Introducción
De acuerdo al derecho internacional, las inversiones cuentan con un régimen jurídico de protección regulado por los tratados bilaterales de inversión (TBI) suscritos entre Estados soberanos. Estos instrumentos garantizan ciertos estándares de protección al inversionista extranjero frente a actos ilícitos del Estado receptor de la inversión. Las referidas garantías son: a) el trato justo y equitativo al inversionista, lo que prohíbe la discriminación en razón de nacionalidad; b) la prohibición de confiscación -de facto o de iure- de la inversión, lo que no implica la prohibición de expropiación siempre que aquella obedezca a un interés objetivo, verificable, no discriminatorio y que sirva al interés público, seguida de una compensación justa; y, c) el deber de brindar a la inversión seguridades plenas que no la frustren injustamente (Reinisch et.al, 2008).
Como resulta bien conocido, el derecho internacional de las inversiones se caracteriza por gozar de un método de solución de disputas por excelencia: el arbitraje internacional. Se trata, sin duda alguna, de una cuestión paradigmática pues el único otro régimen en el que un ciudadano puede litigar en contra de un Estado soberano en sede internacional es el sistema de protección -universal o regional- de derechos humanos. Basta decir aquí que el arbitraje de inversión surge como una respuesta frente a mecanismos como la protección diplomática y la negociación entre Estados, como representantes de los inversionistas, como natural exigencia del mundo globalizado.
Existen, sin embargo, ciertas circunstancias -de jurisdicción o admisibilidad- en las que el inversor extranjero no puede exigir en sede arbitral las garantías de inversión arriba mencionadas, entre estas, cuando su inversión no califica como tal de acuerdo a los requisitos contemplados en el TBI que invoca o bien porque la inversión es considerada ilegal bajo el Derecho del Estado anfitrión. Ello reviste de importancia considerando que una de las defensas más comunes de los Estados -demandados en el arbitraje- es que la inversión extranjera no cumple con la ley (en sentido amplio) y, en consecuencia, que aquella no puede gozar de las garantías previstas en el TBI respectivo puesto que lo contrario implicaría violentar lo que algunos autores consideran un principio emergente del derecho internacional. Cabe añadir que el requerimiento de que la inversión debe cumplir con el ordenamiento jurídico local para ser objeto de protección bajo el TBI puede ser de carácter explícito, esto es, que surte de los propios términos del tratado, o bien de carácter implícito. Si bien la cuestión central es la misma -la ilegalidad de la inversión- el hecho de que la obligación tenga carácter explícito o implícito comporta consecuencias distintas e importantes en el litigio arbitral como se explicará en detalle más adelante.
A grosso modo, el propósito de esta contribución es abordar la doctrina conocida como Clean Hands relativa a la ilegalidad de las inversiones y sus efectos en el arbitraje internacional, así como reflexionar sobre si aquella doctrina podría aplicarse mutatis mutandis en arbitrajes locales en materia de contratación pública de conformidad con el ordenamiento jurídico ecuatoriano2.
Inversiones ilegales e indeterminación
La disposición de que una inversión se realice de conformidad con la ley es frecuentemente incluida en los TBI a fin de asegurar la legalidad de las inversiones, siendo lo más común es que el tratado contenga una cláusula de reenvío a la legislación local del Estado anfitrión. En palabras del tribunal arbitral que resolvió el caso Gustav F.W Hamester, GmbH & Co KG c. Republica de Ghana (CIADI, 2010, párr. 125):
[Está] claro que los Estados pueden expresamente condicionar el acceso de los inversores a un mecanismo de solución de diferencias, o la disponibilidad de una protección sustantiva. Una de aquellas condiciones más comunes es un requerimiento expreso de que la inversión cumpla con la legislación interna del Estado anfitrión. Esta condición aparece típicamente en el TBI que es el instrumento que contiene el consentimiento del Estado para el arbitraje del CIADI.
Varios tribunales arbitrales CIADI se han pronunciado en el mismo sentido. Entre estos, el tribunal del caso Fraport c. Republica de Filipinas (CIADI,2007, párr. 349) que señaló que a pesar de que el TBI sea un instrumento de derecho internacional nada impide que aquel haga un reenvío al derecho local por lo que el incumplimiento del mismo acarrea también efectos internacionales. Del mismo modo, el tribunal que conoció el caso Tokio Tokeles c. Ucrania (CIADI, 2004, párr. 84) indicó que el requerimiento de que las inversiones cumplan con las leyes y regulaciones del Estado receptor de la inversión es un “requerimiento común” en los TBI modernos.
Generalmente, estas cláusulas se encuentran incluidas en la definición de inversión de acuerdo al TBI, aunque nada impide que se encuentren incluidas en otras disposiciones o bien como una cláusula general del tratado (Moloo & Khachaturian, 2010).
Sin embargo, no existe consenso sobre el alcance de la obligación relativa a la legalidad de la inversión. A manera de ejemplo, algunos tribunales arbitrales, como el que conoció el caso Desert Line c. Yemen (CIADI, 2008, párrs. 104-105) señalan que aquella obligación busca excluir del ámbito de protección a las inversiones realizadas “infringiendo los principios fundamentales del Estado anfitrión” por medio de “tergiversaciones fraudulentas” o “la disimulación del verdadero propietario de la inversión”. De otro lado, el tribunal arbitral que conoció el caso Salini Costruttori S.P.A. c. Reino de Marruecos (CIADI, 2001, párr. 46) indica que las inversiones deben cumplir con las leyes del Estado receptor.
En mi opinión, el problema que acarrea la falta de consenso entre tribunales en relación a esta cuestión es evidente: no toda infracción de una norma jurídica -legal o reglamentaria- implica necesariamente la violación de los principios fundamentales del Estado. Igualmente, al menos en plano teórico, podría darse el caso de una inversión que infrinja principios fundamentales del Estado o de la Comunidad Internacional que no se encuentren recogidos explícitamente en el derecho positivo.
Ya en otras ocasiones he tenido la oportunidad de señalar la razón de este problema, basta mencionar que en el arbitraje internacional de inversiones no existe stare decisis dada la naturaleza de los tribunales que ejercen jurisdicción -tribunales ad hoc, carentes de un sistema de jerarquía entre ellos, sin un método de unificación formal de decisiones-conlleva, la coexistencia de estándares jurídicos disímiles y casos análogos con resultados contradictorios (Cervantes, 2016, pp. 110-111).
A lo mencionado cabe agregar que tampoco existe consenso en el foro arbitral sobre si las decisiones de otros tribunales deben, si quiera, ser tomadas en consideración:
La coherencia y la previsibilidad de las decisiones no se encuentra garantizada-no existe consenso, ni siquiera entre los árbitros, sobre este tema. Así en el laudo de Vivendi c. Argentina incluyeron otras dieciocho decisiones en las que se había rechazado la misma objeción estatal, para realzar la consistencia de la decisión en cuestión. De otro lado en SGS c. Filipinas, el tribunal arbitral señaló que “no debían seguirse precedentes, ya que por definición todos los TBI son distintos. Además, sostuvo que no hay razón para que el tribunal que interviene en un caso anterior decida la suerte de los subsiguientes casos. De otro lado en Machala Power c. Ecuador, el tribunal arbitral dijo que las decisiones “deben buscar adoptar un desarrollo armonioso del derecho de inversiones y por tanto llenar las legítimas expectativas de la comunidad de Estados e inversionistas de certeza del imperio del derecho (Cervantes, 2017, pp. 92-93).
Un dato curioso es que la doctrina de Clean Hands tiene raíces en aforismos latinos3 y la práctica domestica anglo-americana de equity. La doctrina no es fruto originario del arbitraje internacional de inversiones sino del arbitraje interestatal, específicamente, la expresión nace en el seno de la Corte Internacional de Justicia4. A pesar de ello, la doctrina Clean Hands nunca ha sido reconocida como un principio de derecho aplicable de conformidad con el Estatuto de la Corte Internacional de justicia (Art. 38), pero tampoco ha sido expresamente rechazada y algunos jueces de este tribunal han defendido la doctrina en votos disidentes. En todo caso, la lógica que subyace a la doctrina es que quién comete un acto ilícito no puede derivar consecuencias positivas de aquel ni exigirlas por intermedio de la justicia (Dumberry & Dumas-Aubin, 2013, p. 1).
Aspectos procesales: negativa de jurisdicción o desestimación de méritos
Cuando el TBI exige explícitamente que la inversión se realice de conformidad con la legislación del Estado anfitrión, la falta de cumplimiento de esta condición conlleva que el tribunal de arbitraje carezca de jurisdicción para conocer el asunto puesto que el consentimiento del Estado -fundamental para el arbitraje- está limitado materialmente a inversiones legales, así lo sostuvo el tribunal arbitral que conoció el caso Sabas Fakes c. Turquía (CIADI, 2010, párr. 115). Con argumentos similares, el tribunal arbitral que resolvió el caso Inceysa Vallisotelana S.L. c. la República del Salvador (CIADI, 2006, párrs. 195, 208) señaló que:
Habiendo decidido el tribunal que el consentimiento otorgado por el Reino de España y la República de El Salvador excluye inversiones no realizadas de conformidad con las leyes del Estado anfitrión, el mismo debe determinar si la inversión que ha generado la disputa fue realizada de acuerdo a las leyes de […] El Salvador para determinar si este tribunal es competente o no para conocer la controversia sometida a su conocimiento.
Lo interesante del caso en cuestión es que el tribunal arbitral no se refirió a la legislación salvadoreña para decidir si la inversión se había realizado de conformidad con el ordenamiento jurídico. Más bien, optó por un análisis en base al TBI y, aunque notó que el mismo no tenía criterios sustantivos para resolver la cuestión, verificó que el TBI hacía una referencia a “las reglas generalmente aceptadas y principios del derecho internacional” (CIADI, 2006, párrs. 230-239). Con esa consideración, el tribunal indicó que el demandante había infringido el principio de buena fe, el principio de que nadie puede beneficiarse de su propio dolo, el orden público internacional y la prohibición de enriquecimiento injusto.
De otro lado, en el caso Fraport c. Republica de Filipinas (CIADI, 2007, párr. 401), el tribunal arbitral encontró que el demandante había eludido la aplicación de una ley filipina celebrando un acuerdo secreto entre accionistas, disimulando su participación accionaria, pero manteniendo el control en las decisiones importantes para la inversión. En este caso, el tribunal arbitral analizó explícitamente la legislación filipina y determinó que la tergiversación fraudulenta provocaba que su inversión no cumpliera con la legislación interna del país, cuya consecuencia fue la declaración de incompetencia del tribunal rattione materiae.
En el caso Anderson y otros c. República de Costa Rica (CIADI, 2010, párrs. 46-58), el tribunal arbitral señaló que “la práctica prudente de la inversión requiere del ejercicio de un due diligence antes de comprometer recursos a cualquier propuesta particular de inversión” y que un “elemento importante de esa due diligence es que los inversionistas se aseguren de que sus inversiones cumplen con la ley”. El tribunal señaló que el referido deber no era “excesivamente oneroso ni irrazonable”. Este pronunciamiento se dio en el contexto de una reclamación de 137 ciudadanos canadienses frente a Costa Rica en relación a una inversión realizada a través de los hermanos Villalobos en una operación de intercambio de divisas. El tribunal señaló que los hermanos Villalobos violaron la Ley del Banco Central de Costa Rica al iniciar operaciones de intermediación financiera sin autorización.
En síntesis, los casos arriba mencionados evidencian la ausencia de un parámetro de control común en el foro arbitral para evaluar la ilegalidad de las inversiones. Algunos tribunales utilizan principios generales del derecho, otros la legislación del Estado anfitrión y otros se remiten a las disposiciones sustantivas del TBI aplicable.
Por supuesto, la obligación de que la inversión cumpla con la legislación del Estado anfitrión no tiene carácter absoluto. Se ha argumentado que ciertos TBI solo exigen cumplir con este requisito al momento del establecimiento de la inversión (Moloo & Khachaturian, 2010, p. 1482). Adhiero, sin objeción alguna, al criterio expuesto puesto que ello no implica que el inversor extranjero pueda infringir libremente el marco regulatorio del Estado luego de haber establecido la inversión. En caso de que aquello suceda el tribunal arbitral, se declarará competente para conocer la controversia y desestimará los reclamos del inversor en razón de que el Estado ha ejercido legítimamente sus potestades regulatorias, lo que exige un laudo de mérito.
De otro lado, si se verifica que el inversionista no cumplió con el ordenamiento jurídico vigente al momento del establecimiento de la inversión, el tribunal se declarará incompetente en una decisión preliminar sin conocer el fondo de la controversia. Ello tiene pleno sentido visto desde el principio de igualdad de armas: el inversionista no puede prever, al momento de invertir, las modificaciones regulatorias que pueda adoptar un Estado a futuro. En contrapartida, el Estado no puede abusar de su poder regulatorio (policy power) para ilegalizar inversiones ex post facto y evitar laudos de mérito en los arbitrajes internacionales. Como se destacó en Fraport c. Republica de Filipinas (CIADI, 2007, párr. 345):
La operación efectiva del régimen de los TBI parecería requerir que el cumplimiento jurisdiccional sea limitado al inicio de la inversión. Si, al tiempo del inicio de la inversión, ha existió cumplimiento de la ley del Estado anfitrión, las alegaciones del Estado anfitrión de que han existido violaciones a sus leyes en el curso del desarrollo de la inversión […] pueden servir como defensa a las violaciones sustantivas del TBI, pero no pueden obstaculizar que el tribunal actúa bajo la autoridad de la jurisdicción del TBI.
En todo caso, en Gustav F.W Hamester, GmbH & Co KG c. Republica de Ghana (CIADI, 2010, párrs. 123-132) se indicó que existen principios generales del derecho aplicables aunque ellos no se desprendan directamente del texto utilizado en el TBI. El tribunal señala entre ellos la prohibición de brindar protección a inversiones que violen el principio de buena fe a través de a) fraude, b) corrupción y, c) conductas engañosas. En el mismo sentido, en el caso Plama Consortium LTD c. República de Bulgaria (CIADI, 2008, párrs. 141-143) se señaló que la obligación de cumplir con la ley del Estado anfitrión es implícita, aunque no se señale así en el TBI.
Recapitulando, en el supuesto de que el TBI exija que la inversión cumpla con el ordenamiento jurídico interno para ser considerada como tal, el requerimiento constituye un requisito de jurisdicción -al ser un elemento del consentimiento estatal para arbitrar- y si se comprueba la ilegalidad de la inversión el tribunal de arbitraje deberá declarar que no tiene jurisdicción sobre la controversia. Cuestión distinta sucede cuando la obligación no consta explícitamente en el tratado, ya que los tribunales arbitrales mantienen una tendencia a reclamar jurisdicción y, en todo caso, decidir sobre la legalidad de la inversión en su laudo final. Como se indicó en el caso Gustav F.W Hamester, GmbH & Co KG c. Republica de Ghana (CIADI, 2010, párrs. 123-132):
No hay duda de que el requisito de la conformidad con la ley es importante con respecto al acceso a las disposiciones sustantivas sobre la protección del inversor bajo el TBI. Este acceso puede ser denegado a través de una decisión en los méritos. Sin embargo, si es manifiesto que la inversión se ha realizado en violación de la ley, está en consonancia con economía judicial no afirmar jurisdicción.
En realidad, lo dirimente para que la cuestión se resuelva como de jurisdicción o de admisibilidad -el tribunal debe de reclamar jurisdicción y competencia para resolver sobre la admisibilidad de una demanda- es el carácter manifiesto de la ilegalidad de la inversión. Sin embargo, aquello desdibuja el alcance de cada etapa procesal e implica una carga argumentativa sobre temas que merecen actividad probatoria. Por ejemplo, si el capital invertido en el Estado anfitrión es producto de una actividad ilícita (lavado de activos)5.
De lo repasado hasta aquí podemos concluir que no existe un consenso alrededor de la doctrina de Clean Hands, existiendo tribunales -como la Corte Internacional de Justicia- que no la reconocen como un principio de derecho consuetudinario. De otro lado, los tribunales de arbitraje internacional de inversión aplican la doctrina Clean Hands de forma disímil y con distinto alcance. No existe un precedente vinculante sobre el grado de infracción al derecho interno necesario para ilegalizar la inversión (principios fundamentales del Estado o leyes en sentido amplio). Tampoco existe consenso sobre si esta alegación debe ser resuelta en fase de jurisdicción o fase de méritos, ni tampoco una lista taxativa de conductas prohibidas.
De hecho, se ha discutido la posibilidad -aunque sin éxito en la práctica- de que los tribunales arbitrales internacionales denieguen su jurisdicción bajo la doctrina Clean Hands en caso de verificar que el inversionista ha infringido normas de derechos humanos (v.g. la prohibición de esclavitud, de tortura, de desplazamientos forzados).
Quienes sostienen esta posición argumentan que si bien las compañías privadas no se ven vinculadas directamente a los tratados universales o regionales de derechos humanos, aquellas sí se encuentran obligadas a cumplir la legislación interna de cada Estado y, por tanto, indirectamente obligados a respetar el Derecho que emana de los tratados suscritos por el Estado anfitrión de la inversión (Kałduński, 2015, p. 97-98). Además, nada impide negociar un TBI que contenga obligaciones sustantivas relativas a derechos humanos (Dumberry & Dumas-Aubin, 2013, p. 9). Para limitar el alcance de esta obligación se exigiría: a) que la infracción sea grave y, b) que la violación de derechos humanos se encuentre directamente relacionada con la inversión.
A pesar de lo atractivo y lógico de la propuesta6, el estado actual del derecho internacional dificulta aquella extensión de responsabilidad por lo que la aplicación de la doctrina Clean Hands se limita en la práctica a supuestos de inversiones que, al momento de su establecimiento, no cumplían con el ordenamiento jurídico local y a situaciones como fraude o corrupción por parte del inversionista y el Estado7.
El cáncer de la corrupción y el rol del arbitraje
La corrupción constituye el mayor obstáculo al desarrollo económico y social y la región suramericana se encuentra severamente expuesta a este mal, como demuestran hechos de público conocimiento. De acuerdo a la UNODC “cada año se paga un billón de dólares en sobornos y se calcula que se roban 2,6 billones de dólares anuales mediante la corrupción, suma que equivale a más del 5% del producto interior bruto mundial”. De otro lado, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo calcula que en los países en desarrollo se pierde, debido a la corrupción, una cantidad de dinero diez veces mayor que la dedicada a la asistencia pública para el desarrollo (UNODC, 2016, p. 1).
Asimismo, la corrupción debilita la estructura estatal y la confianza del ciudadano en la administración pública, inclusive, puede perjudicar la seguridad pública en el caso de afectar a los agentes del orden. Sin embargo, lo más grave es que la corrupción pone en jaque la existencia misma del régimen democrático (pues las decisiones no se adoptan bajo criterios de transparencia e interés general) y el Estado de Derecho al afectar el sistema de administración de justicia. La corrupción tiene también capacidad de pervertir a altos funcionarios ejecutivos; y, en el caso de la contratación pública, impone barreras económicas ilegales afectando la libre competencia, trasladando el costo del pago indebido a la ciudadanía o disminuyendo la calidad del producto o servicio.
Este problema tiene especial relevancia en el caso latinoamericano puesto que el mercado de recursos extractivos (minería, petróleo, gas) es pieza fundamental de las economías de la región. Por ello, existe el derecho internacional un conjunto de instrumentos destinados a prevenir y combatir la corrupción8.
El arbitraje internacional de las inversiones cumple una tarea importante -aunque imperfecta- en la lucha contra la corrupción. Un caso paradigmático es la decisión del árbitro sueco Gunnar Lagergren en un arbitraje en la Cámara de Comercio Internacional en el año 1963 (p. 282). El árbitro se declaró incompetente para dictar un laudo de mérito pues “el acuerdo celebrado entre las partes contemplaba el soborno de funcionarios argentinos con la finalidad de conseguir el negocio deseado”, y que las comisiones a pagarse se utilizarían “en su mayor parte para el pago de sobornos”9. Adicional a ello, indicó que ningún tribunal -fuera arbitral o judicial- podía entender un caso de estas características, debido a que “los contratos que implican una violación grave a la moral (bonos mores) y al orden público internacional son inválidos o al menos no pueden ejecutarse y, en consecuencia, tampoco pueden ser adjudicados por jueces o árbitros” (Gillis, 1994, p. 227).
Por lo mencionado, conviene distinguir entre la mera infracción del marco regulatorio de la comisión de delitos como vehículo de la inversión pues constituyen dos motivos distintos -con consecuencias jurídicas también distintas- para solicitar la aplicación de la doctrina Clean Hands. Por ejemplo, en el caso World Duty Free Co c. República de Kenia (CIADI, 2006, p. 36-41) “el inversionista reconoció haber pagado un soborno de más de dos millones de dólares al entonces presidente del país, lo que condujo al tribunal arbitral a admitir la excepción de corrupción planteada por el Estado demandado y exoneró al Estado de cualquier obligación indemnizatoria respecto del inversor extranjero, sujeto activo del acto corrupto” (Fach Gómez, 2017, p. 22).
Sin embargo, lo sucedido en este caso no es la regla general sino más bien la excepción puesto que: a) las partes conscientes de que la responsabilidad por los actos de corrupción es -generalmente- compartida deciden no plantear la cuestión ante el tribunal; o, b) puede suceder que una parte alegue la cuestión de corrupción y luego se retracte como sucedió en el caso F-W Oil Interest Inc v. República de Trinidad y Tobago (CIADI, 2006, pp. 24-27); o, c) la parte que alega el cometimientos de actos de corrupción no logra probar sus dichos. Por ejemplo, en el caso EDV v. Romania (CIADI, 2009, p. 64), el tribunal indicó que:
La corrupción tiene que probarse y es sabido que es difícil de probar, ya que habitualmente se carece de prueba o esta es escasa. La seriedad de la acusación de corrupción en este caso, considerando que implica a funcionarios del más alto nivel del gobierno rumano, exige una prueba clara y convincente. Hay un consenso generalizado entre los tribunales internacionales y la doctrina respecto de la necesidad de exigir un alto estándar de prueba de la corrupción.
Desde mi punto de vista, no existe tal consenso sobre el estándar probatorio de la corrupción en el arbitraje internacional. Existen al menos tres aproximaciones a la cuestión: 1) tribunales que exigen un estándar de prueba alto y convincente, más allá de la duda razonable; 2) tribunales que exigen un estándar de prueba medio; y, 3) tribunales que establecen un estándar de prueba bajo, que concluye la existencia de corrupción en base a evidencia circunstancial e inferencias con fundamento en la sana crítica.
En relación al tercer estándar probatorio de corrupción, en el laudo Metal-Tech c. República de Uzbekistán (CIADI, 2013, p. 79), el tribunal proclamó su falta de jurisdicción para conocer la demanda y contrademanda presentadas por las partes. Uzbekistán alegó que la empresa israelita cometió actos corruptos pero el tribunal afirmó que “no va a recurrir a presunciones o a alteraciones en la carga de la prueba”, sino que, para determinar con una certeza razonable si existió corrupción, se va a encargar de “buscar por sí mismo pruebas adicionales de la naturaleza y propósito” de los pagos relacionados con actos de corrupción (CIADI, 2013, p. 79). Así, el tribunal estableció una serie de red flags o banderines de alerta que le permitieron concluir que existían indicios suficientes de corrupción como para no admitir la controversia en arbitraje. En el caso que nos ocupa, varios de los consultores contratados por Metal-Tech carecían de la formación técnica necesaria, eran familiares de altos cargos del gobierno -como el hermano del Primer Ministro- y recibieron pagos exorbitados -$4 millones de dólares- en cuentas ubicadas en paraísos fiscales (CIADI, 2013, p. 24).
En este contexto, se han desarrollado varias directrices que permiten inferir prácticas de corrupción en el arbitraje internacional (Baizeau & Hayes, 2017, p. 10) habida cuenta de la dificultad de probar estos actos:
1) Cuando el inversionista alegue haber recibido trato ilegal por parte del Estado por negarse a pagar sobornos; 2) cuando el Estado receptor de la inversión es recurrentemente acusado de recibir pagos indebidos -o el Estado consta con una calificación deficiente en el índice de corrupción de Transparencia Internacional-; 3) cuando un tercero -agente o intermediario- es sugerido al inversionista por parte de un funcionario público o por quién detente la autoridad sobre la viabilidad de la inversión; 4) cuando el tercero -agente o intermediario- tiene una vinculación personal o familiar relevante con un funcionario público; 5) cuando un due diligence revela que el tercero opera a través de estructuras societarias no transparentes; 6) cuando la necesidad de contratar un agente surge antes o después de que el contrato sea adjudicado; 7) cuando el pago al agente o intermediario parezca desproporcional a su gestión; 8) cuando el agente o intermediario requiera términos contractuales o de pago inusuales al Estado en el que opera; 9) cuando el agente no puede demostrar sus actividades en ejercicio del encargo; 10) cuando la remuneración del agente sea un porcentaje de la cuantía del contrato, entre otros10.
En todo caso, es necesario reflexionar sobre lo que se ha llamado la trampa de la corrupción. Una decisión que inadmite la controversia a arbitraje al entender que el inversionista -pero también el Estado pasivamente- ha incurrido en actos de corrupción no tiene en cuenta el beneficio económico que la inadmisibilidad de la demanda reporta al Estado corrupto -imaginemos un supuesto en el que el inversionista reclama la expropiación de facto de sus activos- ni tampoco promueve la erradicación de la corrupción sino que la promueve como una estrategia de defensa ex ante al garantizar a los Estados un medio para salir indemnes. Este óbice del problema ha sido reconocido en el caso Metal-Tech c. República de Uzbekistán (CIADI, 2013, p. 133):
[…]es cierto que el resultado en los casos de corrupción en ocasiones resulta insatisfactorio, porque al menos en un primer momento, parece darle una ventaja injusta a la parte demandada; la idea sin embargo no es castigar a una parte a costa de la otra, sino asegurar la promoción del Estado de Derecho, que implica que una corte arbitral o tribunal no puede asistir a una parte que se ha involucrado en un acto corrupto.
Haciendo aún más explícita la preocupación del foro arbitral sobre este tema, se señaló en la decisión del caso World Duty Free Co c. República de Kenia (CIADI, 2006, p. 59) que:
Sigue siendo sin embargo una característica muy preocupante de este caso el hecho de que el destinatario corrupto del soborno de la demandante era más que un oficial del Estado, dado que era su oficial de más rango, el propio presidente de Kenia; y que sea Kenia quien presente las ilegalidades de su propio expresidente como una defensa completa frente a las reclamaciones de la demandante. Adicionalmente, en las pruebas que se han presentado al Tribunal, el soborno fue aparentemente solicitado por el Presidente de Kenia y no iniciado por completo por la demandante. Aunque el presidente de Kenia ha dejado el cargo y ya no goza de inmunidad jurisdiccional en virtud de la Constitución de Kenia, parece que Kenia no ha realizado ningún intento de procesarlo por corrupción o de recuperar la cuantía del soborno ante la jurisdicción civil.
En fin, se trata de un problema serio que ha llamado la atención de varios autores que han propuesto diversas medidas para afrontarlo. Una de ellas es que los tribunales arbitrales admitan la excepción de corrupción planteada por el Estado, permitiéndole salir indemne de la controversia, solamente cuando el mismo demuestre su compromiso con la lucha contra la corrupción tomando todas las medidas a su alcance para procesar y sancionar a los funcionarios corruptos (Habazin, 2016, p. 807).
La defensa del inversor: el error de buena fe, la falta leve y el estoppel del Estado receptor de la inversión
Como se explicó anteriormente, la doctrina Clean Hands no agota su aplicabilidad en casos de corrupción, sino que se extiende a aquellos casos en los que la inversión no cumple con el ordenamiento jurídico del Estado anfitrión. Sin embargo, no cualquier incumplimiento de la regulación local permite al tribunal arbitral declinar su jurisdicción, para ello será necesario que: a) se trate de una infracción grave del ordenamiento jurídico local; b) que no haya sido permitida -expresa o tácitamente- por el Estado receptor de la inversión; y, c) que el inversionista haya conocido o hubiere debido conocer, con mediana responsabilidad sobre sus negocios, que estaba cometiendo una infracción.
Se podría pensar que cualquier quebrantamiento del ordenamiento jurídico del inversor, por mínimo que sea este, implica la exclusión de la inversión del régimen de protección del TBI. Esta cuestión surgió en el debate del caso Tokio Tokeles c. Ucrania (CIADI, 2004, párr. 83). En aquella ocasión, el Estado alegó que el inversionista había incurrido en defectos al rellenar documentos sobre la inversión. Al respecto, el tribunal señaló:
Aunque pudiéramos confirmar las alegaciones del demandado, lo que requeriría un examen exhaustivo de detalles minuciosos de los procedimientos administrativos del derecho ucraniano, excluir una inversión sobre la base de dicho error menor sería inconsistente con el objeto y el propósito del Tratado. En nuestra opinión, el registro por parte del Estado de cada una de las inversiones de la demandante indica que la inversión en cuestión se realizó de conformidad con las leyes y regulaciones de Ucrania.
En casos como Fraport c. Republica de Filipinas (CIADI, 2007, párr. 396), se ha prescindido del test de los errores menores y se ha adoptado el criterio de que ciertos errores del inversor pudieron haber sido cometidos de buena fe. En estas circunstancias, tomando en consideración que el régimen internacional promueve, precisamente, la protección de las inversiones, sería un sinsentido desproveer absolutamente de aquella a las inversiones en base a infracciones menores ya que, en este supuesto, debería aplicarse una sanción proporcional al inversor. En este sentido, la aplicación de la doctrina Clean Hands constituye quizá la sanción más grave para un inversionista:
En ciertas circunstancias, la ley en cuestión del Estado anfitrión puede no ser completamente clara y los errores pueden hacerse de buena fe. Un indicador de un error de buena fe sería la falla del informe de diligencia debida legal elaborado por un abogado local competente para el asunto. Otro indicador que debería funcionar a favor de un inversor que ha incumplido una prohibición en la legislación local sería que el acto que genera incumplimiento no era central para la rentabilidad de la inversión, de modo que el inversor podría haber realizado la inversión de conformidad con las leyes locales sin ninguna pérdida de rentabilidad. Esto indicaría la buena fe del inversor. (CIADI, 2007, párr. 396)
En ciertos Estados, los gobiernos de turno son conscientes de las irregularidades de las inversiones extranjeras y, sin embargo, permiten que estas continúen operando sin sanción alguna. En cambio, cuando el gobierno quiere intimidar o castigar a un inversor extranjero puede iniciar procesos jurídico-sancionatorios de forma selectiva. La lógica de estos gobiernos autoritarios es sencilla: mientras estés con nosotros, tendrás condiciones favorables a tu inversión. En el momento en el que dejes de estar con nosotros tendrás que obedecer todas las leyes en su máximo rigor.
Pero cuando un Estado ha aceptado tácitamente el desarrollo y los tropiezos de una inversión extranjera, no puede después aprovecharse de su propia negligencia inicial y aplicar selectivamente la ley en función de su relación con los distintos inversores extranjeros que operan en su jurisdicción (Mirzayev, 2012, p. 99). Por ejemplo, en Fraport c. Republica de Filipinas (CIADI, 2007, párrs. 146-147) se indicó que hay “principios de la justicia que impiden a un Estado reclamar las violaciones a su propio derecho como una defensa jurisdiccional cuando deliberadamente los pasó por alto y aprobó una inversión que no cumplía con su ley”11.
Lecciones para arbitrajes locales
En esta sección procuraré analizar si la doctrina Clean Hands, que como se ha explicado a lo largo de esta contribución, es de principal aplicación en el arbitraje internacional de inversión, podría ser aplicada en el derecho ecuatoriano para arbitrajes locales. Específicamente, si puede o no aplicarse en controversias surgidas de un proceso de contratación pública entre la Administración y un particular.
La Ley de Arbitraje y Mediación ecuatoriana (Art. 4 LAM) permite el arbitraje entre un particular e instituciones que conformen el sector público ecuatoriano siempre que: a) el convenio arbitral se pacte con anterioridad a la controversia; o, cuando la controversia ya se haya configurado, exista pronunciamiento favorable del Procurador General del Estado para la suscripción de un convenio arbitral12; b) que la relación jurídica objeto del convenio arbitral sea de carácter contractual; c) que el convenio incluya el método de selección de los árbitros; y, d) que el convenio sea suscrito por la persona autorizada para contratar a nombre de la institución estatal13. Por su parte, la Ley Orgánica del Sistema Nacional de Contratación Pública (LOSNCP) señala en su artículo 104 que en la contratación pública siempre operará el arbitraje en derecho y no en equidad14.
Un concepto básico para introducirnos en el problema es el de la separabilidad del convenio arbitral frente al contrato principal al que accede -recordemos que en Ecuador el arbitraje entre el Estado y particulares se circunscribe a controversias contractuales excluyendo, por definición, hechos que impliquen la responsabilidad extra contractual del Estado15. La ficción de separabilidad tiene como función que los árbitros conserven su jurisdicción y competencia para declarar, de ser procedente, la nulidad del contrato principal.
Esto tiene sentido, pues en caso contrario la cláusula arbitral incluida en el contrato viciado de nulidad absoluta correría con la misma suerte. En atención a ese razonamiento la Ley (Art. 5 LAM) prescribe que “la nulidad de un contrato no afectará la vigencia del convenio arbitral”.
En el caso ecuatoriano, el tribunal arbitral podría aplicar la doctrina Clean Hands en dos oportunidades: a) al momento de decidir sobre su competencia en la audiencia de sustanciación (Art. 22 LAM); o, b) al momento de expedir un laudo de mérito. Recordemos que en el arbitraje de inversión existen también dos oportunidades para aplicar la referida doctrina: a) en primer lugar, ciertos tribunales arbitrales han decidido abstenerse de conocer el fondo de la controversia a través de un laudo parcial de jurisdicción. Sin embargo, b) es común que se invoque la doctrina de manos limpias para desechar la pretensión en un laudo de mérito.
Como se explicará más adelante, existen razones procesales y de legitimidad que exigen que la doctrina Clean Hands -si así quiere llamársele- sea aplicada solamente a través de un laudo de mérito, producto de un proceso con garantía de audiencia y pruebas. El resultado debe ser la declaratoria de nulidad absoluta del acto y no la declaratoria de inarbitrabilidad de la controversia.
Empezaré por señalar que en el principio de presunción de inocencia es propio del ordenamiento jurídico-penal y no debería ser alegremente trasladado al régimen contractual, principalmente, porque su razón histórica es la de precautelar los bienes jurídicos más preciados para el ser humano: la vida y la libertad. En este sentido, el hecho de que un tribunal arbitral declare que carece de competencia porque la materia es inarbitrable -al involucrar actos de corrupción con potencial responsabilidad penal- no violenta el referido principio constitucional, simple y llanamente porque la decisión de los árbitros no comporta una adjudicación de responsabilidad penal, sino que tiene efectos puramente civiles.
Empero, la Constitución ecuatoriana (Art.76.2) extiende la garantía de presunción de inocencia a “todo proceso en el que se determinen derechos y obligaciones de cualquier orden mientras no se declare su responsabilidad mediante resolución firme” (CRE, 2008, p. 56). Por tanto, dicha garantía constitucional es también aplicable al arbitraje en Ecuador. Sin embargo, ello no constituye un impedimento para la aplicación de la doctrina Clean Hands.
El Código Civil ecuatoriano (Art. 1478) señala que hay objeto ilícito en “todo lo que contraviene al Derecho Público ecuatoriano” y “generalmente en todo contrato prohibido por las leyes” (Art. 1482). Asimismo, “no puede haber obligación sin causa real y lícita”, siendo la causa el “motivo que induce al acto o contrato; y por causa ilícita la prohibida por la ley, o contraria a las buenas costumbres o al orden público”. En ese sentido, la ley señala que “la promesa de dar algo en recompensa de un delito o de un hecho inmoral, tiene una causa ilícita” (Art.1483 CC). Conforme al derecho ecuatoriano, estos vicios acarrean la nulidad absoluta del acto jurídico (Código Civil, 2005, p. 72):
La nulidad absoluta puede y debe ser declarada por el juez, aún sin petición de parte, cuando aparece de manifiesto en el acto o contrato; puede alegarse por todo el que tenga interés en ello, excepto el que ha ejecutado el acto o celebrado el contrato, sabiendo o debiendo saber el vicio que lo invalidaba; puede asimismo pedirse por el ministerio público, en interés de la moral o de la ley; y no puede sanearse por la ratificación de las partes, ni por un lapso que no pase de quince años (Art. 1699 CC).
Del repaso de las precitadas normas legales podemos alcanzar la síntesis de que la Constitución extiende el principio de presunción de inocencia también al arbitraje, pero que ese principio bien puede ser derrotado, únicamente para los efectos civiles pertinentes, si se adopta a través de una resolución en firme, lo que dicho sea de paso, es característico del procedimiento arbitral de única instancia16. En esa resolución arbitral bien podría determinarse que la causa o el objeto que indujo al contrato público son ilícitos y que por tanto acarrean la nulidad absoluta del mismo. Desde mi punto de vista, sería desafortunado entender aquello como una aplicación de la novedosa de la doctrina Clean Hands cuando claramente se trata de la aplicación exegética de la ley.
También es una característica importante del arbitraje la confidencialidad que inspira el proceso. Sin embargo, cuando el objeto del arbitraje es un contrato público celebrado por el Estado que podría verse manchado por actos de corrupción, ese principio debe ceder e inclusive invertirse, garantizando la máxima transparencia al ser una natural exigencia del régimen democrático y del Estado de Derecho. Aquello es perfectamente compatible con la naturaleza procesal de la nulidad absoluta, que puede ser demandada por el Ministerio Público o por cualquier ciudadano que tenga interés en ello, lo que beneficia el control público y la separación de poderes17. Asimismo, el juez -en este caso el árbitro- tiene el deber jurídico de anular de oficio el acto absolutamente nulo.
Como es conocido, generalmente, el efecto de la declaratoria de nulidad absoluta es la restitución de las cosas al estado anterior en el que se encontraban las partes antes de la celebración del acto. En el caso específico de la causa y el objeto ilícito (Art.1484 CC), el efecto es distinto y consiste en que “no podrá repetirse lo que se ha dado o pagado por un objeto o causa ilícita, a sabiendas” (Código Civil, 2005, p. 72). Sin embargo, aquel efecto no es el correspondiente en el caso de que un contrato público haya sido anulado por motivos de corrupción y haya causado perjuicio al patrimonio público.
En ese supuesto es aplicable, por el principio de especialidad y de jerarquía normativa, el segundo inciso del artículo 64 de la Ley Orgánica del Sistema Nacional de Contratación Pública (LOSNCP) que indica que cuando se “celebrare un contrato contra expresa prohibición de esta Ley” y si “[…] la celebración del contrato causare perjuicio económico a la Entidad Contratante, serán responsables solidarios el contratista y los funcionarios que hubieren tramitado y celebrado el contrato, sin perjuicio de la sanción administrativa y penal a que hubiere lugar” (LOSNCP, 2008 p. 30).
Es decir, la nulidad absoluta declarada con motivo de corrupción permite al Estado -a través de la entidad contratante- demandar judicialmente la restitución del patrimonio estatal tanto al contratista como a todos los funcionarios que intervinieron en el proceso pre-contractual y contractual. Nótese que la ley los trata como responsables solidarios sin que opere entre ellos beneficio de orden alguno, ni tampoco un régimen de responsabilidad mancomunada, debiendo responder cada uno por la totalidad de la obligación, en este caso de restitución.
Por otro lado, si se entiende la doctrina Clean Hands como un mecanismo para declinar jurisdicción y competencia sobre una controversia, existen buenas razones para no aplicarla en arbitrajes locales relativos a contratación pública. Ello no significa que no sea posible, pues los distintos reglamentos que rigen los procedimientos de arbitraje institucional en Ecuador permiten al Tribunal de arbitraje solicitar pruebas a las partes para evacuar en la Audiencia de Sustanciación. Esas pruebas podrían ceñirse a las alegaciones sobre corrupción que serían objeto de una decisión preliminar del tribunal arbitral. Sin embargo, en caso de que la alegación prospere y el tribunal rechace conocer el caso operaría la extinción del contrato arbitral, habilitando a las partes a acudir a la justicia ordinaria, en la que igualmente se perseguiría la declaratoria de nulidad absoluta del contrato en cuestión. No debe olvidarse que el arbitraje es siempre un medio y no un fin en sí mismo.
Conclusiones
La doctrina de Clean Hands surge en el seno del arbitraje internacional interestatal y no del arbitraje de inversión. Sin embargo, ha sido en este último contexto donde la doctrina ha encontrado cierta acogida. Su aplicación puede surtir dos efectos distintos: a) que el tribunal arbitral rechace ejercer jurisdicción; o, b) que el tribunal declare los reclamos del inversionista improcedentes. La doctrina resulta aplicable a dos casos: a) cuando la inversión no cumple con los requisitos para ser considerada como tal bajo el ordenamiento jurídico del Estado anfitrión; o, b) cuando existen actos de corrupción relacionados con el establecimiento o desarrollo de la inversión.
Si la doctrina es aplicada porque la inversión no cumple con el ordenamiento jurídico del Estado anfitrión, el inversionista cuenta con tres posibles defensas: a) que se trata de un error menor; b) que se trata de un error de buena fe; o, c) que ha operado el Estoppel18 en contra del Estado. Ciertos factores como haber realizado un due diligence o que la infracción no haya reportado beneficio alguno al inversionista se consideran como indicios de buena fe por parte del mismo. Existen directrices que deben alertar a los árbitros y a las partes sobre posibles conductas vinculadas a la corrupción. En el ámbito internacional, la doctrina Clean Hands constituye la sanción más severa contra el inversionista pues se le priva de la posibilidad de exigir protección bajo el TBI correspondiente.
En el arbitraje local, la doctrina Clean Hands no resulta aplicable, o al menos no produce los mismos efectos que en el ámbito internacional (privar al demandante de toda posibilidad de tutela jurisdiccional internacional) En el ámbito local, si un tribunal arbitral se declara incompetente en razón de la materia, se produciría la extinción del contrato arbitral, habilitando a las partes procesales a acudir a la justicia ordinaria en garantía del derecho constitucional a la tutela judicial efectiva. Cuando se descubran indicios de corrupción a instancia de parte, de un tercero, o por motivos fundados de los propios árbitros, el tribunal arbitral podrá requerir pruebas de oficio relacionadas a aquellos hechos.
De igual manera, cuando tribunal arbitral declare la causa o el objeto ilícito de un contrato público por motivos vinculados a corrupción, debe remitir las piezas procesales a la Fiscalía General del Estado (FGE) para que inicie las investigaciones de rigor frente a hechos que podrían constituir delitos de acción pública como cohecho, peculado, tráfico de influencias, entre otros. En criterio del autor, la remisión de las piezas procesales a la FGE debe realizarse una vez dictado el laudo arbitral que anula el contrato viciado por corrupción. En ningún caso debe suspenderse la sustanciación del procedimiento arbitral puesto que: el convencimiento pleno sobre el potencial cometimiento de un delito sólo se alcanza en el laudo, tras haber escuchado a la defensa y haber evaluado la prueba. Además, ninguna norma del ordenamiento jurídico contempla la suspensión del procedimiento por estos motivos; y, finalmente, porque el tribunal arbitral puede calificar la corrupción en base a estándares distintos y menos exigentes -como se analizó a lo largo del artículo- que los utilizados en la imputación de responsabilidad criminal.