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Revista Digital Novasinergia

versión On-line ISSN 2631-2654

Novasinergia vol.6 no.2 Riobamba jul./dic. 2023  Epub 14-Jul-2023

https://doi.org/10.37135/ns.01.12.01 

Artículo de Investigación

La desactivación de la máquina urbanística. Por un verdadero derecho a la ciudad.

The deactivation of the urban planning machine. For a true right to the city

Martín Aulestia Calero* 
http://orcid.org/0000-0003-4219-4408

Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Central del Ecuador, Quito, Ecuador, 170521


RESUMEN

Resumen: El presente artículo aborda el argumento de que cualquier derecho a la ciudad requiere de la recuperación de la capacidad política para decidir el sentido, la forma y el fundamento de las ciudades, que son los auténticos recintos en que habita la humanidad moderna. Para ello clarifica el tipo de relación que existe entre el moderno proceso de urbanización y los fenómenos ligados a la industrialización y tematiza el condicionamiento de carácter capitalista que se impone sobre la ciudad moderna. De este modo saca a relucir que el urbanismo es una cualidad decisiva de la modernidad, en la medida en que posibilita la expresión espacial de todos los demás fenómenos específicamente modernos. El urbanismo moderno es una auténtica máquina de atomización social; ésta requiere ser desactivada para que sea posible un verdadero “derecho a la ciudad”.

Palabras clave: capitalismo; derecho a la ciudad; modernidad; técnica; urbanismo.

ABSTRACT

Abstract: This article sustains a fundamental argument: any right to the city requires the recovery of the political capacity to decide the meaning, form, and foundation of cities, which are the proper enclosures in which modern humanity dwells. To this end, the article clarifies the relationship between the modern process of urbanization and the phenomena linked to industrialization and thematizes the capitalist conditioning imposed on the modern city. In this way, it brings to light that urbanism is a decisive quality of modernity insofar as it makes possible the spatial expression of all other specifically modern phenomena. It is then argued that modern urbanism is a veritable machine of social atomization that must be deactivated if a true "right to the city" is to be made possible.

Keywords: capitalism; right to the city; modernity; technology; urbanicism.

Introducción

La idea de un “derecho a la ciudad” no es algo nuevo. La expresión aparece en 1968, cuando el sociólogo y filósofo francés Henri Lefebvre (2017) escribió un libro que llevaba precisamente ese nombre (Mathivet, 2010; Costes, 2011). Como parte del desarrollo de esa noción, Lefebvre desplegó la idea de una “filosofía de la ciudad”, cuyo núcleo consistía en insistir radicalmente -valiéndose de investigaciones, pensamientos y reflexiones- en la distinción entre la ciudad entendida como una obra definida por su valor de uso -es decir, por las dimensiones estrictamente cualitativas de las experiencias, la vida y el tiempo urbano- y la ciudad que, sometida a la lógica moderno-capitalista del valor de cambio, tiene vigencia solamente como un producto cuyos espacios no son otra cosa que mercancías, cosas que pueden comprarse y venderse.

Como ha mostrado David Harvey (2013), a lo largo de la historia del capitalismo, pero más decididamente en su etapa neoliberal -en la que aún habitamos-, la calidad de la vida urbana y la ciudad misma se han convertido en mercancía: tanto en espacio para el consumo como en espacio consumible, como demuestra enfáticamente la orientación de las ciudades hacia el turismo global. En ese sentido se ha podido hablar de “ciudades-espectáculo” que han sido subsumidas a la lógica de una auténtica “maquinaria turística global” (Murray Mas, 2014) y que han desatado una auténtica competencia mundial entre las ciudades para posicionarse y consolidarse como destino turístico urbano (Hernández Ramírez, 2018).

Como consecuencia de esto las ciudades se han vuelto cada vez más desiguales y proclives al conflicto, lo cual es a su vez un efecto de la creciente polarización en la distribución de la riqueza y el poder. Este fenómeno encuentra expresión en las formas y divisiones espaciales que definen la faz de las ciudades contemporáneas, donde cada vez está más generalizada la presencia de condominios y urbanizaciones amuralladas, auténticas fortificaciones o comunidades cercadas sometidas a la vigilancia permanente, dando lugar a “ciudades de muros” (Enríquez Acosta, 2007) y “barrios cerrados”, nociones estas que tratan de dar cuenta de las formas contemporáneas de la segregación residencial (Mendoza & Aste, 2010).

A lo largo de las siguientes páginas se presentan algunas incursiones conceptuales que pretenden iluminar ciertas líneas de comprensión sobre la situación de la ciudad en el mundo contemporáneo. Para ello, la sección de resultados y discusión se divide en tres apartados. En el primero nos ocupamos de las relaciones entre el proceso de urbanización y el fenómeno de la industrialización, e introducimos algunos avances en la comprensión del condicionamiento capitalista de la ciudad moderna, al distinguirla de las ciudades preindustriales y precapitalistas. En la segunda parte tratamos de situar a la ciudad como el recinto específico de la humanidad durante la modernidad capitalista. Se argumenta además que el urbanismo es un fenómeno esencial sin el cual la comprensión de la modernidad sería oscura e incompleta. En un tercer momento sostendremos que el urbanismo moderno debe ser entendido como una técnica o una máquina que atomiza a los individuos, termina por destruir a la calle y, correlativamente, a la ciudad misma. El artículo termina con algunas sugerencias para pensar una transformación del sentido que ha adquirido la ciudad en la modernidad capitalista, para lo cual se requiere una restitución de la dimensión política del espacio social.

Metodología

En el proceso de elaboración de este artículo de carácter teórico-reflexivo se han utilizado distintos métodos de recopilación para la información utilizada. Primero, se realizó una revisión exhaustiva de la literatura existente sobre la situación de la ciudad en la modernidad capitalista. Esto se hizo combinando dos procedimientos. Por un lado, recurriendo a los textos de algunos de los teóricos fundamentales sobre la ciudad en la modernidad capitalista, y por otro valiéndose de una búsqueda profunda en bases de datos académicas, lo cual se complementó con la consulta de bibliotecas digitales para el acceso a libros, artículos científicos y ensayos relevantes. Además, se utilizaron técnicas de búsqueda bibliográfica inversa para identificar otras fuentes relevantes a través de las citas y las referencias encontradas en los textos seleccionados.

Tras esto, se establecieron algunos criterios para la selección de las fuentes bibliográficas. El criterio fundamental consistió en rastrear y utilizar autores y textos que presenten una perspectiva crítica al sometimiento de las ciudades contemporáneas a la lógica de acumulación del capital. Este criterio-guía, sin embargo, requiere de varios criterios auxiliares para ser operativo. De ese modo se consideraron relevantes los autores que han realizado contribuciones significativas en el campo de la sociología urbana, la geografía crítica y la filosofía de la ciudad a través del análisis y la reflexión de las dinámicas y complejidades derivadas de las desigualdades socioespaciales, la gentrificación, la alienación urbana y, en general, las consideraciones relativas a la transformación del uso y el sentido de la ciudad en el contexto del capitalismo contemporáneo.

Esta metodología se justifica por la naturaleza del artículo y es coherente con su objetivo de proporcionar una comprensión crítica de la situación de la ciudad en la modernidad capitalista. La recopilación de datos a través de la revisión de la literatura existente ha permitido construir un riguroso y relevante complejo teórico sobre el fenómeno estudiado. Asimismo, la selección de fuentes se justifica por la importancia de abordar los problemas urbanos actuales desde el marco general de la crítica a la forma de organización socioeconómica existente y sugerir líneas reflexivas sobre el sentido que ha adquirido la ciudad en el contexto capitalista. Los autores seleccionados ofrecen un marco teórico sólido y han contribuido significativamente a la comprensión de las cuestiones propuestas, lo que justifica su inclusión en este trabajo.

Estas decisiones metodológicas han permitido proponer un marco para la comprensión de las dinámicas urbanas y situar la necesidad de dar forma a las condiciones que harían posible un verdadero derecho a la ciudad.

Resultados

Urbanización, industrialización y capitalismo

Según Henri Lefebvre (2017), cualquier comprensión de la problemática urbana tiene que partir de la descripción del proceso de industrialización. Esto es cierto sobre todo para el caso de los países del capitalismo central, pero también, aunque en menor medida, para los países capitalistas periféricos, en la medida en que la industrialización ha sido el motor de las transformaciones sociales desde mediados del siglo XIX. Ahora bien, la relación entre lo urbano y lo industrial no debe ser pensada de acuerdo con un esquema de causalidad unidireccional. Si bien es cierto que en un primer momento parece correcto pensar que el proceso de industrialización corresponde a aquello que con Lefebvre llamaremos “lo inductor”, mientras que todo lo referente a lo urbano, como las cuestiones relativas al crecimiento, la planificación y lo concerniente a la ciudad en general, así como a sus formas culturales específicas, hace el papel de “lo inducido”, el esquema de comprensión de estas relaciones no puede ser tan simple. En primer lugar, porque más que sostener abstractamente que los procesos de industrialización tienen un papel estrictamente inductor respecto de las realidades urbanas, es indispensable llevar a cabo investigaciones que den cuenta de la interacción concreta que se da entre ambos tipos de fenómenos en cada situación particular. Segundo, si bien se puede afirmar, en términos abstractos, que la industrialización es un proceso característico de la ciudad moderna, no podemos ignorar el hecho de que en ciudades del capitalismo periférico como las latinoamericanas el proceso de urbanización, desde la segunda mitad del siglo XIX, ha coincidido siempre y con pocas excepciones -como podrían ser los casos de los enclaves industriales que se forman en países como Argentina, Brasil, México o Colombia al calor de las políticas de industrialización por sustitución de importaciones que se desplegaron durante la década de 1930, 1940 y 1950- con limitados procesos de industrialización (Carrión, 2001; Cobos, 2014).

Es decir, la tesis teórica de la correspondencia esencial entre la ciudad moderna y el proceso de industrialización requiere de una serie de precisiones que permitan que en su generalidad abstracta no se pierda de vista la especificidad de las ciudades periféricas de la modernidad capitalista. Se trata de pensar la particularidad de eso que el propio Lefebvre define como “sociedad urbana”, o sea, la realidad social que acompaña al proceso de constitución de la ciudad moderna, sin esquematismos que presupongan que esa sociedad urbana es, sin excepción, efecto de los procesos industriales, lo que significaría, como consecuencia, que allí donde no ha habido sino escasamente ese tipo de procesos tampoco sería legítimo hablar de una sociedad urbana moderna.

Si bien es cierto que el propio Lefebvre enfatiza constantemente que la industrialización ha de ser el punto de partida para cualquier reflexión contemporánea, incluyendo la que hace de la ciudad su objeto de investigación, también está claro que la ciudad no es una realidad que haya comenzado a existir tan sólo a partir de los procesos de industrialización que ocurren en Europa desde mediados del siglo XIX. La relación entre ciudad e industrialización está caracterizada por tensiones y los desequilibrios (Herrero & Pérez, 2001). En efecto, muchas de las magníficas creaciones urbanas de las que tenemos memoria son auténticas obras cuya belleza proviene de tiempos anteriores a la industrialización. “Resulta de todo punto imposible pensar la ciudad y lo urbano modernos en tanto que obras (en el sentido amplio y fuerte de la obra de arte que transforma sus materiales) sin concebirlos previamente como productos” (Lefebvre, 2013, p.55). Si la ciudad puede ser pensada como obra de arte es porque tiene en ella algo de irremplazable, único e irrepetible. Por el contrario, la ciudad entendida como producto es aquella que, sometida ya a la lógica productiva mercantil, puede repetirse y, todavía más, es el resultado de gestos y actos repetitivos. Ahí donde impera la repetición, el resultado no puede pensarse bajo ningún punto de vista como obra, sino que debe pensarse estrictamente como producto.

Ahora bien, Lefebvre (2013) mostró que la distinción entre obra y producto es relativa, que entre ambas dimensiones no hay ni plena identidad ni completa oposición, pues una y otra comparten el hecho de ocupar un espacio, engendrarlo, elaborarlo y circular a través de él. Toda morada, desde la cueva primitiva hasta la gran ciudad contemporánea, es a la vez obra y producto, lo cual muestra bien la dificultad de analizar las relaciones sociales. Cualquier morada permite descubrir que, entre naturaleza y cultura, obra y producto, tiempo y espacio, lo que existe es una serie de complejas mediaciones y nunca oposiciones simples (pp.139-140). Así pues, el énfasis en alguna de estas dimensiones es siempre analítico, y el pensamiento procurará insistentemente sacar a la luz las mediaciones necesarias entre los dos términos. En efecto, al enfatizar el aspecto de obra de la ciudad, apuntamos al hecho de que está profundamente definida por su valor de uso. Mientras tanto, en la medida en que podemos afirmar que la ciudad es un producto, estamos subrayando el hecho de que ya se ha subsumido a la lógica del valor de cambio, lo que equivale a decir que se ha convertido en una mercancía. Esto último es precisamente lo que ocurre en el mundo contemporáneo, en el que las ciudades son reducidas cada vez más a puros espacios para el turismo internacional o fragmentos de espacios intercambiables de acuerdo con el precio que es especulativamente definido por la lógica del capital inmobiliario (López, 2020; Cobos, 2020).

El carácter que predominaba en las ciudades preindustriales era el de ser obras, lo cual, por cierto, hacía de ellas espacios profundamente políticos. La ciudad europea medieval, por ejemplo, era esencialmente un centro de vida social y política, a diferencia de los feudos, que eran espacios funcionalmente dedicados a la reproducción de la vida económica, a pesar de haber estado socialmente soportados por la lógica política de la lealtad del siervo al señor. El carácter privilegiadamente político de la ciudad medieval tenía que ver con la cuestión del uso de la ciudad, que se transparentaba en el carácter dispendioso y derrochador de las fiestas que tenían lugar entre sus calles y plazas.

El uso de la ciudad, es decir, de las calles y las plazas, los edificios y los monumentos, es la fiesta que consume de modo improductivo riquezas enormes (en objetos y dinero), sin otra ventaja que el placer y el prestigio (Lefebvre, 2017, p.24).

Como mostró extensamente Mijaíl Bajtin (2018), lo que caracteriza la fiesta carnavalesca, propia de la cultura popular medieval y renacentista, es la “inclinación por la abundancia y la plenitud”, así como el hecho de no tener un carácter egoísta y personalista, sino más bien procurar la “abundancia general” (p.34). Ahora bien, el carácter de obra de la ciudad medieval es representativo de otra constante histórica: las sociedades opresivas suelen ser ricas creadoras de obras.

En lo que respecta a los opresores, a los amos de las sociedades anteriores a la democracia burguesa -príncipes, reyes, señores y emperadores-, ellos sí tuvieron el sentido del gusto por la obra, en particular en el campo arquitectónico y urbanístico. La obra responde más al valor de uso que al valor de cambio (Lefebvre, 2017, p.35).

Esto cambia decisivamente cuando la reproducción social pasa a estar prioritariamente concentrada en la producción de mercancías, es decir, cuando se erige la sociedad burguesa, la cual sustituye a la opresión por la explotación como fundamento de las relaciones sociales, con lo cual la capacidad creadora, extensamente manifestada en el profundo carácter artístico de las ciudades preburguesas, se debilita e incluso desaparece.

Ahora bien, no deja de ser cierto que las ciudades medievales europeas se caracterizaron por una importante concentración de riqueza, resultado de la multiplicación de actividades comerciales y bancarias. Como ha mostrado David Harvey (2013), las ciudades siempre han emergido como resultado de un proceso de concentración geográfica, social y de excedentes productivos. Por eso, lo que hace de la ciudad medieval fundamentalmente una obra caracterizada por el predominio del valor de uso, y no tanto un producto subsumido a la lógica del valor de cambio, como ocurrirá con las ciudades de la modernidad capitalista, es que la riqueza generada no pretendía ser acumulada y reinvertida en búsqueda de una ganancia siempre creciente, sino que los gobernantes de las ciudades medievales utilizaban improductivamente un buen porcentaje de las riquezas que esas ciudades acumulaban.

Antes del despliegue del moderno proceso de industrialización, que daría lugar al nacimiento de la burguesía en sentido estricto, la riqueza se había transformado decisivamente: ya no era fundamentalmente inmobiliaria, como había sido durante toda la Edad Media y buena parte de la historia de las civilizaciones humanas. Es decir, la propiedad de la tierra y la actividad agrícola ya no eran predominantes en la formación de la riqueza, sino que esta pasó a estar concentrada fundamentalmente en manos de unos protocapitalistas urbanos que se habían ido enriqueciendo a través del comercio, la banca y la usura. Esa riqueza acumulada podrá ser eventualmente utilizada como capital y ser invertido en el despliegue del proceso de industrialización.

Lo usual en el caso europeo fue que las industrias nacientes se asienten en las afueras de las ciudades, cerca de las fuentes de energía -como son los ríos, los bosques y las minas-, de las materias primas -sobre todo minerales- y de las reservas de fuerza de trabajo: un artesanado o campesinado que proporcionaron al capitalismo industrial una fuerza de trabajo calificada en la cual no tuvieron que invertir. Esto es a lo que se refiere Lefebvre en Espacio y política (1976) cuando afirma que el capital se apropia de las realidades urbanas preexistentes, así como de la agricultura, los suelos, los subsuelos y los bienes inmuebles. “Así pues, el capitalismo no se ha mantenido más que extendiéndose a la totalidad del espacio” (p.99).

Lo dicho hasta aquí nos permite escapar a la primera apariencia de unidireccionalidad causal en la relación entre lo inductor y lo inducido. En efecto, las ciudades preburguesas eran también mercados, fuentes de un capital que allí se había ido concentrando, centros de gestión de esos capitales -o sean bancos-, residencias para los representantes del poder político y -quiero insistir en ello- reservas de fuerza de trabajo calificada. Es que la ciudad, en un paralelismo con el taller manufacturero tal y como lo conceptualiza Marx (1979) en el primer tomo de El capital, posibilita la concentración de los medios de producción -instrumentos, materias primas, fuerza de trabajo- en un espacio definido y circunscrito (p.409).

Ya no podemos seguir diciendo de manera abstracta que el factor inductor sea siempre y en cada caso la industrialización, porque la ciudad ha sido también un factor esencial para el despliegue de la industria, dado que sin las preexistentes concentraciones urbanas no es ni siquiera pensable aquel proceso de concentración de capitales que permitió el despliegue del capitalismo industrial. Es recién cuando ese despliegue se ha efectuado que el capital podrá empezar a producir sus propias ciudades, que a partir de entonces no serán otra cosa que meras aglomeraciones industriales: ya no obras, por lo tanto, sino productos. Entre la industrialización y la ciudad no hay una relación unidireccional y monocausal sino una causalidad bidireccional: la ciudad debe pensarse como causa y como efecto de la industrialización. Hay, ciertamente, realidades urbanas que han antecedido a la industrialización; pero una vez que ésta se ha desplegado, ha adquirido la capacidad de producir sus propias ciudades, subsumidas esta vez a su lógica productiva.

Fernand Braudel (1984) mostró que aquel proceso que la historiografía ha llamado “revolución industrial” fue posible tan sólo en medio de otras revoluciones aledañas, una de las cuales fue, precisamente, una revolución urbana, favorecida a su vez por una revolución demográfica -consistente en el crecimiento poblacional- que, por su parte, le debe mucho a la revolución agrícola que posibilitó, desde mediados del siglo XIX, un aumento en la capacidad productiva de la agricultura, para la cual fueron fundamentales las investigaciones del químico Justus von Liebig, cuya obra titulada Química Agrícola fue, por cierto, de suma importancia para Marx y su tesis de que “la industria a gran escala y la agricultura a gran escala se combinan para empobrecer el suelo y al trabajador” (Bellamy Foster, 2000, p.240). Para superar esta situación, Marx (y Engels) consideraban necesario superar la relación antagónica entre campo y ciudad, profundizada por un urbanismo que provocaba la dispersión de la población y la ruptura de la relación metabólica entre los seres humanos y la tierra (p.269).

Esta revolución urbana que se da concomitantemente con la revolución industrial, como muestra Braudel (1984), ha sido el mayor proceso de urbanizaciones simultáneas del que tengamos constancia, quizás con excepción del actual proceso de urbanización china que, como muestra Harvey (2013), ha alcanzado hoy dimensiones auténticamente planetarias. Sea cual sea el caso, el dato más relevante de la mencionada revolución urbana consiste, precisamente, en que instala una tajante división social del trabajo entre el campo y la ciudad.

Según Lefebvre (2017) esta división se verifica ya en las experiencias antiguas de urbanización, por lo que tendría que ser considerada como una de las primeras y fundamentales divisiones del trabajo, junto con la división según la edad y el sexo o “división biológica del trabajo” y con la organización según los instrumentos y las habilidades o “división técnica del trabajo”. Ahora bien, lo específico de la división social del trabajo entre el campo y la ciudad es que se corresponde con una separación entre el trabajo material y el trabajo intelectual, o sea, entre una forma de trabajo referida al mundo “natural” y otra referida al mundo “espiritual”. Así, en la ciudad quedaron concentradas, por un lado, las formas industriales del trabajo y, por otro, sus formas intelectuales. Así se explica aquel imaginario constitutivo de la experiencia subjetiva moderna que refiere el campo a metáforas tales como “la naturaleza”, “el ser” o “lo original/originario”, mientras la ciudad queda enlazada a la conciencia, la voluntad, la racionalidad y la reflexión. Todo lo dicho explica que las ciudades hayan reclamado el monopolio de las actividades industriales, lo cual aceleró e incrementó la magnitud de la acumulación de capital y favoreció la circulación dineraria. De esta manera las ciudades se convirtieron en entidades socioespaciales decisivas para la configuración del capitalismo en Occidente (Braudel, 1984).

La ciudad como recinto de la humanidad moderna

La ciudad, producida o refuncionalizada en la modernidad a partir de la lógica del valor de cambio, irá perdiendo su carácter de obra. De algo como esto se percató también Walter Benjamin (2005) en El Libro de los Pasajes al mostrar que, con el aparecimiento del hierro, primer material artificial para la construcción, la arquitectura empezó a desprenderse del arte para aproximarse a la lógica fabril e ingenieril, en un proceso análogo al del aparecimiento de los panoramas, esas anticipaciones de la fotografía y el cine que provocaron que la pintura se vaya independizando del arte. Ambos casos tienen que ver con innovaciones técnicas que posibilitan la reducción de lo que era objeto del arte al puro pragmatismo funcional requerido por el utilitarismo del capital. En efecto, Benjamin consideraba que los panoramas anunciaban una completa transformación de la relación entre arte y técnica.

Fue precisamente en una profunda transformación técnica que Bolívar Echeverría (2011) rastreó el “fundamento de la modernidad”. Dicha transformación habría consistido en la consolidación indetenible de un cambio tecnológico que afectó la raíz de las múltiples “civilizaciones materiales” del ser humano como efecto de una ampliación de la escala de su operatividad instrumental. Así, en Echeverría encontramos al menos dos definiciones de lo que sería la modernidad. En relación con esta cuestión técnica, la modernidad consistiría en el reto de asumir la posibilidad real de poner en vigencia un campo instrumental cuya efectividad técnica ampliada haría posible que la abundancia sustituyera a la escasez como situación original y fundante de la existencia humana (pp.51-52). De este presupuesto se desprende la tesis de Echeverría sobre la existencia de múltiples figuraciones de la modernidad, cada una de las cuales se correspondería con los diversos intentos de asumir ese reto.

Desde aquí podemos dirigir la mirada hacia la segunda connotación del concepto de modernidad en el pensamiento de Echeverría (2011), que tiene que ver con las relaciones específicas que esta guarda con el capitalismo. Por una parte, dice el filósofo ecuatoriano, la modernidad hace referencia al “carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la vida humana”, por otra, el capitalismo se define más bien como una “forma o modo de reproducción de la vida económica del ser humano” (p.48). Aquí nos interesa la distinción entre el concepto de modernidad y el de capitalismo. Para Echeverría, el que sean dos fenómenos conceptualmente distintos es fundamental para plantear su tesis sobre la multiplicidad de modernidades y para delinear intelectualmente la posibilidad de una modernidad que no sea ya capitalista. El hecho es que a la modernidad efectiva histórico-concreta el capitalismo le ha conseguido imponer un sesgo especial, pues el capitalismo maquinizado de corte noreuropeo fue el más funcional para asumir el reto de la profunda transformación técnica de las civilizaciones humanas. Dicho sesgo consiste en que, portando consigo la posibilidad de sustituir la abundancia por la escasez, la técnica subsumida a la lógica del capital de hecho recrea artificialmente las condiciones ampliadas de esa escasez para garantizar la espiral ascendente de la acumulación, de la valorización del valor.

Estos delineamientos son fundamentales para comprender lo que, al decir de Echeverría, serían los cinco rasgos característicos de la vida moderna (pp.57-62): (1) el humanismo, que hizo que el Hombre entendido como sujeto independiente se convirtiera en el fundamento de todo lo real; (2) el progresismo, consistente en la prioridad absoluta de la novedad futura como constitutiva de la experiencia temporal; (3) el individualismo, por el cual el proceso de socialización prioriza a la persona contra las fuentes concretas de socialización del individuo; (4) el economicismo, entendido como el predominio de la dimensión económica y de la propiedad privada en la vida social; y finalmente (5) el urbanismo, que es el que nos interesa principalmente, en la medida en que humanismo, progresismo, individualismo y economicismo se concretizan espacialmente en el urbanismo moderno.

El modo específico de manifestación del urbanismo es la gran ciudad moderna, que pasa a convertirse en el recinto exclusivo de lo humano en la medida en que rompe la dialéctica histórica entre campo y ciudad. De este modo, la gran ciudad concentrará de manera monopólica y en un espacio circunscrito los cuatro núcleos principales de la actividad moderna: (1) la industrialización, de la que nos ocupamos en el apartado anterior; (2) la potenciación de las actividades comerciales y financieras; (3) la puesta en crisis y la refuncionalización de las “culturas tradicionales” -de matriz fundamentalmente agraria-; y, finalmente, aquello que Echeverría llama (4) la “estatalización nacionalista de la actividad política”, es decir, la concentración/reducción de lo político a las actividades relativas a la elección de autoridades representativas de carácter nacional que se encarguen de administrar las diversas funciones e instituciones del Estado. Por lo tanto, en la modernidad, la gran ciudad se convierte en el hábitat específico del ser humano.

De aquí se derivan los que, según el sociólogo alemán Georg Simmel (1986), serían los “problemas fundamentales de la vida moderna”, consistentes en el esfuerzo del individuo por mantener la autonomía y originalidad de su existencia ante las “fuerzas aplastantes” de la sociedad, la historia, la civilización y la técnica. El tema propio del pensamiento moderno, cree Simmel, ha sido el de la resistencia del sujeto frente a la amenaza permanente de su homogenización, nivelación y utilización por el ciego mecanismo técnico y social. Esta amenaza encontraría su máxima expresión subjetiva en el Großstädter, o sea, en aquel que habita la gran ciudad moderna.

Lo que caracteriza al Großstädter es la inédita intensificación de su vida nerviosa como resultado de la rápida sucesión de las impresiones internas y externas a la que se ve sometido en el espacio de la metrópoli moderna. Para Simmel, la conciencia del ser humano está constituida por un diferencial que resulta de la distancia existente entre la impresión presente y la impresión precedente. En la gran ciudad la conciencia está enfrentada a una sucesión de imágenes variadas, concentradas y que se alternan rápidamente, así como a una gigantesca diversidad de objetos, inabarcables con una sola mirada y, en fin, a una serie de impresiones que tienen a la conciencia en un estado de excitación y atención permanente.

Todo esto es el resultado del aumento de la velocidad y la diversificación de la vida económica y social, que distingue de manera decisiva e incomparable la experiencia subjetiva del habitante de la metrópoli de la del habitante de las ciudades pequeñas o del campo, donde la velocidad de las impresiones es más lenta y regular. Por esto, a su vez, tanto en el campo como en las ciudades más pequeñas la existencia social está fundada en sentimientos y lazos afectivos, mientras que, en la gran ciudad, el Großstädter, como protección contra la experiencia fundamental del desarraigo que caracteriza a la existencia en un medio ambiente siempre fluctuante, reacciona no mediante los afectos sino mediante la razón, que se convierte en el órgano primordial con el que el ser humano citadino se enfrenta al mundo.

Ha sido siempre en las ciudades, como ya hemos dicho, donde ha sido posible el aparecimiento de una economía propiamente monetaria, puesto que en ellas ocurrió, por un lado, la concentración de la riqueza y, por otro, la diversificación de los intercambios. Efectivamente, la economía monetaria difícilmente podría haber surgido en medio de los escasos intercambios que, comparativamente, han caracterizado siempre a la vida rural. Ahora bien, la economía monetaria y la primacía de la razón han sido, históricamente, dos procesos íntimamente relacionados, o más bien, análogos, puesto que ambos comparten el hecho de hacerse cargo de las cosas y las personas de un modo puramente objetivo y abstracto. Es que lo racional exige, en último término, la indiferencia ante toda particularidad, ya que en lo individual hay cualidades, relaciones y reacciones que no pueden comprenderse a través de la sola razón. Del mismo modo, el dinero requiere de una reducción de la diversidad cualitativa de los objetos a aquello que les es equivalente y común. En efecto, el valor de cambio abstrae toda cualidad como condición de posibilidad para el puro intercambio cuantitativo. Al decir de Simmel (1986), en la medida en que, en la gran ciudad moderna, la producción está exclusivamente destinada al mercado, sucede que entre productor y consumidor hay un mutuo desconocimiento, un proceso también descrito por Marx y al que denominó “fetichismo de las mercancías”.

Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente el margen de los productores (Marx, 1980, p.88. Las cursivas son mías).

Así pues, la relación de intercambio está dirigida exclusivamente por la implacable objetividad que proviene de la lógica mercantil, del valor de cambio que subsume toda cualidad y particularidad que pueda manifestarse en el valor de uso de las cosas. El dinero aparece en el proceso del intercambio cuando un objeto específico adquiere el carácter de “equivalente general” de todas las mercancías.

La clase específica de mercancías con cuya forma natural se fusiona socialmente la forma de equivalente, deviene mercancía dineraria o funciona como dinero. Llega a ser su función social específica, y por lo tanto su monopolio social, desempeñar dentro del mundo de las mercancías el papel de equivalente general (Marx, 1980, p.85)

Ahora bien, para Simmel (1986) la esencia del dinero no tiene tanto que ver con el hecho de que una mercancía específica adquiera la función social de ser el equivalente general de todas las demás, sino más bien con el cálculo. El cálculo introduce en las relaciones interhumanas una precisión y seguridad en la determinación de lo equivalente que ha encontrado su contraparte necesaria en la “difusión universal de los relojes de pulsera”, que se convierten así en la manifestación objetiva y en el símbolo del cálculo racional convertido en lógica rectora de la vida social moderna. En su magnum opus titulado Filosofía del dinero, Simmel dejó sentada la relación que existe entre la generalización del dinero y la arriba mencionada intensificación de la vida nerviosa o, como la llama allí, “multiplicación extraordinaria de los procesos psíquicos”, dentro de la cual tiene un papel fundamental la dinámica característica de la economía moderna: “pensemos en lo complicado de las condiciones psicológicas que precisa el respaldo de los billetes por medio de las reservas bancarias”. Todo esto es decisivo para el predominio citadino de la racionalidad sobre el sentimiento, pues indica “un cambio fundamental de la cultura hacia la inteligencia”.

Dentro de la esfera comercial, especialmente cuando se trata de negocios monetarios, el intelecto es soberano. La elevación de las facultades intelectuales y abstractas caracteriza una época en la que el dinero se convierte en puro símbolo y es indiferente a su valor intrínseco (Simmel, 2013, p.162).

Esa indiferencia al valor intrínseco del dinero se corresponde con aquel proceso -descrito por Marx- de constitución de una única mercancía dotada de la función social de ser el equivalente general. De todos modos, lo fundamental es esa soberanía del intelecto que es esencial para el modo de vida de las ciudades modernas. Ahora bien, al igual que en la relación entre ciudad e industrialización, aquí debemos reconocer una relación de bicausalidad, porque las grandes ciudades son a la vez causa y efecto de esta reducción de la vida social al cálculo de lo equivalente.

Lo que podemos afirmar convincentemente es que cualquier técnica de la vida urbana moderna sería imposible sin que sus actividades y relaciones estén encerradas dentro del esquema rígido e impersonal que es consecuencia de la racionalización del tiempo, el espacio y sus usos posibles. A esto se refería Max Weber (2016) al final de La ética protestante y el espíritu del capitalismo cuando afirmaba que la racionalización de la vida moderna, que justamente se convierte en un mecanismo exclusivamente técnico-económico en el momento en que el capitalismo se desprende de su original fundamento ético-religioso, termina constituyendo una auténtica “jaula de hierro”, una máquina que se presenta como una fuerza irresistible de la que el individuo moderno parece ya no poder escapar (p.261).

No deja de ser curioso que la fluidez y la volatilidad de impresiones, sensaciones y experiencias que caracteriza a la vida en la gran ciudad termine encontrando su identidad última con los más estrictos y rígidos esquemas de racionalización de la vida. Esto se explica por el carácter jánico de la modernidad identificado por Charles Baudelaire en El pinto de la vida moderna (1995): “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable” (p.92). Esta definición, por cierto, ha terminado volviéndose canónica entre varios de quienes han tratado de capturar el significado de la vida moderna (Berman, 1989; Harvey, 1998; Bauman, 2003).

Según Marshall Berman (1989), una tendencia generalizada entre quienes han procurado acercarse a una comprensión de la vida moderna ha consistido en distinguir entre su plano material y su plano espiritual, introduciendo un dualismo que es problemático en la medida en que quiere separar dos dimensiones que en realidad están esencialmente entrelazadas, cosa que se manifestaría patentemente en la unidad íntima que existe entre el ser moderno y el entorno moderno, que es precisamente la gran ciudad. Es en esa íntima pertenencia que puede manifestarse, afirma Berman interpretando a Baudelaire, la belleza auténtica y distintiva de la vida moderna, que es inseparable de dos cualidades que también son inherentes a la modernidad. Nos referimos, primeramente, a su “inherente miseria”. Ya Walter Benjamin (2005), al realizar su investigación sobre los pasajes de París, le había prestado una atención particular a la figura del artista modernista y, en concreto, a la figura de Baudelaire, a quien consideraba dotado de un “genio alegórico” que le permitía lanzar sobre la ciudad una mirada que revela el sentimiento generalizado de una profunda alienación. “Es la mirada de un flâneur, en cuyo género de vida se disimula tras un espejismo benéfico la miseria de los futuros habitantes de nuestras metrópolis” (p.57). La miseria sería inherente a la condición de las ciudades en la modernidad realmente existente en la medida en que se encuentra decisivamente sesgada por la lógica de la acumulación del capital. La segunda cualidad que caracteriza a la vida en la ciudad moderna según Berman (1989) es la ansiedad generalizada, provocada por una promesa de progreso que nunca termina de llegar ni de realizarse, mientras lo que sí llega y se va acumulando son las pilas de facturas sin pagar. Junto a la ansiedad, con Georg Simmel (1986) podríamos añadir que el estado anímico del habitante de la gran ciudad está profundamente definido por el hastío. El hastiado es aquel que se ha vuelto indiferente a las variaciones cualitativas entre las cosas, lo cual es consecuencia de la generalización de la economía monetaria y del predominio de la dimensión racional-abstracta, homogeneizadora y equivalencial en la vida social. Si, como sostiene Simmel, el individuo procura resistir a esta dinámica de homogenización, se le desarrolla un instinto de conservación contra la gran ciudad, que se traduce en una actitud de reserva y desconfianza respecto de su entorno social. ¿Cómo se manifiesta todo esto? En el hecho, identificable para todo aquél que habite en una metrópoli, de que el individuo ya no conoce tan siquiera a los vecinos con los que cohabita en un mismo barrio o en un mismo edificio. Se trata, pues, de aquel individualismo característico de la vida moderna, y que, como dijimos, se expresa espacialmente en la gran ciudad.

Para Simmel la desconfianza, la reserva y el hastío se han convertido en las formas elementales de la socialización dentro de la gran ciudad. Ahora bien, aquel instinto de conservación que está detrás de todos estos estados de ánimo fracasa, y dentro de la gran ciudad, la individualidad termina siendo inevitablemente homogenizada, reducida a ser el mero ejemplar de alguna tipología social. Para Benjamin (2005) es eso lo que da lugar a la flânerie, que define la actitud subjetiva del habitante de la gran ciudad, caracterizada precisamente por la angustia de no poder, sin importar cuántas excéntricas singularidades se acometa, abandonar el “círculo mágico del tipo” (p.58). Según Simmel, en la búsqueda de preservar su individualidad, el habitante de la gran ciudad busca con insistencia la singularidad y la excepcionalidad, con el propósito de escapar a las redes de la homogenización que se despliegan por el dominio de la lógica mercantil y racionalizadora que caracterizan la vida urbana moderna. Benjamin muestra, sin embargo, que lo que gobierna sobre la ciudad moderna -el paradigma de la cual sería, según Benjamin, la París de mediados del siglo XIX- es la fantasmagoría del “siempre lo mismo”. Si el progresismo, como ya vimos, caracteriza la experiencia moderna de la temporalidad, haciendo que esta esté permanentemente lanzada hacia la novedad futura, en correspondencia con el predominio del polo de lo efímero -que es uno de los dos costados esenciales de la vida moderna-, ahora podemos decir que la novedad incesante que caracteriza la experiencia de la vida citadina es en realidad el envoltorio ilusorio que oculta la repetición inacabable de lo mismo.

En efecto, la lógica de la racionalización homogeneizadora es la que demanda permanentemente la recreación de aquellas condiciones de escasez artificial necesarias para garantizar la acumulación del capital. A esta lógica de repetición incesante se refería Guy Debord (2015) cuando hablaba de “el mal sueño de la sociedad moderna encadenada” (p.44). Es necesario, por tanto, ser radicalmente crítico con la noción moderna de progreso. De lo que se trata es de romper la identidad supuesta entre progreso y renovación incesante de la novedad, o sea, de destruir teóricamente ese progresismo que, en tanto esencia de la experiencia moderna de la temporalidad, provoca que el estado anímico del habitante de la gran ciudad no pueda ser otro que el del hastío o la ansiedad. Esta crítica tiene que sacar a relucir el hecho de que esa prioridad de la novedad es en realidad la entronización de una seudonovedad que pretende ocultar la repetición incesante de lo que es el fundamento civilizatorio de la modernidad capitalista: la lógica de la valorización del valor o acumulación de capital. El progresismo, la prioridad absoluta de lo novedoso, tiene como consecuencia adicional que “la modernidad puede no tener respeto alguno por su propio pasado, y menos aún por aquel de cualquier otro orden premoderno” (Harvey, 1998, p.26). El progresismo es, pues, catastróficamente avasallador con todo aquello que pueda ser identificado como propio del pasado. Esto es válido también para las realidades urbanas, que, si no son directamente destruidas para que el capital inmobiliario pueda convertir a sus ruinas en espacios propicios para la inversión, son vueltas insustanciales al reducirlas a meros espacios para el consumo turístico.

El urbanismo moderno como máquina atomizadora

Ya hemos dicho que las ciudades emergen como resultado de un proceso de concentración geográfica, social y de excedentes productivos. Por esa razón, la urbanización ha sido siempre un fenómeno asociado a la división de clases sociales. Ahora bien, la particularidad del capitalismo pasa por su incesante necesidad de producir un excedente, razón por la cual requiere reproducir artificialmente las condiciones de la escasez. Además de esto, sostiene Harvey (2013), el capitalismo produce continuamente el excedente requerido por el proceso moderno de urbanización. Pero una vez más la relación es aquí de una causalidad recíproca, porque el capitalismo necesita a su vez de la urbanización para absorber el excedente de capital y fuerza de trabajo. Así pues, la tesis fundamental de Harvey es que hay una conexión íntima entre el desarrollo del capitalismo y el proceso moderno de urbanización.

La absorción de los excedentes mediante la reestructuración de los entornos urbanos se vale de un mecanismo que, siguiendo a Marx, Harvey ha llamado “destrucción creativa”, un proceso enteramente atravesado por una dimensión de clase, en la medida en que suelen ser lo más pobres y marginados del poder político quienes sufren estos procesos. Es que “para hacer surgir la nueva geografía urbana del derrumbe de la antigua se requiere siempre violencia” (Harvey, 2013, p.37), lo que significa que la urbanización capitalista se da a costa de la desposesión y el desplazamiento de las masas urbanas, que son arrebatadas de cualquier derecho a la ciudad.

Al decir del propio Harvey (1998), un elemento característico del urbanismo moderno es la presencia del tráfico, que antes de ser aquel tráfico de automóviles que lleva cada vez más a las metrópolis contemporáneas al borde del colapso, fue un tráfico de personas y mercancías que nació en los bulevares de ciudades como París a mediados del siglo XIX. Así, el tráfico originalmente representa para el individuo la lucha con un conglomerado de masa y energía que es rápido, pesado y letal. La esencia misma del tráfico de la metrópoli está ya configurada antes del aparecimiento del automóvil. Por esta razón el bulevar fue durante el siglo XIX el símbolo perfecto de las contradicciones internas al capitalismo, pues en el caos de la velocidad del tráfico, la racionalidad de cada individuo lleva directamente a la irracionalidad anárquica del sistema social. Berman (1989) también identifica al bulevar como un espacio privilegiado para sacar a la luz las contradicciones inherentes al capitalismo en su interpretación del texto “Los ojos de los pobres” (1864) de Baudelaire, que es ambientado precisamente en los entonces novedosos bulevares parisinos.

En términos de estrategia explícita, Napoleón III y Georges-Engène Haussmann concibieron a las nuevas calles, avenidas y bulevares del París que empezaron a reconstruir en la década de 1850 como las arterias de un “sistema circulatorio urbano”, cuyas dimensiones estaban pensadas para facilitar que las tropas y la artillería pueda desplegarse contra cualquier intento de levantar barricadas durante las insurrecciones populares. Además de esto, la planificación urbana de París concibió la creación de espacios para mercados centrales, así como la edificación de puentes, alcantarillado, mecanismos de abastecimiento de agua y calles que debían estar bordeadas por pequeños negocios y tiendas, y en cuyas esquinas debía haber cafés y restaurantes, en un proceso al que se debe considerar una auténtica organización técnica del consumo. Hacia 1880 el diseño de G. E. Haussmann ya era asumido como el paradigma mismo del urbanismo moderno, en la medida en que convirtió a la ciudad en una máquina que debía cumplir con determinadas funciones relativas a la visibilidad, la circulación y el control sobre el espacio citadino (Durán Castro, 2009).

A la par del proceso de reestructuración arquitectónica del espacio público se fue produciendo también una decisiva transformación del espacio de la experiencia privada. En efecto, una consecuencia inintencionada del nuevo sistema urbano parisino fue que el bulevar se volvió tan esencial como el tocador para una experiencia tan decisiva de la modernidad como el amor (Berman, 1989, p.132). Sin embargo, lo que salta a la luz en este modelo del urbanismo moderno es que, al demolerse los viejos barrios obreros, por considerarse sucios, enfermizos y mal organizados, emergía una cuestión para la cual aquello que Friedrich Engels llamó haussmanización de la ciudad no tenía respuestas: ¿a dónde irían las familias pobres que vivían en aquellos barrios que fueron demolidos para crear ese gran “sistema circulatorio urbano”? La consecuencia de esto fue que la miseria, antes escondida en los sucios barrios obreros, sale a la luz en una pululación incontenible por las nuevas calles y bulevares, en un proceso al que se puede denominar dialéctica de la haussmanización: “las callejuelas y los callejones sin salida más escandalosos desaparecen y la burguesía se glorifica con un resultado tan grandioso; pero… callejuelas y callejones sin salida reaparecen prontamente en otra parte, y muy a menudo en lugares muy próximos” (Engels, 1973, p.372).

Así pues, se manifiesta con toda crudeza la división de clases en la ciudad moderna, cuestión que a su vez -de manera coherente con la tesis de Berman según la cual el ser moderno debe pensarse correlativamente al entorno moderno- abre nuevas divisiones internas en el ser moderno: la felicidad personal y el amor se muestran como un privilegio de clase, como algo cuyas posibilidades de consecución están claramente diferenciadas según la lógica espacial del urbanismo moderno. Al tiempo que en el interior de los cafés los amantes pueden desplegar su cortejo romántico, en el exterior -al otro lado de esos cristales que Walter Benjamin (2005) identificó, junto con el hierro y la iluminación a gas, como elementos constitutivos de la experiencia onírica, fantasmagórica y fetichista que caracterizó a la arquitectura del siglo XIX- contemplan hambrientas las miserables masas que ahora se convierten en moneda corriente en los flujos urbanos de las metrópolis moderno-capitalistas.

La sociedad moderna capitalista ha descubierto tanto la capacidad como la urgencia de modelar su propio entorno, y para ello ha tenido que dotarse de una técnica específica que le permita configurar a su manera el espacio. Esa técnica es el urbanismo que, como sostiene Guy Debord (2015), debe comprenderse como la técnica de conquista del espacio natural y humano que despliega el capitalismo, dado que requiere reconstruir la totalidad del espacio para reducirlo a ser una mercancía entre otras mercancías, para convertirlo en el simple decorado de la subyacente lógica de la valorización del valor.

En tanto que técnica, el urbanismo planteará que el espacio debe estudiarse de manera objetiva y neutral, pretendiendo convertir al espacio en algo inocuo y apolítico (Lefebvre, 1976, p.44). El presupuesto de base es que lo político es un obstáculo para la racionalidad abstractiva y homogenizante. Sin embargo, la tesis fundamental de Lefebvre contra el urbanismo moderno es que el espacio es esencialmente político y estratégico, por lo que, incluso el hecho de que hoy pueda aparecer como algo neutro y apolítico responde al hecho de que ya ha sido objeto de políticas y estrategias anteriores que han querido efectuarle esa reducción. El espacio no puede dejar de ser político porque es un producto social.

Ejemplo paradigmático de esta tesis es precisamente el bulevar, que para Berman (1989) debe ser visto como el símbolo típico del urbanismo decimonónico. El propósito consciente del bulevar, contradictorio, pero no por ello menos real, era reunir a los habitantes de la ciudad en un espacio que, al mismo tiempo, estaba concebido para desarticular cualquier sublevación política que pretenda tomarse las calles. De ahí que para Guy Debord (2015) el urbanismo deba ser visto como la “tarea ininterrumpida” para salvaguardar el poder de la clase dominante. En efecto, el urbanismo moderno es una técnica de separación y atomización de los trabajadores, a los que las condiciones de la vida moderna amenazan peligrosamente con reunir. La lucha burguesa por evitar el encuentro y la reunión obrera encontró en el urbanismo su técnica privilegiada. La única reunión posible en el bulevar del siglo XIX debía ser entonces esencialmente apolítica.

Ahora bien, la Comuna de París demostró que el proyecto de Haussmann no era suficiente para evitar que se levanten barricadas en las calles. Por eso, durante el siglo XX, fue prioridad de la técnica urbanística la construcción de espacios disociados y organizados de tal modo que consigan imposibilitar en ellos los enfrentamientos y la toma política de la ciudad. El bulevar se demuestra inapropiado, y por eso el nuevo gran símbolo del urbanismo será la autopista, cuya intención expresa será separar. La gran figura de esta transformación fue Le Corbusier, quien explícitamente concibió y dirigió esa transformación decisiva para las ciudades modernas: el hombre de la calle debía convertirse en el “hombre de coche”. A partir de entonces la ciudad será explícitamente concebida como ámbito para el tráfico de automóviles, bajo la consigna, tras el fracaso de la haussmanización de las ciudades europeas, de que la alternativa política decisiva se jugaba en las ciudades: “¡arquitectura o revolución!” fue entonces el gran eslogan, y la gran convicción era que la revolución política podía ser evitada, siempre y cuando la avenida sustituya a la calle, bajo la pretensión de evitar así el estallido social de las contradicciones urbanas.

No deja de haber en todo esto una profunda ironía, pues el triunfo del urbanismo modernista, paradójicamente, ha contribuido a destruir una vida urbana que, en principio, quería posibilitar y liberar. En una época donde las grandes ciudades y metrópolis, tanto de los centros del capitalismo como de sus periferias, están subsumidas al imperio maquínico del automóvil, no se puede ignorar que “la campaña contra la calle fue sólo una fase de una guerra más amplia contra la propia ciudad moderna” (Berman, 1989, p.170. Ver también; Debord, 2015, p.146). Es decir, ahí donde el automóvil ha reemplazado a las personas, y donde la avenida sustituye a la calle y al bulevar, difícilmente podemos seguir hablando con propiedad de la existencia de ciudades. Por eso decía Debord a finales de la década de 1960 que la fase actual del capitalismo consiste en la autodestrucción del medio urbano.

El urbanismo es una máquina que, en un primer movimiento aísla a los individuos y, en un segundo movimiento constituye, a partir de esos elementos atomizados, una seudocolectividad, la cual constituye el grado máximo de concreción social al que se puede aspirar al interior de las ciudades de la modernidad capitalista.

Conclusiones

En la gran ciudad moderna difícilmente pervive algo de su antiguo carácter de obra, y, atravesada como está de grandes avenidas y autopistas, ha visto desaparecer a la calle como espacio de encuentro y reunión. Las ciudades de la modernidad capitalista están gobernadas, desde mediados del siglo XX, por una auténtica "dictadura del automóvil” (Debord, 2015, p.146), la cual convierte a todo espacio, actual o potencialmente, en una autopista. Sin embargo, en el carácter de obra que dormita en la arquitectura urbana, y junto con él, en el predominio del valor de uso de los espacios de la ciudad, así como en la calle comprendida como espacio de reunión, reside toda la potencia política que dormita en las realidades urbanas contemporáneas. El futuro de la vida citadina depende de la capacidad que los habitantes de las ciudades tengan para despertar esa potencia política con el objetivo de restituir el valor de uso de la ciudad.

Tal y como ha sostenido Berman (1989), el achatamiento del paisaje urbano es siempre equivalente al achatamiento del pensamiento social. Sigue siendo enteramente relevante por ese motivo la tesis de Guy Debord (2015) según la cual la historia es la fuerza a través de la cual se puede someter el espacio de la urbanización capitalista al tiempo de la vida, tesis que equivale a sostener la urgencia de recuperar a la ciudad como obra, como espacio definido por su valor de uso. Esta es la única forma de desactivar esa máquina atomizadora que es el urbanismo moderno y de hacer posible la transformación de las seudocolectividades citadinas en verdaderas colectividades humanas, capaces de revertir la despolitización y neutralización del espacio social. Por eso suscribimos aquella tesis de Debord que sostiene que “la revolución proletaria es la crítica de la geografía humana” (p.150), pues una colectividad reconstituida no deberá dar forma tan sólo a los acontecimientos decisivos de la vida social, sino también a sus respectivos emplazamientos. Por lo tanto, hoy es indispensable una política que no se conciba solamente como una praxis de transformación en el tiempo, sino también como una praxis de transformación en el espacio y del espacio.

Actualmente, la lucha urbana requiere concentrarse en la restitución de la autonomía de los lugares, es decir, en su independización de la lógica de acumulación del capital que ha reducido a las ciudades a ser espacios abstractos y homogéneos, simples productos que valen tan sólo en la medida en que pueden ser intercambiados en el mercado inmobiliario. Para que esto sea posible es indispensable reconocer que no se trata de una tarea técnica sino estrictamente política, en la medida en que requiere, como ya sugirió David Harvey (2013), de la reivindicación de un poder configurador sobre la lógica y la dirección de los procesos de urbanización, sobre el modo en cómo se hacen y rehacen las ciudades, sobre su sentido y su fundamento. Se requiere, por lo tanto, ir más allá de las soluciones puramente técnicas a las cuestiones urbanas actuales, y restituir el sentido de estas cuestiones en toda su dimensión política: una dimensión que, en consecuencia, demanda soluciones políticas.

Se necesita entonces de unos habitantes de la ciudad que reclamen para sí la potencia y la capacidad de actuar decisivamente en la forma y la configuración de la vida urbana. A esto, y no a otra cosa, es a lo que con propiedad podemos llamar un “derecho a la ciudad”.

Conflicto de interés

El autor declara que no existe conflicto de interés alguno respecto de la presente investigación.

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Recibido: 27 de Febrero de 2023; Aprobado: 21 de Junio de 2023

*Correspondencia: jmaulestia@uce.edu.ec

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