Los servicios y la actividad de inteligencia
La necesidad de información (valorada, integrada, contrastada y evaluada), para el ejercicio de las diversas funciones de gobierno representa una constante a lo largo de la Historia (Navarro 2009; Keegan 2021). Sobre todo, si se tiene en consideración que dicha información -técnicamente caracterizada por tratarse de un conocimiento útil informado, cuyo tratamiento por analistas expertos mediante la aplicación específica de herramientas y técnicas de análisis le confiere un valor añadido, transformándola en inteligencia-, proporciona al decisor una ventaja estratégica, al contribuir a minimizar los niveles de incertidumbre y de desconocimiento respecto del proceso decisorio.
Esta actividad hoy, grosso modo, recae en los servicios de inteligencia. Son órganos permanentes que realizan las funciones de inteligencia dentro de un Estado, “un instrumento de poder exclusivo del mismo para aumentar el grado de eficacia en la conducción política de la defensa nacional y del propio orden de un país, reduciendo el grado de incertidumbre que envuelve a la toma de decisiones (Carlos Brandâo 2016)”.
Simplificando,
son organismos públicos responsables de facilitar al presidente del Gobierno y al Gobierno de la Nación las informaciones, análisis, estudios o propuestas, que permitan prevenir y evitar cualquier peligro, amenaza o agresión contra la independencia o integridad territorial del Estado, los intereses nacionales y la estabilidad del estado de derecho y de las instituciones (Sansó-Rubert 2019).
Los modelos organizativos de estas burocracias han ido experimentando una continua evolución en el tiempo (Ruíz Miguel 2002). Se trata de transformaciones motivadas en gran medida por la propia evolución de los sistemas políticos y la forma de entender el ejercicio del poder. No puede obviarse el hecho de que la obtención de información que permita fundamentar la toma de decisiones y la estructura de inteligencia que se dedica a ello son deudoras de un diseño concreto y de una determinada dinámica de funcionamiento del sistema político en el que fructifican (González Cussac 2012; Pulido y Sansó-Rubert 2020).
En ese sentido, si bien originariamente
los modelos primigenios de servicios de inteligencia copiaron estructuras de agencias y servicios de naturaleza policial y/o militar, circunstancia que, a la postre, explicaría en gran medida por qué elementos militares y policiales, tradicionalmente forman parte activa de los servicios de inteligencia actuales (Díaz Fernández 2016).
Estos han mutado hacia formas más especializadas de organización. Cuestión lógica, si se parte de la premisa de que las organizaciones no pueden surgir del vacío. Muy al contrario, las estructuras de inteligencia reflejan en mayor o menor medida las características propias del régimen político en el que se insertan. Por ello, resulta crucial atender los diferentes objetivos que el decisor político asigna a sus respectivas organizaciones de inteligencia en cada sistema político. En consecuencia, el tipo de régimen adoptado por un Estado tiene repercusiones directas sobre su aparato de inteligencia (Dandeker 1990, 43-56).
Dicha cuestión, como se verá, no resulta baladí desde la perspectiva de los estudios sobre los procesos de democratización de los servicios de inteligencia (Gill y Andregg 2015), vinculados de forma directa con la cultura de inteligencia y su futuro.
¿Cultura de inteligencia? La recomposición de la imagen social de los servicios de inteligencia
Adoptando como referente la obra Conceptos fundamentales de inteligencia, texto básico indispensable para la comprensión del tema, se describe el concepto “cultura de inteligencia” como una dinámica en la que se incardina la política de apertura de los servicios de inteligencia occidentales a inicios del siglo XXI, con el fin de fomentar “la comprensión cívica sobre la realidad de los organismos de inteligencia” (Velasco y Díaz 2016, 109-117). Ese mandato va más allá de constituirse en un mero mecanismo de fiscalización de sus actividades por parte de la ciudadanía (estrategia de control a través del conocimiento del desempeño). Su esencia es el de una “estrategia de fomento real de la cultura en el campo de la inteligencia” y el fin sería la búsqueda de una “ciudadanía informada” en materia de seguridad, defensa y, en especial, en el campo de la inteligencia.
En el texto especializado Glosario de Inteligencia se define conceptualmente la “cultura de inteligencia” como el “conjunto de conocimientos que la sociedad debe tener sobre la necesidad, el fin y la función de un servicio de inteligencia, de manera que perciba como propias las cuestiones relacionadas con su seguridad, su libertad y la defensa de sus intereses” (Esteban Navarro 2007, 68-69). Iniciativa política e institucional que se inserta como una tipología específica derivada de una estrategia más amplia de difusión cultural de los asuntos de seguridad y defensa.
Su materialización requiere de la realización de un corolario de actividades de divulgación y de formación sobre qué es la inteligencia y cuál es su aportación a la seguridad, en diferentes ámbitos y con diversos niveles de profundidad y de especialización, en función del público al que vaya destinado la campaña divulgativa. Estas actividades varían su enfoque en función del “target social” al que van destinadas: desde el ámbito académico altamente especializado hasta escolares y adolescentes (Díaz y Del Real 2018a; 2018b), con un recorrido ambicioso por la diversidad de escalones sociales intermedios. Esos aportes no solo redundan en el conocimiento social compartido y las percepciones positivas sobre la labor de los servicios de inteligencia, sino que contribuyen de forma notable a reforzar su legitimidad.
Por lo tanto, la cultura de inteligencia permite a la sociedad la acumulación de capital cultural sobre sus servicios. Ayuda a crear las condiciones pedagógicas propicias, que favorezcan la comprensión y el entendimiento por parte de la ciudadanía acerca de las realidades, vicisitudes y prolegómenos propios del ámbito de la actividad de inteligencia, así como acerca de las funciones, objetivos, misión y desempeño (González Cussac et al. 2012). En definitiva, los ciudadanos comprenden el valor y la necesidad de disponer de un servicio de inteligencia, de manera que la sociedad perciba como propias las cuestiones relacionadas con su seguridad, su libertad y la defensa de sus intereses.
Sin embargo, el objetivo de la cultura de inteligencia no queda aquí. Es más ambicioso. Trasciende lo social y se diversifica en los espacios económico y académico, con el propósito de convertir la inteligencia en una disciplina de estudio e investigación en las universidades. Aspira a lograr la normalización de los estudios de inteligencia y su inclusión en los currículos académicos, fomentando la implementación de títulos universitarios de grado y de posgrado, y la realización de proyectos de investigación sobre la materia incluso a nivel de doctorado (Goodman 2006, 50).
La estrategia de cultura de inteligencia engloba también la apertura de vías de comunicación bilaterales, no solo con el ámbito académico, también con la esfera empresarial, artística-cultural, política, diplomática… entre las más representativas que, a la postre, faciliten a los servicios de inteligencia el poder de beneficiarse de la experiencia y los conocimientos que estos ámbitos atesoran sobre asuntos que son objeto de su tratamiento. Es decir, posibilitar en clave colaborativa que los servicios de inteligencia dispongan de una reserva de conocimiento que contribuya a su proceso de producción, así como colaborar en su adaptación a los nuevos escenarios. En contrapartida, por recurrir en modo ejemplificativo a una realidad en boga, en lo que respecta al mundo de la empresa, lo que se pretende conseguir es que la inteligencia se aplique de forma normalizada en este campo (económica y competitiva), al considerarla un instrumento clave de la gestión en el actual contexto de internacionalización de la economía, con el objeto de mejorar la competitividad, la influencia y la seguridad del tejido empresarial nacional.
Por supuesto, este aprendizaje no está exento de obstáculos. Su éxito demanda de la sociedad no solo su interés y predisposición a conocer, sino también a respetar y comprender la naturaleza de los servicios de inteligencia. En especial, el carácter parcialmente secreto del trabajo de inteligencia (Navarro 2004; Lowenthal 2003). Por consiguiente, la inteligencia no es ni debe ser secreta, pero sí tiene que salvaguardar secretos. Esa realidad no supone una contradicción, sino parte de la esencia de la actividad de inteligencia, regulada a través de los cauces de legalidad pertinentes establecidos para la gestión del secreto, que debe ser interiorizado. En palabras de Herman (1991, 106), “el sello de la inteligencia: la base de su relación con el gobierno y la sociedad y de su propia autoimagen”. Por consiguiente, el secreto no está reñido con el imperativo democrático. El equilibrio entre secreto y ejercicio de transparencia y publicidad, junto con la regulación normativa de la actividad de inteligencia, sirve en gran medida de contrapeso frente a cualquier tipo de desvío en el uso correcto de las capacidades de inteligencia, que contravenga el ordenamiento jurídico.
Hay que reconocer que, para que fructifique la cultura de inteligencia, se requiere un esfuerzo bilateral. Es indispensable la implicación tanto de los ciudadanos como de los servicios. De una parte, es imprescindible que la sociedad manifieste interés y receptividad por la temática, de otra, la predisposición a abandonar prejuicios manidos y visiones distorsionadas sobre los servicios y la actividad de inteligencia. Existen imágenes negativas motivadas por episodios desacertados protagonizados por “los servicios de inteligencia a lo largo de la historia” (Navarro 2017). A ellas hay que añadir otras, cuyo origen subyace en el imaginario colectivo construido durante años de difusión de estereotipos desdibujados, propios de novelas y películas en las que los contenidos fehacientes sobre lo que es la inteligencia, sus usos y razón de ser quedan relegados a un segundo plano, a veces inexistente, en beneficio del atractivo de la ficción y el relato fantasioso, volcados en estimular la imaginación y satisfacer el entretenimiento. Acabar con mitos y prejuicios nocivos contribuye a asimilar la relevancia de los organismos de inteligencia como pieza clave del Estado, y coadyuva a garantizar la seguridad y estabilidad del sistema democrático, al tiempo que posibilita poner el acento en su vocación de servicio.
Además, los servicios de inteligencia deben ceñir su labor a los dictámenes del mandato político y del imperio de la ley, centrándola en la protección de las personas y sus derechos y libertades públicas, característicos de un sistema político democrático (Sansó-Rubert 2022). Solo así la actividad de inteligencia recaerá stricto sensu en los servicios de inteligencia. Como se explicará a continuación, estos son los únicos modelos organizativos de la inteligencia que tienen cabida en un régimen democrático constitucional de derecho: forman parte del Estado democrático, actúan al amparo de la legislación y están sometidos a varios y rigurosos controles institucionales. Su naturaleza constitucional (Sánchez Barrilao 2019) la aleja de otros modelos organizativos “como las policías políticas o las agencias autónomas de seguridad e inteligencia”, característicos de regímenes dictatoriales totalitarios y autoritarios. Esas son realidades opuestas a la esencia y el espíritu de la cultura de inteligencia.
Los servicios de inteligencia como servicio público en y para la protección del orden constitucional y la democracia
Siguiendo el hilo argumental de la cultura de inteligencia como política de sensibilización pública, cuyo objetivo radica en mejorar el conocimiento de la sociedad en lo que respecta a los objetivos y funciones de los servicios de inteligencia, cabe reseñar que la motivación “es que todos los actores sociales adquieran conciencia de que tienen un papel activo en la salvaguarda de la seguridad, y que solo la suma de esfuerzos puede garantizar la seguridad y la defensa de los valores democráticos y constitucionales compartidos” (Velasco y Díaz 2016, 109-117). Por todo ello, democracia y desconocimiento de la labor de los servicios de inteligencia no son en modo alguno compatibles.
Según la opinión consensuada de la mayoría de los expertos, los Estados democráticos son los únicos que pueden albergar un servicio de inteligencia. Las democracias se caracterizan por la libertad de sus ciudadanos y por ello, carece de sentido que el aparato de seguridad del Estado catalogue a sus ciudadanos como enemigos. En consecuencia, los esfuerzos de los organismos de inteligencia se dirigen hacia el enemigo exterior e interior, pero dentro del ordenamiento legal y el marco constitucional. El enemigo exterior pone en peligro los intereses legítimos del Estado; y el enemigo interior trata de subvertir el régimen constitucional y conculcar los valores reconocidos y protegidos por el Estado en su Constitución.
Hay que lograr que la sociedad interiorice “a los servicios de inteligencia como elementos básicos del sistema de seguridad de un país”, vinculados con la seguridad y defensa nacional, volcados con el aseguramiento del ejercicio de las libertades públicas y derechos inherentes a la democracia (Martínez 2006). Se trata de un proceso natural de adquisición de conocimiento y aprendizaje, claro indicador de madurez democrática.
Parece vital despejar toda duda respecto de la naturaleza, necesidad y garantía de las actividades de inteligencia. Si lo simplificamos, un servicio de inteligencia es la organización de inteligencia de los Estados democráticos (Díaz Fernández 2005). A pesar de las diferencias existentes, fruto de las particularidades derivadas de los procesos históricos acontecidos en cada país, comparten determinados elementos constitutivos que les imprimen el carácter de “servicios de inteligencia”, diferenciándolos de estructuras similares como las policías políticas o los organismos autónomos de seguridad que, si bien desarrollan actividad de inteligencia, distan de asemejarse. La distinción obedece, sobre todo, al hecho de que en los estados de derecho esos servicios, al igual que cualquier otro órgano público o privado, están sujetos al “imperio de la ley”. Por ello, deben responder y ceñirse a parámetros de legalidad y ética. Es decir, la cultura de legalidad y la existencia de controles internos y externos, tanto legales y judiciales como políticos, determinan los límites a su actuación.
Si damos por sentada la legitimidad de los servicios de inteligencia, es relevante la solución que se adopte acerca de qué estructura organizativa, qué abanico de competencias y qué control deben regir para los servicios secretos. Ello se realizará en función de cuál se considere que son las necesidades a cubrir por el servicio en cuestión y la tradición política, organizativa y de configuración de la administración pública, afines a la historia de cada Estado constitucional (Ruíz Miguel 2002).
La inteligencia, bajo el rubro del principio de legalidad, propio de una democracia constitucional y del estado de derecho, logra satisfacer las necesidades de conocimiento especializado del Poder Ejecutivo para su empleo en la formulación de políticas públicas. Circunscribe su ámbito de actuación al marco jurídico vigente y contribuye a lograr los fines y objetivos esenciales del Estado (Berkowitz y Goodman 2002). La anticipación, la prevención y la proactividad (prospectiva) están al servicio y protección del orden constitucional frente a cualquier amenaza o riesgo susceptible de atentar contra la seguridad y la paz de la nación, contra sus instituciones reconocidas constitucionalmente, así como contra el sistema de derechos y libertades fundamentales.
En su labor de dirección política de los servicios de inteligencia, el ejecutivo democráticamente electo determina de forma previa cuáles serán los objetivos sobre los que la organización de inteligencia debe focalizar su atención y esfuerzos. Ello implica averiguar quiénes son y qué propósitos tienen los enemigos de la democracia, con el fin de combatirlos con mayor efectividad a través de las medidas previstas en la Constitución (Ruíz Miguel 2002, 134). Se desarrolla inteligencia útil para
proteger y promover los intereses nacionales de cualquier naturaleza (políticos, comerciales, empresariales), al objeto de prevenir, detectar y posibilitar la neutralización de aquellas actividades delictivas, grupos o personas que, por su naturaleza, magnitud, consecuencias previsibles, peligrosidad o modalidades, pongan en riesgo, amenacen o atenten contra el ordenamiento constitucional, los derechos y libertades fundamentales (Sansó-Rubert 2022, 210-215).
De igual forma, su utilidad redunda en el empleo como un elemento de análisis del éxito de las políticas públicas y las decisiones adoptadas. Es relevante destinar capacidades de inteligencia para analizar la gestión pública del Estado y el fortalecimiento institucional, con el fin de vislumbrar con la debida anterioridad cómo determinadas decisiones sobre el manejo de lo público (recursos, bienes y servicios) permiten maximizar o no los medios y capacidades estatales empleados. Para ello, hay que identificar las implicaciones de las decisiones adoptadas y esquemas preventivos para evitar incurrir en futuros equívocos.
Gracias a la consolidación de la naturaleza pública de los servicios de inteligencia como una institución más de la administración estatal, y su carácter democrático, la percepción sobre estos servicios y sobre la propia labor de inteligencia ha comenzado a cambiar, de la mano de las iniciativas en favor de la cultura de inteligencia. El marco legal y cultural democrático es requisito sine qua non para una adecuada garantía de la democratización de la inteligencia. Esta no puede ser nunca
un pretexto para olvidar el compromiso del estado de derecho que caracteriza a las democracias, incluso en las situaciones más extremas. Por ello, el uso de poderes excepcionales por parte de los servicios de inteligencia debería estar previsto en las leyes (cuándo, quién, qué, por qué, cómo) (Sansó-Rubert 2004).
Tal objetivo final “viene acompañado de las necesidades de ejercicio del control democrático de la inteligencia estatal, lo cual no significa limitar la capacidad de acción de los organismos que poseen estas facultades” (Sansó-Rubert 2006, 49-68). Por el contrario, se debe entender como aquellos mecanismos que permiten desarrollar las capacidades y el uso de los medios de obtención de información y elaboración de inteligencia, acordes a los imperativos legales propios de un régimen democrático constitucional. Todo ello “en aras de avanzar hacia la consolidación de la democracia, como modelo de Gobierno prevalente” (Pulido y Sansó-Rubert 2020).
En democracia, los servicios de inteligencia no intervienen en la definición de los objetivos de la seguridad nacional (ausencia de autonomía), ya que la política de seguridad no es superior al resto de los objetivos y políticas nacionales. El papel de los servicios se restringe a la dimensión técnica, esto es, asesorar y alertar al poder político sobre posibles fuentes de riesgo para el Estado. Pero será el decisor político el que fije los objetivos de la política de seguridad y, por ende, de los servicios de inteligencia.
Empleando la terminología de Felipe Agüero y Stark (1998), se está produciendo una inercia de “civilinización” de los servicios de inteligencia. Ello deviene del hecho de que prime la dirección civil de estos, así como del personal integrante (incremento del número de civiles entre sus miembros), sin que ello suponga que no se nutran de miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad estatales y de las fuerzas armadas (Agüero y Stark 1998).
En conclusión, resulta primordial que la sociedad tenga una visión objetiva y fidedigna de la labor que realizan los organismos de inteligencia y que los valore en su justa medida. Estos organismos desarrollan sus actividades en el difícil ámbito de la prevención y con la más estricta discreción. Los ciudadanos deben tener la certidumbre de que sus servicios de inteligencia operan con el más absoluto respeto al estado de derecho y dentro de reglas y controles políticos, legales y judiciales definidos, para asegurar la inviolabilidad de los derechos recogidos por la Constitución y las leyes.
Para alcanzar los objetivos planteados, Velasco y Díaz recogen un corolario de iniciativas sobre las que construir y poner en funcionamiento políticas públicas favorables a la implementación de una cultura de inteligencia, dirigida a promover el conocimiento sobre la misión, funciones, legislación y sistemas de control de las estructuras de inteligencia por parte de la sociedad (Llavador Piqueras y Llavador Cisternes 2015, 213). Estas se resumen en las siguientes:
Contribuir a la percepción de los servicios de inteligencia como organizaciones democráticas, dignas de respeto y confianza.
Generar conocimiento en materia de inteligencia.
Aportar conocimiento a los servicios de inteligencia a través de la creación de las reservas de inteligencia.
Generar canales a través de los cuales los servicios de inteligencia se mantengan en contacto con la realidad en la que y para la que trabajan.
Formar ciudadanos para que puedan ejercer un control eficaz sobre los servicios y la actividad de inteligencia.
Contribuir a que el ciudadano se interese por los asuntos que afectan su seguridad, al igual que acontece en otros ámbitos del ejercicio de políticas públicas.
Contribuir a generar confianza en los servicios de inteligencia, mediante un ejercicio de transparencia de sus funciones, misión, actividad y desempeño, sin que esta opción represente un menoscabo de los requisitos de discreción y secretos intrínsecos de la actividad de inteligencia. Ello empata con el ejercicio de desclasificación de la información de forma responsable (Velasco y Díaz 2016, 112-113).
Las contribuciones a la cultura de inteligencia que recogen en mayor o menor medida las legislaciones de los modernos servicios de inteligencia de los países democráticos regulan todo lo concerniente a los organismos de inteligencia y su desempeño. Representan, sin lugar a duda, un reto nada desdeñable a futuro para los servicios de inteligencia, no exentos de dificultades (Ruíz Miguel 2003; Revenga, Díaz Fernández y Jaime 2009).
Una mirada hacia el futuro
La apuesta por el desarrollo y la difusión de una cultura de inteligencia no es tarea fácil. A pesar de los logros, no cabe la autocomplacencia. La ausencia de una arraigada cultura de seguridad e inteligencia en muchos países continúa representando un obstáculo difícil de superar para su materialización.
Más aún si, como se ha indicado en este trabajo, los ciudadanos todavía “perciben o imaginan las actividades de la inteligencia como un referente de lo tenebroso, perverso, oculto y secreto”. Esto se debe, sobre todo, a los escándalos motivados por la politización del uso de la herramienta inteligencia para satisfacer intereses alejados del beneficio nacional (Díaz Matey 2011). Cada escándalo no solo ocasiona un grave deterioro de su imagen pública y la pérdida de fiabilidad y confianza por parte de la sociedad, sino que aleja al ciudadano, al sospechar de una actuación antidemocrática. Se entorpece así todo avance en la cultura de inteligencia.
Para corregir la situación, se han dado los primeros pasos encaminados a que la ciudadanía tome conciencia de la necesidad que tienen las democracias de contar con organismos de inteligencia, su utilidad y la responsabilidad de los Gobiernos en la utilización de esta herramienta fundamental del estado de derecho constitucional. Gracias a esas iniciativas, la percepción sobre los servicios de inteligencia y sobre la propia labor de inteligencia empezó a cambiar de manera progresiva. No obstante, parece que la fuerza y el dinamismo de hace unos años, cuando se dieron los primeros pasos en esta dirección, tienden a enfriar. Desde la crítica constructiva, es necesario hacer una llamada de atención a los poderes públicos y a los responsables de los servicios de inteligencia, porque sobre ellos recae la responsabilidad y el esfuerzo de potenciar la cultura de inteligencia y lograr captar el interés social al respecto. Ese impulso debe ser sostenido en el tiempo; de lo contrario, poco o ningún rédito se obtendrá.
En relación con esta perspectiva, es muy importante entender que los sistemas políticos no son monolíticos y que evolucionan. Por lo tanto, se producen intervalos de transición de un tipo de régimen a otro, propios de los cambios hacia modelos de democracia avanzada, fruto de la madurez social y política, que redundan en el desarrollo del propio régimen político. La transición afecta a las instituciones del Estado y, por descontado, a los aparatos de inteligencia, que no permanecen ajenos a los cambios. La clave en pro de la democratización de la inteligencia como parte de la estrategia de fomento y consolidación de una cultura de inteligencia es invertir dedicación y esfuerzos en conformar estructuras de inteligencia dinámicas, que favorezcan los cambios e, incluso, se conviertan en vanguardia y defensoras de los mismos. Hay que configurar servicios de inteligencia alineados con los principios, valores y objetivos democráticos, que irradien cultura de inteligencia.
Así, el compromiso con el Estado democrático constitucional se ve reforzado a través del desarrollo y la consolidación de la cultura de inteligencia, determinante para avanzar hacia una concepción democrática de la seguridad. De ahí el enfatizar hasta la saciedad la importancia de implementar y reforzar políticas de sensibilización pública e institucional respecto de la cultura de inteligencia. Esto es, ad intra y ad extra de los servicios, para alcanzar efectos plenos y que el intercambio y la trasferencia de conocimiento resulten enriquecedores para todas las partes implicadas.
La seguridad es una responsabilidad de todos. De ahí la necesidad de fomentar el debate público riguroso sobre las cuestiones que afectan a los servicios de inteligencia, de manera que la sociedad participe de los asuntos de seguridad, tal y como establecen muchas de las Estrategias de Seguridad nacionales aprobadas en fecha reciente. Se debe dinamizar la implicación institucional y social a través de programas de formación, encuentros y diálogos, orientados a conseguir un mejor dominio y comprensión de los temas relacionados con la inteligencia nacional; fomentar el intercambio más fluido de ideas, la transparencia con los medios de comunicación, así como una estrategia editorial que propicie la circulación de libros, artículos, tesis doctorales y otras publicaciones con reflexiones innovadoras y esclarecedoras en favor del estudio y la divulgación del ámbito de la inteligencia.
Recapitulando, las estructuras de inteligencia y la labor desempeñada por estas en los Estados democráticos constitucionales han experimentado profundas transformaciones en las últimas décadas. Cambios sustanciales en sintonía con los nuevos tiempos, auspiciados por el encaje constitucional de la inteligencia. Un elemento clave en el desarrollo del relato constitucional actual, así como en los esfuerzos en aras de la defensa y protección del Estado y la salvaguarda de los derechos y libertades fundamentales amparados por la Constitución. Todo ello es fruto de la madurez institucional alcanzada por los servicios de inteligencia bajo el rubro del Estado constitucional. Dichas transformaciones de calado, lejos de ser reconocidas, son percibidas de forma negativa por un amplio espectro de una ciudadanía desinformada y contaminada por informaciones falsas y estereotipos respecto a qué son y para qué sirven los servicios y las actividades de inteligencia.
Ante ese panorama, urge aproximar a la sociedad, a través de la cultura de inteligencia como vehículo de difusión, la relevancia constitucional de los servicios de inteligencia y su labor, conducente a favorecer la consolidación de la democracia constitucional. Para ello, cobra relevancia difundir la legitimidad de los servicios de inteligencia y el desempeño de sus funciones de protección del Estado y la sociedad, conforme a la legalidad, como un elemento relevante en términos de calidad democrática.
Aún falta mucho recorrido para la cultura de inteligencia, pero cada vez más los ciudadanos tienen un conocimiento claro y profundo sobre un tema hasta ahora caracterizado por su opacidad. Esta es, sin duda, la simiente para construir un nuevo relato, como apuntan Velasco y Diaz (2016, 109-115), que contribuya a construir una relación más responsable y basada en la confianza mutua entre los servicios de inteligencia y una sociedad más madura.
El valor de la cultura de inteligencia es el de abrirse, compartir, dialogar, reflexionar. Un ciudadano bien informado y con sentido crítico es determinante en la consecución de una seguridad democrática de calidad. En consecuencia, incrementar la capacidad de entendimiento sobre la labor de los servicios de inteligencia constituye un compromiso y una responsabilidad primordial compartida. No en vano, “una sociedad que ignore a sus servicios de inteligencia es una sociedad incompleta democráticamente” (Velasco y Díaz 2016, 114).