Introducción
Eventos calamitosos como los brotes epidémicos suelen romper con el curso normal de la vida cotidiana. Comenta el historiador inglés J. Hays (1998, 136), que a partir de la peste negra se puede percibir en las sociedades occidentales un fortalecimiento de la maquinaria burocrática estatal, en sus distintos niveles, para intentar administrar los flagelos que sacudían a las comunidades. Con el surgimiento del pensamiento liberal, a mediados del siglo XVII, se comienza a cuestionar la intervención estatal en la esfera de los derechos privados de los individuos. Pero no es hasta el siglo XIX, con el capitalismo y el liberalismo fuertemente asentados en el mundo occidental que, a raíz de los brotes continuos de epidemias por la conexión comercial del globo, se acentuaron las críticas hacia las medidas restrictivas de los Gobiernos. Algunas de ellas fueron las cuarentenas y los cierres de puertos, cuestionados por mermar la actividad económica y el tránsito de personas.
En el caso de la República Argentina, entre 1865 y 1872, sucesivas epidemias de cólera y de fiebre amarilla sacudieron sobre todo a las ciudades de Rosario, Corrientes y Buenos Aires. Entre enero y julio de 1871, las pestes de fiebre amarilla de Corrientes y Buenos Aires dejaron un saldo conjunto de 16 000 muertos (entre 2000 y 14 000 víctimas, respectivamente. Cabe mencionar que Buenos Aires tenía 160 000 habitantes). Esto sucedió junto a un clima atípico para la época otoñal en el que se desarrolló el pico de la epidemia. Como lo atestigua la extensa literatura sobre el tema, esos eventos generaron repercusiones tanto en la salud pública como en las instituciones educativas, los organismos de caridad, la sanidad portuaria y otros.
La presente investigación es un trabajo histórico, que analiza el caso de la epidemia de fiebre amarilla de Buenos Aires, en 1871. La hipótesis es que la enfermedad podría haber llegado, además de la vía de contagio fluvial en el eje Asunción-Buenos Aires, en los barcos de inmigrantes que arribaron al puerto bonaerense desde Génova y Barcelona. Mediante los postulados de la historia ambiental, se examina la transnacionalización de la enfermedad durante el siglo XIX y cómo afectó la vida de quienes migraban hacia distintos territorios. Las denuncias de la prensa bonaerense dan cuenta de la negligencia de las autoridades portuarias y de los capitanes de buques de inmigrantes que, por lucro, pauperizaron la vida de los viajeros durante su estadía en las embarcaciones. Esto último podría haber facilitado la difusión de la enfermedad a bordo, al igual que la falta de políticas eficaces del incipiente Estado moderno argentino para permitir la acogida en masa de viajeros y evitar su hacinamiento. Se discute, por lo tanto, la capacidad de respuesta de los organismos estatales frente a los brotes epidémicos.
La historiografía sobre la epidemia de fiebre amarilla de 1871 en Buenos Aires es amplia. Los textos “clásicos” -comenzando por el de Bucich Escobar (1932), siguiendo por el de Ruiz Moreno (1949) y terminando por el de Scenna (2011), de 1974- abarcan temas diversos: el rol de la Policía, de los médicos, de los ciudadanos, etc. Utilizan, sobre todo, fuentes institucionales y relatos escritos por actores que intervinieron en el ámbito público. Empero, se percibe un incipiente uso de artículos periodísticos contemporáneos al flagelo, especialmente en el trabajo de Scenna. Su agrupamiento dentro de la denominación “clásica” se debe a que se circunscriben a la Nueva Escuela Histórica, dado que los autores narran de forma dramática los sucesos, motorizando el afianzamiento de algunas instituciones estatales, la actuación de los prohombres de la época o el establecimiento del saber médico, con criterios científicos, en Buenos Aires (Fiquepron 2020, 106). De los trabajos más actuales (Galeano 2009; González Leandri 2013; Pérgola 2014), destacan los de Laura Malosetti Costa (2005), Valeria Silvina Pita (2016) y Maximiliano Fiquepron (2020). En su último libro, Fiquepron rescata el rol activo de las instituciones estatales antes y durante la epidemia, y cómo fue percibida esta en clave social, discutiendo abiertamente con lo dicho (y establecido incluso en círculos académicos) en la bibliografía clásica. Los autores mencionados anclan sus investigaciones en la historia social y cultural de la enfermedad, con enfoques metodológicos y criterios netamente académicos. Se encuentran influenciados, desde el ámbito sudamericano, por los trabajos de Diego Armus (2002, 5), para quien, durante las enfermedades, se implementan y legitiman políticas e instituciones públicas, se “canalizan ansiedades sociales de todo tipo (…) [se] descubren condiciones materiales de existencia y aspectos de las identidades individuales y colectivas, [y se] sancionan valores culturales”.
No obstante, la bibliografía consultada maneja, a grandes rasgos, una teoría general sobre el punto de origen de la enfermedad: establece una conexión entre los soldados argentinos desmovilizados desde Asunción hacia Buenos Aires, al finalizar la Guerra de la Triple Alianza, conocida también como Guerra del Paraguay, y el surgimiento de la epidemia en las zonas aledañas al puerto de Buenos Aires. Apuntan, de igual manera, al tráfico naval y comercial debido al intenso intercambio entre las ciudades costeras del río Paraná.
El objetivo de la presente investigación es proponer otro foco de origen: la vía ultramarina. Para desarrollar la hipótesis, se tienen en cuenta las condiciones higiénicas de los barcos, el lucro de los capitanes, el tiempo de viaje entre Europa y Buenos Aires, el modo de transmisión de la enfermedad, las deficiencias sanitarias y administrativas del puerto de la ciudad y el constante contacto con puertos europeos donde también existía una epidemia de fiebre amarilla.
Tales circunstancias determinaron el asedio permanente de las infecciones contagiosas-exóticas, tales como el cólera y la fiebre amarilla que cobraron miles de víctimas a bordo y el procedimiento específico de la “cuarentena”, con cuyos visos de dramaticidad sumaba otra etapa de sufrimiento al sector de inmigrantes, conocidos como “pasajeros de 3ra clase” (Bordi de Ragucci 1992, 9).
Las denuncias que sostienen la hipótesis se obtuvieron de los cinco diarios porteños del período, disponibles en la Hemeroteca del Congreso de la Nación. Estos son: La Nación, La Verdad, El Nacional, La República y La Tribuna. También se trabajó con el diario La Discusión, disponible en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Por otro lado, se utilizan los registros estadísticos de la Policía de Buenos Aires de 1873, de la Comisión Central de Inmigración de 1871, 1872 y 1873 y la Memoria de 1871 de la Junta de Salubridad del Puerto de Buenos Aires, transcripta íntegramente en el trabajo de Ruiz Moreno (1949). El uso de la prensa porteña responde a su calidad de difusora de noticias y edictos gubernamentales, formadora de la opinión ciudadana y plataforma de debate entre las facciones políticas del momento (Alonso 2004). Su análisis está sujeto a las particularidades de los periódicos decimonónicos de la ciudad de Buenos Aires (Alonso 2010; Sábato 1998). Por último, las citas en inglés fueron traducidas por el autor al castellano.
La investigación se enmarca principalmente en el anclaje teórico de la historia ambiental. Alfred Crosby (2003; 2004), en sus libros El intercambio Colombino y El imperialismo ecológico, sostuvo que la movilización de personas a través del océano Atlántico, a partir del siglo XV, facilitó la expansión de patógenos a lo largo del globo y en tierras donde no tenían presencia. Este suceso se amplificó con la llegada de la expansión neocolonial europea del siglo XIX, sumada a la inmigración masiva, las consecuencias citadinas de la Revolución Industrial (hacinamiento, falta de medidas higiénicas, etc.) y la aglomeración de personas en los buques de pasajeros o clippers. El espacio del océano Atlántico no solo ofició de plataforma para la circulación de ideas y personas, como postula la historia trasnacional marítima (Rediker y Linebaugh 2005; Conrad 2016; Desiderato 2019), sino también de animales, plantas y patógenos que se asentaron y modificaron los territorios a donde llegaron. La integración de otros seres vivos ayudará a desligar al ser humano como el único actor dentro del desarrollo histórico de las sociedades. Se forma, por lo tanto, un conjunto interrelacionado entre la sociedad humana y los patógenos presentes en la biósfera (Dichdji 2016; Brailovsky 2017). La construcción del Estado moderno argentino, hacia la segunda mitad del siglo XIX, no estuvo ajena a su llegada, asentamiento, difusión e integración dentro del territorio.
La transnacionalización de la enfermedad
Paraguay, el sur de Brasil (provincia de Río Grande), Uruguay y gran parte de la pampa húmeda del litoral argentino presentan condiciones favorables para el desarrollo de la fiebre amarilla, ya que el mosquito vector del virus, el Aedes aegypty, puede habitar en la zona. De hecho, esta ya se había transformado en una enfermedad endémica en el territorio carioca, tras su importación desde Norteamérica por un buque mercante.
En 1849 una nave de nombre “Brasil” ancló en el puerto de Bahía procedente de Nueva Orleans. (…) Luego de ella la fiebre amarilla no se fue más de Brasil, se radicó definitivamente, en forma endémica y, como los puertos brasileños eran escala obligada para las naves con destino a Buenos Aires, era inevitable, fatal, que la fiebre amarilla entrara antes o después en la capital argentina. El momento llegó (…) en 1852. Esa primera aparición fue de carácter benigno y no produjo mayor alarma. Nadie puedo imaginar lo que ocurriría veinte años después (Scenna 2011, 158-159).
Retrocediendo un poco en el tiempo, cabe preguntar: ¿cómo llegó la fiebre amarilla al continente americano? Algunos autores postulan que se diseminó inicialmente a través del tráfico de esclavos entre América y la costa occidental de África, a comienzos del siglo XVII (Pérgola 2014, 48; Winegard 2019, 169; Cartwright y Biddiss 2020, 211). Una de estas teorías sostiene que un grupo de mosquitos sobrevivió a la travesía entre África y América dentro de un barco esclavista, reproduciéndose en los contenedores de agua que había en las embarcaciones, mientras contagiaba a los pasajeros. Cuando ellos morían, eran descartados en alta mar; factor que, como veremos, se repetirá. Así funcionó el tráfico de esclavos, mientras el precio bajo por cabeza lo permitió. Se los compraba por cantidad debido a la alta tasa de mortalidad que conllevaban los viajes en los barcos esclavistas. En el siglo XIX, con la esclavitud ya abolida en muchos lugares, es cuando se desarrolla el fenómeno de la inmigración masiva (para otros viajeros libres menos afortunados, el tristemente célebre pigs trade), con un nuevo auge de la transnacionalización de las enfermedades (Eltis y Engerman 2011).
Volviendo al ámbito del río de la Plata, durante el año 1871, los primeros casos oficiales de la epidemia de Buenos Aires se declararon a finales de enero, aunque a principios de ese mes ya se habían reportado casos aislados.
De acuerdo con los doctores Eduardo Wilde y Pedro Mallo, los primeros casos, sin especificar número, se habrían producido el día de Reyes, 6 de enero (…) Lo cierto es que la alarma se despierta el 27 de enero al morir ese día tres personas de fiebre amarilla (Scenna 2011, 195).
Como se puede suponer, la epidemia podría haber llegado desde Asunción y Corrientes por vía fluvial (recordemos que en las casonas cercanas al puerto se registraron las primeras víctimas). Los ríos del litoral argentino se convirtieron durante toda la guerra en el centro de las movilizaciones bélicas y mercantes, y Buenos Aires, en la gran abastecedora del teatro de operaciones y de Paraguay luego de la caída de Solano López (Brezo 2015, 98-99).
Los casos cercanos al puerto a principios de enero afectaron, sobre todo, a inmigrantes recientemente arribados y a vecinos que allí residían. Las tropas argentinas que desembarcaban tenían como destino el Hospital Militar del Retiro, ubicado al norte del casco histórico de la ciudad, y el Hospital General de Hombres, ubicado en el barrio de San Telmo. En la zona portuaria residían trabajadores de este y recién llegados que no se movilizaban con rapidez hacia las afueras de la ciudad (Devoto 2000; Moya 2004). “La mayoría de los inmigrantes [en el caso de Italia, provenían del norte, precisamente del Piamonte] se sentía atraída por las ciudades, Buenos Aires y Rosario, donde los salarios eran elevados y se podían ocupar en las artesanías, en la construcción y en el comercio” (Di Meglio 2012, 225). Sabiendo que el mosquito no se dispersa a más de 100 metros de donde pone sus huevos, los conventillos atestados de San Telmo eran un lugar óptimo para su proliferación. Se transformaron en el epicentro de la epidemia, cuestión acrecentada debido a la falta de infraestructura, la cual facilitaba anegamientos pluviales y desbordes de los arroyos que cruzaban esa zona de la ciudad. Por lo tanto, el eje fluvial Asunción-Corrientes-Buenos Aires es una opción viable de contagio. Conociendo el rol protagónico que tuvo Buenos Aires en el comercio con todas las ciudades de la cuenca del Plata, se podría evitar asociar la llegada del flagelo solamente con las tropas argentinas.
Pero ¿qué hay de la vía ultramarina? A finales de 1870 se registró un azote en Alicante y Barcelona. Este último puerto estaba en contacto permanente con la República Argentina. El brote que se registró allí fue importado desde Cuba, lugar donde la enfermedad también era endémica.
El brote epidémico comenzó en agosto de 1870, con la primera muerte de un camarero del barco María procedente de La Habana, Cuba. Pallarés informa: “(…) que el barco de vapor no fue inspeccionado y se le permitió ingresar al puerto marítimo de Barcelona a pesar de que ya hubo algunas muertes durante el viaje. Su carga tampoco fue inspeccionada (…)” (Soler et al 2009, 296).
Es menester remarcar que no solo las similitudes entre estas ciudades posibilitaron la difusión de la enfermedad a través de los navíos, sino que las condiciones meteorológicas durante la epidemia de 1870 y 1871 coinciden con las asociadas al fenómeno ENSO (El Niño Southern Oscilation), vulgarmente conocido como El Niño. Ese evento, entre sus fases más intensas, posee una oscilación de entre siete y ocho años. Afecta con grandes lluvias y humedad a la zona sur de Brasil, Paraguay, Uruguay, el litoral argentino y el levante español, facilitando la reproducción del mosquito vector del “vómito negro”. Se aprecia en diferentes investigaciones que en 1871 se dio un evento de alta intensidad, catalogado como MF (muy fuerte) (Diaz y Markgraf 1993).
Es interesante mencionar que durante el siglo XIX se han reconocido 23 eventos El Niño en base a los documentos históricos, cinco de los cuales (los registrados en los años 1844-45, 1871, 1877-78, 1891 y 1899-1900) presentan una notable magnitud o, en otras palabras, han sido considerados como Niños muy fuertes (MF) (Ministerio de Ambiente del Perú 2015, 5).
Las epidemias de cólera, disentería, malaria y fiebre amarilla que se desataron entre 1860 y 1871 en la cuenca del río de la Plata podrían estar asociadas a diferentes variables climáticas del ENSO con intensidad estimable: 1861 (Medio), 1864 (Fuerte) y 1871 (Muy Fuerte). Mediante un análisis histórico comparativo, Henry F. Diaz y Gregory J. McCabe (1999), en su trabajo sobre la epidemia de fiebre amarilla que afectó a la cuenca del río Mississippi en 1878, vincularon el flagelo al fenómeno El Niño de 1877-1878. Ese evento tuvo una categorización de Muy Fuerte y aumentó la mortalidad de la epidemia en relación con los años anteriores en aproximadamente un 600 %. Por otro lado, la cuenca del Mississippi posee características climáticas y geográficas coincidentes con las de la región estudiada en la presente investigación. Los trabajos argentinos y extranjeros consultados no han vinculado el fenómeno El Niño a los brotes epidémicos de fiebre amarilla o de cólera en la región de la cuenca del Plata. Si bien es una hipótesis que aún se encuentra en formulación, a priori y con los datos con que se cuenta, se puede establecer una relación directa entre el ENSO de 1871 y los sucesos que se desarrollaron en las regiones mencionadas.
Ahora bien, la conexión entre la peste del sur de España y la de Buenos Aires se observa en un artículo del periódico español Eco de Alicante, que reproduce un apartado de El Nuevo Mundo, de Venezuela.
Los estragos de la fiebre amarilla en la ciudad de Buenos Aires se han limitado al área que ocupa la capital de la República Argentina. Las clases pobres han sido especialmente las víctimas del flagelo (…) Solo en una provincia limítrofe del Paraguay, Corrientes, situada a orijas [sic] del Paraná, ha sido importada la epidemia que reinaba en la república vecina, mientras en Buenos Aires fue introducida por un buque italiano procedente de Barcelona (Eco de Alicante 1871).
Las dos grandes líneas italianas que operaban entre los años 1870 y 1871 en el puerto de Buenos Aires eran la Lavarello Line y la Sociedad Italo-Platense. Sus barcos zarpaban desde Génova y Marsella, respectivamente, prometiendo un servicio mensual. Luego de tocar varios puertos europeos y sudamericanos para carga y descarga de provisiones y pasajeros, recalaban en Buenos Aires tras un largo viaje de 35 a 40 días (Bonsor 1983, 102-103). Además de estos navíos, estaban los innumerables vapores y veleros que atracaban a diario en los puertos, trayendo consigo mercaderías y una cantidad estimable de pasajeros. Para aprovisionarse, hacían un recorrido similar al de las grandes líneas: Génova, Barcelona, Canarias, Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires. Sin embargo, la duración del viaje era mucho menor: según el Reglamento de la Junta de Sanidad del Puerto de Buenos Aires, apenas superaba los 15 días. Parecería improbable que un buque, de bandera italiana o no, haya sido el que trajo la epidemia, por la consecuente muerte de algunos de sus pasajeros durante el trayecto. Respecto a esto, la Junta de Sanidad del Puerto de Buenos Aires, creada tras la epidemia de cólera de 1869 y dependiente del Ministerio de Guerra y Marina (compuesta por el General Bustillo y los médicos Eduardo Wilde y Pedro Mallo), decía:
Hemos hecho mención también de haber tomado las precauciones de uso con las procedencias de España, principalmente con las de Barcelona, en que el mismo mal que hizo entre nosotros tantos estragos diezmó aquella población (…) La duración de un viaje en buque de vela no baja de quince días, tiempo suficiente según nuestro Reglamento para poder admitir un buque, no habiendo novedad a bordo, sin temor de que trasmita la enfermedad. Los paquetes a vapor hacen escalas en puertos en que hay medidas cuarentenarias, y estos habrían sido los primeros en ser infestados. De lo expuesto, claramente se deduce que la importación, si ha existido, no ha provenido de Ultramar (Ruiz Moreno 1949, 148-149).
De todas maneras, como la Junta de Sanidad del Puerto de Buenos Aires también aclara,
los Capitanes de buques saben que las ordenanzas de marinas les impone la obligación bajo penas severas de decir verdad sobre todos los acontecimientos de su viaje a las autoridades de los puertos con que hagan operaciones, pero esta obligación no es cumplida en países como el nuestro, donde las penas no se hacen efectivas, y los capitanes de buques, en vista de esta impunidad prefieren sacar el lucro que el comercio les ofrece por la celeridad de los viajes, a cumplir con los sagrados deberes que las ordenanzas les imponen (Ruiz Moreno 1949, 142-143).
¿Qué sucedería entonces si se infligiesen las normas? ¿Acaso no es por ello que se defiende de antemano la Junta de Sanidad del Puerto sobre la probable falta de honestidad de algunos capitanes? En el artículo titulado “Los verdaderos responsables”, publicado en el diario La Verdad, un vecino anónimo alertaba:
Llega un vapor de la Asunción, lo ponen en cuarentena en la Canal Exterior, sin vigilancia inmediata de ninguna clase; viene una sudestada, leva anclas y va de arribada al Tigre, cuando vuelve a cumplir su cuarentena de 150 pasajeros que tenía abordo solo quedan 80, los otros 70 han desaparecido. Esto no es nada aún. A un vapor lo mandan en cuarentena a la Ensenada con 80 pasajeros. Se enferma uno con síntomas de fiebre amarilla, nada más natural que los demás lo echasen a tierra antes de contagiarse todos. El individuo se vino a Buenos Aires y habitó frente a lo de D. Juan Agustín García, una de las primeras víctimas y ahí tiene ud. la fiebre amarilla en Buenos Aires (La Verdad 1871).
La denuncia que realiza el vecino coincide con la estadística de mortalidad recopilada por la Policía de Buenos Aires en 1873: Juan A. García fue anotado como fallecido el 6 de febrero de 1871, es decir, uno de los primeros de la estadística oficial (Acevedo 1873, 4).
Por otra parte, a comienzos de 1865 se inauguró el Ferrocarril del Norte, que conectaba al poblado de Tigre y su respectivo puerto con la ciudad de Buenos Aires. A partir de entonces, las cargas y pasajeros podían desembarcar y trasladarse gratuitamente hacia la incipiente metrópoli de manera mucho más veloz (Recalde 1993, 63). Por el caso de Alicante, se sabe que, una vez clausurados los puertos, la gente utilizó los ferrocarriles para movilizarse de una ciudad a otra y así se dispersó la enfermedad (Seguí Marco 1983, 110-111). La Junta de Sanidad del puerto de Buenos Aires pudo haber confinado a cuarentena a los barcos sospechosos de traer enfermos. No obstante, como denuncia el diario La Verdad, estos desembarcaban en el puerto de Tigre y, con el ferrocarril, podrían haberse movilizado hacia la ciudad. Esa vía de movilidad para la población, al no estar controlada por una medida de cuarentena, pudo haber sido otro factor de propagación. Además, la Junta de Sanidad había advertido de lo precario que era el lazareto de la Ensenada (ubicada al sur de Buenos Aires), tildándolo de inhumano y sugiriendo la promoción de un tratado internacional para establecer uno compartido con Paraguay y Uruguay, en la isla Martín García.
Sin guardias allí, con la población a seis cuadras de distancia; con la comunicación fácil, bien se comprende la frecuencia de las violaciones de la incomunicación y su impunidad; compréndase también la facilidad de la transmisión, importación y propagación de cualquier epidemia que allí existiera (Ruiz Moreno 1949, 155).
Pero es otro artículo, esta vez del diario La Nación, el que arroja el dato más interesante y refuerza la teoría del Eco de Alicante.
Un buque salió de Génova trayendo inmigrantes. A su paso por España, tocó en Barcelona, donde tomó la fiebre amarilla. Siguió viaje a Buenos Aires y en el camino murieron a su bordo catorce personas de la fiebre amarilla. En estas condiciones llegó a nuestro puerto, mostró su patente de Génova, sin hablar de Barcelona, para nada, y desembarcó todos los pasajeros que traía (…) ¡Nuestras autoridades no encontraron medio de saber, por los papeles del buque, que había comunicado con Barcelona, ni supieron tampoco, por el rol de la tripulación, que faltaban de abordo catorce personas! (La Nación 1871).
El relato, si le damos veracidad, es contundente: la epidemia podría haber llegado, como plantea la bibliografía consultada, por vía fluvial y/o terrestre, desde Asunción y Corrientes. Pero una cepa del virus, la cubana, que había atacado a Barcelona y al levante español a finales de 1870, podría haber llegado también a las costas de Buenos Aires a principios de enero.
Enfermedad e inmigración: el estado sanitario de los barcos de pasajeros
La evasión de las normas por parte de los capitanes de los buques, denunciada por la Junta de Sanidad del Puerto, también aparece en diarios de otras ciudades portuarias internacionales que sufrían los mismos estragos que Buenos Aires cuando esas epidemias lograban superar las barreras de prevención. Leemos en un periódico de Nueva York:
Tenemos un buen intercambio comercial con Buenos Aires, y a no ser que tengamos muchas precauciones, esta temerosa enfermedad podría ser traída aquí por alguna embarcación que comercia entre los dos puertos. Escapamos por poco de la fiebre amarilla el verano pasado. Si no hubiese sido por la vigilancia y la determinación del doctor Carrochan, el oficial de salud del puerto, no habría forma de saber que desastre podría haber azotado la ciudad. Él tuvo que luchar contra los dueños de los barcos, capitanes y comerciantes egoístas quienes intentaron evadir las leyes de cuarentena; como así contra la hostilidad de enemigos políticos y personales; pero él no se dio por vencido y salvó a esta ciudad de la fiebre amarilla (New York Daily Herald 1871).
Para reforzar la teoría del contagio ultramarino, es necesario indagar cómo era la travesía que debían sortear los inmigrantes que regalaban su suerte a esos capitanes de navío. En aquellos viajes traumáticos de larga duración, los inmigrantes y viajeros eran sometidos a penosas condiciones higiénicas por parte de los capitanes, quienes querían sacar el mayor rédito. Como explica Héctor Recalde (1993, 49), pese a las visitas de sanidad del escaso personal médico portuario, poco “se justificaba por las pocas garantías que ofrecían las declaraciones de los capitanes y médicos a bordo, que defendían los intereses de las compañías navieras de las que dependían”.
¿Podría el mosquito vivir rondando en los buques y, con él, el virus de la fiebre amarilla? El artrópodo puede viajar a bordo aprovechándose del hacinamiento, reproduciéndose en los reservorios de agua de los buques y oficiando de vector entre pasajeros enfermos y sanos. A los inmigrantes del siglo XIX, por las penosas condiciones en las que se viajaba, se los descartaba en altamar para evitar sanciones legales y económicas y no se dejaba constancia de su estadía en el buque. Dada la duración del viaje (recordemos que una persona sana, una vez picada por un mosquito portador del virus, podía contagiar a otra de la misma manera solo en los primeros cinco días), algunos enfermarían dentro del barco, y morirían en alta mar. Otros serían desembarcados enfermos, si se lograban evadir los controles portuarios de sanidad.
La Junta de Sanidad del Puerto descartó con rapidez la vía de contagio ultramarina, pero las limitaciones científicas de su época hacían que desconocieran el origen viral de la fiebre amarilla y el rol del mosquito como vector. Por otro lado, dado que los barcos tocaban otros puertos antes de su arribo a Buenos Aires, la Junta de Sanidad sostenía que las autoridades de otros países deberían haber confinado primero esos barcos con “patente sucia”, en caso de tener pasajeros sintomáticos, para que llegaran libres de enfermedades a Buenos Aires. A ello se añadía el celo de los capitanes y de las compañías por recortar gastos para percibir mayores ganancias, que pauperizó aún más las condiciones a bordo (Bordi de Ragucci 1992, 17).
Abel Luis Agüero y Marcos Isolabella (2018, 53) cuentan que
las condiciones higiénicas en las que llegaban los nuevos habitantes del país eran entonces francamente deplorables (…) A su vez las compañías navieras veían como un grave inconveniente todas las medidas de vigilancia epidemiológica que aplicaba Argentina en el puerto de Buenos Aires; la más temida era la cuarentena, que inmovilizaba un buque haciéndole perder la ganancia del viaje.
Es menester remarcar que los intentos de evadir las sanciones y las cuarentenas, por parte de los capitanes, estarían ligados a la pérdida total de las ganancias del viaje. Por ende, se podría suponer que intentaban sacar el mayor rédito posible con la venta de pasajes y el recorte interno de insumos. A raíz de esto, la Comisión Central de Inmigración establecería en 1872 nuevas reglas para los buques arribados, que fomentaban las inspecciones y el chequeo de las listas de tripulación, aclarando que el Gobierno de los Estados Unidos pagaba fuertes subvenciones postales a las compañías de vapores y les imponía ciertas obligaciones para la comodidad y el buen trato que debían recibir a bordo los inmigrantes. Esas medidas tomarían prestadas las disposiciones de los puertos estadounidenses en materia de higiene, trato a los inmigrantes, sanciones a los capitanes y localización de los recién llegados (Memoria del Ministerio del Interior 1871, 101-103). Por otra parte, Recalde (1993, 39) sostiene que los países europeos con puertos emisores de inmigrantes, como Francia e Italia, no poseían un estatuto sanitario claro ni tampoco realizaban controles precisos de los pasajeros al embarcarse, lo cual dificultaba aún más la detección de barcos con enfermos a bordo.
Conclusiones
En cuanto al contagio transnacional de las enfermedades, se observa que, en un mundo cada vez más conectado debido a los nuevos y más veloces medios de transporte, aparecieron problemáticas que los Estados no previnieron con el tiempo adecuado. El hacinamiento en los buques o en las ciudades, con las masas proletarias y más humildes en una plana urbana sin las necesidades higiénicas mínimas, desembocó en sucesivas epidemias en el mundo durante todo el siglo XIX. Muchas de ellas podrían haber estado conectadas entre sí, como la epidemia de fiebre amarilla de 1871 en Buenos Aires. Si bien la bibliografía consultada denunció su arribo a través de las tropas desmovilizadas y el contacto con países limítrofes donde era endémica, se podría decir que no tomó en cuenta los flujos inmigratorios atlánticos, la penosidad de los buques de pasajeros ni la desidia de los capitanes o el contexto climático mundial que desencadenó otras epidemias similares alrededor de ciudades portuarias.
De esta manera, la epidemia de Buenos Aires puede relacionarse con los focos surgidos en la península ibérica. Las denuncias en diarios extranjeros y nacionales sobre la falta de control de los buques de inmigrantes y de aquellos que se encontraban en cuarentena podrían ser reveladoras: la epidemia puede haber llegado por vía ultramarina, con enfermos desde Barcelona. No hay que olvidar tampoco la vía terrestre y que las autoridades tardaron en tomar medidas para no perjudicar el comercio, conociendo la situación sanitaria en Asunción y Barcelona. Se toma como ejemplo el caso de Alicante, donde, conociendo la situación de Barcelona por la fiebre, se privó a los barcos provenientes de allí de desembarcar en la ciudad. Los que huían del flagelo se hicieron de otros medios de transporte sin cuarentena, como el ferrocarril.
En Buenos Aires, la Junta de Sanidad del Puerto denunció la falta de una empresa portuaria de envergadura, y el estado deplorable de los lazaretos y las instalaciones para los recién arribados. Las reformas de 1872 y, sobre todo, de la Ley Avellaneda de Inmigración, de 1876, remediarían ciertas cuestiones con respecto al trato y la acogida de los pasajeros, como también del control tanto de buques como de los registros de los capitanes. En el presente, comprender las problemáticas surgidas a raíz de las conexiones comerciales mundiales y la aceleración de la movilidad a través de nuevos medios de transporte supone un reto para los organismos estatales, en su lucha contra la aparición de un brote epidémico que altera la marcha de la vida cotidiana, planteando una disyuntiva entre los intereses individuales y el bienestar general.