Introducción
Vuela al punto la Fama por las grandes ciudades de la Libia; la Fama, la más veloz de todas las plagas, que vive con la movilidad y corriendo se fortalece; pequeña y medrosa al principio, pronto se remonta a los aires y con los pies en el suelo, esconde su cabeza entre las nubes.
(Virgilio, La Eneida, Libro IV)
La libertad de expresión constituye un pilar capital de todo sistema democrático. Sólo mediante la libre transmisión de datos e ideas es posible articular una opinión pública que conozca los problemas y demandas sociales y el modo en que los poderes públicos los afrontan, para que, en última instancia, la ciudadanía pueda tomar de forma racional las decisiones políticas oportunas.
Lo que sucede en el momento presente es que asistimos a un vertiginoso flujo de informaciones y opiniones, enviadas a través de muy diversos canales de comunicación, y por instancias, públicas y privadas, de distinta naturaleza. Uno de los problemas de que adolece este aluvión informativo radica en la falta de rigor que cabe apreciar en una considerable cantidad de los mensajes que contiene, la cual incide sobremanera en la toma de decisiones de los individuos en los procesos democráticos. Nos referimos a la desinformación, fenómeno que, si bien no es nuevo, sí se ha visto sensiblemente incrementado dada la enorme facilidad de difusión de mensajes que, gracias a las nuevas tecnologías, se encuentran a disposición de buena parte de la ciudadanía en las sociedades occidentales. Pero, por otro lado, no resulta admisible que, por mor del control de la veracidad informativa -o de la denominada “información de calidad” (Avalos Barreno, 2020, p. 51)-, los poderes públicos adopten medidas restrictivas de la libertad de expresión de carácter desmesurado e injustificado.
Estamos ante una cuestión capital en el seno de un Estado democrático, pues, como afirma Sánchez González (1992, p. 46), la libertad de expresión, además de indicarnos el estadio de progreso social y el sistema de valores predominante, constituye, así mismo, la piedra de toque de todo régimen político. El problema reside en que la desinformación y la apelación a nuestras emociones han desplazado la veracidad informativa y el discurso racional del amplio abanico de vehículos de comunicación actualmente existente; lo cual ha resultado ser un caldo de cultivo para la manipulación y los extremismos (García Morales, 2020, p. 29). Pero, por otro lado, la restricción de la libertad de expresión puede suponer una peligrosa maniobra empleada por las autoridades públicas para cercenar un derecho capital, indispensable para hacer posible el plural flujo informativo que conforma la opinión pública libre, pilar esencial de toda democracia.
Así pues, hemos de preguntarnos si cabe conciliar la exigencia de la veracidad de las comunicaciones -así como las demás limitaciones y mecanismos de supervisión a que está sometida la libertad de expresión-, con la libertad que debe imperar al momento de expresar las ideas y datos relevantes para formar la opinión pública en una sociedad democrática.
II. Libertades de opinión e información, comunicación pública libre y democracia
Los derechos y libertades fundamentales ofrecen una doble dimensión, subjetiva y objetiva, porque, por un lado, los derechos fundamentales constituyen un espacio de libertad personal, que protege al individuo de las intromisiones injustificadas de los poderes públicos y de ciertas actuaciones de terceros, y permiten al ciudadano exigir de aquél determinadas prestaciones (naturaleza subjetiva); y, por otro, actúan como elementos constitutivos y legitimadores del ordenamiento, al conformar los valores materiales sobre los que la sociedad y el Estado se organizan, suponiendo su expresión el origen mismo del poder estatal (naturaleza objetiva).
Esta doctrina de la doble faz o naturaleza de los derechos fundamentales, que la doctrina y jurisprudencia constitucional españolas han adoptado, muy tempranamente (STC 25/1981, de 14 de julio, FJ 5º), de Alemania (Pérez Luño, 1988) refuerza su interés en el caso de la libertad de expresión. Así vista, la libertad de expresión, como ha recordado el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) en reiterados pronunciamientos, no es sólo un derecho fundamental de libertad (perspectiva subjetiva) conectado estrechamente con el principio de la dignidad humana, sino que también representa el reconocimiento y garantía de la opinión pública libre (perspectiva objetiva o institucional), institución inescindible del pluralismo político, valor esencial del Estado democrático1 (por todas, STC 121/1989, de 3 de julio, FJ 2º).
Encontramos este derecho recogido en las primeras declaraciones de derechos que germinan en la Modernidad, tales como la Declaración de Derechos de Virginia (1776), donde leemos: «Que la libertad de prensa2 es uno de los grandes baluartes de la libertad y no puede ser restringida jamás, a no ser por gobiernos despóticos» (art. 12). Reconocimiento que hallamos en otros textos de la época, como la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789 (art. 113); o la primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos4.
La Constitución española vigente (en adelante, CE) dedica el apartado 1º de su artículo 20 al reconocimiento de los siguientes derechos: la libertad de opinión (art. 20.1.a5); el derecho de autor6, la libertad de cátedra, y la libertad de información (art. 20.1.d7). Por otro lado, hemos de mencionar aquí otro derecho que, aunque no se encuentra expresamente formulado, puede deducirse de la propia estructura del artículo 20 CE: nos referimos a la libertad de prensa.
El sentido que debemos darle al reconocimiento conjunto de tales derechos en el primer apartado del artículo 20 CE, reside en que se encuentran todos ellos íntimamente interconectados entre sí. Y la razón última de tal interconexión nace de su función y de su forma de ejercicio, de tal modo que el artículo 20.1 CE garantiza la libre comunicación como la única vía posible para llegar a una sociedad libre y plural (Bustos Gisbert, 1994, pp. 263-265).
De las distintas manifestaciones de la libertad de expresión, en sentido amplio, nos interesa centrarnos en dos de ellas: la libertad de opinión, también conocida como libertad de expresión en sentido estricto, derecho reconocido en el apartado a) del artículo 20.1 CE, y la libertad de información veraz, reconocido en la letra d) de dicho precepto constitucional. La distinción entre ambos derechos fundamentales radica en su objeto, pues mientras la libertad de opinión se encuentra referida a «pensamientos, ideas y opiniones», cuyo origen es eminentemente subjetivo8; la libertad de información tiene por objeto la información veraz, es decir, mensajes cuyo contenido único o fundamental son descripciones sustancialmente neutras de datos o hechos externos y ciertos, con una referencia objetiva. De esta diferenciación se derivará, consecuentemente, un distinto régimen jurídico para cada uno de estos derechos; de ahí la trascendencia de esta diferenciación. En todo caso, hay que reconocer que, con frecuencia, ambos elementos suelen aparecer entremezclados en el mensaje9.
Por otra parte, es importante advertir que, a diferencia de la libertad de opinión, regulada sólo como un derecho activo (derecho «a expresar y difundir»), en la libertad de información encontramos tanto una vertiente activa (derecho «a comunicar») como otra pasiva (derecho a «recibir» información como presupuesto básico de la formación de la opinión pública libre). Así pues, en el artículo 20.1.d) aparecen dos derechos diferentes: el derecho a comunicar información veraz, que protege al autor de las informaciones y al medio de comunicación frente a intrusiones externas en su labor periodística y creativa; y el derecho a recibir información, que exige que el Estado garantice que se distribuya suficiente información, que sea suficientemente plural10 y que llegue a suficientes personas.
Ahora bien, hasta hace escasos años, se ha venido considerando que esta vertiente pasiva no debía entenderse como una consagración del derecho a la información entendido como derecho autónomo11 de acceso a determinadas fuentes, sino como relativo exclusivamente a la información que el titular del derecho activo quisiera realmente emitir. Esto es, no se trataría de un derecho consistente en la posibilidad de exigir una prestación concreta a quienes elaboran y difunden la información (que implique un derecho a la veracidad, o a que se elabore y transmita una información concreta, o a recibir medios de comunicación12), sino del derecho a elegir libremente y acudir a la información que, de forma plural, haya sido elaborada en la sociedad. En suma, el derecho a recibir información, así visto, sería un complemento de la libertad de informar, en la medida que se considera de modo separado el derecho de la audiencia a recibir esa información como criterio para mejor tutelar el derecho a difundirla de quien ha decidido hacerlo. De ahí que no sería ésta la sede constitucional adecuada para asegurar el derecho de acceso de los ciudadanos a una información en contra de la voluntad de su poseedor, derecho que está sometido a ciertos requisitos, condicionamientos y garantías no ubicados en el artículo CE.
Pero, recientemente, se viene abriendo paso la corriente que concibe, como derecho instrumental de la libertad de información, el acceso a las fuentes de información por parte de quienes quieren ejercer la libertad de difundirla. En este sentido, en el Derecho europeo se viene consolidando paulatinamente su consideración como derecho fundamental. En el caso del Consejo de Europa, del que es miembro el Estado español, aunque el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (en adelante, CEDH) no contempla explícitamente el derecho de acceso a la información pública, a partir del año 2009, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante, TEDH) asumió que dicho derecho forma parte de la libertad de expresión del artículo 10 CEDH13 (SSTEDH asunto Társaság a Szabadságjogokért contra Hungría, de 14 de abril de 200914; y asunto Kenedi contra Hungría, de 26 de mayo de 2009; doctrina consolidada posteriormente en sentencias como la del asunto Youth Initiative for Human Rights contra Serbia, de 25 de junio de 201315).
Y por lo que respecta al Derecho de la Unión Europea, después de una etapa inicial de reconocimiento del derecho de acceso a la información mediante Resoluciones del Parlamento Europeo y de regulaciones internas de cada institución, el Tratado de Ámsterdam (1997) introdujo el artículo 255 del Tratado de la Comunidad Europea, en el que consagró el derecho de todo ciudadano o residente en la Unión de acceso a los documentos del Parlamento, del Consejo y de la Comisión de acuerdo con los principios y límites que fijaría el Consejo en 1999. Con posterioridad, la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea (2000) reconoció el derecho de acceso como derecho fundamental relacionado con la ciudadanía (art. 42). Por lo demás, el derecho de acceder a los documentos en manos de las instituciones comunitarias figura hoy en el artículo 15 TFUE (Guichot y Barrero Rodríguez, 2020, pp. 66-76).
Por lo que hace a nuestro ordenamiento interno, en 1978, cuando se aprobó la Constitución, la libertad de acceso a la información era entendida como derecho de mera abstención de los poderes públicos de interferir en la libre comunicación entre particulares. La referencia directa al derecho de acceso a la información administrativa estaría contenida en el artículo 105, b) CE, el cual no se inserta en el Título I CE (“De los derechos y deberes fundamentales”), sino en el IV (“Del Gobierno y de la Administración”). Por la peculiar distinción entre categorías de derechos, propia de la CE, así como por la ubicación del artículo 105, el tratamiento, hasta el momento, en nuestro ordenamiento, ha venido siendo el de un derecho autónomo en relación al derecho fundamental a la libertad de información, tratándose de un derecho constitucional desarrollado por leyes ordinarias. En la línea de la no consideración del derecho de acceso como integrante de la libertad de información se había venido también moviendo una jurisprudencia, constitucional (STC 161/1988, de 20 de septiembre) y ordinaria (STS de 19 de mayo de 2003), bastante escasa y que no abordaba abiertamente la cuestión general de las relaciones entre ambos derechos. Por lo que se refiere a la doctrina científica, inicialmente la postura mayoritaria sostenía que el derecho de acceso es un derecho constitucional autónomo de configuración legal, distinto de la libertad de información, dado que ésta sería el trasunto de la libertad de transmitir información, por lo que impondría a los poderes públicos un simple deber de abstención de interferir el proceso de comunicación entre sujetos privados.
Con todo, se ha venido abriendo paso la doctrina que defiende que el derecho de acceso es una manifestación específica del derecho a recibir información consagrado en el artículo 20.1.d) CE, de suerte que de dicho precepto resultaría el correspondiente deber de la administración de facilitar el libre acceso a la información administrativa, como imperativo del principio de publicidad y transparencia, y en estrecha conexión con el principio de democracia16. En efecto, en un Estado democrático de Derecho, la discusión pública deviene indispensable para adoptar las decisiones públicas que legitiman la voluntad general, por lo que debe existir transparencia y conocimiento de las actuaciones públicas, para favorecer un efectivo control que asegure que los poderes públicos actúan con sometimiento al imperio de la ley. De ahí que el principio de publicidad y transparencia haya de partir del presupuesto básico del derecho fundamental a emitir y recibir información (Aba Catoira, 2002, p. 134).
Y, hoy día, la doctrina se viene posicionando mayoritariamente en la consideración del derecho de acceso como una manifestación del derecho fundamental a la libertad de información (art. 20.1.d CE)17 (Guichot y Barrero Rodríguez, 2020, pp. 76-92), entendido como derecho a la veracidad de los contenidos y las informaciones que se publican; una senda que tendrían abierta los Tribunales, y, más concretamente, nuestro máximo intérprete de la Constitución (art. 1.1 LOTC), realizando una interpretación del artículo 20.1.a) en relación al artículo 10.2 CE18 (Ortega, 2017, pp. 19 y 39-40).
La cuestión a la que nos referimos tiene su importancia a efectos del presente trabajo, ya que, retomando la idea que exponíamos al inicio del mismo, el derecho de acceso a la información pública debe reputarse hoy un derecho fundamental estrechamente vinculado con la democracia. El flujo informativo es un requisito sine qua non para el conocimiento, debate e implicación en los asuntos públicos por parte de la ciudadanía (que tendrá su reflejo último en el ejercicio del derecho al voto); así como para un correcto ejercicio de control y rendición de cuentas por parte de los gobernantes. Por este motivo, ha sido reconocido como tal en los instrumentos internacionales y regionales (entre ellos, según hemos visto, europeos) de derechos fundamentales, bien como derecho autónomo (caso de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea), bien como parte del contenido de la libertad de información, esto último en los instrumentos internacionales o europeos más veteranos, respecto de los que se ha interpretado que la libertad de información no puede limitarse a una obligación de abstención por parte de los poderes públicos respecto de la transmisión y recepción de información entre sujetos privados, sino que integra también un deber positivo de prestación, máxime cuando se trata de acceder a información que ellos mismos disponen para la gestión de los asuntos que a todos nos conciernen (Guichot y Barrero Rodríguez, 2020, p. 93).
III. La desinformación y otros factores que deterioran la comunicación pública libre y plural: la erosión de la democracia
El término “desinformación” se ha tornado usual en el lenguaje político y periodístico, habiéndose incorporado igualmente al acervo popular, donde se muestra ligado a la manipulación de los medios, al control de la información en beneficio de intereses políticos o económicos y a las estrategias de Gobiernos, partidos o grandes empresas, y ello para manipular a la opinión pública. En efecto, la palabra “desinformación” (disinformation) supone proporcionar información distorsionada con la intencionalidad del emisor de provocar el engaño en el receptor del mensaje (Rodríguez Andrés, 2018, pp. 232, 235 y 237).
Es cierto que esta expresión no es novedosa, como tampoco lo es el fenómeno que designa. En realidad, existen claros indicios de que actividades desinformativas se pueden documentar en textos de enorme antigüedad, lo que nos indica que estamos ante una práctica tan antigua como la propia organización social.
La primera constancia histórica de la utilización del concepto desinformación se produce a comienzos del siglo XX, adquiriendo verdadera carta de naturaleza, al incluirse en la Gran Enciclopedia Soviética, donde fue definido como la distorsión que los Estados Unidos ejercían sobre la opinión pública mundial a través de su inmenso potencial informativo. Su práctica se fue institucionalizando a finales de la década de los cincuenta, cuando los servicios de inteligencia soviéticos, de la mano de la KGB, pusieron en funcionamiento departamentos especiales de desinformación19. Desde ese momento, la desinformación fue utilizada por parte de la KGB con el objetivo de influir en las políticas de otros Gobiernos, desacreditar a los Estados Unidos y al resto de Estados capitalistas, y conseguir así instaurar sistemas comunistas en todo el mundo. Y pronto esta práctica suscitó el interés de gobiernos no comunistas, especialmente el de Estados Unidos, que también puso en marcha prácticas similares a las soviéticas (Rodríguez Andrés, 2018, pp. 232-234).
En cualquier caso, el concepto ha traspasado el contexto de la Guerra Fría, siendo en estos últimos años cuando se ha hablado más, a todos los niveles (ya no sólo político, sino también económico, mediático o corporativo), de este fenómeno. El motivo de que la desinformación esté en el centro de muchos debates, y sea objeto de preocupación para la ciudadanía, reside en la rapidez con la que se difunde y en su apoyo en herramientas tecnológicas (Rodríguez Andrés, 2018, pp. 234-235; Seijas Costa, 2020, pp. 329-330). En la llamada “sociedad de la información” los ciudadanos están expuestos a una sobreabundancia de información que les obstaculiza la comprensión del mundo en que habitan. Súmese a lo anterior que los poderes políticos y económicos frecuentemente suministran información fútil, al mismo tiempo que encubren datos de importancia; todo lo cual desemboca en un escenario cuando menos preocupante. Y ello por lo que supone de déficit democrático, habida cuenta que la información que nos llega resulta capital para formar nuestras opiniones y nuestra visión del mundo (López López, 2001, pp. 61-62), y con arreglo a la cual tomaremos decisiones de gran trascendencia20.
La cuestión adquiere aún mayor gravedad cuando se refiere a la comunicación de interés general, dada la trascendencia de la misma en un Estado democrático. Pensemos, a modo de ejemplo, en la información que ha circulado, por una gran diversidad de canales de comunicación, durante la pandemia por el COVID-19. Surge entonces la primera pandemia de la sociedad de los datos21. La Organización Mundial de la Salud (en adelante, OMS) alertaba de la “infodemia”, entendiéndola como la sobreabundancia de información -sea ésta correcta o no- durante una epidemia. Este fenómeno dificulta el hallazgo de fuentes fiables y orientaciones fidedignas cuando se precisan. E, incluso cuando se tiene acceso a información de calidad, continúan existiendo trabas que deben superarse para adoptar las medidas recomendadas. Al igual que sucede con los patógenos en las epidemias, la información inexacta se extiende cada vez más y a una velocidad mayor, lo que complica la respuesta a las emergencias sanitarias. Por este motivo, además de advertir sobre esta problemática en varias ocasiones, se llegó a celebrar la Primera Conferencia de la OMS sobre Infodemiología (del 30 de junio al 16 de julio de 2020).
En cualquier caso, con anterioridad a la pandemia por COVID-19 ya se había demostrado el enorme poder político, y, en ocasiones, las devastadoras consecuencias, que la desinformación y los bulos pueden generar en ciertas ocasiones en la opinión pública22, y cómo los canales electrónicos de comunicación pueden potenciar su influencia. Baste recordar cómo la circulación de noticias falsas y la manipulación de la opinión de los ciudadanos a través de las redes sociales estuvo detrás de episodios como el resultado del referéndum del Brexit o la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016 (McIntyre, 2018, pp. 1-2, y 5-6; Rodríguez-Hidalgo, Herrero, y Aguaded-Gómez, 2021, p. 45; Serra Cristóbal, 2021, p. 205).
La desinformación es, por lo demás, una forma de manipulación organizada, estructurada, planificada con detalle, que responde a una estrategia concreta y con unos objetivos políticos muy precisos23. Por eso, lo más frecuente en la concepción tradicional de la desinformación, ha sido que la fuente o emisor de esta práctica suelen ser los Estados, a través de sus aparatos de inteligencia o de propaganda; y el receptor al que se dirige son también otros Estados, y, dentro de ellos, sus élites políticas o económicas, si bien a veces también puede ser la propia opinión pública (Rodríguez Andrés, 2018, p. 240). Y no sólo se trata de prácticas habituales de los regímenes autoritarios, sino también, aunque en menor medida, de sistemas democráticos. Baste recordar aquí las mentiras desveladas por los Papeles del Pentágono acerca de la actuación de EEUU en Vietnam; el recurso de este mismo país o de Reino Unido a la idea de que Irak escondía armas de destrucción masiva para justificar una guerra; las informaciones que se vertieron los primeros días por parte del Gobierno español sobre la autoría de los atentados terroristas yihadistas del 11 de marzo de 2004 en Madrid, sugiriendo que los responsables parecían pertenecer a la banda terrorista ETA; las campañas de desinformación que rodearon la celebración del referéndum de independencia en Cataluña24; o la supuesta existencia de un Comité de Expertos que, según el Gobierno español, tenía confiado el asesoramiento en la toma de las decisiones sobre el progreso en las fases de las distintas provincias en el “plan de desescalada” desarrollado por la pandemia, Comité que, finalmente, reconoció el Ministerio de Sanidad, no existía (Moretón Toquero, 2020, p. 14).
Pero el empleo de las diversas técnicas de desinformación no es una práctica exclusiva de los Gobiernos nacionales, pues, como hemos dicho, también recurren a ella otras instituciones, estatales y autonómicas, así como partidos políticos (p.ej., algunas claras distorsiones de la Historia formuladas por miembros de partidos nacionalistas en España), medios de comunicación, y otros poderes, sociales o económicos, al objeto de influir en la opinión pública (Serra Cristóbal, 2021, p. 224).
En cualquier caso, la desinformación, o la falta de veracidad de la información, no es el único problema que azota a la comunicación de las sociedades democráticas en el actual contexto de globalización. Junto a él, y sin ánimo de exhaustividad, podemos referirnos a otras problemáticas relevantes sobre las que se ha ocupado la doctrina:
(i) Mercantilización de los medios de comunicación. La globalización ha favorecido un proceso de concentración de medios, que ha venido facilitado de forma progresiva por modificaciones legislativas. Este proceso de concentración, junto a otros factores que acompañan a los imperativos comerciales, ha trastocado el equilibrio entre la responsabilidad pública y el beneficio privado, a favor de este último (López López y Morillo Calero, 2005, p. 33).
Los medios de comunicación de masas cumplen diversas funciones (entretenimiento, formación, socialización, etc.), siendo una de las principales la función informativa, por cuanto suministran a los ciudadanos noticias, datos y análisis sobre temas de relevancia pública. Gracias a esta función se conforma la opinión pública. Para que los ciudadanos puedan acceder a información en la esfera política, es preciso fomentar la existencia y desarrollo de medios de comunicación que observen debidamente la misión de difundir información política. Y para conseguir que estos medios de comunicación puedan desempeñar verdaderamente una misión democrática, se les debe proveer de autonomía jurídica y económica. De hecho, el grado de libertad de la prensa se considera una especie de termómetro de salud del régimen democrático (López López y Morillo Calero, 2005, p. 34).
El sector público de los medios de comunicación de masas se ha visto aminorado considerablemente ante los emblemas de desreglamentación, privatización y liberalización, presentadas a la opinión pública como la conquista de mayores cotas de libertad para los ciudadanos, cuando, en realidad, únicamente suponen mayores dosis de libertad para las grandes empresas (López López y Morillo Calero, 2005, p. 35).
Por otra parte, no podemos olvidar la presión, que, a través de diversas formas, ejercen las empresas propietarias y las anunciantes sobre los medios para el diseño de la agenda informativa25. Además, si la empresa es la dueña del medio, y más si su actividad principal no es la mediática, no es necesario ejercer presiones: sencillamente se elabora la información al agrado de los propietarios (López López y Morillo Calero, 2005, p. 39).
El factor más típico del proceso de globalización neoliberal en relación al derecho a la información es el tratamiento de ésta como mercancía y, en consecuencia, el descenso de su calidad, acompañado de un progresivo proceso de evasión de la responsabilidad social por parte de los grandes conglomerados empresariales productores de información. Todo esto imposibilita al ciudadano el acceso a una información pública de calidad, constatándose, además, que la cobertura dedicada a este tipo de información se ha venido reduciendo en los últimos decenios; reducción que se ha producido de forma simultánea al incremento de informaciones de escaso interés público y de tratamiento sensacionalista. Asistimos, según denuncian varios autores, al peligro de que la soberanía popular se vea usurpada por la dictadura mediática, que, en lugar de informar a la opinión pública, la atempera con arreglo a sus intereses. Dado que los medios de comunicación son el instrumento con que cuenta la democracia para garantizar el pluralismo político y social, hemos de convenir en su protección. La mejora del espacio público mediático requiere de una estructura plural de emisores capaces de actuar con independencia del Estado y del mercado (López López y Morillo Calero, 2005, p. 45), lo cual nos lleva a abordar el siguiente apartado.
(ii) Déficit de pluralismo informativo. Se trata de un problema estrechamente ligado al anterior. Los medios de comunicación son garantes del pluralismo político, valor imprescindible para el funcionamiento de una democracia (López López, 2001, p. 79) (art. 1.1 CE). Pues, en efecto, como señala Rallo (2000, p. 38), solamente puede entenderse «plenamente garantizado el principio democrático cuando la opinión pública se haya conformado libremente, y la libre formación de la opinión pública solo resultará efectiva cuando quede garantizado el pluralismo informativo».
Pero ya vaticinaba Rodríguez Bereijo (1997), siendo Presidente del TC, en 1997:
«El control que corresponde al Tribunal Constitucional respecto de la libertad de información se desplazará en el futuro, cada vez más, hacia la garantía del pluralismo de la información, como expectativa de libertad frente al monopolio por los poderes económicos o políticos del ejercicio de un derecho fundamental que es esencial en construcción de una sociedad libre y democrática. Hoy la libertad humana resulta amenazada no sólo por el Estado, sino también por poderes sociales no estatales».
Por lo que hace a los medios públicos, cabe afirmar que han caído bajo una indeseada influencia gubernamental que ha impedido el adecuado pluralismo informativo. En efecto, tanto a nivel nacional como autonómico, lamentablemente, la politización de los medios públicos ha sido una constante en nuestra historia democrática desde 1980 (Ortega, 2017, p. 45).
Y, cuando hablamos de medios privados, el énfasis se ha puesto en la libertad de expresión; pero, tal y como hemos señalado, se ha empleado este concepto con una perversión interesada, vinculándolo con el de libertad de empresa. Y lo cierto es que no basta una prensa libre para tener un ciudadano informado, sino que una comunicación democrática demanda que éste sea receptor de la pluralidad de opiniones, ideas y creencias para poder formar libremente su opinión (López López, 2001, p. 80).
Y, si nos situamos en los regímenes totalitarios, en ellos, afirma Durandin (1995, p. 35):
«el Gobierno se esfuerza por controlar toda la información, hasta el punto de que se hace imposible distinguirla de la propaganda. Al recibirlo todo de la misma fuente, la población carece de elementos para ejercer su espíritu crítico, y corre el riesgo de sumarle su fe a las mentiras, o bien, tras sucesivas decepciones, de volverse completamente escéptica».
(iii) Íntimamente vinculada con la propagación de datos y hechos faltos de veracidad, a la que antes aludíamos, encontramos la llamada “emocracia”, consistente en propiciar la comunicación o divulgación de emociones que terminan predominando sobre la razón. De aquí se deriva la formación de una voluntad colectiva, asentada en las emociones aceptadas mayoritariamente de manera comunal y exacerbadas por quienes tienen la capacidad de hacerlo (Gobiernos, movimientos políticos, líderes, medios de comunicación, etc.) (Serra Cristóbal, 2021, pp. 202-203). Se trata de una actitud de post-verdad (post-truth) que se ha asentado en la vida social contemporánea, en la que los hechos objetivos parecen tener menor influencia en la configuración de nuestra opinión, personal y pública, que las apelaciones a las emociones y las creencias personales (Innerarity, 2021, p. 69).
Con el denominado infoentretenimiento, o sometimiento de la información a las leyes del espectáculo (Betancur Betancur, 2004, p. 86), buena parte de los medios masivos de comunicación, guiados por la inmediatez y la espectacularidad de sus contenidos, suscitan en el espectador «un impacto directo en su emocionalidad que sirve a los intereses políticos de los medios y de las élites políticas»26.
Abundando en esta cuestión, la información política queda, así, supeditada a las leyes del espectáculo, y el debate sobre ideas y noticias es suprimido por la virtualidad mediática. De ahí el empleo, en términos peyorativos, de las expresiones “democracia mediática”, “democracia espectáculo” o “democracia de audiencia”, porque ya no importan apenas las ideas y los programas, sino eminentemente las imágenes y las audiencias (López López y Morillo Calero, 2005, p. 43). Vargas Llosa (2003) se pregunta al respecto:
«¿la civilización del espectáculo es compatible con la democracia? ¿Desaparecerá ésta en un mundo desprovisto de ideas, donde se llegará al poder gracias a las refinadísimas técnicas de manipulación de la sensibilidad y las emociones humanas (…) ante juegos de prestidigitación que confundimos con la vida? En todo caso, no hay duda de que la democracia se irá degradando y convirtiendo en algo distinto de lo que fue. Y, lo peor de todo, irá perdiendo la confianza y el apoyo de grandes sectores de la ciudadanía».
(iv) Multiplicación de los canales de información. En el panorama comunicativo, además del referido trasvase que se ha producido en el contenido (desde la información a la opinión y la emoción), ha tenido lugar, así mismo, un desplazamiento del soporte comunicativo (Moretón Toquero, 2020, p. 8), desde la prensa escrita (siglo XIX), pasando por la radiodifusión (primera mitad del siglo XX) y la televisión (segunda mitad del siglo XX), hasta instalarse en los diferentes fenómenos de Internet, y las redes sociales (fines del siglo XX y principios del XXI) (Rallo Lombarte, 2000, p. 46). De hecho, el auge de los recientes canales informativos conlleva el consiguiente declive de los tradicionales medios de comunicación de masas (McIntyre, 2018, p. 63).
En concreto, por lo que respecta a la comunicación política, no solamente se ha ido desplazando a lo largo de los diferentes medios de comunicación, sino que, y esto es más relevante aún, ha desbordado su ámbito específico y restringido: las convocatorias electorales, pasando a ocupar un espacio creciente y continuado en el tiempo, de forma que en las últimas tres décadas la vida democrática ha experimentado un giro hacia una campaña electoral permanente e ininterrumpida dominada por las nuevas tecnologías, lo que permite penetrar en la opinión pública en tiempo real (Conde López y Moreno Rey, 2011, p. 82).
Pues bien, a pesar de que esta diversificación de los canales de comunicación es presentada por algunas teorías como factor que produce automáticamente el refuerzo del sistema democrático, lo cierto es que el aumento de la pluralidad de medios de comunicación, y, en concreto, el creciente empleo de las redes sociales, no tiene por qué conllevar necesariamente una mayor participación de la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones políticas ni, a la postre, una apertura de los procesos de democratización política (Dermer-Wodnicky, 2019, pp. 301-302). Las redes sociales posibilitan la circulación, a velocidad vertiginosa, de informaciones y opiniones -ambas vertidas, por lo demás, de forma desdibujada-, de manera gratuita, que es emitida sin investigaciones ni filtros previos, lo que expone al público a “un flujo constante de puro partidismo”; de este modo, ante la falta de control editorial alguno acerca de lo que se nos muestra como noticia, se pregunta McIntyre (2018, pp. 87 y 93-95), «¿cómo podemos saber cuándo estamos siendo manipulados?».
En otro orden de ideas, la diversificación de los canales de información que ofrecen las nuevas tecnologías, unido al enorme potencial del alcance que pueden obtener canales de comunicación como son las redes sociales Twitter y Facebook27, han generado nuevos problemas que obligan a reflexionar acerca de los límites de la libertad de expresión a través de estos nuevos canales, pues la pseudo información ocupa un mayor espacio en los contenidos insertados en medios digitales y redes sociales. En palabras de Gáldamez Morales (2021, p. 101): «Se imponen nuevos hábitos de creación y consumo de la información, al tiempo que se consolida el caldo de cultivo perfecto para la desinformación».
Efectivamente, se produce una situación paradójica, pues la pluralidad de soportes informativos y la globalización de la información no solo pueden significar una verdadera garantía, sino también una auténtica amenaza al disfrute libre y plural de la información. Piénsese que, a mayor diversidad en las fuentes informativas, mayores dificultades para controlar y limitar sus efectos dañinos en el ejercicio de los derechos fundamentales de los individuos28, o en el derecho de éstos a recibir información veraz, objetiva y plural (Rallo Lombarte, 2000, pp. 48-50).
Varios factores, estrechamente ligados entre sí, han de ser tenidos presentes al momento de buscar soluciones jurídicas (Ortega, 2017, pp. 62-64; y Díez Bueso, 2018, p. 7):
Uno de ellos, es la posibilidad de identificar al emisor de los mensajes emitidos, por ejemplo, a través de redes sociales.
En segundo lugar, nos encontramos con la globalización de la emisión, la cual ofrece al individuo la posibilidad de enviar de forma ágil y masiva sus mensajes, haciéndolos llegar a muchos destinos geográficos, pudiendo tener distinta consideración jurídica, atendiendo al diferente grado de conflictividad que pueden generar, en un lugar u otro.
Otro punto clave es que en la Sociedad de la Información todos podemos ser potenciales emisores. Aquí se plantea el problema de la falta de fiabilidad, puesto que no todos tenemos la formación ni los medios para poder informar con veracidad, rigor y objetividad; menos aun cuando la información se difunde de forma inmediata.
Por último, encontramos el objeto y finalidad del mensaje. En los contenidos que nos ofrecen los distintos canales de comunicación se entremezcla la información con el entretenimiento, lo que también dificulta el eventual control de los comunicados.
De todos ellos, se ha destacado la falta de rigor de la comunicación, la inmediatez y el grado de difusión del mensaje, como factores que pueden marcar ciertas diferencias de trato normativo en relación a los mensajes difundidos a través de los medios de comunicación convencionales; si bien, en líneas generales, puede afirmarse que, si se examinan los parámetros empleados por el TEDH para diseñar los límites a la libertad de expresión y se aplican a la comunicación en red, los mismos pueden ser aplicados, en su mayor parte, mutatis mutandi (Díez Bueso, 2018, pp. 11 y 14).
A título ejemplificativo, entre los problemas que las nuevas tecnologías están generando en el ámbito jurídico, además de a los mensajes difundidos masivamente sin seriedad informativa alguna (recuérdese la infodemia), o a los mensajes de odio que se vierten frecuentemente a través de las redes sociales, podemos referirnos al denominado clickbaiting29. Son varios los problemas que esta práctica plantean. Dejando aparte que la inundación constante de clickbaits podría convertirse en otra forma de spam, obstruyendo las redes sociales y pudiendo resultar incómoda para la experiencia de los usuarios, la redacción de estos titulares suele dejar a un lado el rigor de la información, llegando a distorsionar completamente la realidad (García Serrano, Romero-Rodríguez y Hernando Gómez, 2019, pp. 200-201); al tiempo que pueden lesionar derechos fundamentales de las personas aludidas por los mismos. El Tribunal Supremo ya se ha pronunciado al respecto, apreciando, en ocasiones, la injerencia ilegítima en el derecho al honor de las personas aludidas en la titulación30.
IV. Límites de la libertad de expresión y mecanismos de control de la desinformación
Antes de pasar a examinar las restricciones y los mecanismos de control a los que está sometida la libertad de expresión, juzgamos oportuno recordar, dada la fuerza expansiva que se deriva de la posición primordial que los derechos y libertades fundamentales ocupan en el sistema constitucional, que ha de imperar en esta materia la interpretación más favorable a la efectividad de cualquier derecho fundamental (principium libertatis, o pro libertate). Este principio tiene como consecuencia la aplicación de otro principio de interpretación de gran importancia, conectado con éste: el entendimiento de que las limitaciones que determine el legislador respecto a los derechos y libertades fundamentales requieren inexcusablemente una interpretación restrictiva. Este principio emana de esa posición central que los derechos fundamentales ocupan como elemento estructural del ordenamiento y como valor esencial del Estado constitucional de Derecho31.
IV.1. Límites de la libertad de expresión
La libertad de expresión en sentido amplio no es un derecho absoluto. Y es que no existen los derechos fundamentales absolutos (por todas, vid. STC 11/1981, de 8 de abril32), pues todos ellos encuentran límites que se encuentran derivados, directa o indirectamente, del Texto Constitucional. La doctrina suele diferenciarlos en límites intrínsecos y límites extrínsecos de los derechos. Los límites intrínsecos o internos serían aquellos que cabe inferir directamente de la propia naturaleza y configuración del derecho en orden a la función social para la cual ha sido reconocido y garantizado; mientras que límites extrínsecos o externos serían aquéllos que derivan de la propia existencia social y del resto de sujetos de derecho que en ella coexisten, y, como parece lógico, lo normal es que hayan sido establecidos por el propio ordenamiento jurídico33.
Pues bien, entre los límites inmanentes que encuentra la libertad de expresión en sentido amplio, se encuentra, en primer lugar, el interés general o relevancia pública del mensaje34. En efecto, el TC, haciéndose eco de la doctrina jurisprudencial dictada por el TEDH, ha reconocido la posición preferente35 que, tanto la libertad de opinión como la de información pueden disfrutar en relación con otros derechos fundamentales con los que entren en conflicto precisamente en base al valor institucional que comporta la dimensión objetiva de estos derechos en el seno de un sistema democrático. Para ello se exige que el mensaje, bien por versar sobre cuestiones conectadas a la dimensión pública de la persona a la que va referido, bien a las características del hecho en que esa persona se haya visto envuelta, contribuya a la formación de la opinión pública o a un debate de interés general. En este sentido, hay materias, como son las relacionadas con el debate político, cuyo interés público es evidente, al estar en las bases de la participación en el modelo social, pero no son las únicas36. En todo caso, el interés público se debe determinar siempre de un modo objetivo, mediante un razonamiento jurídico, no siendo relevante para su apreciación que haya o no una elevada curiosidad del público en un determinado caso, como tampoco es suficiente que los medios concedan a un determinado asunto interés periodístico.
En síntesis, solo tras haber constatado la concurrencia de estas circunstancias es posible afirmar que la información en cuestión se encuentra especialmente protegida al ser susceptible de enmarcarse dentro del espacio que debe ser asegurado a una prensa libre en un régimen democrático (SSTC 29/2009, de 26 de enero, FJ 4º; 12/2012, de 30 de enero, FJ 4º; 19/2014, de 10 de febrero, FFJJ 6º, 7º y 8º; 18/2015, de 16 de febrero, FJ 4º; 25/2019, de 25 de febrero, FJ 4º; ó 27/2020, de 24 de febrero, FJ 2º, entre otras). De hecho, la protección constitucional de estos derechos alcanza un nivel máximo cuando la libertad es ejercida por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública que es la prensa, entendida en su acepción más amplia (SSTC 105/1990, de 6 de junio, FJ 4; o 50/2010, de 4 de octubre, FJ 5º, entre otras). Al respecto, si arriba acentuábamos la importancia que tiene la existencia de una opinión pública libre en democracia, a ello hay que agregar ahora, en línea con una consolidada jurisprudencia del TEDH37 y de nuestro TC38, el papel primordial que incumbe a los medios de comunicación en este sentido.
Además del interés general, en el caso de la libertad de información, el TC destaca como segundo límite interno, el requisito de la veracidad39 para que ésta pueda ser protegida. Ahora bien, el concepto de veracidad no equivale al de la verdad de lo publicado o difundido, puesto que, cuando la Constitución exige que la información sea “veraz”, más que privar de protección a las informaciones que puedan resultar erróneas, lo que hace es establecer un deber de diligencia sobre el informador, a quien se puede y debe requerir que los que transmite como “hechos” hayan sido objeto, previamente, de contraste con datos objetivos; excluyéndose así la trasmisión de rumores, invenciones o insinuaciones insidiosas, así como la divulgación de noticias infundadas o gratuitas, fruto de una conducta negligente.
Así las cosas, el requisito de la veracidad deberá entenderse satisfecho en aquellos supuestos en los que el informador haya acometido, con carácter previo a la difusión de la noticia, una tarea de averiguación de los hechos sobre los que versa la información y haya efectuado la referida indagación con la diligencia exigible a un profesional de la información (SSTC 199/1999, de 8 de noviembre, FJ 2º; 21/2000, de 31 de enero, FJ 5º; 29/2009, de 26 de enero, FJ 4º; o 50/2010, de 4 de octubre, FJ 5º, entre otras). Y es que, si no fuera exigible la diligencia periodística, quedaría «afectado el derecho de los lectores a recibir una información veraz, que el art. 20.1 d) C.E. garantiza» (STC 336/1993, de 15 de noviembre, FJ 7º).
De hecho, en puridad, mientras que la verdad o falsedad debe predicarse de la información, la veracidad o su ausencia, en cambio, deberá serlo frente a la actuación del informador. Por otra parte, doctrina y jurisprudencia (SSTC 28/1996, de 26 de enero, FJ 3º; 2/2001, de 15 de enero, FJ 6º, entre otras) coinciden en afirmar que la “verdad única o absoluta” no existe, ya que el pluralismo implica una visión diferente del análisis de la realidad social40; de esta forma, un mismo hecho podría ser explicado de diversas maneras, en un ejercicio de la libertad informativa, y todas ellas podrían ser consideradas formas veraces de hacerlo. Ahora bien, la verdad es un valor supremo de la información, de modo que la difusión de la noticia es un acto que no puede prescindir de la verdad al divulgar los hechos. Esa relevancia constitucional del derecho de información reclama al periodista, o a quienes hayan divulgado la información, una actitud positiva hacia la verdad, de modo que se pueda probar que ha intentado encontrarla agotando las fuentes disponibles (López De Lerma Galán, 2018, pp. 438-440 y 451). Si esta actitud se da, señala el TC, aun cuando la información no sea totalmente exacta, quedaría protegida por la Constitución41.
Por consiguiente, no existe la prohibición general de información falsa o errónea, aunque ésta no haya provocado ningún daño42, y, al contrario, es posible la protección constitucional de la información falsa pero diligente, que lesiona otros bienes jurídicos y que respondería al “principio de riesgo permitido justificado”, asentada en la función que despliega la opinión pública en nuestros modelos sociales. En consecuencia, ha de reputarse veraz la imputación que se corresponda con la realidad, aunque esa realidad pueda ser errónea, siempre que se haya cumplido con los deberes de comprobación (López De Lerma Galán, 2018, pp. 443 y 456). Lo que la exigencia de veracidad impone, por tanto, es la obligación de desplegar la diligencia propia de un buen profesional de los medios de comunicación en la búsqueda de la verdad, de tal manera que lo que transmita como hechos o noticias haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos o con fuentes informativas de solvencia (entre otras, STC 139/2007, de 4 de junio de 2007, FJ 9º).
Y, por lo que se refiere a la libertad de opinión, los juicios de valor, en cambio, por su misma naturaleza, no se prestan, a diferencia de los hechos, a una demostración de exactitud, por lo que al que ejercita este derecho no le es exigible la prueba de la verdad o diligencia en su averiguación (SSTC 278/2005, de 7 de noviembre, FJ 2º; 174/2006, de 5 de junio, FJ 3º; 29/2009, de 26 de enero, FJ 2º; 50/2010, de 4 de octubre, FJ 4º; o 41/2011, de 11 de abril, FJ 2º). Por otra parte, dentro de la libertad de opinión tiene cabida la libertad de crítica, aunque «la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe ‘sociedad democrática» (por todas, SSTC 174/2006, de 5 de junio, FJ 4º; o 235/2007, de 7 de noviembre, FJ4º).
Ahora bien, lo que queda fuera del ámbito de protección de este derecho son las frases y expresiones ultrajantes y ofensivas que no estén relacionadas con las ideas u opiniones que se viertan, y, por tanto, innecesarias a este fin, pues el artículo 20.1 a) CE no reconoce un pretendido derecho al insulto. Esto significa que de la protección constitucional que ofrece el referido precepto se excluyen las expresiones enteramente vejatorias, es decir, las que, en las concretas circunstancias del caso, y al margen de su veracidad o inveracidad, sean ofensivas u oprobiosas y resulten impertinentes para expresar las opiniones de que se trate (en esta línea, SSTC 20/2002, de 28 de enero, FJ 4º; 198/2004, de 15 de noviembre, FJ 7º; 39/2005, de 28 de febrero, FJ 5º; 174/2006, de 5 de junio, FJ 4º; o 108/2008, de 22 de septiembre, FJ 6º).
En cuanto a los límites externos de la libertad de expresión, en sus distintas manifestaciones (información y opinión), la doctrina, partiendo del artículo 20.4 CE43, y respetando lo estipulado en el artículo 10.2 del CEDH44, contempla los siguientes:
(i) Los derechos constitucionales. Los derechos de los demás constituyen el primer límite de cualquier derecho constitucional45, y también lo son de la libertad de expresión. Entre los muchos derechos que pueden llegar a constituir un límite a la libertad de expresión podemos citar: el derecho a la vida (art. 15 CE), el derecho a no ser discriminado (art. 14 CE), o el secreto de las comunicaciones (art. 18.3 CE). Con todo, los derechos fundamentales que típicamente colisionan con la libertad de expresión son los expresamente mencionados en el artículo 20.4 CE, esto es, los derechos de la personalidad: los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen (art. 18.1 CE).
(ii) La seguridad nacional. El principio de publicidad y transparencia de la gestión pública que rige la actuación de los poderes públicos en el Estado de Derecho es compatible con el mantenimiento de un régimen de reserva o sigilo para aquellos asuntos en los que estén en situación de riesgo intereses básicos para el Estado como comunidad políticamente organizada (Vallés Copeiro Del Villar, 2005, p. 156). En este apartado hemos de recordar que la protección de la seguridad nacional, como expresión del orden constitucional, puede motivar la suspensión colectiva de la libertad de opinión, de la libertad de información o de la garantía del secuestro judicial de publicaciones, cuando se declaren los estados de excepción o de sitio (art. 55.1 CE). Así mismo, la seguridad nacional puede aparecer como límite ordinario tanto respecto a la libertad de opinión (que puede quedar limitada por determinados preceptos del Código Penal, como los que castigan la apología al terrorismo, a la rebelión o a la sedición; así como los delitos que protegen de forma especial a determinados órganos del Estado o de las Comunidades Autónomas, frente al insulto, la injuria, la calumnia o la amenaza), como a la libertad de información (art. 105.b) CE y Ley 9/1968, de 5 de abril, sobre secretos oficiales).
(iii) La administración de Justicia. La publicidad es exigida como una de las garantías de control sobre el funcionamiento de la justicia: la denominada responsabilidad social del juez se refleja en la más amplia sujeción de las resoluciones judiciales a la crítica de la opinión pública; así como en una mayor garantía de que la decisión judicial se adopta atendiendo únicamente a criterios de carácter jurídico, es decir, desechando cualquier influencia espuria que, procedente de cualquier otro poder del Estado, trate de atentar contra la independencia judicial (Del Moral, 2008, pp. 257-258). Pero, al mismo tiempo, la Administración de Justicia constituye un límite específico a la libertad de expresión.
Al momento de determinar los límites concretos que la Administración de Justicia presenta frente a la libertad de expresión, el TEDH distingue: la efectividad de la justicia, que limita la libertad de información durante la investigación de los delitos; la imparcialidad de la justicia, que también limita la libertad de información, pero esta vez durante los juicios; y la autoridad de la justicia, que permite limitar la libertad de opinión sobre jueces y tribunales.
Así mismo, hemos de incluir aquí los problemas específicos que plantean los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen de quienes asisten a un procedimiento judicial en calidad de partes, testigos o peritos.
(iv) La moral y la protección de la infancia y la juventud. Respecto a la moral, dejando aparte su consideración en el Código Penal cuando contempla el delito de escarnio público, su consideración por el TC como límite de la libertad de expresión ha sido siempre respecto a la protección de la infancia y la juventud a la que alude el artículo 20.4 CE. Por otra parte, hemos de indicar aquí la protección brindada a los menores tanto como receptores de los mensajes enviados a través de los distintos canales de comunicación (medios audiovisuales, prensa, etc.), como las medidas de garantía que nuestro ordenamiento dispensa a los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen de los menores de edad como protagonistas de las comunicaciones.
(v) Mensaje racista, sexista o xenófobo. Por último, el ordenamiento exige la restricción de aquellos mensajes que sean vejatorios para un determinado colectivo en razón de su contenido racista, sexista o xenófobo46.
IV.2. Medidas de control de la desinformación
En el debate público, pueden lesionarse derechos fundamentales o valores esenciales consagrados en el ordenamiento jurídico mediante la difusión de informaciones no veraces, así como a través de la transmisión de opiniones acompañadas de una base fáctica deliberadamente falsa (Serra Cristóbal, 2021, pp. 199-200). El problema surge cuando en el debate público se vierten verdades a medias, informaciones tergiversadas e incluso falsedades, que originan, todas ellas, un notable impacto en la opinión pública. La inquietud aumenta cuando la mentira y el engaño se convierten en una herramienta con la que influir en el proceso democrático. Y, más aún, cuando las mentiras o falsedades causan un daño a los valores constitucionales o a los derechos fundamentales de terceros. Por otra parte, las informaciones manipuladas que faltan a la veracidad pueden tener tal repercusión en la opinión pública que son capaces de desestabilizar Gobiernos, ejercer influencia en unas elecciones o poner en riesgo la seguridad (Serra Cristóbal, 2021, pp. 204-205). En última instancia, como alertaba Hannah Arendt (2018, p. 379), el sujeto ideal para caer bajo la dominación totalitaria «no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad empírica) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)».
Es por todo ello que, tanto en el ámbito supranacional e internacional47, como a nivel estatal, se han propuesto diversas medidas -algunas de carácter normativo, otras, meramente ético- para lucha contra el fenómeno de la desinformación48,, como son (Hanley, 2020, pp. 74 y 79-81; Serra Cristóbal, 2021, pp. 205-206). Sin ánimo de exhaustividad, mencionemos tan sólo algunas de las más significativas:
Entre las medidas de naturaleza ética podemos citar la Declaración Universal de Responsabilidades Humanas (1997), aprobada por la InterAction Council49 (art. 1250).
La Declaración conjunta sobre Libertad de Expresión y Noticias Falsas, Desinformación y Propaganda, dictada en el seno de la ONU (2017).
Para la Unión Europea, la desinformación constituye una de las mayores amenazas para las democracias modernas; pero afrontar este fenómeno se antoja difícil, ya que el fin último de la Unión es defender la democracia y, por ello, el antídoto no puede poner en riesgo el propio proceso democrático. De hecho, la respuesta de las instituciones europeas a este fenómeno ha sido relativamente lenta, y, en buena medida, centrada en soluciones tecnológicas de supresión o eliminación de desinformación51. Interesantes también resultan iniciativas más específicas como la Resolución del Parlamento Europeo, de 10 de octubre de 2019, sobre la injerencia electoral extranjera y la desinformación en los procesos democráticos nacionales y europeos (2019/2810(RSP))52. Mención aparte merece el recientemente aprobado Reglamento de Servicios Digitales (Reglamento (UE) 2022/2065 del Parlamento Europeo y del Consejo de 19 de octubre de 2022 relativo a un mercado único de servicios digitales, cuyo objetivo básico es: «contribuir al correcto funcionamiento del mercado interior de servicios intermediarios estableciendo normas armonizadas para crear un entorno en línea seguro, predecible y fiable que facilite la innovación y en el que se protejan efectivamente los derechos fundamentales amparados por la Carta» (art. 1). Y, en particular, en materia de desinformación, el Plan de Acción contra la desinformación aprobado por la Unión Europea (2018), inspirado en una política de protección de la democracia, al tiempo que de acceso a una información rigurosa, y que parte de afrontar la información falsa desde un frente común y coordinado entre Gobiernos, sociedad civil y sector privado; y, últimamente, la nueva Estrategia de la UE para una Unión de la Seguridad establecida por la Comisión Europea (2020), que pone el acento en la lucha contra las campañas de desinformación y la radicalización de la narrativa política.
En la misma línea vienen actuando diferentes países. Los cuerpos de seguridad e inteligencia de la mayor parte de los Estados, al concebir que la desinformación constituye una amenaza para la seguridad nacional, vienen desarrollando desde hace años programas de prevención, concienciación y control de este tipo de información difundida a través de la red. Concretamente en España, recordemos que en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2017 ya se contemplaba la desinformación como una amenaza para la seguridad; y la Directiva de Defensa Nacional (DSN), dictada el 11 de junio de 2020, fijaba igualmente entre los grandes objetivos de defensa la utilización de instrumentos para combatir esas técnicas de manipulación que emplean la mentira con un objetivo determinado generando perjuicios colectivos. Recientemente, con el propósito de luchar contra dicho fenómeno se promulgaba la Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre53, por la que se publica el Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional54.
En todo caso, la batalla contra la desinformación no puede desarrollarse sin el concurso de las empresas de comunicación. Y así, aparte de los referidos límites que el ordenamiento jurídico les impone, respecto a los tradicionales medios de comunicación de masas (prensa escrita, radio, televisión), Victoria Camps apela a una ética mínima que les exija asumir dos compromisos: respetar a las personas y respetar las instituciones democráticas (Camps Cervera, 2008, p. 394). En materia de deontología profesional, los elementos más determinantes e influyentes son los Códigos Deontológicos (principalmente, hoy día en España, el Código Deontológico de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España, aprobado en 1993 y actualizado en 2017). Y, junto a ellos, podemos considerar el papel que desempeñan otras herramientas como son los estatutos de redacción periodística, los consejos audiovisuales u organismos similares, los colegios profesionales, las propias asociaciones de profesionales y sindicatos, o la figura del defensor del lector o espectador (Ortega, 2017, pp. 82 y 93).
Detengámonos ahora en las empresas de distribución de contenidos y proveedoras de servicios de internet y plataformas, a través de las cuales se difunden muchos de los mensajes que contienen información inveraz o que resultan ofensivos. Es cierto que muchas de estas grandes compañías inicialmente pretendieron mantener una actitud neutral respecto al ejercicio de la libertad de expresión por los usuarios de sus plataformas, argumentando, en primer lugar, la crucial importancia que la libertad de expresión posee en las sociedades democráticas; y, en segundo término, que no se les podía hacer responsables del control de la inmensa cantidad de información que circula por sus plataformas, puesto que no cuentan ni con el personal ni con los instrumentos precisos para ello.
Ahora bien, pasado el tiempo, han sido las propias empresas, de manera voluntaria, las que han ido adoptando herramientas que permiten el filtrado de noticias falsas mediante equipos de evaluadores o fact-checkers independientes de forma que se consigue eliminar o ser etiquetados como “posible fake” aquellos mensajes que manifiestamente falten a la verdad. Esta nueva vía se inauguró desde que, en octubre de 2018, Facebook, Google, Microsoft, Mozilla, Twitter y siete asociaciones comerciales europeas firmaran el Código de buenas prácticas en materia de desinformación, que atribuye a estos gigantes tecnológicos la función de guardianes (gatekeepers) de la información. Así mismo, se han habilitado sitios web en diversos países para detectar y hacer públicos bulos que circulan por las redes (EFE Verifica, #StopBulos, Maldita.es, CazaHoax, FactCheck.org, Newtral, Snopes, la Buloteca, Hoaxy, Politifact.com, etc.)55.
Dejando al margen esta cooperación voluntaria, la normativa lleva ya algunos años imponiendo la obligación de borrar en las plataformas los contenidos que resulten ilegales a solicitud de la autoridad competente, habitualmente un juez, o previa denuncia de cualquier persona al respecto; aunque tales previsiones están diseñadas para aquellos supuestos en que cabe calificar a los contenidos de discurso del odio o de discriminatorios, o cuando suponen la violación de algún derecho fundamental de los ciudadanos, o si atentan contra los derechos de autor o de propiedad intelectual; pero no tanto para la eliminación de noticias falsas, excepto si éstas incurren en alguna de estas actuaciones (Serra Cristóbal, 2021, p. 230).
Pensemos en las medidas que se contienen, al respecto, en la Ley 34/2002, de 11 de julio, de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico56, por la que se traspone la Directiva 2000/31/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 8 de junio de 2000, relativa a determinados aspectos jurídicos de los servicios de la sociedad de la información, en particular el comercio electrónico en el mercado interior (Directiva sobre el comercio electrónico).
Con una visión más profunda de la problemática que nos aqueja en el sistema digital mundial, Donahoe (2017) propone atribuir a los actores del sector privado y de los Gobiernos la tarea de «diseñar algoritmos para la democracia que optimicen simultáneamente la libertad, la seguridad y la responsabilidad democrática en nuestro mundo digital».
Visto todo lo anterior, se hace imprescindible delimitar la guerra contra las noticias falsas mediante una regulación sobria, eficaz y, ante todo, garantista (Innerarity y Colomina, 2020, p. 20), ya que al «silenciar la voz que se considera falsa, se daña a la dignidad humana y se debilita a la democracia» (García Morales, 2020, p. 39). El problema estriba, a nuestro entender, en que las medidas de control de la libertad de expresión, derecho fundamental basilar para nuestra democracia, pueden conducir a un recorte del mismo de tal magnitud que se convierta en una suerte de censura57, práctica absolutamente proscrita de nuestro ordenamiento jurídico (art. 20.2 CE58).
Junto a la censura por parte de los poderes públicos, también cabe alertar acerca del recorte del flujo de informaciones y opiniones por parte de los distintos canales de comunicación. En esta línea, Serra Cristóbal (2021, p. 230) previene sobre el elevado peligro que pueden encerrar aquellas medidas que las empresas proveedoras de servicios de red están implementando en su lucha contra las fakes en las redes, o las que puedan derivarse de normas que impongan el deber de hacerlo, si éstas no se acompañan de la intervención de la autoridad judicial o de una comisión independiente de control. Por mucho que queramos combatir los mensajes falsos que vulneran derechos o que contaminan el libre debate político, el cribado al que aludimos constituye una ardua tarea que puede acarrear limitaciones erróneas (o intencionadamente buscadas) del ejercicio de las libertades ideológicas e informativas. De ahí la necesidad de articular protocolos y sistemas de control que se guíen por la transparencia y la independencia; alejados de un Ministerio de la Verdad encargado de las mentiras, en términos de la distopía orwelliana (García Morales, 2020, p. 30).
En definitiva, estamos con García Morales (2020, p. 29), cuando advierte:
«la mentira puede debilitar la democracia en dos sentidos: por un lado, cuando en la sociedad democrática no se cuenta con los instrumentos suficientes para identificar la mentira; por el otro, cuando con el objetivo de eliminar una mentira dañina se limita, de manera desproporcionada e incluso arbitraria, el ejercicio de las libertades».
Tampoco cabe olvidar, en esta misma línea, como señala Victoria Camps (2007, pp. 6-7), la autocensura que, por mor de un lenguaje políticamente correcto, nos autoimponemos los ciudadanos, de forma arbitraria e interesada, y aplicada, en ocasiones, sin fundamento.
V. Conclusiones
A lo largo de este trabajo hemos intentado sostener dos ideas fundamentales, estrechamente conectadas entre sí: de un lado, hemos alertado acerca de los peligros que comporta la desinformación por el modo en que este fenómeno afecta a la democracia, erosionándola gravemente; y, de otro, hemos subrayado la dificultad de limitar este tipo de información por cuanto un control excesivo de la información falaz puede ser igualmente lesivo no ya sólo para el ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión, sino también, en última instancia, para la formación de una opinión pública libre, fundamento básico de nuestro sistema democrático (Arendt, 2018, p. 329).
En efecto, la exposición de opiniones faltas de sustento, de informaciones tergiversadas, e incluso de mentiras, tiene graves repercusiones en la formación de la opinión pública, pudiendo impulsar a los ciudadanos a tomar decisiones que, de conocer la realidad de los hechos, no las habrían adoptado. Como alertara Hannah Arendt (2018, p. 329), «la mentira coherente nos roba el suelo de debajo de nuestros pies y no nos pone otro para pisar».
Por lo demás, en el contexto actual, que hemos tratado de dibujar a lo largo de estas páginas, la veracidad informativa queda desplazada por los sentimientos, y la pluralidad de los canales informativos, entre los que han cobrado un enorme protagonismo internet y las redes sociales, nos impide discernir la verdad de lo que no lo es. Así las cosas, se pregunta McIntyre (2018, p. 116): «Who needs censorship when the truth can be buried under a pile of bullshit?».
Pero, por otra parte, habría que interrogarse acerca de la legitimidad que poseen algunos mecanismos de control y restricción de la libertad de expresión que son empleados por las instituciones públicas esgrimiendo la peligrosidad que entraña la desinformación. En esta línea, y como ya ha quedado señalado, tanto la doctrina (López López y Morillo Calero, 2005, pp. 16-17) como la jurisprudencia coinciden en afirmar que la democracia es inviable sin una comunicación pública libre y plural.
Más aún, cuando las observaciones expresadas vayan referidas a cuestiones de interés público, el TEDH insiste en que las autoridades nacionales poseen un margen de apreciación singularmente estrecho para restringir este derecho (Urías, 2021, pp. 18 y 20). En esta línea, la jurisprudencia constitucional española insiste unívocamente en la idea de que la crítica política tiene que gozar siempre de un espacio de libertad superior al de otros modos de expresión, y alerta del peligro que supone para nuestra democracia el recorte de la libertad de expresión realizado por instituciones públicas59 así como por los propios canales de comunicación:
«El valor del pluralismo y la necesidad del libre intercambio de ideas como sustrato del sistema democrático representativo impiden cualquier actividad de los poderes públicos tendente a controlar, seleccionar, o determinar gravemente la mera circulación pública de ideas o doctrinas» (STC 235/2007, de 7 de noviembre, FJ 4º).
Pues bien, y ésta sería nuestra conclusión final, la vida en democracia impone que, dentro de ciertos límites establecidos por nuestro sistema constitucional, los ciudadanos podamos disfrutar de un amplio espacio de libertad para expresar informaciones, juicios de valor o convicciones, condición sine qua non para la articulación de una opinión pública libre.