1. Capitalismo y heterosexualidad
En El pensamiento heterosexual y otros ensayos, Monique Wittig reafirma una idea que estaba ya en los distintos trabajos compilados en el volumen: que la heterosexualidad no es una condición ni una orientación, tampoco una identidad, sino un sistema de pensamiento o, más bien, “un régimen político que se basa en la sumisión y la apropiación de las mujeres”. Frente a esta conceptualización sostiene que
En situaciones desesperadas, como ocurría a siervos y esclavos, las mujeres pueden ‘elegir’ convertirse en fugitivas e intentar escapar de su clase o grupo (como hacen las lesbianas) y/o renegociar diariamente, término a término, el contrato social. No hay escapatoria (…). Lo único que se puede hacer es resistir por sus propios medios como prófuga, como esclava fugitiva, como lesbiana (Wittig, 2006, 15).
Si bien en el horizonte estaban seguramente las prácticas sexuales lésbicas como modo de resistencia, si pensamos a la mujer no como lo dado naturalmente sino como una producción de ese régimen político que Wittig llama heterosexualidad, la deserción no implica sólo la práctica sexual sino también fugarse de los imperativos de la heterosexualidad como la pareja monogámica, el amor romántico, el casamiento, la familia, la maternidad, la crianza. Según Leonor Silvestri (2019, 81), involucra “Casarse, tener hijos, hijes que crían, en general, las mujeres (…), y un tendal de tareas por amor, es decir, impagas, que van desde el sexo hasta el cuidado de las crías pasando por el sostén afectivo y sentimental del hombre”.
A pesar de su imagen pública de naif e ingenua, de chica buena, fiel y amorosa, muchos aspectos de la vida de Isabel ‘La Coca’ Sarli parecen fugarse del régimen heterosexual: no tuvo hijos biológicos, mantuvo una relación sexo-afectiva de muchos años con Armando Bo, director y socio de sus películas, sin casarse sino como amante, como la tercera, ya que él sostuvo su relación matrimonial hasta el final de su vida. Encarnó, al mismo tiempo, una relación empresarial con su cuerpo de sex symbol latinoamericana, aunque envejeció sin someterse a operaciones quirúrgicas ni a tecnologías de entrenamiento corporal para parecer eternamente joven como otras divas (Ruétalo, 2009, 213).
Por otro lado, muchos de sus personajes en el cine, sobre todo luego de 1969 y del éxito internacional de Fuego, son ninfómanas o trabajadoras sexuales, mujeres que ya no son víctimas pasivas de lo que su exuberancia corporal provoca en los hombres sino que, como comenta Victoria Ruétalo (2009, 209), representan una sexualidad femenina agresiva que resulta más desafiante a los roles tradicionales de varones y mujeres, al explorar temas como la homosexualidad y el lesbianismo, el trabajo sexual y la ninfomanía, lo que permite entroncarlas en una genealogía de divas monstruosas (Rubino, Saxe & Sánchez, 2021) que sin necesariamente cuestionar el dispositivo de representación cinematográfica desafiaron los límites del poder de la mirada y el espectáculo. En ese sentido, no entiendo al cine como un simple reflejo del mundo social sino, por el contrario, como una máquina de subjetivación y un dispositivo que interviene sobre (y produce) lo social. Pero, por eso mismo, permite el error, la falla, los desvíos y una afectación y agenciamiento en disidencia con lo hegemónico. En esa línea, sigo la propuesta de lo que Richard Dyer (1998 y 2004) llamó star studies. Para Dyer, la imagen de la diva o estrella de cine no es sólo la de sus películas y materiales promocionales sino también “what people say or write about him or her, as critics or commentators, the way the image is used in other contexts […], and finally the way the star can become part of the coinage of everyday speech” (2004, 2-3).
Me interesa pensar estas ideas como una puerta de entrada no sólo al cine de Armando Bo e Isabel Sarli sino, sobre todo, a la figura de la Coca Sarli, aquella que no se desprende sólo de sus personajes y películas o de su figura pública sino que también es producto del sedimento de lecturas torcidas, sexo-disidentes, transfeministas, de reapropiaciones desviadas y de resignificaciones, en una línea que continúa la lectura queer de Saxe y Rubino (2016) y la genealogía que articula Saxe (2023) para pensarla como parte de “un sistema de disturbios culturales sexo-disidentes” (2023, 102).
Me voy a centrar, sin embargo, en una película en particular, Embrujada (filmada en 1969 y estrenada recién en 1976), no para descubrir su sentido último en tanto texto fílmico sino, más bien, para indagar algunos motivos que en sus cruces y reapariciones en diferentes de las películas de la dupla conforman un sustrato (no el único, pero sí uno importante) en la producción de sentido en torno de la figura transnacional de Isabel Sarli. Siguiendo a Dyer (2004, 4) creo que la imagen que las comunidades transfeministas y sexo-disidentes construyen de Sarli selecciona y recorta dentro de la complejidad y contradicción de sus películas ciertos sentidos, sentimientos y variaciones que están allí, aunque de forma contradictoria y tensionada con otros.
En ese sentido, resulta interesante indagar, en Embrujada y en su relación con otras de las películas de la dupla, la emasculación de los varones y el empoderamiento monstruoso de la figura de Sarli como una posible máquina de guerra, para decirlo en términos de Deleuze y Guattari (1988), no sólo por su oposición constante a la censura de Estado sino porque la figura de la Coca interviene y fuga a la mujer doméstica producida por la maquinaria de la modernidad occidental. Esto no niega que se trate de un cine de sexplotation que objetiviza el cuerpo de la mujer para la mirada erótica del varón cisheterosexual, sino que lo que proponemos es otra lectura, otra mirada, quizás a contrapelo, que no necesariamente contradice la anterior, sino que más bien problematiza los modos de apropiación y resignificación de su figura. Si seguimos lo propuesto por Monique Wittig, Sarli en muchas de sus películas puede no ser una mujer, quizás más bien un monstruo que desde dentro del sistema patriarcal desestabiliza algunos de sus órdenes (Rubino, Saxe & Sánchez, 2021). O, al menos, se podría pensar en diferentes modos de la fuga o la deserción. Si nos corremos de la biología y de las ideas de dimorfismo sexual y de coherencia entre sexo y género, podemos intervenir el dispositivo cinematográfico para pensar la imagen de Sarli no como una mujer, sino quizás como una fugitiva o desertora de ese destino, articulado históricamente con el capitalismo (Federici, 2004) y su vinculación solidaria con la heterosexualidad como régimen político (Silvestri, 2019).
En Violated Frames. Armando Bó and Isabel Sarli's Sexploits, Victoria Ruétalo (2022, 117-118) se pregunta qué más hubo detrás del sistemático rechazo, repulsión y censura a las películas de Bo-Sarli y a su figura tanto por parte de los organismos de censura del Estado como de la crítica y de buena parte del ambiente artístico y cinematográfico. Y llama la atención sobre el hecho de que, desde El trueno entre las hojas, las películas de Bo-Sarli se detienen en la clase trabajadora y particularmente en trabajos manuales (como el obraje en Embrujada) previos o alternativos a la industrialización. De ese modo, las distintas películas enfatizan “the nostalgic precapitalist and abstract work of the past: more artisanal, handmade, and less manufactured” (2022, 120), que refieren también a prácticas pre-modernas y pre-industriales en comunidades locales (Ruétalo, 2022, 132-134). De ese modo, se pueden pensar también las producciones de la dupla Bo-Sarli, como un tipo de cine más cercano a la artesanía que a la producción industrial (Ruétalo, 2022, 120), en una etapa de transición de la cinematografía argentina entre el cine de los grandes estudios y la renovación de la generación de jóvenes cineastas.
A su vez, el detalle de la representación nostálgica del trabajo pre-industrial genera una temporalidad particular, quizás alternativa a la progresiva del capitalismo extractivista y colonial de la ciudad. Esas temporalidades alternas (pre-modernas, pre-capitalistas, pre-industriales) están asociadas a espacios rurales o selváticos, alejados de las urbes como condensación de lo moderno y, con eso, a la temporalidad de la ciudad y la fábrica que es concomitante o solidaria, según varios autores (Evans, 2019 y Silvestri, 2019, entre otros), con la implementación de lo que para Wittig es el régimen heterosexual.
2. El multiverso de Isabel Sarli: Embrujada e India
Quiero detenerme en Embrujada, porque presenta algunas particularidades respecto del resto de su filmografía que quizás nos permitan abrir otras puertas de entrada a todo su cine. Contemporánea de Fuego (1969) y Fiebre (1971), sus películas más exitosas internacionalmente y también las más disruptivas, Embrujada (1969) articula el melodrama erótico de las demás películas con rasgos sobrenaturales de las culturas populares y elementos del Thriller y quizás del Giallo italiano (sobre todo por la combinación del erotismo con asesinatos y elementos oníricos). Ansisé (Sarli) está casada con Leandro (Daniel de Alvarado), el patrón de estancia y dueño del obraje en el norte argentino, en el límite entre Argentina, Paraguay y Brasil. Pero éste no logra satisfacerla sexualmente, sobre todo darle lo que ella quiere para sentirse completa como mujer: un hijo. Ansisé consulta varios médicos y luego una bruja, que le dice que debe conseguir otro hombre que le haga un hijo. Su desesperación por ser madre la lleva incluso a buscar trabajo en un prostíbulo para quedar embarazada. Con la aparición de un nuevo peón, Juan (Víctor Bo), Ansisé comienza a sentir deseo sexual y también a ver las primeras apariciones del Pombero, un ser mitológico de las zonas rurales de la cultura guaraní, una especie de un duende lascivo y proteico que se asocia con lo animal y lo vegetal, ya que “puede transformarse en un ave, en un tronco que flota, en cualquier cosa” (Perkins Hidalgo, 1963, 259). Según diferentes tradiciones, es peludo y gusta mucho fumar, por eso se le suele dejar cigarros en la ventana. Su lascivia permite que se lo asocie con cualquier embarazo no deseado, ya que “hipnotiza a las jóvenes que desea poseer” (Perkins Hidalgo, 1963, 259). En este sentido, este tipo de mitos populares constituyen también posibles estratagemas femeninas para llevar adelante una sexualidad activa sin hacerse cargo de las consecuencias (Perkins Hidalgo, 1963).
En Embrujada, esta figura mitológica es central; de hecho, es el único que comparte lugar con Sarli en el afiche promocional (Figura 1). Ansisé es aparentemente violada por el Pombero, pero también se le aparece en distintas ocasiones para matar a todo aquel que siente deseo por ella: un hombre con quien quiere tener relaciones para quedar embarazada, su marido Leandro y finalmente su amante Juan, con quien planeaba fugarse. Si bien desde la mirada de la antropología occidental, las creencias populares como las del Pombero se asocian a los pueblos considerados atrasados, podemos pensar también otros modos de la temporalidad según la cual la modernidad de Occidente es una violencia ejercida sobre otras creencias o, más bien, sobre otros modos de vincularse con lo viviente.
En este sentido, hay algunos giros de la trama que vale la pena ir comentando por separado. En primer lugar, el más evidente es el que se va adelantando mediante el montaje en cada asesinato ‒ya que se alternan las imágenes del Pombero con las de la propia Ansisé‒ y se termina de revelar al final: el Pombero siempre fue Ansisé, era ella misma quien asesinaba a todos quienes sentían deseo sexual o amor romántico por ella. Lo interesante es que ese amor o deseo sexual aparece configurado como un modo de dominarla, de someterla, de civilizarla. De esta manera, la chica ingenua, sumisa y violentada es en realidad la asesina, el monstruo popular que representa la virilidad capaz de preñar a cualquier muchacha que le convide un cigarrillo es Ansisé, la chica sexy y objeto sexual. Ella es, por tanto, la muchacha ingenua y la damisela en apuros, débil y proclive al abuso y, al mismo tiempo, es la fuerza bestial de la masculinidad fálica.
Al segundo giro de la trama lo podríamos llamar el multiverso Sarli, ya que la película dialoga y retoma el personaje y parte de la trama de un filme anterior: India (1960). Ya desde las imágenes iniciales se adelanta este entrecruzamiento porque vemos a Ansisé en poses similares a las del personaje homónimo de India, película que constituye, en efecto, la pre-historia de Embrujada, aunque con algunos cambios que resultan significativos (Figura 2). Filmada en la selva paraguaya con la tribu Macá y con guion de Sergio Leonardo, en India el personaje de Sarli también es Ansisé, la hija del cacique. En ella un delincuente que escapa de la policía, Dardo, alias “Viruta” (Guillermo Murray), llega a la selva y comienza allí una relación amorosa con Ansisé. Luego de atravesar algunas vicisitudes, tales como los celos de Tacasi (Mario Casado), uno de los integrantes de la tribu, y su rapto de Ansisé, la policía reconoce el amor entre ésta y Dardo y decide perdonarle sus delitos para que ambos puedan casarse y vivir su amor en la selva paraguaya. De esta manera, no sólo Dardo se redime, sino que el final también reestablece el orden de la convivencia entre Occidente y las sociedades etnográficas.
Hay algunos detalles que resulta interesante destacar. Por un lado, Ansisé es hija del cacique y de una occidental, Angélica, y de esa convivencia armónica entre ambas sociedades también tienen un templo de los antepasados al que van a pedir por las cosechas. Allí hay tesoros en un cofre: joyas, monedas y metales preciosos. Dardo intenta robarlos e irse con ellos, pero Ansisé lo detiene y bebe su sangre para quitarle el mal que lleva dentro. De esta manera, Dardo se cura de su delincuencia por el amor de Ansisé. Lo interesante es que estos tesoros conservan para la tribu un valor de carácter ritual, son “riquezas sagradas” mientras que para Dardo sólo implican un valor monetario. De alguna manera, se puede decir que Dardo aprende otro modo de vida sin la intervención del dinero, una especie de mundo mágico, pre-capitalista, un tanto romantizado y racista, producto de las torpezas del guion, pero también de una mirada común del cine de la época.
Por otro lado, la escena más recordada de la película (que se utiliza también en Embrujada) es la danza ritual para el apareamiento o, como se dice en la visión occidentalizada de la película, la elección de compañero para toda la vida. En ella, Ansisé baila en una mezcla entre movimientos rituales con algunas poses de ballet moderno y con un vestuario que semeja al de las aborígenes, pero con los pezones cubiertos, que fue un requerimiento de la censura para aprobar la película. De esta manera, mientras que las mujeres macá forman parte para la sociedad occidental de un “anthropological and ethnographical spectacle”, el cuerpo de Sarli “is sexualized and performed as a spectacle” (Ruétalo, 2022, 95). Tal como consignan Manrupe y Portela, Bo comentó que “Indiahubiera sido una cosa bestial en ese momento, si Isabel hubiera salido como cualquier india. Pero tuvo que salir vestida” (2001, 299). Es probable que se refiriera al aspecto erótico, pero es también importante tener en cuenta la diferencia entre la actriz y las mujeres de la tribu. No es sólo la mirada occidental, que convierte a una en un espectáculo erótico y a las otras en uno antropológico, sino que, a su vez, marca que las diferencias físicas y eróticas de hombres y mujeres son también un constructo cultural, probablemente impuesto por siglos de colonización y de coacción violenta de la moral cristiana y capitalista. En la sociedad macá tanto hombres como mujeres están con el torso desnudo, no se distinguen los senos femeninos del pecho masculino como una zona privilegiada de la atracción erótica, al tiempo que, de la obscenidad inmoral censurable, porque esa diferencia es propia de nuestra sociedad y su configuración del cuerpo como organismo. Esto no implica una idealización de las llamadas sociedades etnográficas. Al contrario, Embrujada propicia una mirada occidentalizada de dichas sociedades que tiende a la espectacularización extractivista; pero, al mismo tiempo, en ese contraste queda expuesta la singularidad con la que se produce la idea de cuerpo en la modernidad en torno a diferentes modos de la prohibición, la vergüenza y la culpa que son estrictamente culturales.
De forma similar, se podría pensar que en un contexto en el que el cine y la televisión reproducían mayormente el paradigma hegemónico de la mujer doméstica para la que el sexo era algo a entregar al varón a cambio de su realización como esposa, ama de casa y madre (Cosse, 2010, 75), en la sociedad macá ficcionalizada por el filme de Bo, es la mujer (en este caso, Ansisé) la que elige de forma ritual a su pareja sexual. Resulta extraño, de este modo, que genere celos y un rapto de violencia por parte de Tacasi. Podríamos pensar que esa reacción del personaje aborigen antagónico de Dardo obedece a una noción de pareja, sexualidad y familia propia del régimen heterosexual moderno y occidental que se imprime en la trama de forma externa sobre la tribu.
Lo cierto es que Embrujada retoma aquel personaje de Sarli y algunas de las imágenes de India para construir un pasado para Ansisé, pero cambiando la historia. Según lo que Leandro le cuenta a Juan hacia el final, Ansisé fue comprada por él al cacique de la tribu de los indios guaraníes, la llevó a su casa, se casó con ella, la llevó a vivir durante tres años a Buenos Aires y la civilizó, la convirtió en una mujer occidental, moderna, doméstica. En este momento se utiliza parte de la danza ritual de India al modo del flashback, pero con el agregado de Leandro mirando escondido entre la vegetación. Aunque el modo de filmación sea apurado, sin guiones terminados, con montajes también desprolijos con motivo de la censura, la película reactualiza el gran encuentro de las poblaciones originarias con Occidente, con el capitalismo y la explotación, pero ahora en un sentido diferente al de India. Ya no se trata como en la película de 1960 de una posible convivencia armónica y pacífica, en la que también el hombre blanco occidental (Dardo) puede aprender de la cultura aborigen y convivir con ellos. Ahora, Ansisé fue civilizada, convertida en una mujer doméstica y el trauma de esa violencia pervive como locura o como salvajismo, como espectáculo exótico, pero también como condición patológica. “En ella está todo el misterio de la selva virgen”, le dice Juan a Leandro después de que éste le cuente cómo la conoció. “De pronto desaparecía”, dice Leandro, “Yo la buscaba desesperado y la encontraba en ritos misteriosos, en lugares apartados de la selva”. “Es una salvaje”, dice luego, “Para vivir y para amar. Su interior parece incendiarse. Es un volcán de pasión, de deseo incontrolado”. “Yo estoy en cada caída de agua” le asegura luego Ansisé a Juan para explicarle que no puede irse de allí, “en la tierra colorada que es como la sangre. Cerca de aquí están los míos. Por mis venas corre una sangre que no es como la tuya”. Pero es esa también la razón de que la consideren loca y bruja. En esta suerte de metonimia del encuentro entre occidente y las sociedades pre-capitalistas Ansisé sólo puede pensarse (y es pensada) a través de la lengua del colonizador: ella está loca, es ingenua y cree en las supersticiones incivilizadas locales como el Pombero, es una bruja, está embrujada, es una salvaje.
Siguiendo a Silvia Federici (2004, 231), la caza de brujas tanto en el viejo continente como en los procesos de colonización no fue únicamente un proyecto religioso de la Inquisición sino, ante todo, un proyecto político para la implementación mundial del capitalismo y la producción de la mujer moderna como un ser doméstico y destinado a la procreación y la reproducción de la fuerza de trabajo. Se trató, en efecto, de “un ataque a la resistencia que las mujeres opusieron a la difusión de las relaciones capitalistas y al poder que habían obtenido en virtud de su sexualidad” y, al mismo tiempo, “fue instrumental a la construcción de un orden patriarcal en el que los cuerpos de las mujeres, su trabajo, sus poderes sexuales y reproductivos fueron colocados bajo el control del Estado y transformados en recursos económicos” (Federici, 2004, 233). De esta manera, hay una serie de fenómenos que para Federici marcan el paso de la Edad Media a la Modernidad, y que son solidarios entre sí: la acumulación de capital, la propiedad privada y la ruptura de las comunidades de subsistencia, el trabajo asalariado, la expulsión de la mujer del mercado de trabajo y su reducción a la procreación. Pero también el surgimiento de la imprenta y la ciencia sirvieron a este propósito (Federici, 2004, 229).
Desde esta perspectiva, se podría pensar que Embrujada actualiza el trauma de la colonización y de la caza de brujas, la producción de la mujer doméstica mediante la aniquilación de otros modos de existencia. Ansisé es vista como bruja, como loca, como ingenua, porque aflora en ella el trauma de la colonización, pero también porque se trata de modos de producir una otredad frente a la que se define lo humano como blanco, heterosexual, capitalista y civilizado. Como si se tratara de una metonimia, Leandro es el colonizador de las sociedades etnográficas representadas por Ansisé a la vez que el dueño de las tierras y los recursos naturales y, por tanto, el explotador de la fuerza de trabajo, compuesta por población mestiza o racializada. Se trata de un esquema argumental que se repite en muchas de las películas de la dupla. Por ejemplo, en Furia Infernal (1973), Bárbara (Sarli) logra vengarse del sometimiento de su esposo, Martin Sottomayor (Juan José Miguez), quien la raptó en Buenos Aires y la llevó a la Patagonia para hacerla su esposa, es decir, convertirla en su propiedad, al igual que su ganado, sus tierras, sus peones y sus hijos.
En las sociedades consideradas primitivas la relación con el ambiente no era la de la propiedad privada, así como tampoco existía el individualismo propio del hombre moderno o la idea humanista de separación ontológica de todo lo que no es humano y, por tanto, la posibilidad de una relación únicamente de extracción y explotación. De esta manera, Ansisé venga la violencia de la colonización, venga a los suyos y al uso explotador de la naturaleza. Incluso Juan, aunque sea el interés romántico, debe morir, porque quiere llevarla “lejos de esta selva salvaje, de toda esta brujería”. Y, por supuesto, Leandro, porque para ella representa “toda la mugre de la civilización”, y porque esas cataratas en las que lo mata, dice, “desde niña las siento rugir, son parte de mi vida”. Implican, por tanto, otra relación con lo no humano. Esa relación no extractiva con la naturaleza en la que el humano no es necesariamente un ser ontológicamente distinto, superior y soberano con derecho explotarla es traducida a los códigos de la civilización: la magia, la brujería, la locura.
3. Homosexualidad, emasculación y erotización del cuerpo masculino
Un tercer giro en la trama de Embrujada en el que me quiero detener ocurre con anterioridad al descrito. Cuando Ansisé, en su intento de quedar embarazada a toda costa, quiere tener sexo con Peralta (Miguel A. Olmos), el capataz, éste le dice que no puede “engañar a Leandro” y revela su relación homosexual con él, así como el motivo por el que éste no podía hacerle un hijo. Si bien se trata de una alusión que resulta homofóbica por la asociación de la homosexualidad con la falta de hombría, pueden también pensarse otros modos de afectación. Cuando Ansisé descubre esa relación, obviamente se ríe, como hacen a menudo los personajes de Sarli como un modo de desempoderar al macho patriarcal, generalmente terratenientes dueños de la tierra y explotadores de la fuerza de trabajo. Entre las cosas del capataz, junto a un portarretratos con una foto de Leandro dedicada a éste, encuentra también un perfume y un lápiz labial que le pertenecen y que, se sugiere, Leandro le ha quitado para usarlos en la intimidad con él. De esta manera, se reproduce un estereotipo negativo de la homosexualidad, vinculado con lo que Peidro (2012, 414) considera el paradigma de la inversión.
Pero podemos también hacer otra lectura, alejándonos de las representaciones y el sentido y acercándonos a una perspectiva más bien de recepción afectiva, según la cual la presencia de Leandro y su relación con Peralta habilita otra mirada de la diva erótica argentina que cuestiona la asociación heterosexual. Si desde algunas aproximaciones feministas al cine a partir del artículo señero de Mulvey (1975) se cristaliza una perspectiva que considera la imagen femenina como espectáculo para el placer erótico de la mirada masculina que coincide con la figura de Sarli en sus películas, también podemos pensar aquí una reapropiación marica de la diva desde la cual no se la quiere tanto poseer sexualmente sino, más bien, ser como ella: tanto usar su labial y sus perfumes, como hace Leandro, como imitar sus gestos, poses y frases, como en una performance drag queen. Esta interpretación, aunque pueda parecer arriesgada porque no cuenta con elementos audiovisuales claros e indiscutibles para sostenerse, sigue algunas de las lecturas que se han hecho de su cine como queer, por ejemplo, la de John Waters (Saxe & Rubino, 2016; Saxe, 2023). Y es coherente, quizás, con dos características que aumentan en el cine de la dupla de esta época. Por un lado, a medida que avanzan los años, la exuberancia de Sarli en sus películas cada vez provoca menos el deseo violento de posesión sexual de los hombres y más su emasculación. Cuanto más fuertes son sus personajes, más débil se vuelven las masculinidades a su alrededor, sobre todo en la figura del patriarca. Y es que, siguiendo la lectura que Silvestri hace de Wittig podemos pensar que “de la misma manera que no hay esclavos sin amos, no hay hombres sin mujeres” (2019, 118). Por otro lado, se habilita una mirada deseante femenina o marica. De hecho, en muchas de estas películas el cuerpo de Víctor Bo comienza a ser también erotizado como el de la diva. En La mujer de mi padre nada desnudo como suelen hacer los personajes de Sarli, en Carne tiene una escena sexual inicial con Delicia (Sarli) en la que la cámara se desplaza levemente para mostrar su trasero desnudo, en Furia infernal realiza por primera vez un desnudo integral, anunciado por Armando Bo antes del estreno de la película y en Desnuda en la arena él es también un trabajador sexual, aunque luego vuelve a su rol de varón cuando sabemos que se trata de un delincuente buscado por la policía que engaña a Yvonne (Sarli).
A modo de ejemplo, se puede pensar en la erotización del cuerpo de Víctor Bo, la mirada marica y la emasculación del patriarca en Una mariposa en la noche (1977). En ella, Yvonne (Sarli) es una prostituta en París que se vuelva a Argentina con Jorge (A. Bo) por amor o quizás para cambiar de vida. En los diferentes flashbacks, y la narración en off, se va contando episodios de su vida; así sabemos, por ejemplo, que tuvo un padrastro abusivo que oficiaba de proxeneta y la explotaba laboralmente. Un argumento que se remite en varias películas. Es interesante tener en cuenta que, si bien por lo general la redención aparece de la mano del amor y el matrimonio con un varón adinerado, la vida de la trabajadora sexual no necesariamente se representa de forma truculenta, sino que lo que se cuestiona es la explotación. En Éxtasis tropical, por ejemplo, Mónica (Sarli) sale de la prostitución a partir de su relación con José (Armando Bo), que debe luchar contra su proxeneta, pero en los diferentes flashbacks sobre su vida de trabajadora sexual no se la ve sufriente, al contrario, se empodera en su exuberancia y su dominación de los clientes, burlándose incluso de algunos de ellos.
Los reclamos sobre su modo de vida no son tanto por el trabajo sexual, sino más bien por la explotación. De hecho, si sacamos de contexto las discusiones con su proxeneta, sus reclamos podrían ser los de cualquier trabajador ante el patrón capitalista en el sistema industrial: la hace trabajar todo el día y gana miserias porque el que se hace rico es el proxeneta, es decir, el capitalista, que utiliza el cuerpo de la mujer como si fuera su propiedad. El prostíbulo al que Ansisé va a buscar trabajo porque quiere quedar embarazada en Embrujada es diferente, justamente porque está llevado adelante por una mujer. Allí hay ciertas reglas que cumplir, la dueña le dice que puede ganar mucho dinero y Ansisé sostiene que quiere ser “una trabajadora más”, es decir, dejar de ser la señora de Leandro. De hecho, cuando éste la va a buscar sostiene “Soy el marido y el dueño”. Frente a ese sentido de la propiedad privada vinculada al matrimonio y la familia, la dueña del lugar expresa quizás otro modo de entender el trabajo: insiste en que Ansisé firmó libremente un contrato para trabajar allí y que nadie es dueño de nadie. Es interesante el modo de la inversión que se juega en este diálogo: el trabajo sexual puede ser visto como una elección libre y un ejercicio de autonomía, no sólo del cuerpo, sino también en lo económico. El matrimonio, por el contrario, es una cárcel, es una explotación del cuerpo, está cargado con el sentido de la propiedad privada, como en Furia infernal. Algo similar se dice en Carne (1968), antes de que acaezcan las sucesivas violaciones de Delicia (Sarli). Para su compañera de trabajo las ideas de Delicia de casarse y ser madre son ridículas porque el sexo y el matrimonio implica quedar atada a la reproducción, es decir, a tener hijos y tener que trabajar cada vez más para alimentarlos (Ruétalo, 2022, 148).
Como se dijo, los personajes fuertes y con una sexualidad agresiva de Sarli generan por lo general la emasculación de los personajes varones. Una mariposa en la noche tiene también esa característica, en los flashbacks ella recuerda un matrimonio con alguien que seguramente también intentó sacarla de esa vida y ofrecerle otra con mucho dinero, pero con quien se aburría y que no le resultaba lo suficientemente hombre. En el presente Jorge (Armando Bo) sí cumple esa característica, pero luego de un accidente en la doma (muestra de hombría y virilidad) quedará disminuido en sus capacidades y perderá, de esa forma, la fuerza viril. Es entonces que aparece Lorenzo (Víctor Bo), un nuevo peón, como objeto de la mirada deseante de la diva. Lorenzo está mostrado como objeto sexual y blanco del deseo no sólo de la diva sino también de su mayordomo homosexual, Manolo, interpretado por Adelco Lanza, el coreógrafo de muchas de sus películas y luego amigo.
Ruétalo (2022, 135-137) llama la atención sobre la inscripción de un espectador diegético en distintas escenas de desnudo de Sarli como un modo de construir su propio público compuesto por la clase trabajadora. Si seguimos este análisis, podemos quizás también ampliarlo a la presencia de personajes homosexuales y lesbianas en su cine. En Una mariposa en la noche, ante la pregunta de Yvonne, Manolo exclama sobre Lorenzo: “qué bello hombre”, y luego le dice que “nada se sabe de él, ni mujer ni hombre”, marcando desde su perspectiva una ambigüedad sexual. La mirada deseante de Manolo, su deseo sexual y la expresión del mismo, no son juzgadas; al contrario, parecen corresponder con la de Yvonne, es decir, construir quizás una comunidad marica con ella. Se trata, obviamente, de un detalle, pero me parece que se vincula con el modo en el que los personajes cada vez más fuertes de Sarli tienden a desempoderar al varón heterosexual dueño de las tierras y habilitar otras miradas, menores, marginales, incluida la de la propia protagonista.
Volviendo a la escena de Embrujada en la que se descubre la homosexualidad del marido, hay una frase que a modo de justificación esgrime el personaje de Peralta que resulta importante mencionar. Cuando le dice que no puede engañar a Leandro, Ansisé le pregunta “pero usted es…” Y él responde “Sí”. La palabra puto, marica u homosexual no se utiliza en ningún momento, pero el significado está claro. Lo interesante es la explicación que viene después. Ante la reacción de Ansisé Peralta, sostiene que “aquí en la selva puede pasar cualquier cosa”. Como si se tratara también de un poder brujo de la naturaleza que rompe los binarios occidentalizados de la sexualidad para la procreación y la familia, para la explotación y la subsistencia del capitalismo. La selva es, de alguna manera, el poder anárquico de lo no civilizado; por lo tanto, de lo no occidentalizado, del resto, del remanente que sobrevive y resiste a la colonización y a la homogeneización de la familia tradicional occidental. Y en donde pueden revivir, tal vez, otros modos de relación con los cuerpos, con la sexualidad y con la naturaleza, borrados por la Inquisición y por la colonización (Evans, 2019, 130) pero que, a pesar de todo, persisten transformados ahora en brujería.
4. Devenir Pombero
Quiero detenerme en un último detalle, lo que podría significar un cuarto giro en la trama de Embrujada, quizás el más sutil. Se trata del diseño visual del Pombero, de la aparición que primero Ansisé ve y luego, antes de morir, también Leandro y Juan. Según se lo describe a Juan, el Pombero aparece “con ropa vieja y una cara atroz”. Pero esa cara grotesca y ridícula que vemos no está hecha con maquillaje sino con una máscara, lo que acrecienta el tono barato de la filmación, improvisado, precario. Sin embargo, si prestamos atención a sus apariciones tanto para tener sexo con Ansisé como para matar a sus pretendientes, quizás podamos entenderlo de otra manera: en esos momentos se incluyen inserts de imágenes de la misma película o de la tribu Macá filmada para India en un montaje un tanto frenético que genera una sensación de desrealización onírica y confusa, cargando de ambigüedad esos momentos.
Entre esas imágenes, también vemos una especie de ritual con máscaras, entre las que se encuentra una muy similar a la del Pombero (Figura 3). Aunque este detalle podría haberse incluido de forma improvisada sin demasiado significado, si lo tomamos en cuenta podríamos pensar que esa “cara atroz” del Pombero, cinematográficamente mal lograda como rostro de duende monstruoso, en realidad siempre fue eso: una máscara que, utilizada de forma ritual, permite un salirse de sí, una conexión con existentes no humanos y, por tanto, un dejar de ser humano, dejar de ser mujer, si ésta sólo se define por el binarismo de la sociedad occidental. En ese sentido, no se trata de que Ansisé sea finalmente la asesina en raptos de locura, como puede entenderse desde la mirada occidental y moderna, sino que constituye un modo del animismo en el que los existentes del lugar se mancomunan para conjurar la explotación capitalista (de la clase trabajadora y de la mujer doméstica entendida también como una clase social) mediante formas rituales que rompen la cosmovisión científica y extractivista de la modernidad occidental.
Si los rituales y las creencias son considerados primitivos como un producto de la opresión que clausuró otras formas de estar en el mundo, entonces pueden también ser un modo de conjura a esa apropiación. Convertidos luego en mitología y etnografía, es decir, en creencias de la gente primitiva, incivilizada o “bruta”, como le dice el sacerdote a Ansisé, los rituales pueden ser modos de afectarse con el mundo, pueden permitir también convocar otros mundos, romper con los binarismos, no sólo sexual y de género (“aquí en la selva puede pasar cualquier cosa”) sino también entre lo humano y lo no humano. Recordemos que el Pombero tiene la capacidad de convertirse en otros animales, que su sonido se asemeja al de un pájaro. Esas metamorfosis del Pombero y de Ansisé son modos de afectarse con lo no humano, de precipitar agenciamientos mediante esas afectaciones con los pájaros, las cataratas, las gallinas, las fuentes de agua y la tierra colorada para conjurar la opresión y matar al opresor: tanto al patrón explotador como al peón, que representa también la raza blanca colonizadora. El final de Embrujada, entonces, no es necesariamente aleccionador porque Ansisé es cooptada por la locura, sino que se trata de aniquilar a los hombres en sus dos sentidos, a los varones cisheterosexuales y su intento de civilizar la fuerza natural de la mujer, pero también al hombre en tanto ser humano, y propiciar, de ese modo, devenires animales. Como ocurre en Fiebre, en la que mediante el sueño Sandra (Sarli) se convierte en el caballo objeto de su deseo y termina masturbándose en la pradera con las hierbas en su boca y entrepierna, en una escena considerada por Kuhn (1984, 16) como la más surrealista del cine argentino y por Ruétalo (2022, 189) como ecosexual y ecofeminista.
Si Ansisé es producto de la violencia de la colonización, se puede pensar en ella una mezcla de ambas culturas no necesariamente armónica sino de forma contradictoria y tensionada. En este sentido, podemos pensar dos modos (modelos o conceptos) de entender el deseo: como carencia y como producción. Por un lado, desde una perspectiva tradicional el deseo es siempre carencia, se desea algo que falta. En el caso de Ansisé se trata de su necesidad de ser madre, de tener un hijo, que se exagera en la película al punto de parecer patológico. Ahora bien, este deseo de maternidad no necesariamente es natural, sino que puede significar, en la película, la implantación de la cosmovisión occidental y civilizada en la que el matrimonio, la familia, los hijos, el capitalismo y la propiedad son imperativos. De ahí la insistencia en querer un hijo suyo: “quiero un hijo, rubio, de ojos azules, quiero besarlo, tenerlo cerca mío, uno solo”, como si se tratara nuevamente de una necesidad de completitud y también de propiedad. Por otro lado, si pensamos el deseo en términos de Deleuze y Guattari (1988) entonces la sexualidad vinculada a lo natural de los personajes de Sarli pueden entenderse como una producción deseante, una máquina abstracta que genera líneas de fuga y modos del goce que prescinden, incluso, de la participación del macho cishetero, como las escapadas de Ansisé a las cascadas más recónditas de la selva. Se trata de momentos de jouissance (Ruétalo, 2022, 176), una palabra que suele traducirse por “goce” y que Lee Edelman (2014) asocia a la pulsión de muerte para definir lo queer como interrupción de la futuridad reproductiva. De esta manera, ambos tipos de deseos, el goce de la naturaleza y la necesidad de ser madre, entran quizás en contradicción.
Después de matar a Juan, Ansisé termina caminando hacia cámara riéndose y tocándose la panza, como si esperara finalmente el hijo que deseaba. Aunque quizás sea del Pombero que es en realidad ella misma, transfigurada, metamorfoseada en la naturaleza y sus espíritus. Es, por tanto, un hijo que ya no es de nadie o, al menos, en cuyo engendramiento no hubo participación de un varón. En India Ansisé es herida por una flecha envenenada y sólo puede salvarse con la ciencia de la modernidad occidental, con la medicina de la ciudad. Dardo la lleva corriendo el riesgo de ser detenido y, de ese modo, se redime de su pasado por amor. En Embrujada, en cambio, Ansisé no puede ni quiere ser salvada, la pulsión de muerte se apodera de ella y de ese modo no necesita de nada ni de nadie para salvarse: ni de la ciencia, ni de lo humano, ni de los hombres.
5. A modo de conclusión
Fernández y Nagy (1999, 154-155) señalaban que el cine de Sarli y Bo está plagado de una alegoría fundamental: “los personajes hombres son el Hombre; la mujer es la Naturaleza”. De esta manera, “el amor como emoción natural, tal vez materna, de origen divino como el paisaje, se encarna en la mujer, ser adánico (…); es el hombre con su mirada (a través del encuadre de la cámara o como espectador) quien otorga densidad erótica al cuerpo femenino”. En consecuencia, consideran que “Isabel es, increíblemente, un personaje asexuado”. Ahora bien, eso que ellos llaman “personaje asexuado” yo prefiero pensarlo, retomando a Wittig (2006), como una fuga del régimen heterosexual. Pero, al mismo tiempo, esa distinción entre naturaleza y cultura de la que hablan Fernández y Nagy es también una producción binaria occidental que en el recorrido de este artículo intentamos revisar para pensar que, más bien, la naturaleza ‒o nuestra concepción de tal‒ es también cultural.
De ese modo, para Fernández y Nagy (1999, 155), “cuando la mujer se hace cargo de su deseo (Isabel-prostituta, Isabel-cabaretera, Isabel-ninfómana, Isabel-zoofílica, etcétera) se torna artificial” se distancia del “deseo del espectador, que necesita para erotizarse imponer su propio deseo”. Y consideran esa mirada ‒que atribuyen a Bo como autor de las películas‒ “de la cepa más pura del machismo”. Sin embargo, esas son las “Isabel” que nos interesan, las que desafían esa cepa machista que, como sugiere la cita, es también colonial, racista y especista. Las versiones de Isabel que nos interesan (porque nos permiten afectarnos o producir algún tipo de agenciamiento con ellas) son, justamente, las desviadas de la norma y el control; las que desafían el régimen heterosexual y las que, aunque se las patologice, podemos reivindicarlas y vincularnos afectivamente con ellas. De esa manera, la enfermedad sexual en Fuego e Insaciable, la animalidad sin necesidad de hombres de Fiebre o la brujería también sin necesidad de hombres de Embrujada pueden pensarse como modos de fuga o deserción del régimen heterosexual.
Del mismo modo, la Isabel trabajadora sexual de Intimidades de una cualquiera, Una mariposa en la noche, Éxtasis tropical y Desnuda en la arena puede pensarse como lo otro del dispositivo de subjetivación femenina, como un modo de agenciamiento que fuga a la familia y la maternidad. En algunas de esas películas, como Fuego e Insaciable, hay también relaciones lésbicas no particularmente marcadas como negativas, sino que pueden pensarse como una fuerza deseante que excede el dispositivo de subjetivación moderno de la mujer doméstica. Pero, más allá de las relaciones sexuales o el deseo pensado en términos binarios (hetero y homosexualidad), vuelvo a la heterosexualidad como un régimen político que es también un modo pensamiento. Las películas de la dupla Bo/Sarli por lo general aleccionan con su cierre narrativo: los personajes o bien se redimen y cambian de vida por el amor heterosexual, o bien no hay cura excepto la muerte. Salvo en algunas, que tienen un final un tanto más ambiguo, como Una mariposa en la noche o, justamente, Embrujada. La propia Sarli es “una trabajadora más” como dice Ansisé en Embrujada. Ya que ha renegado de muchos de los requerimientos de una diva del cine de su talla y, en cambio, ha hecho un negocio de su cuerpo y su sexualidad. Lo que ocurre en la primera parte de Desnuda en la arena, puede pensarse para la deriva de sus personajes en las películas y como historia personal. Allí Alicia (Sarli) quiere trabajar, pero debido a su belleza y exuberancia es acosada por todos sus jefes (siempre varones), hasta que decide viajar a Panamá y, en todo caso, hacer buen dinero con su cuerpo. Pasa, entonces, de víctima de su cuerpo al agenciamiento en el trabajo sexual y en la pornografía. Una pornografía ingenua, como la llama Kuhn (1984) en el título de su libro, sin dudas, y con mensajes morales. Siguiendo a Teresa de Lauretis (1992) podríamos pensar que el cierre y la conclusión en muchas de sus películas vuelve todo a su lugar: el amor conyugal, romántico, como humanamente diferente del puro placer sexual ‒más asociado a lo animal‒ y como verdadero valor moral y humano.
Pero los elementos para la disrupción están allí, y el cuestionamiento a los dispositivos mujer, matrimonio, familia y propiedad privada también. Dentro de sus contradicciones el cine de Sarli y Bo dejan entrever un clima de época que excede el control moral del Estado y sus pares y penetran, de ese modo, algunas discusiones transnacionales del feminismo de la época volviéndolo, quizás, más contradictorio y, por eso, más complejo que buena parte del cine contemporáneo al de la dupla. Es en ese sentido que podemos (o, más bien, queremos) recuperar esas zonas de disrupción moral como una posible máquina de guerra (Deleuze & Guattari, 1988) en contra de las capturas del Estado, la religión, la moral y la cosmovisión occidental y moderna. Y en eso radica, quizás, el modo en el que, como sostiene Saxe (2023), maricas, trans, lesbianas no mujeres y trabajadoras sexuales podemos agenciarnos con su imagen y producir, como herramienta de lucha, nuestro propio mito Sarli.