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Ius Humani. Revista de Derecho

versão On-line ISSN 1390-7794

Ius Humani vol.7  Quito Jan./Dez. 2018

https://doi.org/10.31207/ih.v7i0.191 

Articles

Ius resistendi: derechos de participación, garantismo, resistencia y represión a partir de las definiciones de juan larrea holguín

Ius resistendi: participation rights, guarantee, resistance and repression based on the definitions of juan larrea holguín

Gabriel Hidalgo Andrade* 

* Constitucionalista y politólogo. Maestrías de investigación en la Universidad Andina Simón Bolívar, en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y (cursando) en la Universidad de Los Hemisferios (Quito, Ecuador). Estudios doctorales en ciencias políticas y administración de la Universidad de Salamanca. Docente universitario, columnista en prensa, analista y asesor político. gahidalgoa@gmail.com


Resumen:

Las constituciones establecen el marco de las instituciones formales e informales de la democracia. Los partidos políticos, reconocidos por la ley, que consiguen el gobierno y los que se quedan en la oposición, a través de elecciones universales y directas, con procedimientos preestablecidos para la adopción de decisiones políticas, consiguen y conservan el monopolio de la representación democrática formal. Así todo el gobierno, la justicia, la legislación y el poder proceden de las instituciones formales. Pero ¿qué sucede cuando la rebeldía, en forma de derecho de resistencia, está justificada en el marco del derecho positivo y de las mismas instituciones formales? ¿Cómo el ejercicio del derecho de resistencia se convierte en una obligación moral y cívica para resistir a misma ley injusta a través de las formas constitucionalizadas del siempre posible totalitarismo político? Este trabajo, desde un enfoque epistemológico interdisciplinario entre el derecho constitucional y la ciencia política, se plantea el derecho de resistencia como un derecho-garantía, anterior y superior al Estado constitucional, por su origen en el derecho natural, pero que se habilita en una circunstancia extrema, cuando los pilares del Estado moderno se han derrumbado y se encuentra en una situación limítrofe del derecho positivo.

El trabajo tiene tres partes: la primera define el marco conceptual sobre el actual debate de la materia; la segunda parte discute sobre los elementos estructurales del poder y del derecho; y la tercera parte sobre los límites conceptuales en la tipicidad jurídica de la acción de resistencia.

Palabras clave: Desobediencia; derecho; política; rebelión; revolución

Abstract:

Constitutions establish the framework of formal and informal institutions of democracy. The political parties, recognized by law, that obtain the government and those that remain in the opposition, through universal and direct elections, with pre-established procedures for the adoption of political decisions, obtain and preserve the monopoly of the formal democratic representation. This means that government, justice, legislation and power come from formal institutions. But what happens when rebellion, in the form of the right of resistance, is justified within the framework of positive law and of the formal institutions themselves? How does the exercise of the right of resistance become a moral and civic obligation to resist the same unjust law through the constitutionalized forms of the always possible political totalitarianism? This work, developed from an interdisciplinary epistemological approach between constitutional law and political science, raises the right of resistance as a right-guarantee, prior and superior to the constitutional state, due to its origin in natural law, but which is enabled in an extreme circumstance, when the pillars of the modern state have collapsed and in a borderline situation of positive law.

This work is divided into three parts: The first one, defines the conceptual framework on the current debate on the subject. The second part discusses the structural elements of power and law. The last part is about the conceptual limits in the legal typicity of the resistance action.

Keywords: Disobedience; Law; Politics; Rebellion; Revolution

I. Lex injusta non est lex: elementos de demarcación

I.1. La paradoja de la voluntad soberana

La definición de la ley según el Código Civil nunca ha tenido tanta vigencia como ahora. Con la positivización del derecho de resistencia en la constitución ecuatoriana se restituyó al debate académico las interrogantes asociadas a las actuales interpretaciones y límites de las constituciones contemporáneas en materia de derechos y garantías. Si la resistencia ha sido objetivada como un derecho fundamental en el constitucionalismo ecuatoriano ¿es una declaración de la voluntad soberana?, ¿es una manifestación en la forma que prescribe la constitución? Monseñor Juan Larrea Holguín ofrece algunas luces al respecto.

La definición de la ley expresa qué normas deben ser tenidas como leyes, cómo se convierten en manifestaciones externas del derecho, y cuáles pueden ser consideradas como declaraciones de la voluntad soberana, además de las leyes (Larrea, 2008, p. 28).

La finalidad de la una ley es normar la conducta de las personas al cumplimiento del bien común. La justicia es una finalidad intrínseca, así como una cualidad de la ley, que posibilita la elaboración de las condiciones necesarias para el bienestar de la sociedad. Cuando la ley es injusta pierde su calidad de ley y por tanto las personas están obligadas a desobedecerla, y a esta acción de rebeldía, que se manifiesta en la forma que se encuentra prescrita constitucionalmente, como una afirmación de la voluntad soberana, llamaremos como el ejercicio legítimo del derecho a la resistencia.

De esta manera queda establecido el carácter mandatorio de la resistencia frente a las leyes injustas. Sin embargo, hay otras declaraciones de la voluntad soberana que también se encuentran manifestadas en la forma prescrita en la constitución, como las instituciones representativas, los gobiernos electivos, los órganos jurisdiccionales o los procedimientos de democracia directa, que pueden rebasar el ámbito de sus competencias y convertirse en expresiones ilegales, antidemocráticas e injustas.

El derecho de resistencia emerge como una garantía supraconstitucional al ordenamiento justo que es anterior a cualquier voluntad soberana o manifestación de ésta que está prescrita constitucionalmente. La justicia, que se manifiesta en el derecho natural, es anterior a la Constitución, a la voluntad que le da validez y a la ley que la reglamenta. Por eso, «la voluntad, por muy soberana que sea no puede crear una verdadera ley contra los principios de la Justicia o del Derecho Natural» (Larrea, 2008, p. 29).

Este antecedente separa en dos las leyes, ambas expresiones soberanas y según el procedimiento constitucional: en aquellas que satisfacen a la justicia y en aquellas que no. Mientras la verdadera ley es aquella que se conforma al derecho natural y posibilita el bien común, la ley se reputa como falsa cuando hace impracticable la justicia y por tanto se convierte en un imperativo, según la constitución, desobedecerla (Larrea, 2008, p. 29).

La voluntad soberana, ni su arreglo a los procedimientos constitucionales, es lo que da validez al orden jurídico sino su finalidad intrínseca en la satisfacción de la justicia. Es una paradoja: no toda voluntad soberana, aun manifestada según la constitución, es válida para la obediencia. Así como toda ley válida tiene que ser expresión de la justicia, manifestada por la voluntad soberana, con arreglo a la constitución, para ser objeto de debida obediencia. Entre la obediencia y la desobediencia legítima está consagrado el derecho constitucional a la resistencia.

I.2. Resistir a las leyes injustas: la alternativa a la violencia

Las leyes injustas

«crean desconcierto, desorden, rebeldía, violan la conciencia y la libertad de los ciudadanos, no conducen al bien común y llevan muchas veces a situaciones de violencia. (…) Corresponde a los moralistas establecer hasta qué punto se deben obedecer las leyes injustas, y en qué casos es facultativo u obligatorio resistir a las leyes injustas» (Larrea, 2008, p. 30).

Pertenece entonces a las ciencias morales y políticas, a las que se refiere monseñor Larrea Holguín, que son las actuales ciencias sociales, responder a esta interrogante: ¿en qué casos es facultativo y en qué casos es obligatorio ejercer el derecho constitucional de resistencia frente a las leyes injustas?

Queda dicho que las leyes injustas crean las condiciones para acciones de rebeldía y conducen a la violencia. ¿Cuándo esta rebeldía está justificada? ¿Cuándo es legítimo el uso de la violencia?

El uso de la violencia es legítimo cuando es gestionado por el Estado, de forma progresiva, dentro del marco de la ley y en respuesta a una amenaza que ponga en riesgo la paz social. El monopolio del uso de la violencia legítima lo tiene el Estado, en representación de la sociedad políticamente organizada, que fuera concedido para resguardar los bienes jurídicos, protegidos por la institucionalidad pública. Pero cuando esta fuerza, de manera extraordinaria se vuelca en contra de esa sociedad, entonces se disuelve el vínculo de obediencia con la ley, se invierte la legitimidad de la acción violenta, se restituye a sus dueños legítimos la representación de sus intereses públicos y se deroga el Estado de Derecho.

Entonces ¿cuándo está justificada la rebeldía, la desobediencia o, dicho en términos exactos, la resistencia a la autoridad ilegítima? Cuando se ha disuelto el modelo de orden jurídico, y para defender el derecho natural de la sociedad a su restitución o a la instalación de un modelo jurídico mejor que reconozca mejores formas de organización social.

Por eso, el derecho de resistencia es un “derecho-garantía”, que se ejerce solamente cuando la esencia del Estado de Derecho está en riesgo o cuando ha sido atentada, como una forma de enfrentar a las leyes injustas, la instalación de un régimen antidemocrático, constituido violentamente o por procedimientos electorales, la finalidad de anular el derecho natural e impedir el bienestar común.

I.3. Resistencia al constitucionalismo totalitario

Una ley existe en virtud de su promulgación y publicación. Sin embargo, la publicidad es un requisito necesario pero no suficiente para su legitimidad democrática. Esto quiere decir que no toda ley vigente, aunque esté publicada, es una ley legítima. Al contrario, toda ley positiva que sea considerada justa, para ser considerada también como vigente, tiene que promulgarse y publicarse según los procedimientos establecidos en la constitución. Estos procedimientos exigen la manifestación ordenada de la sociedad a través de partidos políticos, reconocidos por la ley, de elecciones universales y directas de representantes, verificadas por las autoridades competentes, la ocupación de puestos en las legislaturas, procedimientos preestablecidos para la adopción de decisiones públicas como fórmulas para el debate y la aprobación de las materias legisladas, y las demás solemnidades para que otras autoridades representativas, como los presidentes o los senados según el sistema político, apruebe o rechace la vigencia de las leyes aprobadas por los poderes legislativos. Aunque la iniciativa de legislación es natural con las funciones legislativas de los países, la comparten con otros órganos del Estado y de la sociedad civil, según los procedimientos que establezca la constitución.

Así como toda ley para estar vigente tiene que estar publicada, toda ley publicada para ser justa tiene que inspirarse en una normatividad suprema y trascendente. Los poderes representativos, otras altas autoridades del Estado con capacidad de iniciativa y la sociedad civil, aunque estuvieran enmarcados en los procedimientos constitucionales, pueden expedir leyes tanto justas como injustas. Entonces

«(…) para poder hablar de leyes injustas, es preciso admitir una Ley Suprema, una norma de moralidad, de justicia, anterior a toda ley positiva humana. De otro modo, toda ley seria justa, aunque ordenara los actos más repugnantes. Si se prescinde de la Ley Suprema se cae en la peor de las tiranías» (Larrea, 2008, p. 30).

Esa es la finalidad de esta investigación. Por una parte responder a la pregunta planteada a las ciencias sociales, a la política y al derecho, por el doctor monseñor Juan Larrea Holguín: ¿cuándo la rebeldía, en forma de derecho de resistencia, está justificada? Y, por otro lado, agregar una nueva interrogante, complementaria a la anterior: ¿cómo el ejercicio del derecho de resistencia se convierte en una obligación moral y cívica de resistir a la ley injusta a través de las formas constitucionalizadas del siempre presente totalitarismo político?

II. El derecho de resistencia frente al garantismo y la democracia

Desafortunadamente, con demasiada frecuencia las mayorías no se componen de los más libres, sino de los más conformistas. Aún más, por lo general, cuanto más amplias son las mayorías y cuanto más se acercan a la unanimidad, tanto más surge la sospecha de que la expresión del voto no haya sido libre. En este caso, la regla de la mayoría prestó todos los servicios que le pueden pedir, pero la sociedad de la que es espejo no es una sociedad libre (Bobbio, 2003, p. 470).

La constitución ecuatoriana de 2008 introdujo la resistencia como un derecho propio de los sujetos individuales o colectivos legitimados para su ejercicio «frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales» (art. 98). ¿Cuáles son estos derechos constitucionales cuya violación es tan grave que puede generar acciones de resistencia constitucional? ¿Cuáles son las circunstancias configuradoras de la resistencia en un Estado constitucional?

En este capítulo analizaré las condiciones para el ejercicio del derecho de resistencia en la teoría de democracia neoconstitucionalista. La línea metodológica de este trabajo parte de algunas formulaciones mínimas sobre el concepto de resistencia y sobre el derecho de resistencia recogidas por el consenso de una parte importante del debate jurídico especializado (cfr. Bobbio, 1991; Ferrajoli, 1995; Häberle, 2003; Ugartemendía, 1999). En términos generales, se entenderá al derecho de resistencia como la acción ejercida por cualquier persona o grupo de personas para proteger la forma republicana de gobierno, el derecho natural de los seres humanos y al modelo de Estado constitucional.

En términos del ejercicio del derecho, el Estado ha sido concebido como una estructura de régimen representativo y con capacidad de definir sus instituciones políticas (Bobbio, 1991, 2003; Ferrajoli, 1995, 2006, 2008), de procesar la competencia electoral y de definir responsabilidades en el diseño institucional (Dahl, 1991; Przeworski, 1999; Sartori, 1987), legitimado por una participación en términos universales y con poderes separados (García, 1998; Greppi, 2005; Guastini, 2001; Häberle, 2003; Ugartemendía, 1999; Salazar, 1993) y dominado por los controles judiciales del constitucionalismo contemporáneo (Bovero, 2005; De Lora, 2005; Gargarella, 2003; Greppi, 2010).

Finalmente, el debate del derecho de resistencia será entendido desde su naturaleza de derecho secundario y de derecho-garantía del orden constitucional (Estévez, 1994; Ferrajoli, 1995; Salazar, 1993; Schmitt, 1983; Ugartemendía, 1999). Así, los derechos que protege la resistencia a través de su acción serán los denominados como “derechos primarios” que son aquellos que defienden una situación de riesgo inminente de la vida, las libertades y la seguridad, la propiedad, etc. Por eso, quedan categóricamente excluidas las formas de resistencia menores, que puedan procesarse por los canales legales ordinarios, que tengan un procesamiento preestablecido en la ley o que supongan violaciones a derechos entre particulares en relaciones de no subordinación (Ugartemendía, 1999, p. 214).

El presente capítulo está organizado en cuatro partes. En la primera parte se estudia brevemente el debate sobre la materialización de la acción constitucional de la resistencia, sobre las contradicciones normativas en la obediencia a la ley y sobre las nuevas manifestaciones de representatividad democrática.

En la segunda parte se estudia al Estado constitucional como categoría de interpretación y sus fundamentos de cimentación. Se profundiza en el estudio de las contradicciones de la regla de mayoría como forma de procesamiento de la democracia, y sobre las dimensiones política y judicial de la democracia frente a los derechos fundamentales.

En la tercera parte se aborda el debate entre gobierno y garantismo para profundizar el análisis en las discrecionalidades de las caras jurisdiccional y legislativa de la democracia; además se retorna al debate del principio de mayoría para estudiar sus ambigüedades y principales contradicciones frente a los principios judiciales de interpretación contramayoritarios. En la cuarta parte se estudia el carácter secundario y garantista del derecho de resistencia. En esta parte se comprueba teóricamente la condición reactiva del derecho, su capacidad de ponderación de libertades en casos de descompensación en las relaciones entre sujetos débiles y poderosos, y las consecuencias de una acción concreta de desobediencia a las disposiciones restrictivas de derechos fundamentales.

II.1. La falacia normativista de la obediencia a la ley y las nuevas representatividades.

La obediencia a la ley, la legitimidad de los representantes políticos y las nuevas formas de expresión representativa hacen parte del repertorio que se discute sobre la democracia, el garantismo y el nuevo constitucionalismo. La configuración del derecho de resistencia y su ejercicio se abre al debate desde la acción que se articula entre la obediencia y la legitimidad (Bobbio, 1991; Ferrajoli, 1995) frente a lo que contemporáneamente se denomina como el Estado constitucional y las nuevas manifestaciones de representación política no electoral como la manifestada en los movimientos sociales y en sus formas de presión al poder político (Häberle, 2003; Avritzer, 2007; Phillips, 1999).

Para Norberto Bobbio la resistencia es un ejercicio de oposición extralegal y una acción que busca la deslegitimación de los detentadores del poder por medidas adoptadas en contra de la noción social de justicia (Bobbio, 1991, p. 188). La acción de la resistencia es una medida que entra en contradicción con la obediencia a las disposiciones de la autoridad pública pues su ejercicio comprende todo comportamiento de ruptura contra el orden constituido que provoque una crisis en el sistema político sin necesariamente ponerlo en cuestión1, y que inclusive se manifiesta en acciones esencialmente prácticas2.

Es un derecho que puede ejercerse por particulares o comunidades. En ambos casos se dirige a garantizar la vigencia del orden jurídico constituido o de su restauración, y de sus estructuras representativas en la lógica democracia representativa3.

Cuando se ejerce para defender al gobierno legítimamente elegido y para negarse a su sustitución, entonces se dirá que se trata de un ejercicio de resistencia colectiva. La resistencia individual, por su parte, es la que propone un sujeto que se opone a la ejecución de un acto inconstitucional con efectos particulares.

Para Ugartemendía (1999, p. 241) son formas de resistencia constitucional: la objeción de conciencia, la desobediencia civil, la resistencia individual y la resistencia colectiva. Las tres primeras son formas de resistencia contra el ejercicio arbitrario del poder en posesión de título legítimo. La resistencia colectiva es una garantía reactiva contra la hipotética penetración de un poder ilegítimo aun si fuera por canales electorales. Esto último es precisamente lo que distingue la resistencia de la revolución.

Para Ferrajoli (1995, p. 931), (i) a nivel de la institucionalidad estatal, se admite la relativa autonomía del derecho de resistencia respecto de las preferencias ético-políticas de quien está encargado de aplicar las normas jurídicas; mientras que (ii) en el nivel individual y social, esta libertad consiste en la absoluta autonomía de la moral frente al derecho y a las instituciones. Esta concesión está dada como garantía a la vigencia de un sistema dinámico de normas fundamentales de derecho y no a un modelo rígido de Estado.

De esta forma un modelo auténtico de Estado de Derecho no puede exigir a los ciudadanos la obligación de adhesión política a un determinado gobierno, porque ésta es una decisión que está destinada al fuero interno de los individuos4. Sin embargo, cuando las disposiciones de este gobierno representativo van en contra de las normas fundamentales sancionadas en la constitución, el deber moral que emerge para todo individuo no es otro que el de la legítima defensa de los derechos fundamentales por la vía de la desobediencia y resistencia civil (Ferrajoli, 1995, p. 929)5. Entonces al imponer al individuo la obediencia al Estado se confunde el ser con el deber ser de la política, y se justifica equivocadamente la obligación de la obediencia en la normatividad legal antes que en la efectividad del derecho, lo que se denomina como falacia normativista (Ferrajoli, 1995, p. 930).

Esta ambigua relación entre el poder político, la obediencia jurídica a las leyes y la sociedad ha generado interpretaciones de diverso cuño. En las últimas décadas los actores sociales organizados se han presentado como los nuevos representantes de la sociedad civil, mientras la democracia representativa ha cedido poco a poco su terreno a estas manifestaciones participativas en los circuitos de decisión en materia de políticas públicas.

Para Avritzer (2007, p. 444) estos nuevos protagonistas de la escena política emergen sin la validación de requisitos explícitos de autorización popular, ni de un monopolio territorial de representación de intereses democráticos creando una desigualdad matemática entre representados y no representados. Entonces ¿cuál es la diferencia entre los actores resistentes de los detentadores del poder que ha caído en ilegitimidad? Si ambos son ilegítimos ¿cuál está autorizado para decidir en nombre de otros?

De esa manera el modelo de democracia representativa se enfrenta al desafío de contender con un tipo de representación no electoral emergente de la sociedad civil. Según Avritzer (2007, p. 451- 453), esta nueva forma de representatividad en la sociedad civil debe justificar su legitimidad bajo la fórmula de la promoción de intereses. Para este autor estos nuevos actores operan al margen de los Estados y de las estructuras institucionales del sistema representativo (2007, p. 457)6. ¿Esto podría ser entendido como una acción de desconocimiento de la democracia representativa?

Para Anne Phillips (1999, p. 244) el concepto de promoción de Avritzer, en lugar de eso, se lee como un concepto de “presencia política”. La presencia política es, en contraste con el sistema representativo electoral, una forma legitimadora en sí misma. Entendida una acción de desobediencia civil como una forma de participación democrática -con efectos para el derecho, por supuesto- que irrumpe en la escena electoral por la equivalente ilegitimidad del sistema representativo de partidos, así como de su modelo de adopción de decisiones políticas. Entonces se entiende por qué emerge el derecho de resistencia como último recurso para colocar en el debate público la necesidad de reconstitución de la escena estatal en un contexto de violación de derechos fundamentales. Las igualdades políticas, por la vía de la equiparación con el sistema representativo institucional, aparece para proponer una forma dinámica de presencia de la sociedad civil en los flujos de decisión formal y como respuesta a las posibles exclusiones de las democracias únicamente electorales.

El desgaste del sistema representativo electoral se basa precisamente en los mecanismos de selección de decisiones que no siempre están encerrados en preferencias electorales estáticas. La legitimidad de sus decisiones y la potencial obediencia está condicionada por los cauces de legitimidad adoptados en cada circunstancia coyuntural. El derecho de resistencia defiende precisamente la vigencia del Estado constitucional democrático. Para cumplir su función protectora, el derecho de resistencia se disloca al convertirse en derecho-garantía y en derecho-obligación. Por eso las condiciones de defensa del Estado constitucional están asociadas a la configuración del modelo representativo y a su capacidad de procesar las demandas de la sociedad a través de formas alternativas de representación de interese colectivos.

II.2. Sistema constitucional: gobierno representativo, electivo y universal

Defender al sistema constitucional significa proteger su estructura de derechos y sus mecanismos para efectivizarlos. Un modelo mínimo de organización de un estado democrático y constitucional está compuesto por un gobierno representativo, elegido universalmente y de poderes estatales separados entre sí (Ugartemendía, 1999; Salazar, 1993). Por eso, las formas revolucionarias violentas de modificación de la institucionalidad pública son consideradas como delictuales, contraconstitucionales e ilegitimas. En un sistema democrático y constitucional, los canales para el procesamiento de las disidencias son parte de la estructura de convivencia. Como se verá después, el derecho de resistencia no puede ser invocado como recurso de primera mano para todo tipo de manifestación. Por el contrario, se trata de un recurso in extremis. Un Estado organizado políticamente preverá las vías para procesar las acciones de oposición, y solo en caso de violación constitucional al modelo de Estado permitirá las acciones de resistencia cómo medida residual de protección de los derechos fundamentales como base del modelo democrático (Ugartemendía, 1999, p. 232).

Estas tres nociones, gobierno representativo, elegido universalmente y de poderes estatales separados, se conectan para dar vida al proceso democrático de configuración orgánico-política de un Estado democrático moderno. Para Greppi (2005) la existencia de un gobierno representativo es sinónimo de un sistema democrático establecido en elecciones competitivas, mientras que la separación de poderes y el respeto a legalidad es equivalente a la existencia de una estructura democrática de poderes limitados por la ley.

La comprensión del sistema de gobierno representativo para el constitucionalismo contemporáneo se entiende como un sistema que va más allá del modelo liberal clásico de representación política. Para Ferrajoli (1995, 2006) se trata de un modelo de democracia bidimensional basado en dos pilares fundamentales: (i) el principio de mayoría como fuente de legalidad o denominada como democracia formal o política, y (ii) en la garantía judicial efectiva de los derechos liberales y sociales o denominada como democracia sustancial o social. Se trata de un modelo de Estado representativo el que se encuentra gobernado por un sistema social de producción y vigencia de normas. En otros términos, la soberanía se encuentra en la sociedad para la producción de su propio sistema jurídico a través de sus propias instituciones políticas.

Tanto el principio de mayoría como la garantía de la justiciabilidad de los derechos en términos de democracia se complementan. Pero además, Bobbio (2003, p. 469) señala que para asegurar un sistema democrático no es suficiente con que sus decisiones políticas sean tomadas por la mayoría, sino que también es necesario saber cuántos individuos participan en el consenso y se benefician de las ventajas de tal decisión. Lo que caracteriza a un sistema democrático representativo no es el ejercicio del principio de mayoría, sino el número de personas que toma parte de esta decisión que se expresa de mejor manera en el sufragio universal, o en de forma más notable, en el principio de mayoría aplicado a votaciones con sufragio universal.

Ambos modelos provenientes de diseños institucionales diferentes se complementan. Según lo explica Elena García (1998), del modelo liberal clásico se rescata la importancia de la separación de poderes, los límites a la autoridad pública, el reconocimiento y garantía de los derechos individuales, además de la forma de un gobierno representativo elegido universalmente. Para Peter Häberle (2003, p. 225) del modelo socialdemócrata, posterior al modelo liberal, emerge el estado sujeto por la supremacía de la constitución, la legalidad en la administración, la protección de los derechos humanos, la responsabilidad del Estado, la tutela judicial efectiva e independiente, y más elementos de las democracias modernas.

Para Greppi, en un modelo que armoniza ambas dimensiones, se separa en dos las caras a) política-formal-social y b) judicial-garantista-liberal de la democracia, en términos de derechos. Lo que se protege con esta separación es que la dimensión política de la democracia no tenga influencia en la dimensión judicial más allá de la elaboración legislativa, que los procedimientos de decisión política no permeen la sustancia de los derechos protegidos por los jueces y que la producción parlamentaria y jurisprudencial responda a un mandato imperativo señalado por la constitución e inspirado en una finalidad trascendente7.

Según Ferrajoli la “esfera judicial” se ocupa de garantizar la vigencia de los derechos de libertad en el denominado como el “territorio fronterizo” que es un espacio compartido con la “esfera política” encargada de contender con la esfera judicial en materia de ampliación las fronteras de los derechos sociales (cfr. Ferrajoli, 2008b, p. 338). La otra dimensión es la que se ocupa precisamente de la protección de los derechos sociales y que se condensa en los sistemas representativos elegidos universalmente. Las Asambleas representativas, Parlamentos o Congresos son los órganos estatales encargados de procesar las demandas de contenido social y de articularlas al debate a través de los procedimientos democráticos. La regla de mayoría es un método característico de los sistemas representativos en donde se adoptan las decisiones con el voto de los representantes de la sociedad.

Actualmente muchas materias están excluidas del debate de las mayorías. Para Bobbio,

«(…) uno de los criterios para distinguir entre lo que puede y lo que no puede ser sometido a la regla de mayoría es la distinción entre lo que está sujeto a opinión y lo que no está. Esto a su vez implica una distinción más, a saber, entre lo negociable y lo que no lo es» (Bobbio, 2003, p. 479).

Según Ferrajoli existen estas dos dimensiones democráticas que conviven y contienden por el mismo espacio: una dimensión de “democracia política” relacionada con el ejercicio de los derechos secundarios, sociales e instrumentales y otra dimensión de “democracia sustancial” de los derechos primarios, liberales o finales (Ferrajoli, 1995, p. 858). De esta dimensión política de la democracia emerge la justificación del gobierno representativo que, en términos de Giovanni Sartori, parte de un ejercicio cuya unidad de medida es la representación individual o privada (Sartori, 1992, p. 226).

Bajo estos principios, los representantes políticos no deberían están sujetos a mandato imperativo alguno proveniente de las circunstanciales mayorías electorales, sino por aquello que opera a favor de los mandatos constitucionales en términos de derechos y de principios morales. En la base de las democracias están los derechos fundamentales, y su representación en los espacios parlamentarios es una forma de mandato tácito para el ejercicio de las curules representativas. Un régimen democrático se legitima por la vía electoral y por el mandato de los derechos fundamentales como finalidad última de un Estado constitucional.

Según Sartori (1987, p. 223), un representante es considerado como tal si lo es “ante y por”. La dinámica de la representación política está condicionada “por” el ejercicio de una votación que legitima al aspirante en el poder, pero además lo sujeta “ante” el escrutinio de la sociedad en nuevas elecciones y en otros procesos de democracia directa como los de rendición de cuentas. Ambas situaciones -la responsabilidad ante y por- componen intrínsecamente dos ingredientes en el funcionamiento de la representación político-jurídica: la sensibilidad y la responsabilidad independiente.

En general los gobiernos representativos gozan de ciertas características propias (cfr. Przeworski, 1999; Dahl, 1991). Para Adam Przeworski los gobiernos electos, divididos en sus poderes y limitados en sus atribuciones actúan siempre de manera representativa. Difícilmente se puede comprender la existencia de un Estado constitucional sin la precedencia de un gobierno representativo. Esto reconoce que la finalidad de una democracia constitucional es la representatividad del gobierno bajo los procedimientos electorales cuya finalidad sea la satisfacer los derechos fundamentales. De esta manera, si hay elecciones competitivas entre grupos políticos pluralistas e incluyentes, que busquen el poder para colocar las demandas sociales mayoritarias, que respondan a un proceso de participación amplia de ciudadanos libres, entonces la búsqueda imperativa del sistema representativo constitucional es el bien común, o en términos de Przeworski «el bien de la nación»8.

Para Robert Dahl (1991, p. 264-267), este gobierno representativo se resume al conjunto de instituciones políticas que hacen distinto este sistema de otros. Se trata de un orden político que se singulariza por la presencia de siete instituciones: 1. La elección de funcionarios responsabilizados del control de las decisiones en materia política; 2. La elección de dichos funcionarios deben ser en procesos libres e imparciales, llevados a cabo con periodicidad; 3. El sufragio debe ser inclusivo, lo que significa que debe abarcar a la mayor parte de adultos en la elección (universalidad); 4. El derecho a votar es extensivo y correlativo a la ocupación de cargos públicos, aunque la edad mínima pueda variar; 5. El ejercicio de la libertad de expresión es universal, sin correr el peligro de ser castigados; 6. La libertad para escoger las fuentes informativas y que éstas estén protegidas por la ley; 7. La libertad asociativa para constituir partidos políticos o grupos de interés con el propósito de proteger estos y otros derechos, así como de rivalizar electoralmente con el partido oficialista en elecciones.

La noción de actuación de los representantes frente a los derechos fundamentales tiene su expresión más acaba en el ideal de que toda democracia no pueda disociarse del principio del contrato social. La idea del acuerdo entre cada uno de los individuos con todos los demás integrantes de la sociedad arranca de las reglas fundamentales de convivencia, propuestas precisamente por una mayoría (Bobbio, 2003, p. 475).

En estos términos, un gobierno es representativo no solamente si ha sido elegido bajo los procedimientos electorales preestablecidos, sino además y sobre todo porque goza de una representatividad y legitimidad suficientes para obrar en nombre de las mayorías sociales de las que se hace responsable en los términos de ese contrato social preestablecido por los derechos fundamentales. Esto es principalmente importante para separar los criterios cualitativos de los cuantitativos en la selección de representantes políticos. En términos de legitimidad es más importante el principio de mayoría -no como fórmula de contabilización de votos sino- como acción de presencia política en los espacios de decisión pública de los amplios sectores sociales y en la mecánica de selección de representantes en función de los méritos, en representación del bien común incorporado al contrato social que modernamente es la constitución (Sartori, 1987, pp. 180 y 184).

II.3. Gobierno y garantismo: estado constitucional y separación de poderes

Con la existencia de un gobierno representativo, otra condición mínima del Estado constitucional es que el diseño institucional garantice la separación de los poderes del Estado9. Esto permite que las esferas política y judicial se limiten, y que las caras de la democracia cumplan funciones diferenciadas, complementarias y especializadas. En la práctica democrática, las arenas de decisión política se atraviesan con la intención de superponerse hasta el extremo de desplazarse.

Por ahora, nótese que la dimensión política de la democracia coloca en el discurso público las demandas sociales, mientras que la dimensión judicial garantiza la vigencia de los derechos de libertad o primarios. Para ambas esferas del procesamiento del poder corresponde una función específica de protección de derechos fundamentales: para una, la política, corresponde los derechos liberales y para otra, la judicial, los derechos sustanciales.

Las primeras dificultades en la interpretación de esta separación entre las dimensiones política y judicial de las instituciones democráticas conducen a la tensión jurídica entre igualdad y autonomía. La tensión se disuelve si se admite que la garantía de tutela judicial a la autonomía de la voluntad individual no afecta al espacio protegido por los derechos que se atribuyen a toda persona en su condición de igualdad jurídica frente a los demás. Según Greppi eso explica porque «la garantía de los derechos primarios coincide con el contenido igualitario de la democracia, mientras que el ejercicio de los derechos de autonomía -en el ámbito privado y en el ámbito público- es fuente de desigualdad jurídica» (Greppi, 2005, p. 351). En esta tensión entre igualdad y autonomía, prevalece la primera.

Para reducir las manifestaciones de desigualdad jurídica es necesario comprender la existencia de dos formas de libertad contrapuestas y provenientes de la misma fuente de igualdad de los sujetos frente a la ley: (a) una libertad natural y (b) otra libertad artificial. Esta última es la confinada a los límites jurídicos impuestos por la primera, limitación que se reproduce por las desigualdades en el disfrute de la libertad natural. Para Greppi esto afirma «que el ideal de la máxima igualdad entre los miembros de una comunidad política solo puede cumplirse en el ámbito de los derechos de libertad, los únicos que en una democracia constitucional son auténticamente inviolables» (Greppi, 2005, p. 362). Por esto es especialmente importante la separación de poderes, para entender lo que Ferrajoli ha distinguido como “discrecionalidad política” de la “discrecionalidad judicial” (Ferrajoli, 2008a, pp. 94-95).

Para corregir los excesos de las libertades naturales en contra de las igualdades democráticas materializadas en libertades artificiales, los jueces tienen la tarea de proteger los derechos sustanciales primarios frente a los derechos formales sociales que han sido colocados en el discurso público por las demandas de los sectores de interés, y que han sido procesados en las instancias políticas a través de dispositivos normativos como leyes generales y locales, reglamentaciones, etc. Es la disputa entre libertad e igualdad. La primera es defendida judicialmente y la segunda políticamente.

Ambas acciones discrecionales -muy propias de la dinámica de un poder democrático- son fuentes de creación e innovación de derechos que corresponden a espacios autónomos entre sí. La correcta comprensión de la separación de los poderes estatales defiende no solamente la independencia entre jueces, sino que sus fallos sean fundados en la comprobación de los supuestos fácticos y teórico-constitucionales. La separación de poderes garantiza la distinción entre las mayorías políticas representadas en los parlamentos y sus márgenes de decisión democrática, frente a la defensa por la vía judicial de esos derechos legislados bajo los principios fundamentales de la constitución política.

La legislación, como acto de elaboración de leyes, y la jurisdicción, como acción cognoscitiva de aplicación e interpretación de la ley, gozan de discrecionalidades prácticas que les son propias al ámbito de sus específicas funciones. Para Ferrajoli (2008a, p. 97) la primera de estas categorías cumple una función político-representativa legitimada por el voto electoral, mientras que la segunda se legitima en la interpretación judicial de la ley a la luz de la constitución, los derechos fundamentales y los derechos naturales. De esta manera la fuente político-representativa se convierte en privativa de los ejercicios legislativos y de las acciones de las instituciones de gobierno; mientras que la fuente de legitimación de los jueces, por el otro lado, se materializa en la aplicación correcta de los derechos fundamentales y de la ponderación judicial entre igualdad/social y autonomía/liberal.

Ferrajoli resuelve así el problema de la contradicción que se anuncia en líneas anteriores. En sus términos, los tribunales y cortes constitucionales habrán de gozar de una discrecionalidad que les permita decidir, por la vía del voto de la mayoría de sus magistrados, lo que no es legítimo decidir en los espacios parlamentarios de representación política, asunto que los pone en situación de superioridad democrática y en otros casos de desequilibrio frente al principio de legalidad exclusivo de los parlamentos.

Este principio que Ferrajoli (2008a, p. 96) llama como «el valor garantista de la separación de poderes» vehiculiza la existencia de un sistema de interpretación judicial creado por la evolución política estatal para la compensación democrática y ponderación de las fuentes reproductoras de derechos: el parlamento y las judicaturas. Por eso se explica que «las controversias sobre el significado y alcance de las normas, esto es, sobre la interpretación de las leyes está (siempre ha estado) confinada, en el paradigma del Estado de Derecho, a jueces independientes y no al propio legislador: a la juris-dicción, como digo, y no a la legis-lación».

Sin embargo, para Ferrajoli aceptar la posibilidad de un gobierno judicial cuyas decisiones estén por encima del régimen representativo equivale a rechazar la separación de poderes y negar las reales diferencias entre las discrecionalidades legislativas y las judiciales (Ferrajoli, 2008a, p. 97). Para la existencia material de la democracia es necesario que el principio de separación de poderes esté claramente establecido en las normas orgánicas, y rigurosamente ejecutado en los procedimientos de selección de jueces como la expedición de las resoluciones judiciales y sentencias.

Gozando de tales atribuciones, los jueces siempre han ocupado espacios que han sido apetecidos por el poder político representativo con la intención de ser controlados. La advertencia de Ferrajoli compromete la comprensión de las dinámicas reproductoras de derechos no solamente en términos liberales sino también en materias sociales, pues los jueces tienen capacidad de ponderar las inequidades producidas entre igualdad y autonomía, así como de compensar las relaciones producidas en la separación de poderes en términos de legislación y jurisdicción.

a) “Derecho” para defender los derechos liberales

Cualquier penetración entre estos poderes generaría condiciones de caos y de disolución en el principio de separación de poderes, y un entorno desfavorable para la equidad democrática por la vía del reconocimiento derechos y de colocación de las demandas sociales en los contextos representativo y judicial. Para Ferrajoli «todo estaría perdido si el poder judicial quedara unido al poder legislativo» (2008a, p. 97).

Por eso se entiende que las acciones de contención a un Estado diferente al constitucional se articulan para defender un diseño institucional cuyos dispositivos estén calibrados para producir un entorno de oportunidades universales. Esto difícilmente puede practicarse en medio de amenazas e intenciones de invasión entre poderes. Sobre todo el poder judicial es el mayormente expuesto a ser codiciado para los poderes representativos. Defender la independencia judicial por el camino de la resistencia se justifica, en primer término, en el principio de separación de poderes descrito en líneas anteriores.

Esta advertencia de Ferrajoli se interpreta en los términos de distinción de la separación orgánica y funcional entre los poderes. Sobre todo en el debate político se deben distinguir estas categorías. Esta confusión ha servido para argumentar la presencia invasiva de los poderes electivos en sus ambiciones de someter al poder judicial.

Guastini (2001, pp. 64-67) explica que la división de los poderes públicos consiste en una doble separación: de funciones que realizan y de los órganos que las ejercitan. Aquí el modelo de la separación de los poderes resulta en estricto sentido de la combinación de dos principios: (i) de distribución de las funciones estatales, y (ii) de las relaciones entre los órganos competentes para ejercerlas. El primero de éstos atiende al principio de exclusividad en las funciones que le corresponden a cada poder en un sentido de especialidad frente a los otros; y el segundo a la independencia reciproca entre los órganos, lo que se explica en cuanto a su formación, funcionamiento y duración sin dependencia a ninguno de los otros poderes.

Pero no es tan simple. Para evitar los excesos cada poder ostenta atribuciones que frenan y contrapesan a los otros poderes, sin disminuir en su independencia orgánica o especialidad funcional. Sin embargo, uno de los poderes tiene un poder extraordinario. El legislativo prefigura las condiciones de los demás poderes estatales, lo que significa que establece sus reglas de funcionamiento antes y después de su existencia10. Eso atribuye a los parlamentos de cierta superioridad política11.

Esta exclusividad de la modelación previa se denomina como principio de legalidad, principio que postula la obligación de que los órganos jurisdiccionales y ejecutivos a que, antes de su existencia, «encuentren normas preconstituidas, y, por lo tanto, exige que tales normas hayan sido creadas por otros órganos. Por tanto, el Judicial y el Ejecutivo no pueden estar dotados de competencias normativas (en sentido general y abstracto)» (Guastini, 2001, p. 70).

Si el principio de legalidad confiere a los parlamentos el debate y aprobación de las materias reservadas a los procedimientos legislativos ordinarios, y por tanto a aquellos que por su naturaleza son generales y abstractos; si cada norma jurídica constituye una limitación de la libertad para quienes son sus destinatarios, entonces, según Guastini, puede decirse que semejante limitación de la libertad es aceptable a condición de que ésta sea el resultado de una decisión asumida por los mismos ciudadanos, si no directamente, o al menos a través de sus representantes elegidos. De otra manera, si los poderes no legislativos entran a normar sobre materias no autorizadas para estos entonces atentarían al principio de democrático de autonomía, autodecisión o autodeterminación, privativo de los parlamentos en nombre de sus representados.

La separación de poderes es tan importante para el Estado constitucional que atentar contra ésta reproduce las condiciones necesarias para la emergencia de un Estado contraconstitucional. Se entiende que en esta situación emerjan varios eventos de contención y protesta. El primero e inmediato es por la ausencia de garantías judiciales. Los jueces dependientes de cualquier poder -político, económico, sindical, empresarial, etcétera- actuarán obedeciendo las condiciones de dependencia funcional y orgánica, en los términos de Guastini.

Un segundo evento de contención se produciría en los casos en los que se encuentren restringidos los espacios de intervención en los procesos de adopción de decisiones en materia pública, de intervención en los parlamentos, de organización para el control social, de libertades para conformación de partidos políticos etc. En términos sencillos, un estado de resistencia generalizado podría activarse cuando la representatividad política en cualquiera de sus frentes ha sido bloqueada ilegítimamente o cuando la independencia judicial esté en tal riesgo que se deroguen, tácita o expresamente, las garantías a los derechos.

En términos de legitimidad democrática, no es nada fácil decir que con un acto de votación mayoritaria se resuelvan todos los problemas de una sociedad en la satisfacción de sus derechos constitucionales. Algunos criterios contra-mayoritarios se plantean el desafío de lograr soluciones legítimas para la sociedad en el marco del constitucionalismo. La fórmula atribuye a las cortes de justicia la capacidad de reconfigurar las resoluciones en firme adoptadas en los parlamentos, de reinterpretarlas modulativamente y hasta de derogarlas en un contexto de negación a los derechos fundamentales. La principal oposición a esta práctica nace precisamente del desbalance al sistema representativo y de la ausencia de legitimidad democrática en esas decisiones.

b) Obstrucción del derecho de representación

Partiendo del supuesto de que las arenas legislativa y judicial son representativas de la sociedad en términos de creación y protección de derechos fundamentales ¿qué pasa cuando los legisladores y jueces están más desestimulados para crear condiciones de protección a estos mismos derechos? ¿Qué pasa con la legitimidad de los jueces que, a diferencia de los legisladores, no gozan de una autorización electoral? ¿Cuándo los espacios judiciales interfieren en los parlamentarios también se está limitando el derecho a la representación democrática?

Algunos autores han estudiado esta posibilidad (Bobbio, 2003, 1984; Ferrajoli, 2001; Greppi, 2010; Gargarella, 2003; Dworkin, 1995). De la tensión entre las mayorías parlamentarias y judiciales emerge la posibilidad intermedia de obstrucción de un derecho fundamental: el derecho de la representación. Tanto los espacios parlamentarios como los judiciales se disputan -desde la emergencia del constitucionalismo democrático- la legitimidad para decidir sobre aquellos denominados como “cotos vedados” o límites prohibidos, y los demás considerados como permitidos.

De esta nueva aporía para el derecho surge la posibilidad de que tanto jueces como legisladores estén menos estimulados para ampliar los canales de acceso a los espacios de decisión a sectores participantes de las sociedades, y por tanto de limitar la capacidad de representación en estos segmentos. En ambas arenas el voto colegiado mayoritario es la regla y ambos tienen la obligación de respetar el catálogo de derechos fundamentales, tanto como a sus procedimientos constitucionales garantistas.

c) La trampa de las mayorías: Bobbio contra Ferrajoli

Para Bobbio la regla por la cual las decisiones públicas son tomadas por las mayorías -o más concretamente la regla de mayoría- es una categoría frecuentemente utilizada como sinónimo de democracia. Pero esto no significa que sea privativa de ésta, que no sea empleada por regímenes no democráticos o que sea la única forma para tomar decisiones en los gobiernos representativos (Bobbio, 2003, p. 463). Muy al contrario, la expresión ha sido utilizada por gobiernos dictatoriales (Mussolini, Hitler, Franco, etc.) para decidir bajo los procedimientos parlamentarios de órganos dependientes a los poderes autoritarios y hasta ilegítimos por su origen, que a espaldas de la sociedad toman las decisiones en nombre de todos.

Para este autor la idea de la democracia se construye al rededor a dos categorías en permanente dinámica: el consenso y la oposición. Por eso se entiende que en los parlamentos las votaciones en materias sensibles sean muy disputadas. El debate de las ideas polariza las preferencias y mejora las condiciones de negociación y consenso entre los sectores. Para esto se debe garantizar la representatividad de las demandas sociales, el diálogo democrático y la oposición de las ideas.

Para Bobbio, al contrario de lo que se creería, mientras las votaciones se acercan más a la unanimidad el resultado se torna dudoso. Las votaciones cuyos resultados son unánimes podrían estar afectadas por la influencia del miedo, el chantaje, las pasiones o el triunfalismo de pertenecer a la facción ganadora. En sus términos, Bobbio explica como

«con demasiada frecuencia las mayorías no se componen de los más libres, sino de los más conformistas. Aún más, por lo general, cuanto más amplias son las mayorías y cuanto más se acercan a la unanimidad, tanto más surge la sospecha de que la expresión del voto no haya sido libre. En este caso, la regla de la mayoría prestó todos los servicios que le pueden pedir, pero la sociedad de la que es espejo no es una sociedad libre» (Bobbio, 2003, p. 470).

El principio de mayoría no es suficiente para maximizar la autodeterminación y el consenso, sino que resulta necesario determinar cuántos ciudadanos son los que se benefician de las ventajas de participar en el proceso de adopción de decisiones políticas, y cuántos son capaces de autodeterminarse o de expresar su consenso mediante éste. «Lo que caracteriza a un sistema político democrático no es el principio de mayoría [por sí solo] sino el sufragio electoral o, en el mejor de los casos, el principio de mayoría aplicado a votaciones con sufragio universal» (Bobbio, 2003, p. 464).

Esto pone en duda parte de la propuesta de Ferrajoli de permitir a un grupo de jueces la acción de decidir -sin legitimidad electoral y en contra del debate parlamentario- aquello que es propio de los órganos representativos que gozan de una autorización legitimada por la vía del voto universal. En ese mismo sentido, las ideas de una democracia gobernada sin límites por las mayorías unánimes contradicen la noción de Bobbio (2003, p. 472) de que la democracia -como maximización del consenso- y la oligarquía se diferencian por el número de personas llamadas a expresar su aprobación y/u oposición sobre las medidas adoptadas legítimamente.

Para Ferrajoli los regímenes gobernados por lo que él llama la “ideología omnipotente de la mayoría” corresponden a una interpretación de una soberanía popular puesta por encima de todo y de todos. Bajo estos preceptos la división de poderes, los límites legales al poder estatal, el sistema de mediaciones institucionales, y las funciones de control y garantía de la magistratura estarían sometidos a las preferencias electorales, lo que concretamente este autor ha llamado como una forma de democracia mayoritaria o plebiscitaria que encuentra su expresión más apropiada en el antiparlamentarismo presidencialista (Ferrajoli, 2001, p. 255).

d) Derechos que previenen los abusos contra-mayoritarios

El cambio de paradigma jurídico emergido desde el cese de las hostilidades de la segunda guerra mundial (1945-1949) reconfiguró las condiciones de comprensión del derecho y puso a la constitución por encima de otras valoraciones de naturaleza dispersa. Este nuevo convencionalismo democrático, que se interpreta desde el paradigma constitucional, versa sobre lo que es “indecidible” para cualquier mayoría política, que se vehiculiza en “qué” materias y “por qué” puede o no pueden ser decididas (Ferrajoli, 2001, p. 261). Con esto se cambia sensiblemente la naturaleza de la democracia. Una constitución en el nuevo paradigma garantiza (i) la dimensión formal de la democracia política que se refiere al quién y al cómo de sus decisiones, a (ii) su dimensión sustancial que se refiere a qué no puede ser decidido bajo pena de invalidez, y (iii) al respeto por los derechos fundamentales y de otros principios axiológicos establecidos por la constitución (Ferrajoli, 2001, p. 262).

El principio constitucional de limitación sobre las materias que son indecidibles es un aporte del nuevo paradigma del constitucionalismo. Esta noción de superioridad del derecho sobre la política, convierte a este último en instrumento del primero para la realización de los fines de la constitucionalidad de los derechos fundamentales. La nueva comprensión de la política reinventa a la democracia de tal manera que, a diferencia de las lógicas del liberalismo positivista, las mayorías parlamentarias y electorales no puedan disolver los candados del derecho natural de las personas para tomar sus decisiones.

Esto convierte a los derechos en principios de interpretación contra-mayoritarios o que están en posición privilegiada frente a los consensos mayoritarios que se alcanzaren en los parlamentos. Además de referirse a las mayorías representativas de los parlamentos, en sentido análogo, se refiere a las mayorías plebiscitarias alcanzadas por los presidencialismos en las convocatorias a consultas populares que tampoco pueden deshacer los candados de las materias vedadas por el constitucionalismo. Por eso,

«lo que la democracia política no puede suprimir, aunque estuviera sostenida en la unanimidad del consenso, son precisamente los derechos fundamentales, que por ende son derechos contra la mayoría, siendo establecidos -como inalienables e inviolables- contra cualquier poder y en defensa de todos» (Ferrajoli, 2001, p. 264).

Para Ferrajoli las acciones concretas de contención tienen especial atención. La emergencia de los excluidos en los procesos representativos de decisión goza de un distintivo protagonismo. Ferrajoli hace importantes anotaciones sobre el reconocimiento de los derechos en la historia reciente. Los califica como el resultado de acciones contenciosas, protestas, movilizaciones y resistencias. Los hitos en materia de declaración de derechos han ido configurando el derecho constitucional que se conoce hoy y su camino ha estado empedrado de enfrentamientos y violencia. La revolución americana (1783), francesa (1789) y las independencias hispanoamericanas (1808-1829), así como muchas de sus constituciones, y las sucesivas declaraciones de derechos humanos han dado como saldo la reafirmación de demandas concretas en materia de derechos, las que se han materializado gradualmente en el transcurso de la historia. Por eso explica que, después de haber sido obtenidos por estos medios, los derechos fundamentales, «si tienen por destinatarios a los poderes constituidos, no pueden ser modificados, o derogados, o debilitados por ellos mismos, sino sólo ampliados y reforzados», derechos que pueden ser demandados no solamente frente a los poderes públicos sino también frente a los poderes privados (Ferrajoli, 2001, pp. 263 y 266).

e) Lagunas del garantismo: los jueces se apropian de la democracia

Bajo ciertas circunstancias de reforma ideológica se han producido y se siguen produciendo cambios que giran del Estado liberal al Estado social. En ambos casos el fundamento principal es la regla de mayoría como procedimiento. Para Ferrajoli (1995, p. 864) una mayoría no tiene que ser capaz de “decidir” sobre cualquier materia en términos de libertades, así como tampoco puede “dejar de decidir” en atención de las necesidades sociales insatisfechas. De la misma manera, cuando los parlamentos se niegan a dar trámite a demandas de naturaleza social los actores colectivos tienen derecho a reivindicar esos espacios de representatividad demandando, con un efecto de minimización de los poderes estatales y de maximización de las libertades y de las expectativas, la defensa de los derechos fundamentales. En tales condiciones

«Con una fórmula sumaria podemos representar a semejante ordenamiento como Estado liberal mínimo y a la vez como Estado social máximo: Estado (y derecho) mínimo en la esfera penal, gracias a la minimización de las restricciones de las libertades de los ciudadanos y a la correlativa extensión de los límites impuestos a sus actividades represivas; Estado (y derecho) máximo en la esfera social, gracias a la maximización de las expectativas materiales de los ciudadanos y a la correlativa expansión de las obligaciones públicas de satisfacerlas» (Ferrajoli, 1995, p. 866).

En la teoría democrática ferrajoliana, legisladores y jueces cumplen roles complementarios. En la práctica jurídica sucede lo contrario. Por eso Gargarella ve las cosas con más escepticismo. Presenta reparos al principio de interpretación contra-mayoritario de los derechos fundamentales frente al procesamiento democrático liberal representativo. Parte de una interesante evaluación de los diseños constitucionales latinoamericanos que han privilegiado el presidencialismo y a la personalización del poder desde las independencias hispanoamericanas en sus nacientes estructuras estatales. Con tales debilidades, la colocación de la revisión judicial y la declaratoria de la inconstitucionalidad de las leyes en el nuevo constitucionalismo siguen, en sus términos, la misma línea de fortalecimiento de uno o pocos órganos omnipotentes, muy por encima de las decisiones tomadas por los espacios con mayor capacidad de legitimación como los parlamentos y las asambleas representativas.

Tales reformas solo dan continuidad a la protección de los sectores privilegiados que desplazan a las grandes mayorías. Bajo esta fórmula las elites judiciales gozan de una capacidad que les permite echar abajo los acuerdos parlamentarios en los que pudieron participar sectores multitudinarios. De la misma manera que en el pre-constitucionalismo de las independencias hispanoamericanas, con la relativamente reciente institucionalización de la revisión judicial, las condiciones del acceso a los espacios de adopción de decisiones políticas nuevamente se arruina y se atribuyen a un grupo exclusivo de personas, integrantes de cámaras reducidas de correligionarios o exclusivas elites judiciales, poderes absolutos que recuerdan a las oligarquías aristocráticas anteriores a las independencias republicanas (Gargarella, 2003, pp. 8-10).

Para Gargarella, la revisión judicial introduce un punto de tensión en el que se encuentran la autoridad atribuida por la constitución a los jueces, frente a la voluntad política de la sociedad en su derecho de autodeterminarse. Entonces cuando se niega judicialmente la validez de una ley se logra disolver las mediaciones institucionales propias de un sistema democrático que debe funcionar según los causes representativos. En estos, un conjunto de delegados del pueblo están encargados de elevar al debate político las demandas impuesta por la sociedad civil y opinión pública. La propuesta se somete a ciertos filtros de legitimación como la votación, debate y aprobación al interior del legislativo y al veto presidencial.

Finalmente, la ley es expedida para su vigencia. Sin embargo, bajo la fórmula de la “interpretación última” propuesta por Gargarella, permanece el riesgo de que unos pocos puedan derogarla, ordenar su reforma o reinterpretarla sin pasar por las mediaciones institucionales de su origen. Para Gargarella (2003, p. 15), que el sentido de la constitución quede en manos de unos funcionarios públicos que no son elegidos ni pueden ser removidos directamente por la ciudadanía, es un grave riesgo para la teoría institucional que bajo el argumento de la apelación a la defensa de los derechos, solamente hace posible la seria afectación al principio mayoritario.

En los mismos términos se plantea la «objeción democrática a la revisión judicial» de Pablo De Lora (2005, p. 253), que cuestiona el concepto de mayoría del que parte Ferrajoli. Se pregunta si las mayorías asamblearias en una instancia constituyente son las que debaten sobre los textos constitucionales y si otras mayorías también asamblearias en instancias constituidas son las que se encargan de la legislación inferior ¿a qué mayoría política se refiere Ferrajoli en sus explicaciones?

Cuestiona la legitimidad de las mayorías en los Tribunales y Cortes constitucionales. Si los órganos parlamentarios al igual que los plenos judiciales tienen que procesar sus diferencias internas en la acción de creación de derechos y protección constitucional; si un poder goza de una capacidad exclusiva de configuración del otro (Guastini, 2001), mientras que el segundo puede echar abajo con muchos menos votos de representantes no electorales las decisiones del primero que han sido expedidas como leyes y mediadas por intensos debates parlamentarios y sociales (Ferrajoli, 2001, 1995) ¿acaso estas dos arenas de decisión se atraviesan con la intención de superponerse hasta el extremo de reemplazarse?

Para De Lora, si en esos supuestos el procedimiento utilizado para resolver la pugna entre estos dos poderes -en materia de lo que se puede decidir y no se puede decidir-

«(…) es la regla de mayoría, entonces se tiene que justificar por qué tal mayoría de jueces triunfa sobre la mayoría de legisladores, cuando resulta que el órgano legislativo cuenta con una mayor legitimidad democrática y está sometido a la renovación de la confianza por parte de los ciudadanos» (De Lora, 2005, p. 254).

Para este autor existe una diferencia entre legisladores constituyentes y legisladores constituidos, así como entre legisladores y jueces, como una suerte de privilegio de unos frente a los otros.

En términos de protección de derechos sociales, este autor critica la ambigüedad en la forma de aplicación de los derechos propuesta por Ferrajoli. Algunos de estos son de difícil interpretación y su aplicación se extiende a la discrecionalidad legislativa en los parlamentos. Esto reduce los estímulos de los que dispone el asambleísta para proponer formas de materialización del derecho. Entonces «si ello es efectivamente así, entonces no hay cabalmente mandato alguno o desafío dirigido por el constituyente al legislador y a la Administración, ni por tanto un valor normativo relevante en la declaración constitucional del derecho» (De Lora, 2005, p. 257).

Para Michelangelo Bovero los desestímulos legislativos para normar jurídicamente las garantías a los derechos subjetivos dificultan su aplicación. En un análisis entre Guastini y Ferrajoli concluye que la positivización de un derecho subjetivo no es suficiente para que sea obligatorio y de cumplimiento universal. Prefiere a Guastini al aceptar la naturaleza intrínseca de un derecho y de su complementariedad en la obligación positiva derivada de una norma objetiva. Según él, la teoría de Ferrajoli se basta con la colocación del derecho en el catálogo de normas constitucionales (por ejemplo) para que exista y sea ejercitable.

Aunque se trata de una obligación de los poderes públicos la acción de reglamentar las condiciones de garantía de los derechos, Bovero retoma la distinción de Ferrajoli entre garantías primarias y secundarias para introducir en el debate la noción de separación entre funciones del Estado. A uno de estos le corresponde crear las figuras de prestación obligatoria y las prohibiciones de lesión; a los otros incumbe la sanción de los actos identificados como ilícitos y hasta de declarar la anulación de los actos considerados válidos como inválidos, que violan los derechos subjetivos y con éstos las garantías primarias correspondientes (Bovero, 2005, p. 241). Si jueces y legisladores gozan de una capacidad de interferirse mutuamente ¿esto debe ser interpretado como una dinámica de equilibrio, compensación y complementariedad de poderes?

Los derechos de representación están en la base de este debate. Los parlamentos, los tribunales y los plenos judiciales se enfrentan en similares términos en la tarea de crear derechos y de protegerlos. En el ejercicio de esta labor podrían contender, así como complementarse. La primera de éstas en más verosímil. Bajo ciertas condiciones de fricción entre órganos de poder -sobre todo entre éstos con idénticas capacidades de penetración sobre el otro- la disputa está condicionada por las fórmulas de adopción de decisiones. Algunos de estos casos podrían debilitar la propuesta de organizaciones de la sociedad civil, restarles importancia política y hasta prescindir de sus demandas. Siendo ésta la fuente de legitimidad del poder ¿es posible ejercer la resistencia en acciones contradictorias al derecho de representación en los parlamentos y/o en tribunales y plenos judiciales? ¿Pueden estos organismos del Estado esquivar la importancia de la representatividad como derecho de acceso a los procesos de adopción decisiones políticas? La respuesta es no.

II.4. El derecho-poder: carácter secundario y garantista del derecho de resistencia

Comprobados ciertos mínimos en el Estado constitucional, el ejercicio del derecho de resistencia se justificaría por proteger la estabilidad del orden democrático que en caso de desestabilización se diagnostica después de que han sido conculcados otros derechos primarios a los que no hubiere otra forma de protegerlos (Locke, 1680/2004).

Ugartemendía (1999, p. 214) también se refiere a los derechos primarios como por ejemplo la vida, la libertad y la seguridad, la propiedad, etc. En ese sentido, se ha preferido mantener la categoría de derechos primarios en lugar de derechos fundamentales -y con esto la diferencia propuesta por Ferrajoli (1995, p. 294) entre derechos primarios y secundarios- para diferenciar las condiciones de ejercicio del derecho de resistencia frente a cualquier otra acción de resistencia. Ambas categorías de derechos son de derechos fundamentales, sin embargo, a la primera de estas clases pertenecen los derechos de libertad, los que consisten en “expectativas de omisión de interferencia”, y a la segunda clase corresponden los derechos sociales, los que consisten es “expectativas de prestaciones” como queda definido en líneas anteriores (Greppi, 2005, p. 349).

El doble carácter de derecho secundario y garantista de la resistencia, en la lógica de la maximización y minimización de libertades, se confirma en su doble condición de garantía fundamental y de derecho natural. Según la doctrina clásica, frente a la garantía del derecho a la vida y en los casos en los que se encuentre atentada, se acepta como lícito resistir a los gobiernos injustos como se resiste a los delincuentes, y declara como legitimo escapar a la muerte aún bajo condena impuesta por la autoridad competente12.

E inclusive algunos ordenamientos constitucionales lo tipifican a manera de establecer un control ciudadano de constitucionalidad de los actos de poder. Aunque Schmitt rechaza al poder judicial como protector de la constitución, reconoce que los actos de resistencia civil son generadores de protecciones extremas de la misma constitución. La aplicación judicial de los principios generales de legalidad y de la constitucionalidad, no constituyen por sí mismos una instancia especial, pues de lo contrario

«(…) cada organismo público y, en fin de cuentas, cada ciudadano podría ser considerado como un eventual protector de la constitución, circunstancias que en algunas Constituciones se expresa cuando confían la defensa de la constitución al celo de todos los ciudadanos. Ahora bien, de ahí solamente resulta un derecho general a la desobediencia y, en último término, a la resistencia pasiva y hasta activa» (Schmitt, 1983, p. 56).

Aunque Schmitt lo impugna, reconoce la materialidad del derecho.

El carácter secundario del derecho y garantista del sistema democrático parte de una acción reactiva concreta y producida frente a una situación de colisión de derechos entre sujetos en relaciones de desigualdad, en donde necesariamente hay uno o varios actores con poder que lo ejercen sobre uno o varios sujetos débiles y en contra de su dignidad personal (Ferrajoli, 1995; Ugartemendía, 1999; Salazar, 1993). Lo dicho significa que la estabilidad del sistema de derechos y el modelo democrático en su conjunto pueden ser atentados por los poderes del Estado tanto como por sectores de presión, como por partidos políticos, cámaras empresariales, sectores corporativos, aparatos represivos del Estado, etc. Entonces, se limitan las libertades de unos para defender los derechos fundamentales de otros en sentido ponderativo. La dinámica de la resistencia restringe la libertad artificial de los Estados reproducida en agentes delegatarios de esta fuerza impropia13.

a) Privilegiados y débiles: colisión entre derechos

Para Olmo Bau (1998, p. 6), una interpretación de la impugnación al poder bajo las fórmulas del derecho de resistencia supone la preexistencia de una colisión entre diferentes principios constitucionales y entre distintos derechos, o bien en interpretaciones divergentes sobre el mismo principio o derecho. Esto implica que los actos de desobediencia y resistencia se sitúan en el ámbito de la protección de determinados derechos fundamentales, lo que demuestra su naturaleza secundaria. Estas manifestaciones, obligan a reconsiderar determinadas ponderaciones previas de origen gubernamental o judicial en cuanto examen de constitucionalidad en sede legislativa o en sede constitucional. En sus términos «la citada reponderación implica la inclusión o reinclusión en la agenda política de la cuestión sobre la que se disiente. Y ello merced a la generación de un debate social al respecto».

Para Ferrajoli (1995, pp. 939-940) es tan legítimo limitar la libertad del poder con el fin de proteger los derechos fundamentales, como es legítimo también limitar las soberanías de los Estados en términos del ejercicio de sus atribuciones desplegadas en contra de las libertades de los particulares y frente a un escenario de contravención de los fines de pacificación de las sociedades.

La función garantista del derecho de resistencia en particular reconoce la descompensación de fuerzas entre débiles y poderosos en los casos perniciosos al sistema de los derechos primario-fundamentales, crea condiciones de desagravio, posibilita la minimización de las libertades impropias de los poderosos y consigue una nueva ponderación de fuerzas14.

La ausencia de estos equilibrios entre distintas libertades, según los actores que las ejercen, produce las desigualdades manifestadas. Estas desigualdades son producidas por la ausencia de oportunos límites al poder. Para Ferrajoli (1995, p. 934) existen dos poderes productores de desigualdades: los poderes jurídicos y los extra-jurídicos: los primeros son públicos, los segundos son privados. Los primeros son fabricantes de desigualdades formales y los segundos de desigualdades sustanciales. Los poderes públicos y/o privados y los derechos fundamentales están, por tanto, en la base de dos formas diversas y opuestas de subjetividad.

En esta propuesta de democracia sustancial ferrajoliana la confusión entre libertad y propiedad privativa del Estado liberal separa a estas dos nociones y reincorpora los ordenamientos particulares en un solo ordenamiento general. Entonces, los derechos de libertad no son equivalentes ni se entienden desde los derechos de propiedad. En el Estado legal estos ordenamientos particulares estaban atribuidos a los dominantes para castigar en el orden de la discrecionalidad moral; los patronos tenían la libertad de despedir a sus empleados sin dar explicaciones como extensión del derecho de propiedad sobre el trabajo de estos, así como el padre a escarmentar a sus hijos de la misma manera. Ambas situaciones, como muchas otras, se someten a un orden general conferido por los derechos fundamentales (Ferrajoli, 1995, p. 936).

¿Qué sucede cuando las libertades de los poderosos se convierten en restricciones a las libertades de los débiles? ¿Qué sucede cuando estas inequidades no son tuteladas por los órganos competentes del poder público? En términos generales, las libertades de los sectores privilegiados de la sociedad pueden ir desde la invasión a poderes estatales a través de la influencia de los sectores de presión política, hasta lo más cotidiano como la restricción de derechos laborales o libertades individuales.

En términos de una democracia constitucional, ciertas acciones de determinados actores con capacidad de representación en los parlamentos y plenos judiciales pueden atentar a los derechos de representación, en la participación para la adopción de decisiones públicas y hasta en la elaboración de legislación de los no-representados en estos espacios. Para ambos casos la acción colectiva de resistencia constitucional, al interior y exterior de los parlamentos, ejercita actos simbólicos de presión social para el reconocimiento judicial de derechos bajo la fórmula ferrajoliana de «maximización de los derechos fundamentales» frente a la gradual limitación de las acciones jurídicas del poder privado o público.

Bovero llamaría a esta forma de limitación como una «obligación jurídica imperfecta» (Bovero, 2005, p. 242). En sus términos, se trataría de un derecho sin fórmula de garantía, a simple vista. Siguiendo la teoría de Ferrajoli, lo único que hace falta al derecho de resistencia, como a cualquier otro derecho para ser exigible, es que este positivizado. En este caso la acción se perfecciona en la obligación de su ejercicio, y aun cuando falte la instauración jurídica del deber correspondiente al derecho, éste subsiste por el hecho de existir positivamente.

La “garantía primaria” adhería al derecho de resistencia es, como se ha dicho, la existencia del Estado constitucional materializado en las características estudiadas. De esta manera la expectativa de ejercicio está asociada a la invasión entre poderes de Estado, a la limitación de la tutela judicial efectiva, a la desaparición del parlamento, a la invasión entre poderes del estado, a la expedición de normatividad injusta, etc. Mientras que la “garantía segundaria” confirmaría por la vía judicial la legitimidad de las demandas de los actores resistentes y declararía las formas de recuperación del estado constitucional (Bovero, 2005, p. 236).

b) Ejercicio de la resistencia: el derecho poder

La excepcionalidad del derecho de resistencia confirma su característica de derecho secundario. Su ejercicio está condicionado a la existencia de una violación a un derecho subjetivo concreto. En ese sentido, toda creación positiva de una expectativa normativa consiste en el reconocimiento de una pretensión moral. Por esta vía, el propio ordenamiento asume una obligación impuesta a los poderes públicos de cuidar la satisfacción de la expectativa o pretensión en la que consiste aquel derecho. Para Bovero (2005, pp. 237, 240), la obligación implícita en la norma atributiva de un derecho e impuesta por la misma a los poderes públicos no es una garantía para el ejercicio de ese derecho. Esto se debe a que el deber del legislador de introducir en el ordenamiento ciertas garantías para el ejercicio de un derecho, no es una garantía por sí sola del derecho, lo que sigue produciendo lagunas en la interpretación jurídica.

La garantía en el ejercicio del derecho subjetivo de la resistencia se convierte en una obligación política que invierte las relaciones de poder de la misma manera que los ciudadanos le deben acatamiento al gobierno representativo elegido universalmente. La obligación política que garantiza el cumplimiento de los derechos subjetivos es la obediencia a la constitución como catálogo de clasificación de los derechos. El desacatamiento de la constitución acarrea una sanción que es también esencialmente política y que invierte los términos de obediencia entre gobernantes y gobernados. Si los gobernantes fueron elegidos a través de procesos universales de votación parece posible el ejercicio del derecho de resistencia en los casos de deslegitimación democrática por incumplimiento de las obligaciones constitucionales o por obstrucción en el ejercicio de los derechos fundamentales.

La metodología que garantiza la vigencia del Estado constitucional atribuye a un conjunto de acciones participativas el derecho-poder para la protección del sistema. Etiquetado de muchas maneras en este trabajo, el derecho de resistencia atraviesa idéntica suerte. El derecho de resistencia, leído como un derecho participación ciudadana, en términos generales, goza de una doble dimensión: como facultad de acceso a los espacios representativos, y como poder de decisión en el marco conceptual de la democracia directa. Estos derechos que son propios a los sistemas representativos -como el derecho a la oposición política, a la participación electoral, al voto universal, a la organización de partidos, al acceso proporcional a los parlamentos, etcétera- tienen su contestación en los sistemas contramayoritarios. Para el neoconstitucionalismo

«los procedimientos de representación política están hoy, de hecho, tan deteriorados que son incapaces de producir más legitimidad que las instituciones contramayoritarias. Como las votaciones de los parlamentos no son más “democráticas” ni representativas que las votaciones que tienen lugar en el seno de las Cortes Constitucionales, vienen a decir, quedémonos con éstas, que por lo menos suelen tener mayor prestigio» (Greppi, 2010, p. 811).

Las mayorías y minorías no representadas en estos espacios de decisión por votación -parlamentos y plenos judiciales- tendrían la capacidad suficiente de impugnar estas acciones si llegaran a contradecir el espíritu del sistema representativo moderno -pluralidad, publicidad, inclusión, discriminación positiva, acción colectiva, organización partidaria, voto universal, separación de poderes, tutela judicial- por la ausencia de canales de materialización de los derechos fundamentales y las expectativas constitucionales.

Según Greppi, para cumplir con esto el neoconstitucionalismo plantea una alternativa: derretir al modelo clásico de separación de poderes con la finalidad de poner fin a la autonomía de la democracia de partidos políticos y atravesarla por un sistema de controles de revisión judicial. Esto conduce a un riesgo inminente pues

«si el pueblo ya no habla a través de las leyes y se limita a entrar en escena de vez en cuando para deponer a las élites en el gobierno, parece inevitable concluir que el reconocimiento universal de los derechos políticos se ha convertido en poco más que un elemento marginal del sistema» (Greppi, 2010, p. 811).

c) El derecho-poder que frena al poder político

El eje que atraviesa al constitucionalismo viejo y como el nuevo se mantiene intocado. Los poderes, tanto públicos como privados, forman parte de un repertorio concreto de acciones políticas que buscan democratizar los espacios de decisión e influencia mediante la fórmula del sometimiento al derecho. En este sentido, dice Greppi (2010, p. 813) «las normas que atribuyen a cada ciudadano el derecho-poder de intervenir en el proceso de formación de la voluntad política pueden ser interpretadas como normas que producen y distribuyen fragmentos de soberanía». Pero además las condiciones de relación competitiva entre los poderes que produzca una situación de equilibrio también se encuentra amenazada. En efecto «para que el poder frene al poder, conforme a la máxima de Montesquieu, es preciso que haya un terreno común en el que los distintos poderes entren en competencia» (ibid., p. 816).

Bajo estas condiciones se hace necesaria que la resistencia se ejerza entonces a través expresiones concretas de manifestación. Aquí el derecho se convierte inmediatamente en un ejercicio de participación que bordea los causes representativos tradicionales -sin entrar en conflicto con estos- y se convierte en un mecanismo más ágil de control del poder para demandar la derogación de una médica puntual no deseada. Tanto para Sartori (1999) como para Estévez (1994, p. 141), el hecho de que los diversos actores del gobierno representativo pasen por el filtro de legitimación electoral los convierte en responsables de sus acciones frente al universo de electores, y además en instrumentos sometidos al posible el control que ejercen los representados sobre las decisiones que los representantes tomen.

Para estos casos, el ejercicio de la resistencia constitucional se convierte en una acción concreta de desobediencia a las disposiciones restrictivas de derechos fundamentales. Para Estévez, en el marco de determinada campaña de protesta por ejemplo, los actores resistentes pueden encontrarse en su marcha con prohibiciones de ejercer ciertos derechos como de manifestación, reunión o libre expresión. La desobediencia a estas disposiciones de la autoridad pública sería el ejercicio de una acción concreta de resistencia, en donde el derecho principal es el reclamado y el secundario es el ejercicio de resistencia a la orden pública desobedecida.

La finalidad de la resistencia coloca en el discurso de la protesta varias acciones de carácter simbólico que no consisten solo en acciones obstruccionistas del derecho general, sino que buscan ubicar en el debate público la necesidad de discutir a nivel político la reconsideración de aquello que se califica como lesivo a los derechos fundamentales o contradictorio con la constitución (Estévez, 1994, p. 144). Según Estévez (1994, p. 39) «debe tenerse en cuenta la importancia relativa de los intereses y bienes jurídicos en conflicto en cada contexto, lo que lleva a la realización de determinadas valoraciones», lo que en otras palabras es una operación de ponderación de derechos y una acción popular de control constitucional.

Como se ha dicho, el ejercicio del derecho resistencia supone la previa lesión o potencial afectación de un derecho diferente a este. La acción de resistencia se materializa solamente después de generada una situación de descompensación entre las libertades de los débiles frente a las de los poderosos. Esto convierte al derecho de resistencia en un derecho secundario y en un derecho que garantiza el control ciudadano de la constitucionalidad de las acciones de los poderes de gobierno y/o de mercado.

Su existencia introduce la formulación de un ejercicio ponderativo entre el bien jurídico protegido que es reclamado por la vía de la desobediencia, y el derecho fundamental que habilita a todo ciudadano a resistir frente a las afectaciones o posibles afectaciones a sus derechos, frente a los derechos de seguridad jurídica y de obediencia a las disposiciones emanadas legítimamente del orden público representativo.

III. ¿Tipicidad de las acciones de resistencia colectiva? Garantismo, desobediencia y represión

«Los derechos fundamentales, como enseña la experiencia, jamás caen de lo alto, sino que se consagran sólo cuando la presión de quien está excluido sobre las puertas de quien está incluido se hace irresistible» (Ferrajoli, 2001, p. 269)

En los bordes que limitan el debate teórico sobre la obediencia y las prácticas de resistencia se encuentra un dilema importante de comprensión: la tipicidad del derecho de resistencia. Tanto para estudiosos como para operadores de la ley, la dinámica que se genera entre las propuestas abstractas y la evidencia empírica padece de inconexiones metodológicas. ¿Qué acciones concretas deben ser consideradas como ejercicios del derecho de resistencia y cuáles no? ¿Cuáles son los hechos típicos para diferenciar el ejercicio de la resistencia de otros hechos de similares características?

Este capítulo arranca del debate sobre el garantismo y sus aporías para tender puentes entre el derecho y la política, encontrar vasos comunicantes entre sus principales debates teóricos, y emplear los conceptos discutidos en capítulos anteriores sobre desobediencia a la ley, resistencia a lo considerado como ilegítimo y la respuesta de los gobiernos a la desobediencia como Razón de Estado para responder ¿qué tipifica al derecho de resistencia?, ¿cuáles son los límites de su comprensión jurídica frente a la política?, y ¿a qué conduce su problemática interpretación?

Para calificar la tipicidad del derecho de resistencia se seguirá la definición de Wolfgang Schwarz. Se buscará que sea (a) una acción de participación política mayoritaria y autónomamente aceptada “como regla general”; (b) que se justifica sólo si se protesta sobre asuntos de interés general; (c) que es una acción que debe gozar de ciertos márgenes de éxito, y que descarta de la tipicidad jurídica las meras intenciones; y (d) que la acción de resistencia deberá estar mediada por actos de violencia estatal (Schwarz, 1964, p. 129-130).

Este capítulo está compuesto de cinco partes: (i) La primera parte introduce el debate sobre la comprensión de los términos de generalidad y articulación de las acciones colectivas de resistencia, su entorno de contención con el Estado, los límites relativos a la desobediencia a la ley y a la defensa a los derechos fundamentales, todo en sentido tributario al Estado constitucional. (ii) En la segunda parte se estudian los principios de obligatoriedad y obediencia a la ley en función de su origen parlamentario y/o judicial atendiendo a las particularidades de los modelos mayoritarios y contramayoritarios; además se abordan las circunstancias de la resistencia como ejercicio de acción colectiva. (iii) En la tercera parte se justifican las razones que verifican el ejercicio del derecho de resistencia en el cumplimiento de finalidades intrínsecas a su materialización activa. (iv) En la cuarta se justifican las razones por las cuales un ejercicio de resistencia tiene que estar materializado y explicitado en hechos concretos, descartando la posibilidad de punibilidad de las meras intenciones. (v) En la quinta parte se estudia la tensión entre las acciones de contención estatal y las manifestaciones de resistencia en un entorno de violencia.

III.1. La obediencia a la ley frente a la acción colectiva contenciosa

En términos de la tipicidad del derecho, la resistencia constitucional se genera por la ejecución de una acción sostenida de participación política mayoritaria y autónomamente aceptada como regla general, que ha sido justificada sobre la protesta de asuntos de interés colectivo, dentro del margen de específicas acciones de contención logradas con cierto éxito y amplificadas por una presencia represiva del Estado (Schwarz, 1964; McAdam, Tarrow & Tilly, 2005; Tilly, 2000; Tarrow, 1997).

Una acción de contención se refiere no solamente a un ejercicio de contornos judiciales sino además a la acción colectiva que se manifiesta con relación a un intercambio reciproco con las autoridades representativas o con sus oponentes políticos (Fix-Zamudio, 1983, p. 286; Tarrow, 1997, p. 24). Como se verá, el ejercicio cognoscitivo para definir los marcos de la tipicidad de la resistencia constitucional colectiva, conduce a observar el fenómeno y a interpretarlo en términos jurídicos de obediencia o desobediencia a la ley.

En ambas entradas, tanto judicial como política, el debate de la obediencia a la ley atraviesa ambas arenas particulares. El contenido garantista de la obligación política que vincula a jueces, representantes democráticos y funcionarios públicos con el juramento de fidelidad a la constitución prestado en la toma de posesión de sus cargos responde, en términos amplios, a la dinámica representativa que se estudió en el capítulo anterior. Al estudio actual se suma la sujeción de quienes no ejercen poderes y que su modo de vinculación a la ley está definido por otras circunstancias.

Las principales obligaciones derivadas del acatamiento al derecho general son de naturaleza jurídica más que política. Se ha dicho que el Estado puede reclamar de sus ciudadanos la obediencia jurídica, pero de ninguna manera la adhesión política. En este espacio se crea una rendija para reinterpretar al derecho en los términos de la política, así como de la resistencia en escenarios siempre excepcionales.

Para Ferrajoli (1995, p. 920) el debate de la obediencia a la ley responde a la tensión entre su obligación con “fundamento jurídico” y a su obligación con “fundamento político”. Para este autor todo se resume al antiguo conflicto entre derecho y moral (sobre el que profundizaremos después), es decir, a la tensión generada entre la obligación política de obedecer a las leyes aun cuando sean injustas y la autodeterminación moral de las personas a no hacerlo en forma reacción desobediente.

a) Viabilidad actual del derecho de resistencia

Después de la incorporación de ciertas medidas que posibilitan el predominio de los derechos fundamentales, la irrupción del derecho de resistencia en el debate actual parece innecesario por la vigencia del Estado constitucional (Ugartemendía, 1998, 1999; Velasco, 1996; De Páramo, 1990) y hasta limitada en términos de tipicidad y teorización para el mismo marco jurídico (Olmo, 1998, 2001; Iglesias, 2002).

Para Olmo (1988) es frecuente encontrar en el debate la noción de la justificación de la desobediencia bajo ciertos regímenes políticos diferentes a un Estado democrático. Pero para este autor, el mero reconocimiento de los derechos fundamentales no constituye en sí misma una garantía de que haya en estos sistemas normas de contenido injusto. En estos regímenes la desobediencia al derecho se convierte en un conjunto de actos voluntarios, ilegales, conscientes, públicos y colectivos conducidos a transgredir una o varias normas consideradas inmorales, ilegitimas o injustas. Esta operación transgresora persigue un bien no egoísta, que no es beneficioso solo para quienes lo protagonizan sino para toda la sociedad, y en donde es necesario desobedecer a la ley para no desobedecer a la justicia y para defenderla. E inclusive, en el ejercicio de ponderación que se hace sobre ley y justicia debe prevalecer la segunda, siempre que se respete el contenido de la primera.

Pablo Iglesias entiende que dotar a la resistencia de lealtad constitucional, de atribuirle un papel legitimador del conjunto del sistema, y de condicionar su protección jurídica a los casos de la no penalización, son posibilidades ajenas a la práctica política actual y al avance de los movimientos sociales a nivel mundial (Iglesias Turrión, 2002, p. 226). En el mismo sentido se manifiesta Olmo para quien las transgresiones desobedientes no son tributarias a la constitución, sino tributarias a los principios morales y derechos naturales que pueden estar como no inspirados en la constitución. Este autor reconoce que la resistencia, entendida como desobediencia a la ley injusta, se trata de un ejercicio de manifestación participativa, afirmado por la institucionalidad democrática y un modo de defensa de la constitución. En sus términos,

«(…) más que como lealtad al orden jurídico en su conjunto, éstas desobediencias a la ley han de verse como una afirmación clara y rotunda de los principios del sistema democrático, presupuestos que son canalizados, más que creados, por las instituciones y las normas jurídicas. Es en este sentido que puede afirmarse, sobre todo de la desobediencia civil, pero también de algunas manifestaciones de la desobediencia política que no entran bajo ese concepto, que pueden considerarse un modo de participar en la defensa de la constitución» (Olmo Bau, 2001, p. 184).

En las explicaciones de Ugartemendía se puede leer con claridad la relación entre la desobediencia a la ley y la defensa a los derechos fundamentales en sentido tributario al Estado constitucional. El vínculo de justificación se marca en el sentido de la civilidad de la acción desobediente manifestada en el respeto a los valores que inspiran al régimen constitucional y a la eventual vulneración de las políticas de orden público como en las leyes expedidas. Esta primera variante de desobediencia es bautizada por Ugartemendía como “apelación a la norma de validez”, es decir a la desobediencia de una norma considerada invalida, injusta y/o inconstitucional en comparación con una norma jurídica superior o metanorma dictada por los derechos fundamentales.

En otros términos, la desobediencia es tributaria del modelo constitucional porque defiende en último término sus promesas políticas traducidas en derechos, no porque este consagrada en el texto constitucional. Entonces «cuando se desobedece una norma considerada como injusta/inconstitucional y el enjuiciamiento de dicha conducta provoca un control jurisdiccional de validez (constitucionalidad o legalidad) de la norma desobedecida que concluye con la declaración de invalidez de la misma» (Ugartemendía, 1998, p. 10), de tal manera que el supuesto de desobediencia civil estaría jurídicamente justificado (p. 14).

Como queda indicado antes, un ejercicio desobediente de la ley, y por tanto resistente al orden público, se justifica en la vulneración o potencial vulneración de un derecho fundamental. Por eso es importante para Ugartemendía (1998, p. 14) que la conducta desobediente en cuestión «entre realmente dentro del ámbito de la protección de algún derecho fundamental, es decir, dentro del supuesto de hecho o contenido normativo delimitado por una norma iusfundamental». Además es necesario contrastar la existencia del «interés de un bien jurídico protegido por el derecho fundamental cuyo ejercicio reivindica el desobediente civil, [y que resulte] jurisdiccionalmente verificado como prevalente al protegido por la norma limitante desobedecida».

En similares términos, Velasco Arroyo (1996, p. 165) considera que las manifestaciones de desobediencia a la ley son respuestas no institucionalizadas a la ilegitimidad de las expresiones de los poderes representativos e institucionalizados en el poder público. La lógica de producción parlamentaria de las leyes minimiza los márgenes de intervención de la sociedad, la que se limita a impugnar la producción legislativa en las elecciones periódicas, y de esta manera también a evaluar a los partidos que las votaron. La desobediencia a la ley impugnada como inconstitucional restituye a la sociedad el derecho de oposición por la invalidez de una norma vigente dentro de los márgenes que han de ser identificados a través de un procedimiento democrático de formación de la voluntad colectiva.

«Nada, pues, de obediencia incondicional al derecho positivo: no todo derecho merece ser obedecido, sino sólo aquel que presenta una adecuación material a los principios constitucionales puede esperar una obediencia cualificada de los ciudadanos, una obediencia que prevé, por tanto, la posibilidad de desobediencia. El examen de esta adecuación es lo que distingue precisamente a esa obediencia cualificada. La minoría presta un asentimiento condicionado a la decisión de la mayoría sólo si se adopta en un foro público de discusión abierto y tenga un carácter revisable» (Velasco, 1996, p. 171).

Las periódicas crisis de los sistemas representativos delatan su baja capacidad de procesamiento de las complejidades democráticas15. Pero de ninguna manera se trata de minar la legitimidad del parlamento, obstruirlo o de sustituirlo, sino de levantar sus bloqueos políticos mediante la opinión, deliberación y presión popular producidas desde los debates públicos, las medidas de rechazo popular como los plantones y las marchas, hasta en las protestas callejeras (Velasco Arroyo, 1996, p. 176)16.

Sin embargo, para Juan Ramón de Páramo, la contención entre derecho y moral, así como la tensión entre obligatoriedad y desobediencia a la ley son tautológicas. Este autor impugna la auto-contradicción en la noción que establece una relación de identidad entre la producción legislativa mayoritaria -o el control judicial constitucional- con el fin último de la justicia, por estar mediados por los procedimientos que legítimamente han sido establecidos por la ley y la constitución.

En sus términos, ésta es una tesis idealista del derecho «que no tiene en cuenta al mismo como instrumento técnico de dominación, con independencia del sistema político de que se trate» (De Páramo, 1990, p. 155). Para este autor, la coincidencia del derecho legislado con algunos puntos de la moral es meramente accidental y argumentar la desobediencia con fines enteramente morales es desconocer la inconexión que se sugiere como secundaria entre ambos. Ha expresado que «si el Derecho coincide en parte con algunas normas morales, no puede decirse que se obedezca al Derecho por razones morales» (De Páramo, 1990, p. 157).

b) Obediencia moral a la ley: ¿condición intrínseca de validez?

En la práctica se producen serias afectaciones a los derechos que superan los márgenes de lectura del Estado constitucional moderno y que van más allá de la obligatoriedad moral a la ley. En tales circunstancias Ferrajoli se pregunta ¿existe en los ordenamientos constitucionales contemporáneos una obligación de obedecer las leyes injustas? Y si existe, ¿cuáles son su naturaleza y su medida?

De acuerdo a una interpretación autopoyética el Estado, como estructura ficticia creada por el ser humano, goza de una capacidad que le permite definir el bien común y en esta tarea no solo toma el papel de creador del derecho sino además de productor de la moral pública (De Páramo, 1990; Fernández, 1987; Fortanet, 2010). Esta noción no solo que permite que el derecho positivo ocupe el lugar de la moral, sino que además propone que la administración de la justicia -que es también un órgano de imposición de la fuerza estatal- encarne la validez de las normas vigentes17.

Eusebio Fernández, aunque acepta esta noción de Estado, propone una posición más ecléctica de interpretación. Para este autor

«(…) la única razón válida y justa del Estado es el reconocimiento y protección de los derechos fundamentales de los individuos, o lo que es lo mismo, plantea que no existen razones de Estado por encima de las razones (intereses, derechos, necesidades) de los ciudadanos. Ello nos conduce al importante tema de las relaciones y posibles oposiciones entre la autonomía de los individuos y la autoridad del Estado» (Fernández, 1987, p. 89).

Según esta idea auto-referencial, el Estado sería el espacio amplificador de los pactos políticos y de los consentimientos democráticos. Al convertir las obligaciones en necesidades de convivencia, y no en meras imposiciones, el Estado «aporta razones y efectividad a las ideas de obligación moral, política y jurídica a la obediencia al Derecho, estimula el ideal de participación ciudadana auténtica y justifica, en algunos casos, la desobediencia civil» (Fernández, 1987, p. 97). De la misma forma que el consentimiento es la piedra angular del contrato social, y la participación directa en la realización y desarrollo del sistema democrático, en sentido inverso, toda manifestación estatal de infracción de los pactos adoptados voluntariamente invalida la obligación ciudadana de obedecer a las leyes positivas (Fernández, 1987, p. 98).

Otra versión moderada del Estado asocia al derecho con un fin instrumental -y no con un valor final- que es específicamente jurídico y que consiste en la garantía del orden y de la paz. Sobre esto Fernández (1987, p. 102) acepta que este marco inmediato del principio de legitimidad contractualista debe ser prolongado a todo el contexto de relaciones sociales, «con lo que el principio de legitimidad contractualista se convertirá en un principio regulador de todas las relaciones sociales que tengan interés público y en instrumento de resolución de conflictos».

Para Ferrajoli existe un continuum de interpretaciones moderadas y de otras extremas de obediencia a la ley. Según una primera versión, la obediencia debe ser incondicionada, dado que las leyes válidas, cualquiera que sea su contenido, se consideran siempre, por su fuente y por su forma, también justas. Para una segunda versión, por el contrario, la obediencia está doblemente condicionada: en el sentido de que la obligación moral de obedecer las leyes supone el reconocimiento de su efectiva idoneidad para el establecimiento del orden y, sobre todo, en el sentido de que el orden no es el valor supremo y ha de ser pospuesto cuando entra en conflicto con otros valores, como los del respeto a la vida, la libertad, la dignidad humana, que la conciencia moral juzga superiores (Ferrajoli, 1995, p. 922).

En este concepto de obligación en sentido moderado que Ferrajoli toma de Bobbio, se admite la preexistencia de una obligación que no se trata de una obligación formal en sentido estricto o independiente del contenido de las leyes, sino de una obligación semi-formal que tolera la convalidación de solamente aquellas normas que nuestra conciencia moral considera como justas o no particularmente injustas (Ferrajoli, 1995, p. 923). En estos términos se prefigura la existencia de valores que prevalecen sobre otros de menor potencia18. La obediencia a la ley en el sujeto sin poder es, entonces, correspondiente a las valoraciones del propio obligado a tal punto que «no es en efecto una obligación: como dirían los civilistas, [sino que] es una obligación meramente potestativa, puesto que depende de la voluntad misma del obligado» (Ferrajoli, 1995, p. 924). Así es como la ley injusta pierde obligatoriedad.

Para María José Falcón y Tella el acto de desobediencia extrema es el llamado por ella como de resistencia. Ésta y las demás modalidades de desobediencia hacen parte de un repertorio que se expresa de manera colectiva, aun cuando se trate de los casos asociados a una objeción de conciencia. Salvo en este último, para los que forman parte de este conjunto de acciones, el derecho tiene previstas ciertas consecuencias de naturaleza punitiva. Como ha apuntado esta autora «el carácter colectivo de la desobediencia civil a efectos de punición no funciona en principio ni como atenuante ni como agravante» (Falcón y Tella, 2009, p. 101-102). Esto se debe principalmente a que a menudo la desobediencia civil, teniendo que ser pacifica, se convierte en violenta pues, si bien los objetivos que se proclaman deben desechar toda idea de destrucción física o moral de los adversarios, «la desobediencia civil acepta en ocasiones, como consecuencias secundarias no deseadas, nunca como su razón de ser, cierto riesgo de violencia» (Falcón y Tella, 2009, p. 105).

En este trabajo, la acción colectiva contenciosa armoniza las dimensiones de ejercicio judicial y político. En términos amplios, los significados de las palabras acción, colectiva y contenciosa para la lengua española, como para el debate jurídico, tienen similares interpretaciones (RAE, 2001; Ossorio, 1981; Flores, 1983)19.

Se plantea ante la posibilidad de judicializar una manifestación de oposición a las decisiones del poder político como de simplemente desobedecerlas. Para ser considerada como una acción típica de resistencia este estudio se ha planteado algunos límites metodológicos: (i) que se trate de una acción de participación política mayoritaria y autónomamente aceptada como regla general; (ii) que se justifica sólo si se protesta sobre asuntos de interés colectivo; (iii) que sea considerada como una acción que debe gozar de ciertos márgenes de éxito, descartando la tipicidad de las meras intenciones; y (iv) que la acción de resistencia deba estar mediada por actos de violencia estatal (Schwarz, 1964, pp. 129-130).

III.2. Acción mayoritaria y autónomamente aceptada como regla general

Como se ha dicho, en un Estado constitucional la valoración potestativa de la sujeción a la ley inmoral no es universal. El contenido garantista de la obligación política se basa precisamente en la sujeción diferenciada de los jueces, representantes democráticos y funcionarios públicos a las órdenes del derecho. Esta condición es inversa en el mismo modelo político para quienes no ejercen poderes, y en quienes sí es potestativa en términos morales la afinidad política al contenido de la ley que es expedida por los gobernantes, y que su incumplimiento -aun bajo las consecuencias legales- es también discrecional.

En ninguno de ambos casos se intenta decir que la ley puede ser o no cumplida sin consecuencias, lo que se ha dicho es que para los funcionarios públicos el fuero moral de aprobación o desaprobación de las leyes está desplazado por el contenido de la ley vigente; sin obediencia no habría atribuciones administrativas, responsabilidades extracontractuales, administración de justicia, ni sistemas penitenciarios. Esto no ocurre con los ciudadanos a quienes no se puede reclamar su aprobación moral y política de las leyes. Sí se puede reclamar su cumplimiento, pero no su aprobación o adhesión ideológica. Análogamente, la estricta legalidad «exige moral y políticamente de los jueces que juzguen sólo jurídicamente, y no también moral y políticamente, y sólo los hechos y no también a sus autores» (Ferrajoli, 1995, p. 926).

a) Aporías jurídicas del garantismo

En los Estados Constitucionales, donde los sistemas judiciales gozan de una capacidad especial de intervenir en las decisiones adoptadas democráticamente por los parlamentos, representa un dilema adicional el tema de la obediencia por la legitimidad de origen a las disposiciones del poder. Como se ha dicho, los jueces en los modelos constitucionales contemporáneos gozan de una discrecionalidad que hace imposible la rigidez de la interpretación de la ley en sus fallos (Bayón, 2005; Gargarella, 2011; Holmes, 1999). Esto -que Ferrajoli ha denominado como aporías jurídicas del garantismo- admite la descompensación de los poderes públicos y el dominio de unos sobre otros, lo que abre la posibilidad de relativizar la obediencia también a los fallos judiciales, generando una incompatibilidad entre el Estado de derecho y la obligación moral de obediencia a la ley (Bellamy, 2010; Laporta, 2005).

Stephen Holmes se pregunta si estas evidencias podrían demostrar una condición antidemocrática del constitucionalismo. Parte de la idea -propuesta por Locke, Bodin y Rousseau- de que las constituciones y las democracias son fundamentalmente antagónicas. Esto se debe a que muchas de las constituciones establecen restricciones de reforma tan importantes al sistema constitucional que desplazan a las democracias y a sus sistemas mayoritarios de los procesos de adopción de sus propias decisiones, las que se encontrarían atadas a las prescripciones del pasado constituyente.

Así planteadas las cosas parece que la idea de una constitución permanente es una propuesta supersticiosa porque siempre habrá grupos de poder presionando sobre su reforma. En sus palabras, y a manera de ejemplo, la contradicción supone que «una Asamblea Constituyente en Filadelfia no podría legislar más para los futuros estadounidenses que para los chinos contemporáneos» (Holmes, 1999, p. 219). Para este autor el “precompromiso” de obligatoriedad de la constitución sobre las generaciones futuras es ilegitimo en tanto tenga capacidad de sofocar las propias capacidades de aprender de las generaciones ulteriores; de esta forma, una generación no tendría el derecho de obligar a la siguiente (Holmes, 1999, p. 220).

Para Holmes el precompromiso constitucional puede está configurado por dos partes contrayentes o por solo una. En esta última posibilidad, la más frecuente en la confección contemporánea de constituciones políticas, cuando el pueblo en nombre de sí mismo se da una constitución política («nosotros el pueblo de…»), legalmente éste mismo pueblo está en la libertad de no cumplir el acuerdo fundacional. Eso se debe a que «lo que nosotros, el pueblo, nos damos a nosotros, nosotros, el pueblo, podemos quitárnoslo. Desde esta perspectiva una constitución que a la vez es obligatoria y democrática no solo parece paradójica, sino incoherente» (Holmes, 1999, p. 233). De esto se entiende que nada pueda impedir que un pueblo democrático derogue todas sus leyes fundamentales en cualquier momento, por obsoletas, por inaplicables o por injustas.

Las cosas cambian si se parte de las nociones propuestas por Jefferson, Madison y Burke. Siguiendo los discursos de estos autores clásicos del constitucionalismo fundacional norteamericano, Holmes interpreta al proceso de independencia estadounidense y a su constitución como un instrumento de gobierno y de acumulación de los intereses comunes:

«(…) al establecer un gobierno firme y enérgico, la constitución que impusieron [las generaciones pasadas] remediarían estas fallas [en el presente]. No solo limitaría el poder; también crearía y asignaría poderes y, desde luego, impondría una preocupación gubernamental por el bienestar general. (…) Por ello no es plausible caracterizarla como fuerza opresora, como intento autocrático del pasado para encadenar al futuro. El compromiso previo se justifica porque no esclaviza, sino que, por el contrario, libera a las generaciones futuras» (Holmes, 1999, p. 238).

Estas limitaciones constitucionales son ataduras mínimas. Su propósito es restringir mínimamente a las generaciones actuales para evitar que estas recorten máximamente las libertades de las generaciones herederas. Con esto se acepta que la constitución democrática goce de una capacidad que límite a las mayorías y a los funcionarios, asignando facultades de gobierno que garanticen la participación popular, y regulando el uso de estas facultades públicas y administrativas. Para Holmes (1999, p. 250), «en general, las reglas constitucionales son capacitadoras y no incapacitadoras, y por ello resulta insatisfactorio identificar exclusivamente el constitucionalismo con las limitaciones al poder».

Puede leerse en Holmes una justificación más concreta a la resistencia. Para él, hace parte de las funciones de una constitución la obligación que impide la posibilidad de que la nación o cualquier generación de ella, se venda a sí misma o a su posteridad como esclava. Una constitución establece los vínculos y limitaciones del poder evitando que se pervierta, y en donde los legisladores no puedan hacer leyes que interfieran en los derechos. Defender un sistema constitucional es defender un régimen de precondiciones constitucionales. Estos precompromisos aprueban reglas constitucionales duraderas y aceptan la emergencia de nuevos aprendizajes democráticos en donde los muertos no gobiernen a los vivos, pero que sí puedan facilitar que estos se gobiernen a sí mismos (Holmes, 1999, p. 261).

b) Carácter contramayoritario del poder judicial

Roberto Gargarella estudia precisamente los excesos de una democracia sin límites en términos de interpretación de derechos. El debate entre constitucionalismo y democracia se prolongara en tanto no se encuentre una solución al problema del auténtico intérprete de la constitución y las leyes. Una de las soluciones planteadas en la historia ha sido denomina por él como “populista” y su intención sería frenar el carácter contramayoritario del poder judicial en su interpretación de la ley en sentido generalmente obligatorio20.

Las constituciones que fueron atribuyendo a las judicaturas y magistraturas el poder de interpretar y extender el significado de los derechos y hasta sus textos literales fueron impugnados por los parlamentos desde la fundación del Estado moderno (s. XVIII). Sus principales actores interpelantes arguyeron que las Asambleas legislativas representan al pueblo y que no pueden ser obstruidas en su tarea de legislar en nombre de éste, y que cualquier intrusión en ese sentido significaría una invasión de los poderes en sus atribuciones21.

El principal argumento en contra del control e interpretación judicial a las leyes o a los derechos es el origen de los jueces. En la época pre y post-revolucionaria francesa fueron escogidos unipersonalmente. Los reyes, los señores, y luego los gobernantes revolucionarios fueron los encargados de elegirlos. Y aunque los parlamentos eran compuestos por representantes elegidos por un voto censitario, se puede decir que estos órganos ofrecían una mayor legitimidad. Este argumento de conexión con el pueblo que legislaba bajo la regla de mayoría, que suponía el acuerdo de los grupos de interés enfrentados en las asambleas y que además era elegido popularmente, perdía fuerza frente a una interpretación judicial que no se originaba ni era adoptada con la intervención de la sociedad. La solución para esto -que Gargarella denomina como populista- fue quitar a los jueces el control judicial de sus manos para dar este encargo a los órganos de mayor representación popular.

El control constitucional meramente mayoritario convierte al controlado en controlador. La frágil compensación entre los poderes legislativo y judicial desaparece fortaleciendo al primero. Por eso para Gargarella (2011, p. 118)

«(…) no es fácil defender la plausibilidad de un control constitucional meramente mayoritario, ni es obvio que los acuerdos mayoritarios tengan algo que ver con el consenso ideal al que se suele apelar para buscar justificación, ni tampoco está claro que las mayorías legislativas se identifiquen con las mayorías ciudadanas».

El problema de la obediencia, debido a la legitimidad (o ilegitimidad) de origen, no tiene un preferido entre poderes. Solamente puede decirse que tanto asambleas representativas como despachos judiciales padecen de similares defectos, que están expuestos a ser invadidos por intereses parciales y a distanciarse de la voluntad popular (Gargarella, 2011, p. 121). La obediencia es más una manifestación moral y política espontánea, que una obligación de respeto acrítico. Si las mayorías legislativas o ciudadanas no son configuradoras de una moral pública, necesariamente no son tampoco una referencia de convivencia. En ese sentido, los

«ordenamientos se caracterizan, más que por la adhesión moral y política que se les presta, [que] por la no adhesión moral y política tolerada y legitimada por ellos. Si esto es verdad, la obligación moral de los ciudadanos de obedecer las leyes es, sin más, incompatible con la democracia» (Ferrajoli, 1995, p. 929).

En tales condiciones los ciudadanos deberían obedecer voluntariamente y sentir la necesidad de la obligatoriedad legal al mayor número de personas en la sociedad sin que esto signifique el triunfo de la democracia sobre el constitucionalismo. Pero, siguiendo a Ferrajoli, de ninguna manera se puede exigir la misma adhesión moral y la misma obligatoriedad a quienes no comparten la importancia de su vigencia, sobre todo si su desinterés ha sido provocado por la desigualdad entre unos y otros en la adopción de decisiones públicas (Bellamy, 2010; Gargarella, 2011, Laporta, 2005). Bajo estas dificultades se entiende que Ferrajoli (1995, p. 929) considere que» el principio moral de la obediencia, en definitiva, no es susceptible de ser universalizado».

Richard Bellamy explica que la regla de mayoría es uno de los obstáculos para la realización del constitucionalismo. Lo que Gargarella ha llamado como el control judicial populista, Bellamy denomina como “constitucionalismo político”. Esta categoría y otra denominada como constitucionalismo legal se debaten en torno a la problemática que intenta resolver los ideales democráticos de igualdad de derechos. Por la vía del constitucionalismo político se logra procesar las complejidades individuales y convertirlas en un consenso que es la constitución. Esta institución que se posibilita por la regla de mayoría para la adopción de las decisiones abre los canales para que los individuos puedan ser considerados como iguales:

«(…) solo entonces se [habrá] garantizado una igual consideración y un idéntico respeto para sus derechos e intereses. El sistema “un hombre, un voto” dota a los ciudadanos de recursos aproximadamente iguales; decidir mediante mayoría trata sus puntos de vista justa e imparcialmente; y la competición partidista en elecciones y parlamentos institucionaliza un equilibrio de poder que empuja a todas las partes a escucharse y a tomarse en consideración, promoviendo el recono-cimiento mutuo a través de la adquisición de compromisos» (Bellamy, 2010, p. 21).

Esto se debe a que la constitución se identifica más con el sistema político que con el sistema legal, porque el primero garantiza el ejercicio y aplicación de los derechos a través de una estructura institucional que es conseguida a través de consenso político, que sujeta a las elites al tratamiento de sus agendas bajo las formulaciones del procesamiento democrático, mientras que la ley solamente funge como vehículo de procedimiento para el tratamiento de estos ejercicios. Aun así la mayor parte de constituciones están permeadas por elementos del constitucionalismo legal y del constitucionalismo político.

c) Constitucionalismo político en la acción colectiva

Tanto la sociedad civil como los actores políticos tienen diferentes opiniones sobre los derechos. El criterio que menosprecia la lectura de los derechos fundamentales hecha desde una sociedad no experta en temas jurídicos es un punto de desacuerdo entre quienes aceptan la interpretación constitucional con alcance generalmente obligatorio y como privativa de los círculos privilegiados, frente a los defensores de los modelos mayoritarios en donde es posible alcanzar un acuerdo unánime por la vía de la deliberación pública22. En el triunfo de la postura de Bellamy

«(…) se revela la soberbia de los ambiciosos esquemas de revisión judicial que ignoran o minimizan en exceso tales acuerdos sobre el significado y del precio de los derechos, o que pretenden de algún modo ningunearlos. En ellas las decisiones judiciales corren el riesgo de parecer arbitrarias, amenazando así la legitimidad de la constitución» (Bellamy, 2010, p. 33).

El problema de la tensión entre constitucionalismo y democracia no se acaba aquí. Las mismas debilidades de interpretación existen tanto en las asambleas representativas como en las judicaturas. Sí, los jueces, al igual que los diputados al legislar, también podrían sentenciar con efectos perniciosos23. Este debate solamente abre ciertos hilos de conducción para entender la vulnerabilidad de los órganos legislativos y judiciales. En ambos espacios la adopción de las decisiones puede contraer males asociados a la ilegitimidad de las disposiciones y al antídoto de las desobediencias.

Esto sumado a la obligatoriedad relativa en las leyes y sentencias, a la incompleta legitimidad en el origen de sus funciones como delegatarios de poder público, en el variable concepto de justicia, en la producción de una moralidad que no es posible de universalizar, es conducente a creer que la resistencia está justificada en último término por valores coligados a la disminuciones de las igualdades entre individuos en la sociedad.

Entonces, la acción manifestada en términos de rechazo, que tiene en común un propósito reformatorio o derogatorio de una disposición no aceptada, que se expresa a través de la desobediencia generalizada, y que tiene como base la organización de la sociedad es interpretada como una acción de mecánica colectiva. Para Mancur Olson (2001, p. 204) una acción de lógica mayoritariamente aceptada se da en la combinación de circunstancias por las que los individuos racionales actúan a favor de sus intereses de grupo. Esta acción racionalizada se basa en la presencia de incentivos entre los actores de tal manera que les permitan colaborar voluntariamente en una acción determinada. En ausencia de estos estímulos colectivos y contando solamente con la intención voluntaria y racional es difícil imaginar la existencia de los gobierno, partidos políticos y grupos de presión.

El ejercicio de una acción de resistencia, entendida como la lógica colectiva de Olson (2001, p. 209), debe leerse desde una situación de disponibilidad de incentivos selectivos sociales que generalicen el interés en una medida de contención concreta como una huelga, la ocupación del espacio público, y hasta las manifestaciones contraculturales. Este es uno de los problemas principales de la organización social y su contrario es la característica de una acción medianamente organizada (me refiero a la homogeneidad)24. Olson (2001, p. 210) añade que es preciso encontrar en una acción de resistencia un acto voluntario de aceptación mayoritaria o de adhesión política en vía inversa a la obediencia y que además debe ser aceptada como pauta general. En ese sentido, la desobediencia se convierte en la regla. Frente a estos dos escenarios de aceptación autónoma y adhesión mayoritaria de la sociedad al acto de oposición emergen las condiciones de homogeneidad necesarias como incentivos sociales selectivos ayudando a producir una conciencia generalmente aceptada de opiniones comunes entre los participantes.

III.3. Acción mediada por una finalidad intrínseca

La finalidad de una acción de resistencia podría abrir espacios para múltiples interpretaciones. Puede haber propósitos inmediatos como el acto de desafiar al poder, de denunciar sus contradicciones, de escarnecer sus hábitos, etc. Pero posteriormente la necesidad de articular una agenda de revocatoria de los representantes y/o de colocar en la discusión política las reformas sociales se notan con mayor intensidad25. Para Sidney Tarrow (1997, p. 137), sin las manifestaciones en contra del gobierno de Milosevic en 1989 protagonizadas por un «espectáculo nocturno de miles de ciudadanos marchando bajo el frio, riendo y cantando probablemente el mundo habría abandonado a Serbia a su propia suerte».

En principio, la finalidad intrínseca no está relacionada con una agenda estructurada en detalle26. Es suficiente que exista una opinión generalizada y adherencia en ciertos puntos de acción y de protesta27. Los símbolos de identidad entre manifestantes y sus relaciones de solidaridad producidas al compartir las formas de manifestación pública de oposición suelen girar alrededor de asuntos concretos en lugar de la persecución de amplios programas de gobierno (Tarrow, 1997, p. 151). De cualquier forma, las acciones de resistencia, entendidas en sentido genérico como lógicas colectivas -siguiendo las explicaciones de Tarrow- incorporan en mayor o en menor grado episodios de violencia que serán reprimidos por los mecanismos policiales del Estado, y de alteración del orden público que es, en primer término, la finalidad de una acción de desobediencia (p. 152).

El detonante de las manifestaciones pasivas o violentas de resistencia, como se ha visto en el transcurso de esta investigación, está siempre relacionada a la defensa de derechos fundamentales y del Estado constitucional. Las principales consecuencias de una acción de resistencia colectiva es la limitación de los márgenes de decisión del poder institucionalizado (Colombo, 1998; Estévez, 1994; Falcón y Tella, 2009; Pérez, 1998; Velasco, 1996; Fernández, 1987). Se trata de una acción de compensación en, precisamente, situaciones en las que el poder invade los espacios de autonomía y de participación de los ciudadanos en la adopción de decisiones convirtiéndolas en ilegitimas.

Esto resta condiciones idóneas de gobernabilidad a los regímenes, creando bordes de tolerancia y represión institucional variables como respuesta a los manifestantes. Precisamente el debate del Estado de Constitucional frente al poder se plantea en la limitación del poder privado y público. Así la autonomía moral y política de los ciudadanos, y la naturaleza jurídica y ético-política de la obligación frente a ley se manifiesta en la función normativa asignada al derecho en relación con los poderes, tanto estatales como particulares.

Para Ferrajoli, la función garantista del derecho consiste precisamente en la minimización material del poder que de otro modo se convertiría en absoluto; en otros términos, en la minimización de los poderes privados y de los poderes públicos (Ferrajoli, 1995, p. 931). Se instrumentalizan y limitan las situaciones jurídicas de los poderes para generar condiciones de compensación entre los actores débiles frente a los actores en situación de privilegio y contención, creando una suerte de maximización de las libertades de unos y minimización del poder de los otros generalmente representados en los espacios del control político28.

Esta distinción simbólica de actores es el hecho constitutivo de una acción de resistencia al poder. Ante la inferioridad objetiva de los actores resistentes frente al poder de la autoridad, «la desobediencia sirve para condicionar el escenario de confrontación en lo simbólico y cuando menos posibilitar ese enfrentamiento» (Iglesias, 2002, p. 219).

a) Voluntad general y democracia sustancial

Para Colombo (1998, p. 38) la comunicación y deliberación pública, así como la consolidación del derecho al sufragio son, entre otros, los componentes que definen un proceso constructivo de la voluntad general. Esta voluntad está compuesta por el aporte de los sectores políticos mayoritarios que colocan sus intereses en partidos, sindicatos y grupos de presión. Las demandas de estos actores alcanzan espacios representativos como los parlamentos, en donde se materializa la formación de las opiniones orientadas a la verdad como filtro de decisiones mayoritarias de tal manera que estas puedan demandar la autoridad de lo que se presume como racional.

Al igual que Estévez, Colombo (1998, p. 43) justifica la resistencia como forma del control ex ante de las decisiones permeadas al debate público y como forma de medición de la legitimidad de las normas expedidas por los parlamentos, partiendo del concepto de validez y vigencia según Habermas (1985). La ausencia de condiciones para la emergencia del consenso sobre las normas públicas expedidas se puede convertir en un blanco perfecto para la resistencia. Si se acepta que los sistemas representativos tienen el defecto de privilegiar un ejercicio consensual que conduce a la elaboración de una voluntad general que separa en dos o más grupos los interesados en articular tal voluntad, entonces se dirá que en este ejercicio habrá siempre actores incluidos y excluidos.

Sobre esto, Ferrajoli cree que las leyes que se dictan para la defensa de tales derechos -que son de representación y sufragio para Colombo, Bellamy y Holmes, así como formas de control social del poder para Estévez, Olmo e Iglesias-,

«(…) limitan sobre todo los poderes de los sujetos más fuertes, en garantía de las libertades o de las expectativas de los sujetos más débiles (…) La función garantista del derecho consiste, en suma, en la limitación de los poderes y en la correspondiente ampliación de las libertades» (Ferrajoli, 1995, p. 932).

Cuando la libertad de unos tiene la capacidad de limitar la libertad de otros, la primera se ha convertido en poder ¿a quién debe conferirse tal preferencia, a los débiles y desplazados o a los fuertes y privilegiados? Esta categoría denominada por Ferrajoli (1995, p. 934) como democracia sustancial, cuyo concepto es mucho más amplio que solamente los derechos de representación que aquí se explican, se produce mediante la expansión de los derechos y de sus garantías, y de la ampliación del Estado de Derecho al mayor número de ámbitos de la vida de los individuos y de las esferas de poder29.

b) El colectivo como sujeto resistente

La finalidad de la acción de resistencia es en primer término la compensación garantista entre fuertes y débiles en situaciones de contención. En segundo término, sutura los desequilibrios representativos del Estado constitucional. Entonces, leyendo a la resistencia en gramática participativa, Tilly explica que los entornos de una acción colectiva se reproducen al articular a los sectores inconformes frente a algo y bajo una finalidad concreta. Para él, la mayoría de acciones colectivas se resumen en episodios de conflicto o de cooperación. Se parece más a las situaciones de protesta, rebelión o disturbio por su naturaleza de discontinuidad y contención.

Las acciones colectivas discontinuas y contenciosas siempre ponen en duda la distribución del poder existente lo que provoca una incitación a la vigilancia y a la represión de la autoridad pública30. Para Tilly (2000, p. 9-11)

«(…) los Estados, por ejemplo, han empleado generalmente un grado de coerción significativa para producir acción colectiva; ellos han conscripto soldados, han forzado a los contribuyentes esquivos a pagar su parte para emprendimientos colectivos y han embargado para propósitos públicos tierras de propiedad privada».

La acción colectiva se encuentra vehiculizada por incentivos más o menos estables. Principalmente se articula frente al desafío sostenido frente a la autoridad pública y en acción de interpelación a sus decisiones. Las manifestaciones van desde las demostraciones públicas de rechazo hasta la ocupación de lugares públicos con la asistencia de los integrantes de un sector social, así como del compromiso de los activistas. Las formas de manifestación son precisamente estas «demostraciones públicas, las procesiones, los mítines, las marchas de petición, los pronunciamientos impresos, las intervenciones en campañas electorales» (Tilly, 2000, p. 18) hasta las huelgas generales que son instigadas por los líderes sindicalistas para que fueran generalizadas y «mantuvieran una forma estándar, coordinadas a través de múltiples localidades, y orientadas hacia los detentadores nacionales del poder» (Tilly, 2000, p. 26)31.

Para Antonio Gidi las acciones colectivas, desde una visión judicial, son consideradas como ejercitadas cuando son promovidas por un representante o grupo de representes que fungen de voceros articuladores de las demandas, lo que puede interpretarse como una acción de legitimación colectiva. Después la cohesión de demandas en torno a un discurso articulador se genera para proteger el derecho que pertenece a un grupo de personas que es lo que se entendería como el objeto del litigio. Finalmente, el éxito de las acciones contenciosas provocará un efecto de cumplimiento obligatorio al poder institucionalizado en donde se ha ejercido presión como un todo, lo que en derecho se denominaría como la cosa juzgada.

En consecuencia, los elementos esenciales de una acción colectiva son: la existencia de un representante o grupo de voceros, la protección de un derecho demandado por un grupo de personas que lo aceptan en consenso como un asunto de interés colectivo, y la orden de que se cumplan medidas concretas con efecto de cosa juzgada (Gidi, 2004, p. 31).

c) Legitimación judicial activa

La aceptación de las demandas propuestas por el grupo protestante como regla general y el interés colectivo prefiguran el objeto del procedimiento de la acción. El derecho de resistencia incorpora entonces al debate jurídico la figura de la legitimación judicial activa para los grupos sociales que reclaman derechos difusos antes impracticables.

En los países de tradición del sistema de derecho civil romano-germánico como todos los hispanoparlantes, la ley es aplicada a través de abstracciones, lo que significa que los actores de las acciones llevadas a los tribunales deben ser sujetos de derechos. Según esto los derechos subjetivos defendidos bajo este esquema normativo deben ser derechos personales o, en otros términos, derechos que pertenecen a una persona en sentido específico.

Bajo la influencia del derecho civil napoleónico los derechos no pueden ser reclamados si no pertenecen a alguien. El reconocimiento de un derecho de legitimación colectiva por la lesión de derechos fundamentales cuya protección es de interés general (derechos difusos) contradice la teoría civilista de legitimación individual32. Por la vía de la aplicación de esta disposición los derechos de grupos, de colectividades, pueblos y nacionalidades, así como los intereses del medio ambiente, se desarrollan en un nuevo sistema de litigio colectivo y contencioso (Gidi, 2004, p. 47-49).

Para McAdam, Tarrow y Tilly, la contienda política puede ser contenida o agresiva. Esto en oposición a la posibilidad de considerar a las acciones de resistencia como medidas institucionales o no convencionales. Las primeras son posibilidades episódicas que excluyen los acontecimientos programados regularmente como las votaciones y las reuniones asociativas. La noción de alteración como finalidad aquí empleada se conecta con la idea de contienda política que es vista como una contienda de naturaleza accidental más que continuada, que tiene lugar en lo público, que supone interacción entre quienes reivindican y los demás, y que produce un reconocimiento sobre los intereses de esos otros y que hace intervenir al gobierno como mediador, objetivo o reivindicador (McAdam, Tarrow & Tilly, 2005, p. 6).

La alteración del orden público como finalidad inmediata produce un efecto de identificación entre los manifestantes. Cuando los gobiernos toleran algunas de estas prácticas estas tienden a perfeccionarse y convertirse en repertorios de nuevos momentos de protesta. La acción colectiva contenciosa tiende a consolidarse cuando las medidas de contención de los gobiernos son moderadas y cuando se plantea un escenario favorable al crecimiento de las solidaridades entre manifestantes (McAdam, Tarrow & Tilly, 2005, p. 139).

Las acciones colectivas de protesta, según estos autores, están identificadas por el ejercicio continuo de constantes innovaciones. Las representaciones públicas de las identidades colectivas, como las otras formas de participación, hacen parte de una forma reconocible de esfuerzos en una línea de acción irruptora e interruptora. El éxito de la alteración pública está conducida por una coordinación intensa, improvisación contingente, por maniobras tácticas, por la respuesta a las reinterpretaciones sobre el terreno de lo posible, de los demás participantes, y por medio de una cadena de resultados inesperados que incitan a nuevas improvisaciones (McAdam, Tarrow & Tilly, 2005, p. 146).

En síntesis, el colectivo es el sujeto de derecho de la resistencia y es el ejercitante de la acción participativa dirigida a controlar la constitucionalidad de las disposiciones del poder público por la vía de la impugnación callejera o hasta del desconocimiento de las leyes injustas expedidas. Se trata, pues, de un conjunto de mecanismos cuya finalidad intrínseca es defender las instituciones del derecho justo -que son las normas de los derechos fundamentales- frente a la agresión de otras normas adoptadas, que han sido impugnadas como inmorales, y que obstruyen el ejercicio de las primeras. Como ha dicho Olmo, el derecho de resistencia y la desobediencia al derecho injusto son conjuntos complejos de prácticas en donde se genera

«(…) una participación ciudadana que, cuando se estructura bajo la forma de desobediencia a una ley en los términos en que viene haciéndose, ya introduce la duda en la validez o invalidez de la norma reclamando, por el mero hecho de darse, un control de constitucionalidad» (Olmo, 1998, p. 6).

III.4. Desestimación jurídica de las meras intenciones: el “razonable éxito”

Después de haberse concretado una finalidad intrínseca en las acciones contenciosas, y luego de haberse comprobado su condición mayoritaria en términos de autonomía y aprobación, es importante también definir cuándo estos ejercicios son acciones materializadas o intenciones inacabadas. ¿Cuándo una acción de contención se considerada exitosa? ¿Qué alcance jurídico tiene el ejercicio inidóneo de la resistencia como derecho?

Para Félix Ovejero (2008, p. 25) el éxito de las acciones participativas atraviesa las dinámicas del conocimiento y la información. Pero esto no quiere decir que «cada ciudadano esté en condiciones de valorar o entender cada información. El reto no es que todos sepamos de todo sino que siempre que alguien quiera, pueda acceder a la información sobre los asuntos públicos y sobre su gestión». La información en las acciones participativas es de tal importancia para el éxito de las medidas adoptadas colectivamente que debe rebosar las circunstancias del individuo egoísta y del cálculo de costo-beneficios.

Para Ovejero (2008, p. 27), el éxito de una acción contenciosa se mide en función de la capacidad de la sociedad de colocar en el debate público la necesidad de un diseño institucional capaz de generar un entorno en donde la disposición a participar dependa «en buena medida de la percepción por parte de los ciudadanos de la importancia que se otorga a sus voces».

El principio de una acción que goce de ciertos márgenes de éxito complementa y mejora la cerrada definición de democracia liberal representativa. En ésta la actividad participativa se agota con el ejercicio de elección de representantes y se exonera a los ciudadanos de tomar parte en las decisiones políticas. En una democracia constitucional, posterior al liberalismo representativo, la cultura cívica y virtud ciudadana tienen que ver más con los ciudadanos que con las reglas de juego que operan.

En las democracias constitucionales contemporáneas, los márgenes de legitimidad están condicionados no solamente por los procedimientos parlamentarios o a la elección de dignatarios, sino por la presencia de actores complementarios a la escena política representativa y en la adopción de las decisiones públicas. En una situación como esta la penetración de una acción colectiva informada acuña un modelo de democracia que «parece exigir la participación de todos en decisiones que recaen sobre todos» (Ovejero, 2008, p. 25). La presencia política no se confunde con las meras intenciones de sectores no representativos de un discurso político, sino de un ejercicio concreto de alteración de un estado de cosas33.

a) Objeto de tipicidad

Toda acción política exitosa se opone al absentismo. El absentismo se alinea con un diseño democrático de participación mínima -llamado frecuentemente como democracia de baja intensidad- muy propio de los sistemas representativos limitados. Las actuales consecuencias en términos de absentismo y desinterés por la política confirman la marcha exitosa de este modelo elitista. La participación, la acción contenciosa y el interés por las decisiones del poder público se oponen al absentismo y constituyen por sí solos una forma de reafirmación de un sistema representativo pluralista con amplios espacios para la intervención de todos los ciudadanos34.

Las acciones dirigidas a alterar el orden público que son inacabadas, incompletas o imperfectas no solamente que no tienen consecuencias en términos de tipicidad penal, sino que además son también ineficaces en términos de ejercicio de derecho de resistencia. Para Roxin las intenciones ineficaces no son objeto de tipicidad (Roxin, 2008). Está claro que él se refiere concretamente a la tentativa inidónea en el derecho penal, pero también está claro que toda acción de resistencia constitucional se compromete con las prescripciones del orden jurídico vigente en el lugar de su ejercicio y en materia de prohibiciones expresas con consecuencias penales y político delictuales, tal como queda explicado en un capítulo anterior de este trabajo (Bobbio, 1991; Bobbio & Matteucci, 1988).

Todos los actores resistentes en sus manifestaciones de protesta se exponen a la posibilidad de ejercer acciones que pueden encontrarse reñidas con derechos ajenos en términos ponderativos (Gargarella, 2003, 2005, 2006). Las consecuencias de estos actos generan o podrían generar posibilidades de sanción o por lo menos de investigación punitiva35.

Para Eugenio Zaffaroni el derecho a protestar, que es antecedente de un ejercicio resistente, no es absoluto como ninguno de los derechos en una democracia. Para este autor las principales complicaciones en la aplicación de este derecho vienen de los alcances interpretativos de los derechos de libertad

«(…) que no consisten en omisiones por parte del Estado, sino en acciones positivas u obligaciones de hacer, y las vías institucionales consistentes en la manifestación pública, el reclamo por los medios masivos, la petición a las autoridades y las propias acciones judiciales, resultan ineficaces frente a la omisión reiterada y continua del Estado» (Zaffaroni, 2010, p. 6).

Las manifestaciones de oposición al régimen se materializan en medidas concretas dirigidas a interpelar a los poderes representativos o de disposición (Ferrajoli, 2008b, p. 341). Estas acciones son manifestaciones de las libertades de reunión, asociación o expresión pública y están expuestas a provocar efectos que pueden ser considerados antijurídicos pero no necesariamente penales, lo que significa que no siempre pueden ser considerados como típicamente criminosos.

Generalmente los hechos preparatorios a una marcha de protesta podrían ser tipificados penalmente y reprimidos policialmente por la antigüedad de los códigos penales. Ciertas acciones de resistencia pueden ser interpretadas como medidas que se tipifican una o varias formas de asociación ilícita. Para evitar este error la tipicidad no debe agotarse en la

«(…) mera comprobación de los extremos exigidos por el tipo objetivo legal, sino que es necesario, además, evaluar si esa tipicidad objetiva resulta ofensiva (por lesión o por peligro) para un bien jurídico (y también si es imputable como obra propia al autor, lo que no está en cuestión en el caso)» (Zaffaroni, 2010, p. 8).

Por el contrario el ejercicio del derecho de resistencia únicamente se convierte en ilegitimo cuando su intención no está dirigida a manifestarse bajo los mecanismos de la protesta sino a producir perjuicios en los bienes jurídicos ajenos. Para evitar esta confusión se debe partir de la regla de que una acción de protesta causa perjuicios, y que estos deben ser los más leves posibles. En ese sentido, el mal que se causa debe ser menor al mal que se quiere evitar con el ejercicio de la medida, de modo que debe tratarse de una protesta que reclame sobre la afectación a un derecho fundamental considerado de mayor importancia que los bienes jurídicos afectados en las protestas. Entonces se entiende porque el derecho penal debe extremar la punición y/o represión solamente a los casos en los que las protestas son únicamente un entorno de maquillaje para comisión de un delito (Zaffaroni, 2010, p. 13-15).

Sobre la comprensión de la represión del Estado a las acciones de resistencia y la criminalización a la protesta, Zaffaroni (2010, p. 15) tiene claro que en

«(…) la distribución de competencias y de poderes, es obvio que pretender la criminalización de la protesta social para resolver los reclamos que lleva adelante, es exigir a los poderes judiciales una solución que incumbe a los poderes estrictamente políticos del Estado y, por ende, cualquier omisión del esfuerzo de contención del derecho penal resulta no sólo inconveniente, sino también inconstitucional desde la perspectiva de la separación e independencia de los poderes del Estado».

b) Cláusula de cierre en la resistencia

Para Uprimny y Sánchez la constitución colombiana de 1991 marca un hito de evolución en la comprensión del derecho a protestar. Despenaliza las manifestaciones con medidas de obstrucción al tránsito y las distingue las reacciones armadas y violentas de resistencia a la autoridad que un estado constitucional son injustificadas en tanto exista un marco de garantías constitucionales a la separación de los poderes y a la garantía de los derechos. Para estos autores

«(…) resulta admisible la penalización de actos de protesta violenta, debe estar estrictamente definida por la ley y operar de conformidad con criterios de proporcionalidad y bajo la premisa de que lo que puede ser objeto de reproche penal es el uso de la violencia, no el acto de protestar» (Uprimmy & Sánchez, 2010, p. 48).

La criminalización de una protesta ilegitima tiene que estar acompañada de actos de violencia que se constituyan en una negación materializada del Estado de Derecho. Al delito de asonada, considerado como un delito político, deben concurrir circunstancias constitutivas como el ejercicio ilegitimo de la violencia, un sujeto activo colectivo y una autoridad pública impugnada. Para que la conducta sea punible se necesita la comprobación de la existencia de un conjunto de acciones que afecten los bienes jurídicos ajenos de forma violenta. Esta categoría es calificada por estos autores como zona penumbrosa en la que se permite a los jueces penales una interpretación extensiva y determinante en términos de interpretación del derecho de resistencia (Uprimmy & Sánchez, 2010, p. 56).

Califican como figuras abiertas a los delitos con violencia comprobada como el terrorismo. Con esta etiqueta diferencian a los delitos estáticos o de interpretación restrictiva de aquellos delitos dinámicos que son los que responden a sofisticadas formas de recomposición y actualización. Estos últimos representan el principal problema porque tanto jueces como aparatos represivos del Estado pueden calificar dinámicamente a comportamientos no delictuales relacionados con manifestaciones de protesta y que no son nocivos -por lo menos en términos de derechos humanos- al Estado constitucional, lo que ha servido para justificar el uso desproporcionado de la represión estatal y para criminalizar los comportamientos asociados al ejercicio del derecho de protestar (Uprimmy & Sánchez Duque, 2010, p. 60).

Para Francisco Cox (2010, p. 83) la idea de solicitar permiso a las autoridades policiales y/o gubernamentales para convocar una reunión o concitar una marcha de protesta es una herencia de los regímenes dictatoriales. Esto da a entender que si es obligatoria la solicitud, entonces también es discrecional la concesión del permiso. Además declarar la naturaleza y organización de una marcha de protesta constituye un desincentivo al derecho de expresión. Los convocantes figuran como responsables materiales de cualquier daño a la propiedad privada, incluidos los daños provocados por terceros en la dinámica de la concentración. La falta de permisos autoriza la intervención represiva de la fuerza pública con fines de disuasión violenta.

Criminalizar los comportamientos asociados al ejercicio del derecho de expresión o de reunión equivale a penalizar el ejercicio de estos derechos. Si esto es así, y si el derecho penal tipifica como delictuoso un comportamiento de rechazo en contra de las medidas adoptadas por los gobiernos o sobre sus consecuencias, entonces se puede concluir que simplemente no se puede protestar por la permanente amenaza de persecución penal. A esta ambigüedad Cox (2010, p. 91) ha llamado como cláusula de cierre del derecho penal, que equivale al reconocimiento de la protesta como derecho y a su limitación al extremo de impedirlo.

c) Consecuencias de la resistencia idónea

Para Salazar Marín (2010, p. 106), los operadores de justicia deben ponderar la relatividad del derecho de protesta desde su articulación a los derechos de expresión y reunión, y solamente frente a la protección de la vida humana o la libertad de las personas. La denominada cláusula de cierre es entonces también la discrecionalidad de obstruir el ejercicio del derecho. Las personas deben tramitar obtener un permiso para manifestarse, y, no tratándose de una simple notificación, la autoridad administrativa está en capacidad de negar la solicitud para el ejercicio del derecho de expresarse en una protesta. Sin embrago la acción de notificación por sí sola no vulnera el ejercicio del derecho; al contrario, se convierte en una limitación que la concesión del permiso sea una discreción administrativa.

Las expresiones de resistencia civil existen en tanto y cuanto han sido practicadas por sus actores en los márgenes del derecho. En términos procesales es contradictorio dar el mismo tratamiento al ejercicio ineficaz de la resistencia que a la resistencia idónea. Ambas podrían afectar derechos ajenos, y tener consecuencias judiciales en las más diversas materias legales, sobre todo en términos patrimoniales; pero solo la resistencia idónea podría ser calificada como atenuante bajo la concesión de un indulto, por ejemplo, y esto es debido a que su naturaleza ha sido inspirada en la intención de lograr efectos concretos para proteger el sistema representativo en el Estado constitucional36. E inclusive la pesquisa de ambos momentos como iguales «es inconstitucional, dado que la misma punibilidad de ambas formas de la tentativa lleva al resultado de que dos cosas totalmente diferentes si son tratadas como iguales» (Roxin, 2008, p. 291).

Como se trata de hechos de diferente grado de punibilidad difícilmente pueden ser homologadas. La acción ineficaz solamente conduce a una interpretación ambigua para el derecho; la acción idónea despeja la observación de los hechos y convierte una tentativa en un ejercicio materializado. E inclusive la acción ineficaz se convierte en un acto punible solamente si exhibe la potencialidad de creación de un peligro prohibido por el derecho para una víctima específica o un acto de peligrosidad para un bien objetivo (Roxin, 2008, p. 295). Las acciones no peligrosas para los bienes jurídicos ajenos no contienen una afectación y, por tanto, no son consideradas como punibles para el derecho.

Para la comprensión del derecho de resistencia civil y sus consecuencias frente a los bienes jurídicos ajenos y al Estado queda claro que una manifestación colectiva de contención debe expresarse en hechos probados objetivamente y en acciones que sean eficaces en términos de resultados, que difícilmente sean confundidos con meras expectativas de acción y tentativas de ejercicio. Una tentativa de resistencia se puede aceptar como acto preparatorio, con potencialidades prohibidas por el derecho, pero no es configurativa de un tipo jurídico una manifestación inacabada, ineficaz o meramente tentativa de una acción concreta de resistencia.

Por su naturaleza la resistencia debe generar objetivamente condiciones que sean -sino prohibidas- por lo menos reñidas con el derecho para ser considerada como un ejercicio eficaz. Para Roxin (2008, p. 304) este tipo de tentativa etiquetada como no peligrosa debe ser calificada «(…) en todos los casos como impune, ya que objetivamente no crea un riesgo prohibido, por lo cual no existe la necesidad de sancionarla por razones de la protección de bienes jurídicos»; «además, la intención delictiva de las tentativas no peligrosas es difícilmente comprobable».

III.5. Acción mediada por violencia estatal: razón de estado versus resistencia constitucional

Una acción de resistencia se viabiliza por muchos canales37. Concretamente, la violencia estatal amplifica las condiciones del ejercicio del derecho a la protesta y justifica en último término las condiciones de la resistencia como derecho. Sin embargo ésta forma también parte del repertorio profesionalizado de respuesta que ejerce el Estado como contrapartida sobre los actores que se oponen a medidas concretas de la administración pública. En estos términos, la violencia es la perpetrada por el Estado y resistida por la sociedad que se opone en acciones de desobediencia.

Es un intercambio desproporcionado que desequilibra la balanza de relaciones con mucha frecuencia a favor del Estado38. Para Tarrow (1997, p. 141) esta misma violencia tiene un efecto polarizador sobre los sistemas de alianzas y de enfrentamiento. Invierte la relación de fuerzas y confunde a los actores manifestantes, a los descontentos, a las autoridades y a sus adherentes, y los convierte en bandas de enfrentamiento bipolar.

Esta respuesta -que ha sido bautizada por cierta literatura como razón de estado- es explicada por Tarrow como una situación de incertidumbre que desata la represión estatal en la excusa del desorden, lo que disuade a los protestantes más moderados a continuar con su medida. Por eso las acciones de protesta con mejores resultados son la toma pacífica de espacios públicos, la visibilización en eventos de presencia, las acciones de gran impacto mediático con métodos pacíficos, etc.

Tras las acciones de protesta se encuentra la intención de alteración del orden público. Esta alteración «obstruye las actividades rutinarias de sus oponentes, de los observadores o de las autoridades y les fuerza a atender las demandas de los manifestantes» (Tarrow, 1997, p. 142). La respuesta represiva del Estado produce la deserción de los sectores menos violentos y «escinde a los movimientos en minorías militantes tendientes a la violencia y mayorías moderadas que optan por la acción convencional» (p. 144).

a) Estado de alineación legal

Para Roberto Gargarella se produce un Estado -llamado por él como- de alienación legal. Se entiende por tal a la contaminación del sistema de normas jurídicas de tal forma que su interpretación ya no responda a un interés colectivo. Este autor explica el derecho de resistencia como tributario del Estado constitucional y lo considera ejercitable en condiciones de defensa de los derechos naturales. Denuncia la tensión entre los ciudadanos y la autoridad como una categoría que explicaría al actual constitucionalismo en su principio de autogobierno popular (Gargarella, 2003, p. 8). Para resolver este dilema acepta la naturaleza excepcional de la resistencia y le atribuye la condición que permite a la sociedad levantada en contra del régimen la interpretación última de la constitución (p. 11).

«(…) el mero hecho de que “el pueblo” triunfara en su acción de resistencia era un indicativo de la validez de la misma, que como tal -como acción triunfante- quedaba convertida en una acción legítima. De allí que el criterio extremo señalado más arriba pudiera retraducirse en otro como el siguiente: el levantamiento exitoso debe ser aplaudido, el levantamiento fracasado debía ser castigado. Aún para el caso de Kant, según dijéramos, el triunfo de la resistencia convertía a la misma en una acción que debía ser respetada» (Gargarella, 2003, p. 14).

Esta lucha inacabable del pasado -compuesto por revoluciones republicanas en todas las épocas de la Historia- se acabó con el arribo de las democracias constitucionales. La aparición de las elecciones periódicas, de los sistemas representativos, de la independencia judicial, de las atribuciones limitadas por la ley, y actualmente del garantismo como forma de sujeción del poder político a los derechos de las personas

«(…) explica y justifica el socavamiento de una parte importante de las funciones que el derecho de resistencia venía a ejercer. En tales casos, ¿cuál es el sentido de usar la fuerza física para derrocar o incluso eliminar al gobernante que abusa, si es posible desplazarlo por la fuerza de los votos?» (2003, p. 18).

Por esta misma idea parece innecesario el uso de la fuerza pública para aplacar las manifestaciones de oposición a los gobiernos. De la misma forma que el sentido de la resistencia ha sido atenuado por el reconocimiento y garantía de a los derechos en las democracias constitucionales, las fuerzas represivas de los regímenes parecen injustificadas. Se entiende que en situaciones donde los mecanismos defensivos del poder provocan un estado de excepcional violencia también emerjan las condiciones para desobedecer las disposiciones del régimen, resistir a su envestida simbólica y material, y hasta intentar deponer al mandatario39. Según Gargarella (2003, p. 20),

«(…) en tales situaciones, cuando el Estado comienza a utilizar su fuerza en favor del mantenimiento de una situación institucional fundamentalmente injusta, es que pueden aparecer o pueden resultar justificadas ciertas acciones de resistencia: el grado en que ello sea así dependerá, por supuesto, del mayor o menor nivel de “alienación legal” existente».

Otra noción aportada por el mismo Gargarella es que, según dice, las condiciones de pobreza -o más en general las situaciones por él denominadas como de carencia extrema- podrían ser violatorias de los derechos humanos, deslegitimadoras de los gobiernos y, por tanto, justificantes de acciones concretas de resistencia al poder. Partiendo de Locke asegura que el recurso de resistencia se justifica, tal y como se razonaba en el pasado, por el hecho de que el gobernante abandonara la razón y la ley para sustituirla por el uso de la violencia. En tal suerte todo individuo quedaría en derecho protestar al gobernante que hasta se ha convertido en enemigo, situación que se retrotrae en términos de un entorno de derechos a un estado naturaleza en donde la ley imperante es la violencia.

Y mientras la función de los gobiernos sea materializar las condiciones de convivencia pacífica de las sociedades, «el uso continuado de la fuerza resulta, entonces, finalmente, el hecho principal que justifica que cada individuo, por sí mismo, decida como es que deba reaccionarse» (Gargarella, 2005, p. 23).

Gargarella agrega dos condiciones para el ejercicio de la resistencia. Las extrae de la experiencia independista estadounidense. Cada una de estas se refiere a un escenario diferente. En la primera se vulneran derechos de naturaleza personal como la carencia de bienes primarios como la alimentación y la habitación. En la segunda se ofenden los procedimientos de la democracia para adoptar decisiones. En sus palabras:

«(…) el orden legal no era merecedor de respeto cuando sus normas infringían ofensas severas sobre la población (condición subjetiva) ni eran el resultado de un proceso en el que dicha comunidad estuviera involucrada en modo significativo (condición procedimental). Cuándo estas dos condiciones estaban presentes, la resistencia a la autoridad se encontraba, en principio, justificada» (Gargarella, 2005, p. 26).

Como se ha dicho, la violencia hace parte de escenario en donde emerge una acción genérica de resistencia. La respuesta de los regímenes generalmente está asociada al uso progresivo de la fuerza física. Esto convierte a la tensión de fuerzas en un enfrentamiento en donde ambos actores de choque emplean sus razonamientos para justificar sus actuaciones. El empleo de la violencia institucionalizada, que la literatura especializada ha denominado como la Razón de Estado, asegura que su propósito está inspirado en proteger la paz pública, pero lo que finalmente consigue es conservar e incrementar la fuerza del poder político (Del Águila, 2000; Garcés, 2000; Peña, 1998).

Aun así las más concretas manifestaciones de conservación del poder se diluyen en el acuerdo político, el derecho de oposición y las protestas callejeras en sentido extremo. La polarización en los espacios parlamentarios, así como la emergencia de las mayorías representativas con gran capacidad de desplazamiento de los sectores minoritarios en la adopción de decisiones afectan a la noción que defiende a los derechos fundamentales de las coyunturales mayorías partidistas.

b) La resistencia en la tensión entre política y moral

Para Garcés (2000, p. 836) la incorporación en 1945 de la Humanidad como categoría de comprensión de los derechos permite interpretar a las acciones represivas y de persecución estatal como crímenes contra esta misma realidad social, aun si fueran en contra de una sola persona. Parte de la dogmática en esta materia plantea la universalidad del derecho y de su jurisdicción, para evitar que los gobiernos represivos disimulen las medidas adoptadas en contra de los derechos humanos invadiendo los espacios de procesamiento judicial y creando una institucionalidad legal que les abra causes para la impunidad de sus delitos (Garcés, 2000, p. 839). Por eso se entiende que, según el derecho perentorio, la utilización de la tortura como política de estado sea rechazada por la comunidad internacional y que los principales gobiernos dictatoriales puedan ser perseguidos judicialmente en cualquier territorio por haber cometido delitos contra la humanidad.

Como ha escrito Rafael del Águila (2000, p. 12), el concepto de Razón de Estado constituye una herramienta que no se ha desvanecido con el tiempo y que emerge como el trasfondo de toda teoría y de toda acción política. Sin embargo, la contemporaneidad ha marcado una desaparición de esta noción por la emergente sensación de compatibilidad entre teoría política y sistema liberal representativo. Leída entre líneas, esta idea permite entender por qué se genera una descompensación entre el debilitamiento del modelo constitucional frente al fortalecimiento -en términos de frecuencia y duración- de los dispositivos represivos precisamente en los casos en los que se activan los cauces de resistencia para demandar la restitución de los valores del régimen democrático liberal.

También la razón de estado evoca la transgresión de unos valores para promover otros. Este principio podría convertir a la política en la única moral y al dignatario en el sumo sacerdote e intérprete de última ratio. Así lo excepcional puede convertirse en frecuente y la acción política se explicaría como un saber técnico y estratégico que busca la materialización de ciertos resultados40. Sin embargo, en los sistemas en donde se ha delegado a los jueces la interpretación de los derechos y de las razones del estado padece de menor fuerza la idea de que sea el dignatario quien interprete los valores que deban ser estimulados y los que deban ser postergados. Los jueces se incorporan al entramado político «como centro de gravedad de la democracia, el lugar de la última palabra, [y en] el verdadero soberano» (Del Águila, 2000, p. 27) en términos de derechos y garantías.

Para Javier Peña (1998, p. 136), el conflicto entre política y moral, que no se tensiona en el republicanismo clásico, se relieva en toda su crudeza, por el contrario, en la doctrina de la razón de Estado. En la distinción de finalidades entre el republicanismo y el absolutismo se logra visualizar con claridad la diferencia entre la razón cívica o razón pública en el primero, con una razón estatal que no ha sido obtenida de la voluntad común de los ciudadanos, de la participación colectiva en la construcción de una opinión general, y a espaldas de los derechos fundamentales de las personas. Entonces este autor se pregunta ¿hay límites que no pueden ser traspasados ni aun invocando el interés público?

El moderno Estado de derecho decimonónico y el postmoderno Estado constitucional se plantean la posibilidad de establecer límites al ejercicio del poder en el marco de los derechos. Para Peña (1998, p. 138), los derechos individuales en el primer caso y los derechos fundamentales en el segundo reclaman el título de demarcadores de las acciones del poder político logrando paralelamente ser condiciones de constitución de la voluntad democrática. En principio la razón de estado debería ser un filtro de adopción de decisiones que prioriza el interés de la sociedad jurídicamente representada en el Estado, frente a los intereses individuales. En sus términos

«Al apelar a la razón de Estado, el político pretende salvar su responsabilidad atendiendo, por un lado, al estado de necesidad (que, desde la óptica moderna, no es una situación excepcional, sino un estado permanente de las relaciones políticas), y por otro al carácter de condición necesaria que la conservación del Estado tiene respecto a cualesquiera otros fines, puesto que parece que no es posible salvaguardarlos sin el soporte estatal. La idea de la razón de Estado no implica necesariamente la amoralidad de la política, sino que remite a una ética política específica del gobernante, que ha de resolver cualquier conflicto de valores concediendo prioridad al interés del Estado» (Peña, 1998, p. 135).

Pero desde la práctica de una -categoría denominada por este autor como- eticidad democrática se busca disolver la persistente tensión entre política y moral. Todavía subiste la herencia venida del absolutismo al confundir los intereses públicos con los intereses del príncipe. Aun las constituciones modernas de los Estados democráticos incluyen la figura del estado de excepción como forma de suspender las garantías constitucionales las que son sustituidas por la desprotección a los individuos, la participación es desplazada por la discrecionalidad y la publicidad de las acciones del poder público por el secreto en la adopción de sus decisiones (Peña, 1998, p. 140). Nótese que la anulación del Estado constitucional y la subsistencia de la razón de estado se ejecuta por vías constitucionalmente aceptadas y que han sido incorporadas con el argumento de mantener el denominado “bien público”, “interés general, “bienestar colectivo”, “buen vivir”, etc.

La violencia simbólica de la Razón de Estado se manifiesta no solamente en las acciones de contención policiaca a los manifestantes civiles, sino también en una colisión de derechos constitucionales inducida por el poder para mantener sus márgenes de dominio político. Los estados de excepción de uso instrumental son una reaparición del estado absolutista y sobre todo la restauración de la confusión entre moral y política, entre interés público e interés individual. Para Peña

De hecho, la doctrina de la razón de Estado operó en la época del absolutismo sobre la identificación del interés de la comunidad con el del príncipe, supuesta encamación e intérprete del interés público (y más tarde con el interés del Estado, estructura impersonal de dominación dotada de una finalidad autónoma, misteriosamente situada por encima de los fines e intereses de sus miembros). En el marco del absolutismo, la apelación a la razón de Estado se hace sin los ciudadanos, e incluso contra los ciudadanos: la política absolutista se caracteriza por la distancia entre gobernante y gobernados, expresada en el sistemático recurso al secreto, así como por un conjunto de técnicas encaminadas a garantizar el consenso pasivo de los súbditos empleando alternativamente mecanismos productores de afección y temor (Peña, 1998, p. 135).

c) Delitos de creación política

Hoy con la complejidad de los grupos representados en la cámaras y asambleas, las posibilidades del consenso político se bifurcan por la pluralidad de demandas que exigen ser representadas en los órganos parlamentarios. Los debates sobre el manejo ambiental, pueblos ancestrales, interculturalidad, feminismo, grupos sexualmente excluidos, grupos étnicos, etc., abren las posibilidades de comprensión política que de ninguna manera pueden procesarse por el domino de las aplastantes mayorías. E inclusive temas de mayor fragilidad como el desarme mundial, la condonación en materia de endeudamiento, el exterminio humano por razones alimentarias y otros temas exigen un redimensionamiento del derecho en términos que moralmente no se pueden separar como entre adherentes y no adherentes políticos al programa de un gobierno determinado, o entre actores obedientes y desobedientes al derecho, tal y como se encuentra explicado antes.

Por eso para Ferrajoli la idea de que el derecho de resistencia es incompatible con el Estado de Derecho parte del supuesto que toma el ser por el deber ser de la ley, y justifica la obligación de obediencia tomando en consideración la normatividad antes que la efectividad del derecho. Un estado trazado por un ordenamiento inmoral hace imposible el cumplimiento de la ley y su materialización esta precisamente a cargo de quienes tienen la obligación de posibilitar las disposiciones del ordenamiento, lo que en otros términos se denomina como la falacia normativista de la obediencia al derecho. En este sentido, «el derecho (o la libertad) moral o político de la desobediencia es correlativo a la obligación política de obediencia a las leyes que incumbe, aun con sus aporías, a los funcionarios investidos de poderes públicos» (Ferrajoli, 1995, p. 930).

Si los actores resistentes se exponen al riesgo de ser perseguidos por el Estado, este mismo Estado responde proporcionalmente a las acciones que entren en contradicción con las disposiciones de los poderes constituidos. A inicios del s. XX, apenas unas décadas después de las independencias coloniales latinoamericanas, la emergencia de los estados nacionales copaba los debates especializados. Para Rafael Garófalo (1912) las nacientes repúblicas se constituían inspiradas en los valores de la libertad y el respeto a la ley impuesta por el Estado Pero ¿qué pasa cuando el precario tejido social se descompensa? ¿Serán estas acciones de descompensación interpretadas como una forma de desobediencia a la ley estatal, y catalogadas como delitos políticos?

Para este autor, todo Estado que tenga el interés de perpetuar su existencia deberá reprimir estas acciones por él consideradas como inmorales y atentados criminales de rebeldía contra la ley, que no necesariamente se deben a la falta de patriotismo

«(…) porque puede ocurrir, y ocurre casi siempre, que el patriotismo, aunque entendido por esos delincuentes de una manera distinta, no sea menos fuerte en ellos que en los demás; por otra parte, la falta de patriotismo no basta, como hemos dicho más arriba, para dar á un hombre la calificación de inmoral. [Para calificar el delito] queda un solo elemento, la desobediencia á la ley, la rebelión contra la autoridad» (sic) (Garofalo, 1912, p. 41).

La teoría garofaliana del delito clasifica en dos los actos punibles: en delitos naturales y en delitos de creación política. Los primeros consisten en una lesión en los sentimientos de piedad y probidad; los segundos son los que a pesar de no lesionar estos sentimientos, el Estado los prohíbe considerándolos como delitos. Para este autor, los delitos políticos en los que se incluyen los actos de desobediencia a la ley por razones de conciencia, y más aún, las situaciones de resistencia civil por los motivos políticos explicados en esta tesis, no son delitos naturales porque no hieren el sentido de la moral de la comunidad. Pero se convierten en tales en tanto su ejercicio ponga en peligro la existencia colectiva que el Estado tiene la obligación de garantizar (Garofalo, 1912, p. 42).

En circunstancias saludables para un Estado democrático y representativo, coexisten, entre otros elementos, una sociedad civil sólida, partidos políticos pluralistas, y medios de comunicación independientes del oficialismo. Pero en caso de ausencia de uno de estos el régimen se descompensa (Schwarz, 1964, pp. 129-130). En este desequilibrio, como es previsible, emergen actores con capacidad de acumulación de influencia y de limitación de las libertades de los marginados. En este escenario los sectores sociales se movilizan exigiendo participación en el procesamiento de las decisiones públicas. La respuesta del Estado a estas manifestaciones puede ser inclusiva, pero también represiva. Por eso se entiende que el derecho de resistencia no opere autónomamente, sino que lo haga en compañía del concepto de razón de estado para configurar delito político (Ferrajoli, 1995).

d) El último recurso del ciudadano

Para Ferrajoli queda claro que la resistencia entra en la categoría de los derechos naturales de los individuos, grupos sociales o poblaciones enteras para oponerse al ejercicio arbitrario del poder estatal (Ferrajoli, 1995, p. 809). Además -en la obra del mismo Ferrajoli puede leerse que- este derecho se distingue por ser un derecho de libertad inmediatamente limitado por la constitución como norma fundamental. Esto se explica debido a que a esta categoría de derechos le corresponden las prohibiciones que le son propias según la constitución, mientras que a los derechos sociales les corresponden las obligaciones de discrecionalidad política. Por tanto, siendo el derecho de resistencia un derecho de libertad, sus límites se establecen como discrecionalidad judicial de interpretación legal o constitucional, que no es el mismo caso de la ilimitación de los derechos sociales que corresponden al desarrollo económico y de gobierno en cada país, y que por tanto debe ser atendido bajos los procedimientos de la discrecionalidad política (Ferrajoli, 2006, pp. 94-95).

Complementariamente Ferrajoli encuentra una sanción simultánea y autónoma de autotutela del ordenamiento democrático de libertades individuales en el concepto de razón de estado41. Para él, ambas figuras jurídicas se oponen y justifican en sí mismas42. La Razón de Estado se justifica en los tratamientos penales severísimos, agravantes especiales y procedimientos excepcionales con jueces y tribunales especiales, mientras que el derecho de resistencia, como un derecho de libertad individual, se inspira y compensa en figuras de favor político, como la concesión de amnistías, la prohibición de la extradición por delitos políticos y las atenuantes por motivos morales o humanitarios (Ferrajoli, 1995, p. 810).

Para Ferrajoli, la concepción del derecho de resistencia cae en desuso con la emergencia de la versión conservadora del Estado de Derecho en donde se institucionaliza la limitación de las atribuciones estatales y la división entre poderes. En un entorno dominado por la obediencia del gobierno a la ley donde se encuentran garantizados los márgenes aceptables del ejercicio del poder político y el funcionamiento orgánico estatal se construye sobre la base del consenso democrático entre grupos políticos, entonces la justificación teórica del derecho de resistencia se disuelve, y el ejercicio de este derecho se convierte en una potencialidad impredecible. En sus términos

Si en el estado absoluto el derecho de resistencia se justifica, conforme a una fundamentación iusnaturalista y contractualista de la obligación política, como garantía contra las violaciones por parte del soberano del contrato social estipulado con sus súbditos, aquél pierde gran parte de su razón teórica y de su significación axiológica en un ordenamiento caracterizado por la sujeción a la ley de todos los actos del estado y por la previsión de remedios y sanciones jurídicas, [y por tanto se convierte] en políticamente injustificada la resistencia (Ferrajoli, 1995, pp. 811- 812).

Peter Häberle (2003, p. 293) se expresa en el mismo sentido. Para él, el derecho de resistencia es el “último recurso del ciudadano” para la defensa de la constitución que es, en un sentido conservador, invocado en un orden democrático funcional43. En un Estado constitucional se puede dejar sin regular el derecho de resistencia porque es posible invocarlo desde el derecho natural, o bien es posible positivizarlo, a fin de dar un apoyo simbólico para los casos de posible desobediencia civil44. Al igual que este último, la resistencia es un “sistema de alerta temprana” capaz de sensibilizar a una comunidad política sobre eventos como la contaminación del ambiente o la nuclear. Empero, para él su justificación es ética, y no jurídica (Häberle, 2003, pp. 293-294), y esa es materia de otra discusión.

IV. Conclusiones

Las conclusiones no pueden ser exhaustivas en un trabajo como este, ni menos exclusivas, pero sugeriría las siguientes:

1. El derecho de resistencia es un derecho-garantía que por su origen en el derecho natural es anterior y superior a cualquier orden constitucional temporal. Esto coincide con la premisa de Larrea Holguín de que la resistencia al derecho injusto es una forma que garantiza la restitución de los valores republicanos de una democracia. La resistencia jurídica se ejercitaría solo en una circunstancia extrema, cuando los cimientos del Estado constitucional han sido pulverizados, cuando en un Estado totalitario no existe otra forma de restablecimiento democrático o de los derechos de las personas, menoscabados de cualquier forma.

2. Los derechos que protege la resistencia a través de su acción deben ser aquellos “derechos primarios” que defienden una situación de riesgo inminente de la vida, las libertades y la seguridad, la propiedad, etc. Por eso, quedan categóricamente excluidas las formas de resistencia menores que puedan procesarse por los canales legales ordinarios, que tengan un procesamiento preestablecido en la ley o que supongan violaciones a derechos entre particulares en relaciones de no subordinación.

3. Consideramos aquí como “resistencia constitucional colectiva” a aquella acción colectiva, al interior y exterior de los órganos representativos del Estado, que se ejercita a través actos simbólicos de presión social para el reconocimiento judicial de derechos bajo la fórmula de maximización de los derechos fundamentales, ejercida frente a la gradual limitación de las acciones jurídicas del poder privado o público.

4. La finalidad de la resistencia coloca en el discurso de la protesta varias acciones de carácter simbólico que no consisten solo en acciones obstruccionistas del derecho general, sino que buscan ubicar en el debate público la necesidad de discutir aquellas demandas sobre la lesión de los derechos fundamentales, o sobre lo que contraría tales los derechos y principios de la constitución.

5. Al ser el derecho de resistencia un derecho de libertad, sus límites se establecen como una discrecionalidad judicial de interpretación legal o constitucional. Distinto es el caso de la ilimitación de los derechos sociales que corresponden al desarrollo económico y de gobierno en cada país, y que debe ser atendido bajos los procedimientos de la discrecionalidad política. Habrá, por tanto, interpretaciones diferenciadas del ejercicio primario del derecho de resistencia cuando se trata de la vulneración de otros derechos que le son secundarios a esta circunstancia, como la propiedad en el caso de los derechos individuales, o el trabajo en el caso de los derechos sociales. Las interpretaciones pueden ser variadas.

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0Sumario. I. Lex injusta non est lex: elementos de demarcación. I.1. La paradoja de la voluntad soberana. I.2. Resistir a las leyes injustas: la alternativa a la violencia. I.3. Resistencia al constitucionalismo totalitario. II. El derecho de resistencia frente al garantismo y la democracia. II.1. La falacia normativista de la obediencia a la ley y las nuevas representatividades. II.2. Sistema constitucional: gobierno representativo, electivo y universal. II.3. Gobierno y garantismo: estado constitucional y separación de poderes. a) “Derecho” para defender los derechos liberales. b) Obstrucción del derecho de representación. c) La trampa de las mayorías: Bobbio contra Ferrajoli. d) Derechos que previenen los abusos contra-mayoritarios. e) Lagunas del garantismo: los jueces se apropian de la democracia. II.4. El derecho-poder: carácter secundario y garantista del derecho de resistencia. a) Privilegiados y débiles: colisión entre derechos. b) Ejercicio de la resistencia: el derecho poder. c) El derecho-poder que frena al poder político. III. ¿Tipicidad de las acciones de resistencia colectiva? Garantismo, desobediencia y represión. III.1. La obediencia a la ley frente a la acción colectiva contenciosa. a) Viabilidad actual del derecho de resistencia. b) Obediencia moral a la ley: ¿condición intrínseca de validez? III.2. Acción mayoritaria y autónomamente aceptada como regla general. a) Aporías jurídicas del garantismo. b) Constitucionalismo político en la acción colectiva. III.3. Acción mediada por una finalidad intrínseca. a) Voluntad general y democracia sustancial. b) El colectivo como sujeto resistente. c) Legitimación judicial activa. III.4. Desestimación jurídica de las meras intenciones: el “razonable éxito”. a) Objeto de tipicidad. b) Cláusula de cierre en la resistencia. c) Consecuencias de la resistencia idónea. III.5. Acción mediada por violencia estatal: razón de estado versus resistencia constitucional. a) Estado de alineación legal. b) La resistencia en la tensión entre política y moral. c) Delitos de creación política. d) El último recurso del ciudadano. IV. Conclusiones. Referencias.

1Para Bobbio (1991, p. 189) la acción de resistencia se diferencia de otras formas de desobediencia (como la contestación) porque va más allá de una simple postura de crítica que cuestione el orden constituido sin situarlo necesariamente en crisis.

2Bobbio emplea como ejemplo la acción demostrativa del negro que se sienta en la mesa de un restaurante reservado a los blancos, que es diferente a la mera acción de contestación expresada a través de un discurso crítico, una protesta verbal, o en la enunciación de un eslogan. La acción práctica de demostración articulada por la resistencia es necesariamente de actuación.

3Por eso explica que «no es casual que el lugar adecuado donde se manifiesta la postura contestataria es la asamblea, es decir, un lugar donde no se actúa si no se habla» (Bobbio, 1991, p. 189). La resistencia se articula precisamente en las situaciones en donde se agudiza las debilidades en el procesamiento representativo y por la necesidad de presencia de los individuos en la construcción de la voluntad general.

4Según la lógica ferrajoliana esto se explica porque el modelo de Estado de Derecho se caracteriza por la adhesión moral y legitima tolerada por los sujetos, más que por la adhesión aceptada por ellos. Esto convierte a la obligación moral de la obediencia a las leyes como incompatible con la democracia, porque es posible la adhesión moral y política por el modelo de Estado, pero no se puede imponer a nadie la obligación de sentir lo mismo, pues el principio moral de obediencia no es posible de ser universalizado.

5Pero en contraste la desobediencia civil se ejerce «cuando el funcionamiento efectivo del ordenamiento entre en conflicto con valores morales y políticos que se consideren fundamentales» (Ferrajoli, 1995, p. 940).

6Por ejemplo Amnistía Internacional, Green Pace u organizaciones por el derecho de las mujeres trabajan en lugares donde al ser consultadas las personas tal vez dirían no a los derechos que éstas organizaciones impulsan.

7En términos de Ferrajoli ambos modelos de democracia son independiente entre sí. Sin embargo, en el plano axiológico es más importante la democracia sustancial por incorporar valores previos a la democracia formal (Greppi, 2005, p. 347).

8Para Przeworski (1999, pp. 229-230, 233) ésta representación como mandato electoral es una situación en la que las políticas adoptadas se conforman a las propuestas electorales de la campaña política, las que son ratificadas por los electores como convenientes.

9Para Bellamy (2010, p. 26) «la regla de mayoría, el gobierno parlamentario y la competición entre partidos en el seno de elecciones libre y justas proporcionan, tomadas en su conjunto, equilibrio de poder y un adecuado proceso constitucional de razonamiento público. Al defenderla de los ataques provenientes de los teóricos de la elección pública, arguyo que es improbable que la regla de la mayoría produzca decisiones tiránicas o irracionales».

10Por eso se justifica que en algunos países la concesión de atribuciones políticas adicionales a las tradicionales —como la iniciativa en materia democracia directa— esté focalizada con exclusividad en la sociedad y no en los poderes estatales especialmente en el legislativo y el ejecutivo.

11Su existencia desequilibra las relaciones de influencia y predomino entre sí o sobre el poder judicial por la simple razón que se consigue con la obtención de nuevos permisos de legitimidad otorgados por las votaciones y adhesiones electorales.

12Cfr. Suma Teológica II-II, q. 69, a. 4. Para el Aquinate «la inclinación de la naturaleza es resistir a todo agente de destrucción (…) Más aún: un reo puede sustraerse a la sentencia de muerte proferida contra él tanto por la resistencia como por la fuga (…). Luego es lícito que un condenado se defienda para que no se le lleve a la muerte. [Solo cuando] uno es condenado injustamente, entonces tal juicio es semejante a la violencia inferida por los ladrones» (Suma Teológica II-II, q. 69, a. 2).

13Por ejemplo, cuando ciertos sectores influyentes en la economía buscan introducir recortes en el presupuesto social o cuando los aparatos represivos del estado desconocen la autoridad de los órganos representativos de la democracia, para ambos casos una acción de resistencia permite la compensación de fuerzas, la contención de las medidas ilegítimamente introducidas, y la demanda de restablecer las condiciones anteriores.

14Esta es una fórmula bidimensional de maximización de los derechos fundamentales y de la correlativa limitación e instrumentalización de las situaciones jurídicas de poder. Ambas situaciones se encuentran explicadas por Ferrajoli (1995, pp. 931-932) como actos productivos y no productivos de efectos nocivos para terceros.

15En un entorno desfavorable para la gobernabilidad los movimientos sociales penetran en la escena con mayor claridad para desafiar el sistema de correspondencia moral con el ordenamiento jurídico. De esta manera se hace más evidentes las relaciones entre desobediencia civil, movimientos sociales y sistemas de partidos débiles.

16Por eso se entiende que la colocación de las demandas en el discurso político y en la opinión pública estén dirigidas a la interpelación del modelo de estado constitucional o a exigir que se respeten sus ofertas de igualdad en términos de una democracia representativa (Velasco, 1996, p. 173).

17Véase una crítica sobre esta noción de validez en De Páramo (1990, p. 153).

18Fernández (1987, p. 108) ha apuntado que la soberanía de los contratantes y la autoridad del poder político son limitadas. Eso explica por qué algunos valores de la democracia estén por encima de otros, y que —en sentido ponderativo— existan derechos que prevalecen sobre otros en nombre de ninguna legislación, convención o contrato hipotético, sino en relación a su condición de derechos naturales que son el fundamento de todo el pacto social fundacional por el que se construye el estado y el derecho.

19Primitivamente, la acción jurídica estaba compuesta por declaraciones solemnes, acompañadas de gestos rituales para representar una pequeña ficción dramática como en el teatro, con el propósito de graficar ante el magistrado la pretensión solicitada, con el fin de proclamar el derecho que se le discute.

20Gargarella (2011, p. 104) emplea la etiqueta populista para la tensión entre el legislativo y el poder judicial en términos de legitimidad de funciones para la interpretación de la ley en sentido general. Populista quiere decir en este contexto una manifestación de la voluntad popular que tiene su mejor representación en la asamblea legislativa como órgano de encuentro de las demandas nacionales y que responde a estas por una delegación de naturaleza electoral.

21Cfr. El rechazo al control judicial de la ley en la Francia postrevolucionaria se explicada en Gargarella (2011, pp. 116-118).

22Laporta y Bellamy explican que un sistema igualitario es donde se permite a todos tomar partido sobre una decisión antes de ser adoptada y de gozar de idéntico derecho que los demás para impugnarla o admitirla. Laporta (2005, p. 105) añade que el sistema por excelencia (pero no el único) que consagra la igualdad en materia de adopción de decisiones es la regla de mayoría, en donde cada voto vale igual que los demás. Entonces ¿qué permite que el voto de las cortes constitucionales valga más que el voto de los parlamentos elegidos por elección universal y directa? ¿Con este argumento es posible impugnar su ilegitimidad y posibilidad de resistencia?

23El caso Dread Scott v. Standford (1857) demuestra como la Corte Suprema estadounidense expide una sentencia confirmando la situación de esclavitud de los negros en ese país con efectos humillantes aun en esa época. Para un estudio a favor del Judicial Review cfr. Rivera León, 2010.

24El principal problema para la acción resistente es la definición del bien colectivo. Cfr. Smelser, 1995, p. 19-30.

25Para Velasco (1996, p. 161) la desobediencia civil es un fenómeno social en sentido estricto, dirigida a ejecutar actos públicamente por un grupo de individuos con una identidad comunicante y que tienen una finalidad política.

26Según Falcón y Tella (2009, p. 106), aunque no necesariamente debe ser planeada en detalle, si debe ser racionalmente aceptada antes de ser cometida, lo que coincide con dos etiquetas aquí planteadas: publicidad (visibilidad) y actuación (en oposición al absentismo).

27Cuando se asienta la acción de protesta se materializa en la producción de cambios en la legislación o en los programas de gobierno que venían especificándose en sus objetivos de censura colectiva. Los cambios en las legislaciones y en las políticas de los poderes públicos no solamente están dirigidos a instancia de naturaleza democrática, sino además a impugnar las prácticas de las empresas privadas o de foros supranacionales como el FMI, el BM o la OMC. Cfr. Olmo, 2001, p. 183.

28Esto es lo que Colombo (1998, p. 39) llama como asimetría en la distribución del poder, y que emerge como una justificación de la resistencia. Cfr. También a Michels (1996).

29Por democracia sustancial se entiende al conjunto de límites y vínculos impuestos por los derechos, por sus garantías y por los principios constitucionales tanto a la validez de las leyes como a la democracia política (Ferrajoli, 2008a, p. 88). Para profundizar el debate se puede revisar Durango (2007) y Rentería (2007). Recomiendo también revisar el debate sobre el estado legal y el estado constitucional en este mismo trabajo.

30Para un análisis de la distribución del poder cfr. Montbrun (2010).

31Este texto de Tilly trabaja sobre las revoluciones de 1848 y que se generalizaron en varias regiones de Europa en el primer semestre de ese año, con gran repercusión en países como Francia, Austria, Alemania, Hungría, Italia y diversos pueblos de Europa central.

32Para un estudio sobre la defensa de los derechos fundamentales desde la desobediencia civil cfr. Aguilera (2006).

33Que en principio es la alteración al orden público como acción de visibilidad política, luego se convierte en la colocación de las demandas públicas de mayor aceptación, las que después se concretan en una respuesta concreta del poder institucional (Gidi, 2004; McAdam, Tarrow & Charles Tilly, 2005; Tilly, 2000).

34Para un análisis sobre el proceso para des-responsabilizar a los gobiernos, de desaparición de los estados nacionales y la despolitización de las sociedades frente a la globalización cfr. Boron, 2000, p. 30 y Fair, 2008.

35Para Ugartemendía (1998, p. 8) la eficacia de la acción de desobediencia permite atenuar la sanción correspondiente. Esta atenuante, que es llamada por este autor como eficacia mitigante, podría eventualmente permitir librarse de la sanción jurídica a pesar de considerarse como una conducta incorrecta, lo cual no solo implica librarse de la sanción sino también el reconocimiento jurisdiccional de que la conducta es jurídicamente correcta. Cfr. Cox, 2010; Uprimny & Sánchez, 2010; Salazar, 2010; Zaffaroni, 2010.

36Para Ugartemendía (1998, p. 16) la desobediencia a la ley se mide en términos de la eficacia irradiada por la acción de impugnación de la disposición en relación comparativa con las normas iusfundamentales afectadas; esta eficacia puede «suponer la exclusión de la pena correspondiente a la infracción cometida o, al menos, la atenuación de la misma».

37Me refiero de la manera más amplia a la violencia física y hasta simbólica; mediática, discursiva y retorica; a la marginación de los sectores opositores a los gobiernos bajo metodologías heterogéneas, a las prácticas de exclusión sistemática e infrecuente, institucionalizada y espontanea, además, por supuesto, a la represión en las calles.

38Para Iglesias (2002, p. 234) «desde el momento en que su sistema de organización política condena a millones de personas a la pobreza (por ejemplo) difícilmente se puede situar la violencia del lado de los movimientos sociales aunque se enfrenten a la policía».

39Sin embargo para Gargarella (2003, p. 19) «también parece claro que ni las elecciones transparentes ni las reformas constitucionales pueden ocupar todo el espacio que la idea de resistencia vino a ocupar en su momento. En contextos de alienación legal, el recurso al derecho para renovar a los gobernantes de turno, o para modificar las bases constitucionales del gobierno puede resultar simplemente insensato: aquí, el derecho forma parte central de los obstáculos que obstruyen la posibilidad del autogobierno, y no parte de las condiciones que lo tornan posible».

40Para de Águila (2000, p. 19) los elementos definitorios de la razón de estado son: (i) se trata de un saber estratégico y seguro, (ii) responde a un orden legitimatorio superior, (iii) dispone de un estado con capacidad de coacción política, (iv) este aparato estatal goce de una capacidad definitoria en materia de transgresión, y (v) capacidad de procesar las tensiones políticas.

41Ferrajoli cita los arts. 18 y 21.2 de la Ley Fundamental alemana que prescriben las consecuencias a las limitaciones de los derechos fundamentales con motivo de defensa del modelo de estado liberal y democrático de derecho alemán. Como observa este autor ambas tradiciones conviven y convergen en el constitucionalismo germano.

42Estos artículos prescriben los casos de suspensión de los derechos (art. 18) y la inconstitucionalidad de los partidos políticos opuestos al régimen político vigente (art. 21.2).

43Häberle entiende este derecho como una garantía del ordenamiento constitucional y como un deber de los ciudadanos para defender la constitucionalidad republicana de los estados.

44Häberle menciona la Ley Federal alemana (1949), la Constitución de Hesse (1946) y la Constitución de Mali (1992) que facultan el ejercicio del derecho «contra todo aquel que se proponga suprimir este orden, tienen todos los alemanes el derecho a la resistencia cuando no sea posible otro remedio» (art. 20§4); como un deber de resistencia (art. 147§1), y con el «fin de conservar la forma de Estado republicana» (art. 121§2) .

Recibido: 05 de Mayo de 2018; Aprobado: 11 de Junio de 2018

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