprobaba, el turco16 lo firmaba. El camino era ese y te lo decían los ministros: “El Flaco ¿qué te dijo?”, [y si uno respondía]: “Yo quiero que el Presidente…” [volvían a preguntar]: “El Flaco ¿qué te dijo?”; “no, no sé, no lo consulté al Flaco; te lo digo a vos”. “No; andá y consultá al Flaco”, o “dejámelo que yo lo consulto al Flaco”. Era como que Bauzá era el conmutador de todo el mundo con Menem y le hacía un primer filtrado (…). Porque había un rol de mediación en Bauzá, fundamentalmente él también desarticulaba los conflictos internos, todos los conflictos que había. Las internas, esa cosa de rivalidades o de primeros o de cómo lo quieras llamar, siempre requieren de alguien con cabeza muy fría que equilibre el tablero (subsecretaria de Derechos Humanos, Presidencia de Menem, PJ. Entrevista, 20 de julio de 2009).
En el marco del giro ideológico realizado por el menemismo, esa suerte de “conmutador” del Presidente que era el ministro del Interior fue decisivo para amalgamar grupos diferentes y promover públicamente el programa de reformas. Entre la multiplicidad de sus tareas cotidianas se encontraba el trabajo de filtrado de temas, de neutralización de internas, en fin, de gestión de la vida íntima del gobierno y sus diversos actores. Con mayor o menor eficacia según los casos, el rol de los armadores u operadores políticos en esta escala supone la capacidad de “hablar en nombre” del Presidente y contar con su aval tácito para hacerlo frente a distintos interlocutores. Su autoridad se funda en ese respaldo permanente, que los participantes del mundo político saben medir de distintas maneras.
Otro de los ministros de Carlos Menem,17 José Luis Manzano, era un político experimentado en negociaciones formales e informales con sus pares. Había sido electo diputado nacional en 1983 y reelecto en 1987. En su caso, la confianza presidencial no databa de antaño, ya que había sido una de las principales figuras de la renovación peronista, pero luego se convirtió en una espada del menemismo desde su lugar protagónico en el Congreso. Tras siete años al frente de la bancada justicialista de diputados, Manzano contaba con ciertas destrezas decisivas para el trabajo de armador político: había afilado su capacidad para la negociación entre políticos, su astucia para los acuerdos, su conocimiento de las reglas y los códigos tácitos de ese universo. En este sentido, la crónica de su asunción afirmaba: “José Luis Manzano (“Chupete”, para los políticos) tiene 33 años, es divorciado, se analiza18 y en la jefatura de la bancada peronista en la Cámara de Diputados ha demostrado una habilidad hasta ahora solo reservada a los hombres de más de 50 años” (La Nación 1991). En efecto, su juventud contrastaba en cierto sentido con la trama de contactos de la que disponía y la habilidad política que sus pares le reconocían. En el Congreso, había cosechado relaciones estrechas con miembros de los distintos partidos y en particular un vínculo aceitado con personajes salientes de la UCR, tales como César Jaroslavsky,19 Eduardo Angeloz20 o el “Coti” Nosiglia.21 Equipado con tales competencias, uno de sus principales desafíos en Interior fue tramitar el apoyo político de los grandes cambios económicos en marcha y, en especial, entablar las difíciles negociaciones del Estado central con los distintos gobiernos provinciales. Para entonces, la Ley de Convertibilidad ya había sido puesta en marcha22 y en pocos meses la inflación había bajado de forma abrupta. Pero aun cuando la estabilidad se transformaba en el logro principal de la administración menemista, negociar el ajuste en las provincias resultaba una cuestión fundamental, sobre todo porque los acuerdos con los organismos internacionales incluían metas exigentes de disciplina fiscal para los Estados subnacionales. Aquella era una tarea singularmente compleja en tanto requería negociar con múltiples actores, manejar diversos mecanismos formales e informales de decisión y distribución de fondos, y atender a muchos intereses en juego. Lejos de una estrategia única y homogénea del Estado central hacia todas las provincias, los armadores del ministerio emprendieron un delicado trabajo para construir alianzas y coaliciones de gobierno. En el mismo, se movilizaron a la vez recursos (y la amenaza de su escasez), obras, promesas, solidaridades partidarias e interpersonales. El entonces ministro se refiere en estos términos al poder que tenía cada uno de sus interlocutores:
Lo que más me gustaba era esta cuestión de… el ejercicio de generar consensos sea en el Congreso o con las provincias; que es muy trabajoso. Más trabajoso aún con los gobernadores, porque los gobernadores son señores votados individualmente, entonces… realmente es bastante trabajoso (ministro del Interior entre 1991 y 1992, Presidencia de Carlos Menem, PJ. Entrevista, 22 de octubre de 2009).
Esa ingeniería fue llevada adelante por el Ministerio del Interior en conjunto con el Ministerio de Economía, entonces comandado por Domingo Cavallo. Políticos y técnicos gestionaban, así, el ajuste y la adecuación de la nueva administración pública en las provincias, poniendo a la vez en funcionamiento programas específicos para el nivel local con financiamiento internacional.23 Manzano tenía afinidad personal con Cavallo, y ellos fueron, junto con sus segundas líneas, los encargados de llevar adelante la política de premios y castigos que el menemismo administró en muchos otros ámbitos.24
En los casos en que la destreza para la intermediación entre pares o el recurso de la confianza presidencial no estuvieron presentes, el trabajo político en el ministerio se vio entorpecido. Un ejemplo de lo primero lo constituye el caso de Gustavo Béliz (ministro entre 1992 y 1993),25 y un ejemplo de lo segundo el de Federico Storani, ministro inicial del gobierno de la Alianza. En su caso, a las fricciones internas de la coalición, se sumaba la duda sobre la confianza del Presidente en su propio ministro y el alineamiento precario de este último con el proyecto presidencial. Si bien se trataba de un referente de amplia trayectoria política y de renombre al interior de las filas de la UCR, la suspicacia del primer mandatario hacia él era evidente para sus pares. Storani fue tres veces diputado nacional, presidió la bancada radical y fue uno de los principales referentes de una de las líneas internas del partido (la Junta Coordinadora Nacional de la Provincia de Buenos Aires); por lo que contaba con múltiples contactos en las Cámaras y un sentido práctico afilado sobre el mundo político. Pero justamente esa línea interna del radicalismo era distinta a la que había ocupado históricamente el entonces presidente Fernando De la Rúa. Por lo tanto, su autoridad para entablar negociaciones estaba constantemente erosionada y ponía a prueba las condiciones de posibilidad mismas de ese trabajo político de intermediación:
Había un problema de interlocución con el Parlamento, que también estaba mediado por el cariz de los ministros (…). El nivel de confianza que tenían con Storani era muy alto; pero siempre con Storani en esa relación -al menos esta es mi percepción- había un gran nivel de desconfianza respecto de lo que él acordaba, de lo que estaba acordando; siempre había un nivel de duda de: “¿Y esto lo banca el resto del gobierno?” (…). No lo sé, a mí siempre me dio la impresión que había ahí un saldo que no se podía resolver. Tenía que ver con que vos eras un ministro que estaba injertado en una estructura que iba para otro lado (subsecretario de Coordinación, Presidencia de Fernando de la Rúa, UCR-Alianza. Entrevista, 19 de mayo de 2009).
Así, si bien sus pares podían valorarlo personalmente por haber compartido años con él en el Congreso, la situación concreta en la que se desempeñaba hacía que su capacidad para cerrar acuerdos se viera debilitada. En un presidencialismo fuerte, la confianza del primer mandatario es fundamental para estos armadores políticos de escala nacional. Esa confianza y su nivel de intensidad hace que las capacidades efectivas de intervención de los agentes puedan variar, incluso más allá de sus funciones formales. La habilidad para interpretar la voluntad presidencial y facilitar las mediaciones para que sea factible es una clave de este tipo de trabajo político. Por lo tanto, el alineamiento con el programa de gobierno y su defensa constituyen una condición sine qua non de los armadores políticos.
Dedicación a tiempo completo y estrategias detrás de escena
Los profesionales de la política viven, como decía Weber (2002), de y para esta actividad, que se convierte en una profesión que invade todos los ámbitos de la vida. En las entrevistas con dirigentes, sus relatos subrayan constantemente el carácter a tiempo completo de su dedicación, que puede fagocitar la vida familiar y tiende a volver indistinto el tiempo laboral del tiempo de ocio, pero que ofrece a su vez satisfacciones equivalentes para quienes gozan de la política. En este sentido, un dirigente radical cuyo padre también había sido ministro y diputado nacional se refería en estos términos a su propia dedicación y la de sus colegas:
Mi propio padre tenía -me acuerdo- 81 años, estaba enfermo y demás y se ponía su mejor traje cuando iba a dar una charla sobre el Gobierno de Illia.26 Por ahí en un comité con luces mortecinas, y vos decís “¿cómo hace esto? ¿de dónde saca las fuerzas?”, y bueno… es eso, ¿viste? Es eso. (…) Yo no me quejo, volvería a hacer eso, es mi vocación política. Como decía Alfonsín: “A nosotros nos sacan con las patas para adelante de la política” (ministro del Interior, Presidencia de Fernando de la Rúa, UCR-Alianza. Entrevista, 3 de septiembre de 2009).
La exigencia del trabajo político en algunas instancias hace, en efecto, que no haya fines de semana o tiempos verdaderamente libres. Actos protocolares, inauguraciones, reuniones con distintos actores de la sociedad civil, encuentros formales e informales con políticos del propio partido y de los otros, negociaciones diversas pueblan su agenda. A ello se suma la necesidad de estar disponible de forma permanente ante la posibilidad de emergencias. En el Ministerio del Interior, la multiplicidad de temas e interlocutores a gestionar vuelve esa tarea particularmente intensa. Otro de los exministros entrevistados se refería en estos términos al trabajo febril del ministerio y su carácter constantemente ligado con las urgencias:
En ese momento representaba un inmenso trabajo. Fue el trabajo que más me costó de todos los que hice. Porque tiene: la relación con las provincias, la relación con el Parlamento, y en ese momento tenía la estructura de seguridad, es decir que Policía, Gendarmería y Prefectura dependían del ministro del Interior. Además, dependía en ese momento todo lo que es aduanas y control de fronteras. ¡Imaginate que empezabas a las 8 de la mañana y a las 10 de la noche todavía estabas en el despacho atajando pelotas! Es un lugar de gestión muy agotador, la verdad es que… es un lugar de gestión que yo no podría hacer a esta altura de la vida por ejemplo. Es un lugar para un hombre que tiene experiencia, pero la edad como para aguantar el ritmo. (…) Estás todos los días con urgencias. O tuviste un problema de contrabando en la frontera que saltó, o tenés un conflicto con el bloque de diputados o de senadores, una ley que no sale y que tiene que ver, por ejemplo, con un acuerdo con el Fondo Monetario o con el Club de París; tenés una relación con las provincias que no han firmado el tratado federal fiscal… todos los días tenés una serie de problemas. (…) No me gustaba… digamos, la intensidad del trabajo. Es un trabajo que no tiene fines de semana. El ministro de Relaciones Exteriores, ponele, que también fui, los fines de semana está tranquilo. Salvo que haya un conflicto extraño, digamos. El ministro de Trabajo, que también fui, también los fines de semana suelen ser tranquilos: no hay conflictos sindicales, las empresas tienen medio turno… El ministro de Interior está siempre arriba de una bomba que puede explotar (ministro del Interior, Presidencia de Carlos Menem, PJ. Entrevista, 2 de septiembre de 2011).
El hecho de hacer frente a la incertidumbre y de poder maniobrar con ella es otra de las características del trabajo político que se intensifica en algunos espacios y se matiza en otros. No todos los políticos tienen el mismo nivel de exposición; no todos los desafíos, el mismo carácter vertiginoso, pero suele ser imperativo saber ubicarse en escenarios cambiantes en los que las solidaridades pueden alterarse y los actores pueden perder mucho si no logran interpretar esas variaciones.
Las reflexiones de Sabina Frederic (2004) sobre la división del trabajo político resultan elocuentes para comprender el trabajo político en el Ministerio del Interior y sus características específicas (a diferencia, por ejemplo, de lo que sería la impronta y el desempeño de los políticos profesionales en el Congreso, por el que muchos de estos políticos pasaron previa y posteriormente a su cargo ministerial). La distinción de la autora entre la “trastienda” y la “escena pública” de la política permite comprender la existencia de distintos principios de evaluación del comportamiento de los políticos que suelen ser discordantes, cuando no abiertamente contradictorios. Para los políticos de este ministerio, los referentes más valorados y recordados suelen ser los menos populares frente a la opinión pública (Gené 2017). Si ante un público extendido se critican sus maniobras poco claras y decisiones controvertidas, o pesan graves sospechas en su contra que se amplifican por distintos medios, los propios pares suelen reconocer y valorar la confianza que inspiran y la previsibilidad que aseguran para alcanzar acuerdos, la astucia para decidir jugadas acertadas ante contextos problemáticos y la capacidad de movilizar redes de contactos y solidaridades en distinto tipo de situaciones.
Estos son políticos expertos en el detrás de escena y en los arreglos entre pares para defender la agenda del gobierno. Para ellos, un desafío mayor suele ser maniobrar distintas presentaciones de sí (Goffman 1997) y gestionar sus posibles desajustes en escenarios y ante públicos diferentes. Así, los políticos mostrarán diferentes facetas ante sus distintos interlocutores, se apoyarán en la cambiante definición de las situaciones para privilegiar uno u otro registro, seleccionarán -muchas veces de forma automática y no explícitamente reflexiva- lo que presentan a su auditorio y lo que dejan detrás de escena (Goffman 1997, 267 y ss.).
Algunas de esas estrategias traspasan el límite de lo legal: desde el financiamiento de campañas a adversarios políticos para perjudicar a otros competidores, hasta el “apriete” a distintos actores para exigir medidas favorables al gobierno. Otras, en cambio, suelen suponer discreción por ubicarse en el límite de lo mostrable a públicos amplios: la negociación de leyes a cambio de fondos específicos, las promesas de colaboración, contratos u obras con base en el acompañamiento de temas importantes para el gobierno.
En ese detrás de escena en que los armadores políticos se manejan con habilidad, la astucia para las “movidas” osadas se presenta como un valor. Por ejemplo, uno de los fugaces ministros durante diciembre de 2001 se jactaba de haber hecho frente a un contexto de descontrol arreglando el resultado del campeonato de fútbol de ese año para que saliera campeón un equipo muy popular que hacía años no conseguía un título. Según su propio relato, su “pedido” al presidente de la Asociación de Fútbol Argentino -con quien tenía una relación de confianza por haber presidido el Comité de Seguridad en el Fútbol cuando ocupaba la Secretaría de Seguridad- habría logrado que un festejo popular contrabalanceara el descontento que reinaba entonces en las calles.
¡Ese dato tan pelotudo fue un elemento sustantivo que nos permitió cabalgar la transición sin más muertes! Digo, esto es cuando yo hablo de la ductilidad [risas]; la tenés que tener indudablemente, tenés que sacar todos los conejos habidos y por haber de la galera, y si no, no tenés suerte. O sea, terminás mal. Bueno, en ese caso estábamos además angustiados y acosados por una crisis inédita; y por una sociedad al borde de la disgregación y de la guerra civil (secretario de Seguridad Interior, Presidencia de Carlos Menem; ministro del Interior durante 2001, PJ. Entrevista, 30 de octubre de 2009).
Por supuesto, es difícil contrastar si lo que relata ocurrió de esa manera. En todo caso, su exposición con orgullo en el marco de una entrevista de escasa circulación muestra hasta qué punto el desajuste de escalas de evaluación sobre los políticos según sus públicos es marcado: la ductilidad y la habilidad para las estrategias puede constituir una destreza celebrada entre pares, suspendiendo pronunciamientos sobre su moralidad o bien resignificándolos en su contexto (en este caso, el “borde de la disgregación”, la “guerra civil”); mientras que su enunciación en el espacio público es mucho menos legítima. Los contextos de crisis que, como decía Guillermo O’Donnell (1997), habilitan estrategias extraordinarias y delegaciones amplias de poder, suelen llevar consigo la puesta en suspenso de algunas de esas críticas en amplios sectores de la población. O, al menos, su formulación en términos complejos y ambiguos: en este sentido, la crisis de 2001 en Argentina intensificó las críticas contra la política en función de la corrupción y la moralidad de sus dirigentes (Pereyra 2013) por un lado, y por lo tanto se propagó su recusación en conjunto bajo la consigna “¡qué se vayan todos!”; pero casi simultáneamente hizo emerger la demanda de “una autoridad política fortalecida, capaz de recomponer el orden social agrietado” (Gargarella 2013, 93). La narración ilustra también uno de los rasgos persistentes de este trabajo político en el ministerio, ligado con los armados y los acuerdos detrás de escena, a saber, su intervención en estrategias interpersonales, a menudo secretas o informales, en relación con la gobernabilidad.
Conclusiones
En estas páginas se buscó ofrecer coordenadas para la comprensión de un tipo específico de trabajo político, el de los armadores a nivel nacional en Argentina. Se sostiene que existe una división de este trabajo, que hace distintos los diferentes roles según el tipo de públicos con los que se relacionan mayoritariamente y las principales tareas que deben cumplir. Así, intendentes, gobernadores, parlamentarios y ministros tienen exigencias y criterios de eficacia diferentes. El trabajo de los armadores políticos suele ser poco conocido por el público amplio y refractario a su escrutinio, pero ampliamente valorado por los participantes del mundo político. Este tipo específico de profesionales de la política son transversales a los distintos partidos, aún con sus grandes diferencias en términos de clivajes ideológicos, retóricas y estilos de representación. Para llevar adelante políticas de muy distinto cuño, el trabajo de estos expertos en arreglos entre pares y negociación en distintas escalas tiene una relevancia central. Son ellos los que garantizan la viabilidad de muchas decisiones, los que movilizan aliados para que las mismas puedan sostenerse en el tiempo, los que calibran hasta qué punto las estrategias deseables son factibles y realistas. La habilidad para el relacionamiento entre pares se debe a que comparten un sentido práctico, hecho de su larga pertenencia al juego. El carácter cotidiano y recursivo propio de la actividad política (Hurtado, Paladino y Vommaro 2018, en este número) hace que hayan aprendido sus competencias prácticas y sus reglas no escritas al calor de distintas pruebas, y que hayan estrechado vínculos con múltiples actores que luego son útiles para esta tarea de intermediación.
Al observar a estos expertos en la trastienda de la política en un escenario particular, el Ministerio del Interior argentino, nos interesamos por sus desafíos principales y los instrumentos que tuvieron a lo largo del tiempo para enfrentarlos. Eso no quiere decir que solo puedan encontrarse en este espacio: si bien se trata de un lugar paradigmático de los armadores políticos, ellos también ocupan otras carteras de gobierno -como la JGM o las secretarías de la Presidencia- o realizan esta tarea desde cargos secundarios o espacios informales y en las sombras. Con todo, el ministerio político del gabinete argentino constituye un espacio privilegiado para estudiarlos y comenzar a llenar un gran vacío sobre su conocimiento.27 En este caso, se mostró que las pruebas de los armadores políticos y las estrategias para hacerles frente tienen una doble cara: por un lado, son formales y ampliamente comunicadas en la escena pública, y por el otro, informales y sujetas a la discreción y el secreto entre pares.
El enfoque en los recursos y soportes centrales de aquel trabajo desde la vuelta a la democracia da cuenta de una singular combinación entre dispositivos institucionales asociados con las posiciones y recursos políticos propios de las personas que las ocupan. Por un lado, el Ministerio del Interior concentró importantes instrumentos para la intermediación política a lo largo del tiempo -fondos para las provincias y para negociar con parlamentarios, espacios institucionales para el diálogo político, atribuciones sobre las elecciones, etc.- pero, por otro, los márgenes de acción de los armadores del ministerio y su autoridad frente a distintos interlocutores variaron sensiblemente según sus destrezas y respaldos. En ese sentido, la confianza del Presidente, la relación aceitada con distintos actores del mundo político, la astucia e incluso la intuición frente a las situaciones inesperadas, la ductilidad para el detrás de escena y el pivoteo entre distintas presentaciones de sí fueron fundamentales para cualificar el trabajo de los armadores políticos y establecer jerarquías entre ellos. Lo cierto es que ese vaivén entre atributos de las posiciones y recursos/destrezas de los actores es innegable en la política argentina. Y su carácter es siempre dinámico, está siempre puesto a prueba: los hombres de mayor confianza pueden caer en desgracia, los que son marginales pueden saltar al centro de la escena, quienes eran fundamentales en el planteo de estrategias pueden resultar un fusible en situaciones de crisis. Pero esa característica excede al caso nacional que tratamos: aún en instituciones muy regladas, existen distintos modos de ejercer los roles (Lagroye 1997) y diferentes maneras de interpretar las misiones que dicta cada posición: “Las correspondencias entre posiciones y estatus, por un lado, y atribuciones y actividades, por el otro, son lábiles en razón de las posibilidades de interpretación de las misiones y las desconexiones entre misiones efectivas y formales” afirman Demazière y Le Lidec (2014, 22).
En este caso, la eficacia de los armadores políticos se dirime en la práctica de enmarcado ante la incertidumbre, en la autoridad que les otorga el Presidente y en la confianza que inspiran ante sus diversos interlocutores. Para ello, realizan un trabajo intenso y demandante, que supone la dedicación a tiempo completo, el conocimiento de múltiples actores y el establecimiento de lazos de confianza con ellos, así como la habilidad para idear estrategias y llevarlas a cabo ante situaciones críticas.