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Iuris Dictio

versión On-line ISSN 2528-7834versión impresa ISSN 1390-6402

Iuris Dictio  no.22 Quito jul./dic. 2018

https://doi.org/10.18272/iu.v22i22.1194 

Articles

El Arbitraje y las Normas de Procedimiento Ordinario: una Interacción Incomprendida1

Arbitration and the rules of ordinary procedure: a misunderstood interaction

Vanesa Aguirre Guzmán1 

1 Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador


Resumen

Este artículo tiene por objeto abogar por la aplicación de las reglas establecidas por las partes en el arbitraje local, las disposiciones de la ley de la materia y el reglamento del Centro Arbitral (en el caso de arbitraje administrado), para desincentivar la idea de que las normas de procedimiento ordinario son las que deben aplicarse de forma primigenia. A través de este sistema de reglas, arbitros y partes pueden construir un espacio en el cual rija la igualdad de oportunidades para la defensa, como única vía para asegurar el ideal de justicia que caracteriza al arbitraje como mecanismo alternativo de solución de controversias.

Palabras clave: Debido proceso arbitral; Procedimiento arbitral; Formalismo; Principio de autonomía de la voluntad.

Summary

The present article is intended to advocate for the application of the rules established by the parties in local arbitration, the basis of the law, and the regulation of the Center of the Arbitration (in the case of an arbitration administered), to discourage the idea that the norms in the ordinary procedure should been applied in its raw original form. This article also intends to ensure that through this system of rules, arbitrators and parties, can build a space in which equal opportunities for defense rules, as the only way to guarantee the ideal of justice that characterizes arbitration as an specialized alternative dispute resolution.

Keywords: Due arbitral process; Arbitral Process; Formalism; Principle of the autonomy of the will.

Introducción

La Ley de Arbitraje y Mediación (LAM) fue expedida en noviembre de 1997. A la fecha en que se escriben estas líneas, han transcurrido un poco más de veinte años y, como dos décadas deberían indicar, quizá es tiempo suficiente para poder aseverar que el arbitraje ha logrado asentarse con verdadera carta de ciudadanía en Ecuador.

No obstante el tiempo transcurrido desde que se dictó la ley, y aún con la conciencia de que el arbitraje nace del acuerdo de las partes y por tanto -en aplicación del principio de autonomía de la voluntad-, son ellas quienes primigeniamente deberían establecer las reglas aplicables al procedimiento arbitral, tal idea no ha tomado suficiente fuerza en el país debido, quizá, a una fuerte concepción litigiosa y de culto a las formas y a, lamentablemente, la búsqueda de incidentes que luego puedan sustentar una posible acción de nulidad.

Quisiera advertir que no es mi primera intención poner acento en aspectos negativos como los mencionados; sí, con todo, intentar buscar una explicación al menos en un primer momento desde una noción que explica, inclusive, por qué en el ámbito de la justicia ordinaria es tan frecuente encontrar tales actitudes, y también en el arbitraje local.

Debe, pues, iniciarse por algo fundamental: el proceso es a final de cuentas un mal necesario, pues se esperaría que las personas encontremos soluciones negociadas al conflicto; pero cuando eso no es posible, confiamos -como sociedad organizada-, en el Estado y sus operadores jurisdiccionales para que resuelvan las controversias de relevancia jurídica. Entendemos entonces por qué existe un mecanismo público denominado proceso y reglas igualmente públicas y formales, identificadas como procedimientos, que el juez debe seguir para resolver la causa.

Me atrevo a pensar que esta idea es la que ha dominado en el foro ecuatoriano, esencialmente desde la perspectiva antes anotada: el procedimiento ha de seguirse a rajatabla, porque ello garantizaría la certeza de la respuesta judicial. Y, a veces, hasta se cuelan reglas no escritas donde el culto a las meras formalidades (tal como firmar con tinta azul y no con la que a bien tenga el justiciable) se eleva a categoría de norma procesal. Jueces y abogados necesitamos desesperadamente de reglas escritas en un código, instrucciones, pautas sobre cómo desenvolvernos en el juicio. Llegamos, sin quererlo, a la misa jurídica de la que tanto renegaba Eduardo J. Couture (2004, p. 318). Somos sedientos de la “seguridad jurídica” y cualquier apartamiento de la forma, nos transforma en paladines del debido proceso al momento de invocar una nulidad procesal.

En Ecuador, el arbitraje no es extraño a aquella desconfianza, aunque las relaciones entre la jurisdicción estatal y la arbitral deberían ser concebidas como complementarias. Bien apunta César Coronel que el arbitraje implica un “proceso de cambio cultural”, y entonces será normal que se le vea con cierto resquemor, no solo por parte de la justicia ordinaria, sino inclusive por abogados y árbitros, pues se trata de un mecanismo de solución de controversias que pone acento en el contenido antes que en la forma y privilegia la celeridad por sobre las rígidas formas del mundo judicial (Coronel, 2007, p. 37).

Sin embargo, es necesario recordar que la finalidad esencial del derecho al debido proceso, el cual también rige en el arbitraje -aunque con una naturaleza muy propia, como se verá enseguida-, es la de sentar reglas básicas que permitan a las partes actuar en un plano de igualdad. En suma, que ejerzan su derecho a la acción y a la contradicción en las mismas condiciones. Las formas procesales deberían ser concebidas de esta manera. Y en el otro extremo, es necesario proscribir la idea de que las formas son innecesarias o que se trata de meros pruritos. Estas son las ideas centrales que se desprenden del artículo 169 de la Constitución de la República2, y el principio de la justicia como un sistema-medio, no tiene por qué ser ajeno al arbitraje. Como mecanismo heterocompositivo, su conducción debe buscar no solo resolver la controversia, sino también el aplicar ciertas reglas de juego para que las partes actúen en igualdad de condiciones.

Esta es la finalidad esencial de un debido proceso -además de otros componentes que, por el momento, no son materia de este artículo-. Garantizar la bilateralidad y la contradicción son elementos que conllevan, parece casi innecesario decirlo, a que la decisión sea justa. Además, un proceso que se sustancia a través de audiencias orales ayuda a fomentar de manera exponencial la transparencia y la confianza en que el proceso será desarrollado en las mejores condiciones posibles.

Encontrar el equilibrio entre la necesaria observancia de las formas y la proscripción de meros formalismos es una tarea esencial de jueces y árbitros. En todo caso, debe insistirse en que la flexibilidad propia del arbitraje, no debe confundirse con prescindencia de formalidades esenciales. Esto no puede suceder ni siquiera en arbitrajes fast track (en el cual los tiempos de sustanciación se abrevian visiblemente en beneficio de obtener el laudo con celeridad)3 o en aquellos casos donde las partes acuerdan las reglas del procedimiento, pues cualesquiera sean estas, siempre debe garantizarse a las partes que puedan ejercer en igualdad de condiciones su derecho a la defensa. Y el tribunal arbitral debería corregir cualquier distorsión o asimetría cuando esta sea evidente e incida en la decisión de la causa.

Estas reglas deben apuntar a lograr que la controversia sea resuelta en un debido proceso. A la idea de que el arbitraje es un “mecanismo excepcional” para resolver controversias, y una especie de “justicia privada”, debe oponérsele aquel argumento. “Proceso”, como mecanismo heterocompositivo, existe en ambos espacios. Aun con características muy propias, tanto el proceso ordinario como el arbitral deberían ser concebidos como espacios dedicados a hacer justicia.

El arbitraje no es un “mecanismo excepcional” para resolver conflictos de relevancia jurídica

Retomo la idea inicial: a más de veinte años de la LAM, algunos críticos del arbitraje siguen afirmando que se trata de un espacio “excepcional” frente a la justicia ordinaria y que, al ser una justicia “privada”, no genera el mismo nivel de confianza que aquella. Si esta idea, a día de hoy, puede parecernos fuera de tono, baste con recordar que, en la década pasada, fue política del gobierno de Rafael Correa prohibir a las entidades públicas sujetarse a este mecanismo4. Este caso, como ejemplo de lo señalado, pone de relieve la necesidad de abogar por un concepto que no mire al arbitraje como una especie de excepción a la justicia ordinaria, ni como un espacio en el que una de las partes contará con ventajas frente a la otra.

En primer lugar, en la actual normativa constitucional, esta idea no tiene sustento: una diferencia palpable con la anterior Constitución5 radica, precisamente, en que el arbitraje no es una excepción al principio de unidad jurisdiccional, sino que camina a la par de otros sistemas de resolución de controversias, con la misma jerarquía. Así se desprende claramente del artículo 190 de la Constitución de la República6.

Y aunque la LAM es anterior a la actual carta constitucional, su existencia reafirma que se trata de un orden jurisdiccional con reglas y principios propios, en donde la remisión al ordenamiento procesal ordinario es de carácter subsidiario. Hay que pensar igualmente en el hecho de que la LAM derogó el artículo 1505 del Código Civil, que señalaba que había objeto ilícito en el pacto de sujetarse a una jurisdicción no reconocida por las leyes ecuatorianas.

Reafirmada la cuestión con la Constitución de 2008, es clarísimo que, normativamente hablando, el arbitraje no resulta una justicia “especial” ni excepcional frente a la justicia ordinaria, ni es tampoco una especie de equivalente. Es una jurisdicción escogida por las partes, en los casos permitidos por el ordenamiento jurídico, y son ellas las que pueden, por el principio de autonomía de la voluntad privada, escoger las reglas aplicables al procedimiento que regirá el arbitraje.

En segundo lugar, mirar al arbitraje como una especie de remedio frente a los males de la justicia ordinaria (entre otros, sobrecarga de trabajo de los tribunales, la posibilidad de corrupción, las trabas propias de una concepción formalista de las normas procesales como simples ritos) conduce directamente hacia su deslegitimación. De hecho, piénsese que la sola posibilidad de que sean las partes quienes puedan escoger a quienes resolverán la controversia, reviste al arbitraje de una legitimidad extraordinaria (Jara Vásquez, 2017, p. 42).

Su carácter voluntario es fuente central de su regulación, pero el árbitro debe controlar el proceso

Aunque este solo hecho apuntala la legitimidad social del arbitraje, en Ecuador no se ha enfatizado en esta cuestión (a partir de la obra de María Elena Jara, sin embargo, por fin se ha otorgado carta de ciudadanía a aquella idea). Si se tomara más en cuenta esta especial característica, y no solo las ventajas, ya no tan plausibles, quizá, de su rapidez y flexibilidad -a raíz de la implementación del procedimiento por audiencias, los tiempos de sustanciación han disminuido notoriamente en la justicia ordinaria-, es necesario impulsar y animar a las partes a introducir cláusulas más amplias en el pacto arbitral que las tradicionalmente sugeridas, donde establezcan con mayor detalle el procedimiento a aplicar.

El arbitraje tiene un origen voluntario, y parece obvio que esa voluntad debería asimismo establecer las reglas a aplicar. Quizá esta determinación no sea tan explícita cuando se acuden a cláusulas sugeridas, y recién surgido el conflicto, las partes pueden sentir que era necesario detallar un poco más la forma en la que se conducirá el procedimiento arbitral. O bien, recurrir a la normativa “estatal”.

Además, en la práctica, se ha visto que algunos litigantes no se sienten cómodos con el hecho de que sean los árbitros quienes les consulten acerca de los términos en que han de contestarse las proposiciones de la contraparte o la forma en la que se ha de practicar la prueba -por mencionar dos casos de cuestiones procesales-. Prefieren que el tribunal o el árbitro acudan a reglas más explícitas, si cabe el término, o que estén “escritas”, como las del Código Orgánico General de Procesos. E, inclusive, puede darse el caso de que algún árbitro se sienta más seguro aplicando reglas de la justicia ordinaria, para revestir al laudo contra posibles alegaciones de nulidad.

Sin embargo, ¿es este el camino ideal? ¿Aplicar reglas de la justicia ordinaria, no terminaría por desnaturalizar al arbitraje? Quizá ese es un riesgo que muchos árbitros están dispuestos a adoptar para evitar posteriormente alegaciones de nulidad procesal ante la justicia ordinaria. Y es que es ciertamente lamentable la frecuencia con la que las partes acuden, en nuestro país, a la acción respectiva.

Si en la cláusula arbitral no se ha previsto cómo sustanciar el procedimiento, lo cual, como se dijo, debería ser la primera fuente de regulación dado el carácter voluntario del arbitraje, los árbitros no deberían temer a consultar a las partes acerca de la forma en que se conducirá el procedimiento. Parece obvio, pero esto no quiere decir que los árbitros renuncian a dirigir aquél, pues su rol fundamental se encamina a tutelar que las partes actúen en un plano de estricta igualdad. Ante una propuesta que evidencie, por ejemplo, deslealtad o mala fe, el árbitro estará para -se insiste en esta idea- corregir toda posible asimetría en la relación procesal.

Vale la pena recordar que dirigir adecuadamente o con plenos poderes un proceso no significa de ninguna manera que el árbitro o el tribunal se debe comportar como un “dictador”. La discusión sobre cómo se afecta o no al principio dispositivo parece a estas alturas superada (Picó i Junoy, 2012, p. 279): mientras el juzgador se mueva en el espacio del objeto de la controversia, y no pretenda alterar los términos en que la discusión se ha trabado, no existe peligro alguno ni espacio para la arbitrariedad.

En definitiva, cualquier intervención dirigida a regular el procedimiento, sea cuando existan disposiciones específicas en la cláusula arbitral, o en ausencia de ellas, debe respetar la configuración del thema decidendum y, sobre todo, las cargas probatorias que se han configurado en razón del objeto de la controversia, y velar por la preservación del equilibrio procesal entre las partes.

Aunque el principio de autonomía de la voluntad privada es el elemento que de manera central impulsa la vida del arbitraje, una vez surgido el conflicto y entregado al tribunal arbitral la potestad de decidirlo, éste asume, como se ha señalado, la función de conductor del proceso. Con todo, veremos más adelante que el sistema de fuentes en el arbitraje es plural y para ayudar a que esa multiplicidad funcione, el ordenamiento jurídico nacional en que se inserte el arbitraje debería garantizar que las partes y los árbitros sean libres para escoger las normas que regirán la sustanciación de la controversia (y, desde luego, las que se aplicarán para resolverla).

Siendo claro que en el proceso arbitral convergen ambos elementos, es necesario reflexionar aunque sea brevemente sobre la naturaleza jurídica del arbitraje y el rol que tanto las partes como los árbitros desempeñan en el proceso.

Las interrelaciones entre lo público y lo privado en el arbitraje derivan en la necesidad de concebirlo como una institución con naturaleza propia y compleja...

Si para las teorías contractualistas el convenio arbitral es la fuente central de los derechos y obligaciones de las partes, y para las teorías jurisdiccionalistas importan más la naturaleza de la función arbitral y los efectos del laudo arbitral (que derivan en la posibilidad de su ejecución), las teorías mixtas abogan por incorporar ambos elementos para caracterizar al arbitraje como una institución rica y flexible que evita los extremos de aquéllas7.

Las teorías mixtas han desembocado en las que proclaman la autonomía del arbitraje como institución que debe buscar sus propios elementos. Aquello, ciertamente, es un ejercicio difícil, porque los juristas recurrimos -con más frecuencia de la que nos gustaría reconocer- a tomar prestados conceptos de otras ramas para explicar instituciones respecto de los cuales deberíamos, más bien, intentar construir conceptos propios. En el caso del arbitraje abundan casos y principios muy propios, tales como el de voluntariedad, la confidencialidad, la libertad para establecer las reglas del proceso arbitral, el kompetenz-kompetenz, por citar algunos, en donde encontramos convergencias entre las teorías contractualistas y las jurisdiccionalistas.

Pero, en la que es ya clásica expresión de Silvia Barona, “el arbitraje es arbitraje” y así hay que promoverlo. Es conocido que en el arbitraje rige el principio de autonomía de la voluntad de las partes. Ellas son quienes fijan, en primer lugar, quienes celebran el convenio arbitral, quienes fijan (al menos en ciertos casos) las reglas que se aplicarán al proceso. Sin embargo, una vez surgida la controversia y entregado al árbitro el poder de decisión, éste asume la función de conducir el proceso y dictar un laudo que es de obligatorio acatamiento para las partes.

En este verdadero “entramado de relaciones jurídicas” (Barona Vilar, 2006, p. 174), que -hay que añadir- son además múltiples y complejas, existen tantas dudas por resolver como instituciones que entran en juego respecto a cómo actúan las partes, qué potestades pueden ejercer los árbitros y cuáles son sus obligaciones respecto a las partes, cómo podrían -o no- integrarse a la controversia terceros que no han suscrito el convenio arbitral, cuál es el procedimiento aplicable al arbitraje, qué efectos se derivan del laudo … Y se retorna a las preguntas de siempre: “¿[Q]ué es esencial en el arbitraje: ¿la voluntad de las partes, la libertad de someterse a arbitraje, sin la cual no es posible hablar de arbitraje, o la función de los árbitros de solucionar el litigio planteado y ofrecer el ordenamiento jurídico un cauce -el proceso- para su ejercicio?” ¿Hay acaso, se pregunta Barona, arbitraje sin convenio o arbitraje sin proceso? (2006, p. 174).

Lo privado y lo público se interrelacionan de tal manera en el arbitraje que mirar solo a uno u otro conduce directamente a ignorar la riqueza de la institución. Para sorpresa de los más puristas, en realidad no existe dicotomía alguna entre convención y jurisdicción. Precisamente por ello, la tesis de la autonomía del arbitraje propugnaba que ambos elementos convergen para concebir al arbitraje como un espacio ideal para lograr tutela efectiva. Como dijimos, siendo método heterocompositivo de solución de controversias, también debe preocuparse por ser un espacio para encontrar justicia. Se trata, entonces, de encontrar una fórmula de futuro, un “binomio Arbitraje y Jurisdicción”, pues “Si el Estado quiere mantener una política defensora del ciudadano, debe cuidar que éste pueda encontrar ante sí los diversos caminos posibles para alcanzar la tutela reclamada.” (Barona Vilar, 2006, p. 151).

El arbitraje, definitivamente, es un mecanismo para lograr tutela efectiva (Jara Vásquez, 2017, pp. 60-62). Y así concebido, debe garantizar a su vez otros derechos (siendo, como es el derecho a la tutela efectiva, de carácter complejo), tales como el acceso a la justicia, el debido proceso, y a obtener un laudo congruente y motivado cuyas previsiones sean lo suficientemente claras para facilitar su ejecución forzosa, de ser esta necesaria. Claro está que en el arbitraje, el derecho a la tutela efectiva adquiere sus propias dimensiones; en todo caso, una de ellas, la de debido proceso arbitral, es un concepto igualmente propio que aboga por la irrestricta garantía de igualdad entre las partes.

…en la que nociones como “debido proceso arbitral” apuntalan aún más la fuerza de la institución

En esta línea, también es necesario trazar un concepto de proceso arbitral en el que converjan aspectos que contribuyan a expresar la riqueza propia del arbitraje.Es posible que a muchos no les suene bien eso de “proceso arbitral”, cuando se toma la expresión desde un aspecto o visión netamente jurisdiccional, o simplemente, malinterpreten el concepto. Especialmente, cuando se trata de hacer entender a algunos abogados que no deberían intentar judicializar al arbitraje ni, mucho menos, encontrar justificación para una acción de nulidad cuando no se ha aplicado tal o cual norma del procedimiento de la justicia ordinaria. Pero debo aclarar que he querido emplear esta expresión intencionalmente, porque no encuentro otra que calce mejor a la idea básica del arbitraje como mecanismo para solucionar controversias en la que partes y árbitros deben colaborar para lograr el mejor resultado posible: un laudo que supere con éxito la irrefrenable tendencia a ser objeto de control judicial o constitucional, ya no por sí mismo, sino por la cultura litigiosa imperante en el país.

No cabe duda de que el arbitraje es mecanismo de solución de controversias de carácter heterocompositivo, y ello comporta necesariamente pasar por un proceso. En contra de esta expresión, Luis Puglianini Guerra sostiene que en arbitraje no tiene lugar hablar de “proceso”, pues como mecanismo de solución de controversias privado, no cabe trasladar elementos que son propios de la jurisdicción estatal (Pugliani Guerra, 2012, pp. 191-194).

Ciertamente es difícil sostener lo contrario: en una acepción muy extendida, el proceso es un instrumento público mediante el cual los órganos jurisdiccionales deciden, con autoridad de cosa juzgada, un conflicto de relevancia jurídica (Couture, 2004, p. 115). No obstante, lo “público” debe redundar más bien en una cuestión de orden teleológico y no solo en lo que concierne a la estructura “estatal” de la institución. Así, el proceso es una institución compleja que cumple una doble función: la de ser un espacio para que un tercero imparcial resuelva con autoridad de cosa juzgada el conflicto entre las partes, pero también la de servir como instrumento a la consecución de la justicia. Y no cabe duda, como se expresó, que tanto a la justicia ordinaria como al arbitraje interesan tal finalidad.

Ya se refirió igualmente que el arbitraje constituye un medio para lograr tutela efectiva. Y uno de sus elementos, surgida la controversia, es el proceso arbitral, el cual no podría ser otra cosa que un debido proceso arbitral. Esta dimensión procesal, consecuencia directa de la indisoluble caracterización heterocompositiva del arbitraje, exige que se observen derechos y garantías mínimas en su sustanciación, no solo como premisa necesaria para que el Estado reconozca la fuerza obligatoria del laudo, sino también para que las partes satisfagan su legítima expectativa de que el arbitraje se desenvolverá con “un mínimo de garantías procesales, sin importar cuánta celeridad pretendan imprimir[le]” (Jara Vásquez, 2017, p. 148).

Por otra parte, es claro que para el legislador ecuatoriano, la actividad arbitral se basa en un proceso. Tanto es así que emplea el término en varias normas de la Ley de Arbitraje y Mediación: en el artículo 9, a propósito de las medidas cautelares; en el artículo 14, al tratar sobre la comparecencia del demandado; en el artículo 17, cuando se regula la intergración del tribunal arbitral; en el artículo 34, al establecer que uno de los principios básicos del arbitraje, la confidencialidad, etc.

La dimensión “procesal” no implica, de ninguna manera, alterar el carácter autopoiético del arbitraje. Un debido proceso, sea judicial o arbitral, requiere de una serie de actos ordenados, que deben cumplirse ante el juez o el árbitro, y que culminan por lo general en la sentencia/el laudo. Este camino se denomina procedimiento. Y en el arbitraje debe promocionarse un procedimiento arbitral flexible, que se adapte a las necesidades de las partes, y que al mismo tiempo garantice la finalidad tantas veces referida: la de lograr un debido proceso arbitral.

¿Y cuáles son las fuentes que regulan al arbitraje?

Se había señalado que la fuente principal de regulación del arbitraje debe hallarse en la voluntad de las partes, que dan vida al convenio arbitral, el cual contiene las previsiones que hayan decidido incorporar. No obstante, esta voluntad no determina, por sí sola, el ámbito normativo en el cual se desenvolverá el proceso arbitral, al menos en lo que concierne a la vigencia de reglas sobre debido proceso.

En el caso del arbitraje interno, es evidente que los tribunales arbitrales se imbrican en el ordenamiento jurídico local, aunque no sean parte de la organización jurisdiccional estatal. Aunque se reconoce plenamente la vigencia de este espacio, el Estado se reserva el control de ciertos aspectos que tienen relación, principalmente, con la tutela del derecho al debido proceso y que aseguran finalmente que el laudo sea ejecutable, porque el carácter de cosa juzgada que surge del laudo debe sustentarse, al igual que su par jurisdiccional (la sentencia), en un proceso legítimo. Así, se comprende el porqué de la acción de nulidad de laudo arbitral, cuyas causales son taxativas y buscar salvaguardar aspectos de orden público (Jara, 2017, pp. 203-204).

Pero aquella conexión también se relaciona con las normas que el tribunal arbitral aplica en la sustanciación de la causa, ámbito en el cual se observa con especial fuerza la “dependencia” del control judicial del Estado en el que se pretende ejecutar el laudo. Por tal razón, afirma Oppetit, “el arbitraje oscila siempre entre autonomía e integración” (2006, p. 195), a lo cual se suma la definición de qué materias son susceptibles de acogerse a este mecanismo.

Por otra parte, mientras en la justicia estatal se aplican normas cuyas fuentes tienen origen en el propio Estado, en el arbitraje esas fuentes son muy variadas. Por lo tanto, responden a un vasto “pluralismo jurídico”: tienen origen público (en el caso ecuatoriano, el origen público está en la Constitución y en Ley de Arbitraje y Mediación) y privado (el convenio arbitral), o privado-corporativo (los reglamentos de los centros de arbitraje); en la lex mercatoria o incluso en reglas como la equidad.

Con tantas fuentes, la única forma para conseguir que aquel pluralismo funcione, es la de garantizar la “libertad reconocida por la mayoría de los derechos modernos a las partes y a los árbitros de escoger a su antojo las normas que regirán el procedimiento y el fondo del litigio” (Oppetit, 2006, pp. 195-196).

En el caso de la ley arbitral ecuatoriana, el artículo 38 señala: “El arbitraje se sujetará a las normas de procedimiento señaladas en esta Ley, al procedimiento establecido en los centros de arbitraje, al determinado en el convenio arbitral o al que las partes escojan, sin perjuicio de las normas supletorias que sean aplicables.”

Tal enunciación no debería provocarnos caer en la fácil tentación de concluir sin más que las normas procesales ordinarias son aplicables al arbitraje. En fórmula muy práctica, y basados en el ejemplo que ofrece el artículo 52 del Reglamento para el Funcionamiento del Centro de Arbitraje y Mediación de la Cámara de Comercio Ecuatoriano Americana8, Álvaro Galindo y Hugo García proponen que lo sean en la medida en que no contravengan la naturaleza del arbitraje (2014, p. 56).

Entonces, si el arbitraje tiene sustento en el principio de autonomía de la voluntad, y las partes pueden establecer las reglas que se aplicarán a aquel, entonces es de esperar que inclusive las reglas del procedimiento puedan adaptarse a las circunstancias que surjan en el camino, de ser necesario. Las relaciones con la normativa estatal estarán presentes en la medida en que se requiera acudir a procedimientos auxiliares al procedimiento estatal (2014, p. 57).

Por lo demás, el término “supletorio” indica lo suyo: las normas procedimentales ordinarias solo deben aplicarse a falta de regulación expresa, la cual procede, como se ha dicho, de varias fuentes, en especial la voluntad de las partes, con la advertencia ya referida: se aplicarán, supletoriamente, y cuidando que no se altere la naturaleza del arbitraje.

Son varios los casos en los que se encuentran interacciones con la normativa procesal estatal. Solo a manera de enunciación, están aquellos que la propia LAM señala: los requisitos que deben cumplir los actos de proposición, las causales de excusa y recusación de los árbitros, las diligencias preparatorias, las medidas cautelares, la acción de nulidad, entre otros.

Conclusiones

En definitiva, el arbitraje se nutre de varias fuentes, siendo la voluntad de las partes el primer y más importante origen, sin que esto implique obviar la relación con el sistema estatal, el cual, como se explicó, interviene esencialmente para tutelar aspectos de orden público que persiguen, en lo principal, verificar aspectos inherentes a un debido proceso arbitral.

El procedimiento de la justicia ordinaria que se ha identificado, por antonomasia, con el Código Orgánico General de Procesos, será aplicable al procedimiento arbitral únicamente cuando deban regularse aspectos no contemplados en el acuerdo arbitral y en la ley de la materia, o en el reglamento del centro arbitral -si se trata de un arbitraje administrado- y, por último, cuando se trate de procedimientos auxiliares del procedimiento arbitral, tales como la práctica de medidas cautelares.

Aplicar a la sustanciación del procedimiento arbitral las reglas de la justicia ordinaria por un mero prurito formalista, es algo contra lo que deberíamos luchar. Podríamos inclusive admitir el supuesto de que las partes, libre y voluntariamente, hayan decidido en la cláusula arbitral que se aplicarán aquellas disposiciones estatales a la controversia, pero aun en ese caso, los árbitros deberían establecer si esta aplicación ha sido fruto del convenio, y es por esa razón que deberán aplicarlas. ¡Y no porque están en un código procesal!

Los procedimientos arbitrales no son excepcionales frente a los de la justicia ordinaria. Son, simplemente, los del arbitraje. No se trata de una mezcla de reglas de la justicia ordinaria y otras inventadas por los árbitros. Tampoco son las que señalan en exclusiva las partes. El solo hecho de que intervenga un tribunal, sea plural o unipersonal, ya aclara enseguida que de una u otra forma, los árbitros siempre ejercerán labores de dirección del proceso. Pretender que solo las partes efectúen la pauta, sin que el tercero imparcial dirija el proceso conduciría a cuadros inimaginables donde la indefensión encontraría terreno bien abonado.

Finalmente, la idea de lograr un debido proceso arbitral es la que debe prevalecer. Todas las normas que resulten aplicables, en el vasto entramado de fuentes al que alude Oppetit, deben conjugarse en una sola finalidad: lograr que las partes ejerzan su derecho a la defensa en igualdad de condiciones, única manera de lograr que el arbitraje se convierun espacio idóneo para tutelar los derechos de las personas.

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1Recibido: 24/07/2018 – Aceptado: 01/10/2018

2“El sistema procesal es un medio para la realización de la justicia. Las normas procesales consagrarán los principios de simplificación, uniformidad, eficacia, inmediación, celeridad y economía procesal, y harán efectivas las garantías del debido proceso. No se sacrificará la justicia por la sola omisión de formalidades.”

3Véase (Jijón Letort & Marchán, 2010, p. 514).

4Esta instrucción u “orden” se plasmó en el oficio No. T.1-C.1-SNJ-12-1134 de 5 de octubre de 2012 suscrito por el entonces secretario jurídico de la presidencia, Alexis Mera, en el sentido de que “por disposición del presidente Constitucional de la República”, se prohibió a las entidades y organismos públicos sujetarse a arbitraje.

5Artículo 191: “El ejercicio de la potestad judicial corresponderá a los órganos de la Función Judicial. Se establecerá la unidad jurisdiccional. De acuerdo con la ley habrá jueces de paz, encargados de resolver en equidad conflictos individuales, comunitarios o vecinales. Se reconocerán el arbitraje, la mediación y otros procedimientos alternativos para la resolución de conflictos, con sujeción a la ley…” Para la comprensión del principio de unidad jurisdiccional en la anterior Constitución, véase a (Zavala Egas, 2000)

6Artículo 190: “Se reconoce el arbitraje, la mediación y otros procedimientos alternativos para la solución de conflictos. Estos procedimientos se aplicarán con sujeción a la ley, en materias en las que por su naturaleza se pueda transigir. En la contratación pública procederá el arbitraje en derecho, previo pronunciamiento favorable de la Procuraduría General del Estado, conforme a las condiciones establecidas en la ley.”

7La principal desventaja de la teoría contractualista radicaría en la imposibilidad de concebir al arbitraje como un mecanismo de tutela efectiva de derechos. Y el gran “pero” de la teoría jurisdiccionalista sería el acrecentamiento de la posibilidad de intervención estatal en el arbitraje (Jara Vásquez, 2017, pp. 34-39).

8“Las normas de procedimiento que rijan el arbitraje ante este Centro serán las señaladas en la Ley de Arbitraje y Mediación, las establecidas en el presente reglamento y supletoriamente, en lo que no contravenga las normas y principios del arbitraje, las del Código de Procedimiento Civil, y en este último caso, en los procesos en Derecho” (énfasis añadido).

Recibido: 24 de Julio de 2018; Aprobado: 01 de Octubre de 2018

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