1 . Introducción
“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Jorge Luis Borges, El hacedor.
Después de años de trabajo es posible que la mayoría de los arquitectos descubran que, en realidad, aquello que buscan está en ellos mismos y que toda su obra es una especie de autobiografía. Incluso los proyectos más audaces suelen hablar siempre del individuo, de sus pasiones y anhelos, de sus obsesiones y deseos. Su imaginario es la vía para comprender quién es y de dónde viene. Su actividad: dibujar, escribir, construir, modos diversos de ordenar las ideas y la materia en el espacio, cargados de un significado común.
El Premio Pritzker de Arquitectura de 1997 fue a parar a manos de un constructor de fábulas y magnífico dibujante, enmascarado bajo la piel de un arquitecto que nunca dejó de buscar inflexiones de sí mismo. Sverre Fehn (1924-2009) recogió el galardón el 31 de mayo de 1997 en el Museo Guggenheim de Bilbao con un discurso plagado de ideogramas y referencias a un universo creativo personal -el suyo- que le acompañaba cual laberinto de líneas desde los años cincuenta.
Pese al éxito incipiente de sus primeros encargos como el Pabellón de Noruega para la Exposición Universal de Bruselas (1958) y el Pabellón de los Países Nórdicos para la Bienal de Venecia (1958-62), luces y sombras se distribuyen por igual en la biografía de Sverre Fehn.1 Periodos de estrecheces económicas se encadenan con exitosos proyectos que le reportan fama mundial; así se lo confiesa a Per Olaf Fjeld:
Durante un tiempo no tenía nada de dinero […] Tan sólo tenía el proyecto de la casa Schreiner y daba algunas clases, por lo que tampoco podía permitirme disfrutar demasiado de los aplausos. De hecho, cuando empecé el proyecto de la villa en Norrkøping dormía en mi coche [un Citroën 2CV] para poder visitar el emplazamiento (Fjeld, 2009, p.61).
Contemplando desde una obligada distancia la renovación que supuso el Team 10 para la arquitectura mundial,2 su precaria situación mejora durante las décadas de los setenta y ochenta por su condición de profesor en la Escuela de Arquitectura de Oslo (AHO) donde imparte docencia entre 1971 y 1995. Aunque como arquitecto no vive al margen de dificultades que llegaron a atenazar la viabilidad de su estudio,3 es en los años noventa cuando el éxito motivado por obras como el Museo Arzobispal Hedmark en Hamar (1967-79) y el Museo de los Glaciares de Fjærland (1989-91) se traduce en el reconocimiento internacional definitivo que desemboca en el Premio Pritzker de Arquitectura.
Durante todo ese tiempo, por adversas que fueran las circunstancias, Sverre Fehn no dejó de cultivar el dibujo, dando con ello rienda suelta a su propio imaginario, como sus palabras nos recuerdan: “El dibujo ha sido una de mis pasiones desde niño […] Hasta el día de hoy sigo dibujando constantemente, es la mejor forma de expresarme” (Fehn, 1997, p.211) y, posiblemente, también de conocerse a sí mismo.
Desde joven, Fehn participa con regularidad en sesiones de dibujo al natural en la Universidad y el Colegio de Arquitectos de Oslo. De hecho, en sus comienzos, el interés por el dibujo le une a Geir Grung, su primer socio, de quien afirma, poco después de su pérdida en 1989, que “el pilar de su disciplina arquitectónica y su sensibilidad constructiva procede de su constante práctica del dibujo al natural” (Madshus, 2008). La práctica del dibujo se convierte con el tiempo en una actividad metódica, frenética y vital para Fehn. Como atestigua Eva Madshus4: “Cada lunes se presentaba con lapiceros azules recién afilados para dibujar junto a sus colegas. La mayor parte del tiempo hacía rápidos bosquejos de modelos que permanecían estáticos un par de minutos, cinco a lo sumo” (Madshus, 2008, p.34), prueba de la predisposición natural del arquitecto noruego para mirar el mundo de forma activa; asimilarlo y comprenderlo en trazos será el paso previo para poder transformarlo y, a la postre, construirlo.
2 . El mundo visto desde Hvasser
La mirada de Sverre Fehn se relaciona de forma sensible y se involucra en la aprehensión de los estímulos que le rodean gracias al dibujo. Per Olaf Fjeld, en calidad de alumno aventajado, colaborador y amigo íntimo a la postre, nos recuerda que solía impartir sus clases “sin distinguir la arquitectura del resto de las artes plásticas. Refiriéndose de manera habitual a la obra de Matisse, Picasso, Francis Bacon, Yves Klein, Giacometti y Brancusi” (Fjeld, 2008, p.34), diluyendo por ende las fronteras entre el pensamiento arquitectónico y el artístico, campos diversos de un mismo acervo cultural para el arquitecto. En ese sentido, la constancia del dibujo y la propia docencia alimentan su interés por el arte, tanto por las vanguardias de principios del siglo XX, en general, como por el arte de la segunda postguerra: Expresionismo Abstracto y Land Art, en particular; es decir, por corrientes artísticas y autores afectos a la abstracción de la naturaleza que destilan la experiencia primigenia del paisaje y las formas creadas por el hombre en imágenes caracterizadas por la división entre lo aéreo y lo telúrico.5
Desde principios de los años setenta, al término de cada semestre universitario, Sverre Fehn descansa varias semanas en la isla de Hvasser, cerca de Tønsberg, su hogar de infancia. En cada retiro prepara las clases del próximo curso académico, realiza los primeros bocetos de los concursos que le ocupan y se dedica a pintar acuarelas de pequeño formato. Lo singular del hecho es que, durante más de una década, retrata de manera obsesiva los mismos temas; figuras de bañistas anónimos en la orilla del mar y, sobre todo, la interacción de los veleros y el horizonte que rodea la isla (Figura 1).
Pudiera parecer que el descanso a orillas del Skagerrak constituye un acto de hedonismo superfluo, sin embargo su día a día, dista mucho de las comodidades y los ritmos de Oslo.6 La pequeña casa de vacaciones donde reside es una humilde cabaña de madera que semeja más una barraca de pescadores. De hecho, él mismo construye los muebles más básicos y objetos cotidianos con madera de pino, mientras que el resto lo encarga a carpinteros locales, en su mayoría constructores de barcos (Fjeld, 2009, p.21). Denota con ello su afinidad hacia el sencillo modo de hacer de los viejos oficios y las formas atávicas de existir,7 por las que ya manifestó interés tras su viaje por los valles del Draa en Marruecos en 1951:
Sientes que los muros no son simplemente para aguantar la cubierta o `cerrar´ la casa, sino que se hacen para arrojar sombra, para dar soporte a tu espalda, como rejilla para secar dátiles en otoño y como pizarra para que los niños dibujen en primavera. Pasa lo mismo con el techo y el suelo (Fehn, 1952, p.73).
Ejemplos del uso correcto de los materiales y las formas vernáculas asociadas al medio, constructores “inconscientes” que diría Philip Drew (Drew, 1973, p.24), en tanto que sus creaciones son parte de una disciplina aprendida a través de la imitación y la corrección.
En ese contexto de interés por los modos tradicionales de vivir y construir con los que el arquitecto se identifica, sus paseos por Hvasser le convierten en una especie de nómada de la acuarela. Como sucede con los rezos de musulmanes que dibuja en Tánger,8 arrodillados sobre el recinto efímero que delimita una simple alfombra desplegada en la arena (Figura 2), sentarse sobre las rocas y pintar el mar también simboliza para él un modo de tomar posesión del lugar, una motivación positiva que a su vez había experimentado de niño.9
Fuente: DAL CO, Francesco: “Tra terra e mare: l´architectura di Sverre Fehn”, Casabella, nº 645, mayo, 1997
Analizando con detalle los archivos del Museo Nacional Noruego de Arte, Arquitectura y Diseño es posible rastrear la evolución, año tras año, de los veleros que surcan sus aguadas. Frente a la popularidad de sus fábulas gráficas a línea, recogidas en unos 180 cuadernos de tamaño A5, sus acuarelas conforman un dossier dibujístico que no ha sido suficientemente destacado hasta la fecha.10 Aunque muchas de ellas no se encuentran fechadas ni firmadas, la repetición de los temas nos permite analizar su morfología y establecer la hipótesis de una secuencia que cuenta los cambios en la forma de mirar el paisaje que pinta.
Las primeras tintas de veleros de 1976 muestran el protagonismo del barco recortado sobre la superficie del agua. Rápidos trazos de lápiz dibujan el contorno del casco y la frontera de su silueta con el cielo y el mar. Las veladuras inundan el fondo del dibujo, primero el cielo, después las rocas y, por último, el agua esquivando la forma del navío que se presenta como un espacio blanco recortado en medio de la composición. Esta técnica la repite en muchas ocasiones de forma similar, a excepción del color, preferiblemente rojizo (Figura 3) que tiñe la forma del barco.11
Algunas de las pinturas de 1977 experimentan un cambio significativo pues el velero se aleja del espectador. Por una parte, la forma del casco -antes perfectamente definida- se empieza a confundir con el resto del barco, ya no sólo por la distancia sino porque las velas aparecen desplegadas cobrando un mayor protagonismo. Por otro lado, la embarcación se dibuja a la altura en que el mástil y el velamen interrumpen la continuidad del horizonte. Para Fehn, al mismo tiempo que la nave se aleja y disminuye su tamaño, asciende virtualmente hacia el cielo.
Por último, numerosas acuarelas de los veranos de 1978 y 1979 representan una distancia entre el barco y el observador cercana a los límites del ojo humano, próxima al infinito y a la abstracción del paisaje marítimo. El océano ya no inunda el papel, sino que apenas se representa con una mancha enérgica rasgada en medio de la hoja. Sobre ella gravitan pequeñas salpicaduras de color, las velas distantes recortadas sobre el fondo blanco del cielo; el mismo trazo azul grisáceo que representa el agua del mar, dibuja con precisión la línea de horizonte, la cual a su vez articula el espacio del paisaje. La presencia de los barcos aporta dramatismo, detenidos por el pincel del arquitecto en el instante último antes de alcanzar su cenit. Frente al escenario acotado y tranquilizador de sus primeras acuarelas, ahora los horizontes se abren hacia un todo abarcador y los veleros a una desaparición abrupta en la nada, celebración de imágenes sensibles a la desposesión romántica,12 a las puertas de un mundo codificado en un sencillo rasguño (Figura 4).
Siguiendo antecedentes, Sverre Fehn dará un último paso para alcanzar dicha abstracción. En el catálogo La poesía de la Línea Recta: Cinco Maestros del Norte (The Poetry of Straight Line: Five Masters of the North, 1992) el arquitecto hace desaparecer los veleros, dejando un solitario trazo horizontal como diseño de portada (Figura 5). Esta publicación resulta clave en su trayectoria, pues contiene sus obras más significativas: la propuesta para la Capilla del Cabo Norte (1965), el Museo Arzobispal de Hamar (1967-79) o el Museo de los Glaciares (1989-91) entre otras, así como todos sus proyectos de viviendas. Igualmente, recoge sus textos más relevantes hasta esa fecha: La Arquitectura primitiva de Marruecos (1952); ¿Cómo nacen nuestras dimensiones? (1992); El sueño de las grandes construcciones (1992) y La danza alrededor de las cosas muertas (1992) y antecede a la cascada de premios internacionales que recibe a partir de la misma.13 Desde ese punto de vista, es significativo que la imagen de portada elegida por Fehn -aquella que nos descubre el conjunto de su arquitectura- cifre el paisaje en una sencilla línea, coincidente con la depurada percepción del horizonte que produjeron sus vivencias en Hvasser.
Fuentes: NORRI, Marja-Riitta y KÄRKKÄINEL, Maija ed. (1992), The Poetry of Straight Line: Five Masters of the North. Museum of Finnish Architecture, Helsinki
Por otro lado, La poesía de la Línea Recta constituye además toda una declaración de intenciones por parte de Fehn, pues mediante su título rinde homenaje, de forma implícita a la obra: El Poema del Ángulo Recto (1955).14 El texto de Le Corbusier es una referencia de notable importancia para el noruego, al cual se refiere en diversos momentos de su carrera. Por ejemplo, lo hace hablando de Marruecos al haber encontrado allí, en medio del desierto, “el poema de Le Corbusier en forma de cubierta y terraza” (Fehn, 1952, p.73), o al insistir en que “el funcionalismo descubrió un nuevo mundo; concretamente el de las pequeñas villas de Grecia, Italia y el Norte de África” (Fehn, 1990, p.12) que le sirvieron de espejo en el que mirarse. A tenor de sus palabras, parece que la obra gráfica de Le Corbusier sintetiza para Sverre Fehn la confirmación de los vínculos que nutren la Arquitectura Vernácula anónima y la de los pioneros modernos de su tiempo, en un viaje de ida y vuelta que conectaba ambas corrientes arquitectónicas con un modo trascendente de estar en el medio.
El Poema del ángulo recto ejerce sobre él un importante magnetismo, tanto por el universo plástico que despliega como por la forma en que Le Corbusier considera la naturaleza y los acontecimientos arquitectónicos desde un punto de vista explícitamente poético.15 Amén de la Ley del meandro, cuyo simbolismo alude al necesario depósito de conocimientos que estratifican la memoria del arquitecto que bien podría estar representada por el citado conjunto de acuarelas, el ejemplo en que Sverre Fehn se fija es la metáfora del iconostasio del poema de Le Corbusier, cuyas siete filas temáticas superpuestas de la A hasta la G 16 identifican el acto de crear como un proceso de implicaciones cósmicas. En ese sentido, el ciclo circadiano dibujado en el Poema del ángulo recto introduce el factor del tiempo cíclico en muchas de las fábulas gráficas de Fehn así como la intelectualización gráfica del mundo mediante dos ejes cruzados, uno vertical antropomórfico y otro horizontal paisajístico que conforman la litografía 31 que dicho poema impele la mirada del arquitecto nórdico hacia el horizonte.
De hecho, Sverre Fehn conforma su particular metáfora del iconostasio -la cual representa mediante un velero a punto de desaparecer al final del océano-, la imagen que para él atesora un fuerte simbolismo pues ilustra visiones asociadas al constante paso del tiempo y al conjunto de las grandes empresas humanas que han permitido al hombre trascender los límites físicos impuestos por la naturaleza:
La gran empresa no nació en el arte de la construcción de edificios, que pertenece a la tierra, sino en la construcción de barcos. (…) El mástil es la construcción que, junto con las velas, mejor ha significado la captura del viento y le ha dado al hombre el globo entero” (Fehn, 1992, p. 34).
Dicha analogía se hace extensiva a su propia arquitectura pues, al igual que el barco es la respuesta a los límites que impone el mar, la arquitectura lo es a los de la tierra sobre la que se eleva y se hunde en sus entrañas; a juicio de Fehn, entre todos ellos media el horizonte.
Si consideramos que las acuarelas de Sverre Fehn son el fruto de una actividad cotidiana, metódica y llevada a cabo en una soledad casi ritual, la experiencia que comportan se liga a su forma de mirar el paisaje y abstraerlo en una sencilla idea, la de infinito, cifrada en la figura recursiva de esa línea en la que parece acabar el mundo. Serán sus fábulas gráficas y arquitecturas, el lienzo en el cual plasmar dicha abstracción. Según sus propias palabras:
La habitación infinita es masa. El ser humano no vive en un espacio articulado entre interior y exterior. La masa siempre nos rodea. Nunca se halla completamente libre de la gran habitación cósmica, no obstante, podemos orientarla mediante la contemplación (Fehn y Fjeld, 1988, p.40).
Para adquirir conciencia de los límites de esa “habitación infinita” de la bóveda celeste y de la propia Tierra es necesario hacerlos visibles; es decir, orientar la mirada hacia la frontera en que ambos se encuentran el horizonte mediante la acuarela o la propia arquitectura. Después de todo, ya en la Antigüedad el infinito horizonte -horismos- era entendido como la línea que no interrumpe la mirada, sino a partir del cual ésta comienza a existir.
3 . El orbe de arquitecturas
Si las acuarelas de Sverre Fehn describen el espacio del mundo estructurado por la línea del horizonte -memoria de la indisoluble dicotomía entre el cielo y la tierra- el resto de su obra interpreta esta idea.
Algunas de sus fábulas más elocuentes: La Tierra como Gran Museo (1982) y El Laberinto (1988) revelan un método protagonizado por la relación que se establece entre el globo terrestre y las arquitecturas que se funden con él, propias y ajenas del autor. Para el arquitecto nórdico la representación del globo no es sino la proyección infinitamente distante del horizonte que se curva en circunferencia sobre sí mismo codificando, por tanto, su esfericidad en una sola línea, la misma que articula el inventario de todas las arquitecturas que han sido y serán, así como La poesía de la Línea Recta.
En La Tierra como Gran Museo17 (Figura 6) el autor nos descubre cómo el planeta constituye un museo de proporciones cósmicas:
La Tierra es un gran museo en sí misma. En su corteza se hallan artefactos preservados por el mar y la arena, cuyo viaje a la eternidad resulta tan lento que en sus restos aún se puede encontrar el rastro que originó su cultura (…) Las historias labradas en los muros y en los propios objetos han permanecido ocultas por la oscuridad, siendo conocidas sólo por la Tierra misma (Fehn, 1985, p.10).
Palabras que el autor acompaña con el dibujo de la circunferencia de la Tierra en cuyo perfil se acomodan construcciones intemporales; desde las pirámides de Egipto, los túmulos de la cultura vikinga o el enterramiento de los guerreros de Xian hasta las hipótesis de sus propias arquitecturas no construidas como el Museo Wasa (1982) o la Galería Verdens Ende (1988).
Fuente: FEHN, Sverre (1994), “The Skin, the Cut & the Bandage”, en ANDERSON, Stanford (ed.), The Pietro Belluschi Lectures. The MIT Press, Boston
De manera intencional, su dibujo confunde estas construcciones con accidentes geográficos, una constante formal detectable en muchos de sus proyectos, especialmente de los años noventa. Por ejemplo, el citado Museo de los Glaciares (1989-91) y el Centro Ivar Aasen-tunet (2000), presentan una envolvente de planos diagonales de suelo y techo que evocan el arquetipo de la caverna. Si asumimos que el cierre superior del edificio materializa la mayor participación de las dimensiones verticales en el contenido emocional de la arquitectura, resultan aún más elocuentes las propuestas no construidas del Museo de las Pinturas Rupestres (1993) en Østfold y el Museo de los Enterramientos Vikingos (1993) en Borge, cuyas respectivas secciones constituyen una prolongación ininterrumpida del perfil del terreno (Figura 7).
De hecho, cuando Sverre Fehn escribe junto a Per Olaf Fjeld La precisión del lugar (1983) evoca topografías características del Land Art18 e insiste en la necesidad de reconsiderar la implantación de la arquitectura en el territorio:
Debemos encontrar de nuevo el diálogo con la Tierra. Las divisiones de las masas terrestres, agua y aire, encarnan las Grandes Construcciones. El terraplén es el último acuerdo con el paisaje. La Tierra que forma el montículo y la trinchera se convierten en la única protección posible (Fjeld, 2009, p.250).
Por tanto, al igual que en la Escultura para ser vista desde Marte (1947) de Isamu Noguchi, el arquitecto noruego reivindica la manipulación topográfica como instrumento de creación arquitectónica, trazos que interrumpen la línea de horizonte y permiten al edificio continuar con el perfil orográfico de la Tierra. En definitiva, formar parte simbólica de ésta y, por ende, según la citada fábula, de su inabarcable historia y espacio. Si a ello le sumamos que La Tierra como Gran Museo teoriza incluso con arquitecturas presentes únicamente en la memoria del arquitecto, la propia fábula sería una construcción que albergaría todos los tiempos y espacios imaginables, como hacía El Aleph (1949) de Jorge Luis Borges.
Es más, muchos de los ideogramas poéticos que realiza Sverre Fehn repiten insistentemente las secciones de sus edificios, tanto construidos como sólo proyectados. Así como si de un mantra gráfico se tratase (Figura 8), el arquitecto los revisita de manera cíclica a través de un imaginario de relatos y dibujos, posiblemente en busca de renovadas dimensiones y significados implícitos en dichos trazos. Por ello, su arquitectura constituye una paráfrasis gráfica de sí misma y su modo de hacer arquitectura es recurrente en materiales, composiciones y formas, como los son los temas que le obsesionaban en sus acuarelas de Hvasser.
4 . La construcción del laberinto
Las obsesiones de Sverre Fehn se repiten con nuevos matices en muchas de sus creaciones. En el relato: El Laberinto (1988)19 vuelve a enfrentarse a la dimensión simbólica del horizonte y el globo terráqueo, si bien afrontando su misterio desde una perspectiva más literaria. Tras haber construido la Casa N° 3 en Norrkøping (1963-64), una vivienda experimental basada en el ángulo recto cuya planta de cruz griega se abre al exterior en sus cuatro diagonales y embolsa sendos espacios de cobijo entorno a una promenade circular20 que parece no tener fin, el arquitecto se imagina volviendo a ella para conversar con el fantasma de Andrea Palladio:
En una ocasión hice una casa de la que decían que estaba inspirada en Palladio. Para ser honesto, por aquel entonces no estaba pensando en él. Aunque después sí me lo encontré, y mientras miraba la planta de mi casa, me dijo: Sabes, la Rotonda era una broma… en aquel momento habíamos perdido el misterio del horizonte. Para nosotros fue un shock darnos cuenta de que el mundo era una esfera - era mensurable. Así decidí hacer de la Tierra un laberinto mediante una casa de cuatro frentes. Cuando abandonas la casa mirando hacia el oeste y caminas alrededor del mundo vuelves a ella para encontrar el mismo frente del que partiste. Antes de mi obra, el desierto era el gran laberinto - si te encuentras perdido en ese paraje intentando salir de él, siempre regresas al mismo punto´ (Fehn, 1988, s.p).
El arquitecto acompaña el relato con otro exquisito ideograma en el que un individuo solitario comienza a caminar en línea recta siguiendo la senda indicada por la geometría axial del pórtico desde la Villa Rotonda, coyuntura que le conduce sin remisión alrededor del globo en pos del horizonte, para acabar descubriendo al final del viaje que el mundo y la arquitectura comparten un mismo orden cósmico (Figura 9).
Fuentes:NORBERG SCHULZ, Christian y POSTIGLIONE, Gennaro (1997) Sverre Fehn: Works, Projects, Writings, 1949-1996. The Monacelli Press, Milan / RIVERA, Javier (ed.) (1988): Los cuatro libros de arquitectura. Andrea Palladio. Madrid: Ediciones Akal
Por un lado, El Laberinto profundiza en el origen de la casa Norrkøping al reflexionar acerca del modo en que la arquitectura es capaz de representar el universo en un sencillo cruce de líneas, tal como Palladio había imaginado en la Rotonda, tal como había hecho Le Corbusier en su poema. Por otra parte, la fábula también aborda la idea de la captura del infinito mediante las leyes de la geometría, captura alcanzada en el Renacimiento gracias a la invención de la perspectiva cónica y el vértigo horizontal del punto de fuga, “en aquel momento habíamos perdido el misterio del horizonte” (Fehn, 1988, s.p), descubriendo así la esfericidad del mundo (Figura 10).
No obstante, el relato también subraya la notable impronta que dejan en Sverre Fehn autores como Antoine de Saint-Exupéry y El Principito (1943) capaz de dar la vuelta a su pequeño planeta en apenas tres zancadas. Con mayor intensidad, si cabe, se manifiesta la figura de Jorge Luís Borges (Figura 11) de quien Fehn escribe: “Jorge Luis Borges. Tras haber leído su obra de la A, a la Z, y otras novelas, he recalado en problemas cruciales” (como se recoge en Fjeld, 2009, p.192).
En ese sentido, su imaginario no sólo se nutre de aquello que dibuja, sino muy especialmente de aquello que lee. Los recurrentes laberintos de Borges, verdaderos desafíos intelectuales para sus lectores, cautivan al arquitecto. Aunque en la antigua iconografía cretense el laberinto eran una figura unicursal, un camino enredado pero sin encrucijadas, encarnado por el hilo de Ariadna, Borges los imagina con otras muchas dimensiones posibles, algunas extremadamente inteligentes por su sencillez. Tal es el caso, por ejemplo, de la escena final de La muerte y la brújula, cuando Erik Lönnrot enuncia un laberinto reducido a una única línea recta entendida como una distancia infinitamente divisible sobre sí misma, equivalente a la que debía recorrer Aquiles para alcanzar a la inalcanzable tortuga. Otro ejemplo es el de Los dos reyes y los dos laberintos publicado en El Aleph, precisamente al que el autor nórdico alude de manera implícita en su fábula por considerar el desierto como el más grande de todos los laberintos posibles, “donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso” (Borges, 2001b, p.15) como decía el Rey de Babilonia ideado por Borges.
De hecho, El Laberinto de Sverre Fehn se nutre de los mismos conceptos empleados por Borges en la creación de los suyos; la idea de infinito y el principio de orden. Por un lado, un laberinto es un lugar determinado y circunscrito, finito per se, cuyo recorrido interno es potencialmente infinito. Puede adoptar la forma de una línea, un desierto, un libro, un jardín, una arquitectura o un planeta entero, siempre y cuando el sujeto no sea el demiurgo que estudia los senderos que llevan a su centro, sino que se encuentre en su interior resignado a no poder salir como el curioso individuo que circunda la Tierra en el dibujo del noruego. Por otro lado, un laberinto no es para nada un acontecimiento caótico ni mucho menos sino más bien se caracteriza por un exceso de orden, por tener estructura clara basada en una geometría estricta de la que el sujeto nunca sale. Así sucede en las Mil y una Noches, obra referente tanto para Borges como para Fehn, durante la célebre velada en que Sherezade cuenta al sultán Shahriar la historia que ambos están viviendo en ese mismo instante, lo que da lugar a un laberinto recursivo de historias que se repiten unas dentro de otras. Es decir, a un eterno retorno que supone volver siempre a la posición de partida, en nuestro caso, la arquitectura de la Casa en Norrkøping y de la Villa Rotonda.
Por tanto, la urdimbre con que Borges entreteje lo infinito y lo ordenado es la tela sobre la que Sverre Fehn hilvana su propia conversación con el fantasma de Palladio (Figura 12), de donde extrae las palabras para “hacer de la Tierra un laberinto mediante una casa de cuatro frentes” (Fehn, 1988, s.p.). Así, parece que el mejor candidato a protagonizar la fábula de Fehn y ocupar su arquitectura no es otro sino Asterión, el imaginado por Borges porque cuando lograba salir del laberinto que era su casa, volvía a entrar en ella al descubrir que se encontraba dentro de otro laberinto mayor; el mundo bajo la bóveda celeste, y que la noción de salida dejaba de ser pertinente pues “La casa [la arquitectura] es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo” (Borges, 2001a, p.79) y la línea del horizonte su inabarcable frontera.