1. Introducción
La filmografía de Isabel Sarli y Armando Bó ha brindado a la cultura popular argentina una serie de imágenes y frases icónicas. Si bien lo popular se caracteriza por su carácter inefable -huidizo de las explicaciones esquemáticas y de las definiciones enciclopédicas- la atención al campo de la recepción permite comprender las huellas tangibles de su funcionamiento1. En este sentido, el cine de la dupla ha demostrado una inmensa pregnancia en múltiples capas sociales y generaciones de argentinos (también de latinoamericanos) que, incluso sin haber accedido a un solo film de su autoría, se apropiaron de formas de entender la sexualidad, el erotismo y la inocencia que estas obras consolidaron en el imaginario social2.
Es mucho menos conocido, sin embargo, el papel fundamental que las canciones populares han tenido en la construcción de los paisajes afectivos diseñados para el lucimiento de Isabel Sarli. Como hemos señalado en otra oportunidad junto con Sophie Dufays (Piedras & Dufays, 2018), las canciones deben ser comprendidas como vehículos de emoción y de afectos, instrumentos de identificación y de distanciamiento, y vectores de alusión cultural. Sostendré en este ensayo que, aunque han sido menospreciadas habitualmente frente al imperio de lo visual, la música y las canciones fueron capitales en el desarrollo de las ideas de puesta en escena de Armando Bó y en el modo de configurar los imaginarios sexuales y eróticos en torno la figura de Isabel Sarli3. En adelante analizaré el rol de las canciones populares en la poética cinematográfica de Sarli-Bó4 y el modo específico en que estas coadyuvaron a construir una de las iconografías más intensas -quizá la única que se ha desplegado tan coherentemente durante más de tres décadas- de la historia del cine argentino.
Un ejemplo palmario de la desatención que ha sufrido el estudio de las canciones y las músicas populares en el cine latinoamericano se manifiesta, sin dudas, en los textos críticos sobre la obra de Isabel “Coca” Sarli y Armando Bó. Es posible afirmar que los únicos dos elementos que comparten las treinta y siete películas que componen el trabajo conjunto de la pareja son la presencia protagónica del cuerpo de la Coca y la recurrente aparición de canciones pertenecientes a géneros de la música popular: boleros, tangos, folclore, araucanias, baladas románticas y, con menos frecuencia, jazz y rock and roll. En términos historiográficos esto podría deberse a dos razones. En primer lugar, el cine de Armando Bó e Isabel Sarli apenas fue considerado en las publicaciones académicas o profesionales sobre cine argentino hasta la década de los noventa. En segundo lugar, el interés que esta obra generó, sobre todo a partir del siglo XXI, se debe, quizás, a la preeminencia de una agenda culturalista en los estudios sobre cine orientada a examinar problemáticas de género (en su doble acepción de gender y genre), de sexualidad y de politicidad del cuerpo, que tuvo como eje la figura inigualable de Isabel Sarli. Sin embargo, la puesta en escena y los rasgos de auteurismo de Armando Bó y de la propia Sarli, han pasado a segundo plano (con algunas excepciones, como las de Ruétalo, 2022; Capalbo & Valdez, 2005 y Wolf, 1994). En este contexto, es lógico que las funciones narrativas, estéticas e, incluso, comerciales, de las canciones populares, no recibieran la debida atención.
2. La afectivización de lo erótico a través de las canciones
A modo de hipótesis sostengo que las canciones preexistentes fueron un elemento narrativo-estético imprescindible para darle cohesión a relatos que, con el correr de los años, se volvieron cada más digresivos, fragmentarios e insurrectos. Con esto quiero decir que, por ejemplo, mientras una obra del primer periodo como Sabaleros (1959) respeta la estructura narrativa y dramática clásica, Una mariposa en la noche (1977), de la última época, se caracteriza por la desconexión entre los bloques narrativos, la dispersión del conflicto y la pérdida de tensión dramática. Entonces, las canciones tuvieron un papel relevante en el involucramiento sensorial y corporal de los espectadores y fueron ellas -más que las líneas de diálogo proferidas por los personajes- las que se articularon con las suntuosas curvas de Sarli en la promoción del placer estético de las audiencias. Como señala Rick Altman (2001), la canción popular diegética, a diferencia de la música instrumental extradiegética, promueve la participación corporal activa de las audiencias. De acuerdo con este autor, las canciones son previsibles, cantables, evocables, e invitan a actos físicos como marcar el tiempo con los pies, silbar, tararear, cantar, y otros tipos de participación activa. Asimismo, y esto es esencial para mi hipótesis, las canciones populares nunca permiten que quienes oyen un fragmento escapen de la totalidad debido a que tienen una coherencia evidente con cada línea conectada a la estructura general, una cadencia musical universal y predecible, y una conclusión lingüística. En otras palabras, si el montaje de Armando Bó, con el transcurrir de los años tiende a la fragmentación, las canciones populares, en tanto piezas cerradas, remiten siempre a una totalidad.
Victoria Ruétalo (2022, 8) amplía sobre lo anteriormente dicho, cuando comenta que “los modos de producción rápidos y baratos dieron como resultado una falta de continuidad en el aspecto visual de las películas, pero también permitieron la espontaneidad de nuevas formas”5. En otras palabras, el proyecto creativo y comercial emprendido por Armando Bó e Isabel Sarli, utilizó nutridos repertorios musicales como amalgama para suturar la evidente desconexión (según la lógica de la coherencia narrativa clásica) entre escenas e imágenes que el montaje debía ordenar y hacer progresar. Es sabido, como diferentes analistas observaron (Goity, 2005; Ruétalo, 2022; Wolf, 1994), que la dupla, ante la falta de minutos y las limitaciones económicas de la producción, recicló metraje descartado de otras películas, así como también, sobre todo en la última etapa, incluyó en sus ficciones las imágenes domésticas registradas en sus viajes y periodos de ocio6.
Elena Goity (2005, 371) postulaba que Armando Bó efectúa un empleo de “la música como recurso ‘metafórico’ y redundante para clausurar toda significación”. Aunque es innegable que en muchos casos las canciones se incorporan como piezas de un sistema narrativo caracterizado por la redundancia, también me interesa proponer que este repertorio musical tiene una doble función asociada con la expresión de cierto tipo de cultura popular plebeya y suburbana, y con la apelación afectiva a un universo sentimental y romántico que le da mayor hondura y densidad al discurso erótico sustentado en los diálogos y en la mostración del cuerpo. Como sostiene Carlos Monsiváis (1995, 196) el bolero -probablemente el género preferido de Bó- expresa una triple creencia, “en la espiritualidad del deseo, en lo incorpóreo de los sentimientos, en la desdicha del amor”.
A la hora de trazar un mapa sobre el uso de la música no diegética (original o preexistente) y de las canciones populares (diegetizadas o no diegetizadas, originales o preexistentes), es posible distinguir algunas características generales. Por un lado, a mi entender el menos relevante, Armando Bó ha convocado a ciertos artistas para que estos compongan la música no diegética (o incidental) de sus películas. Uno de los más importantes fue Humberto Rodolfo Ubriaco, debido a las partituras que compuso para los films Carne (1968), Fuego (1971) y Desnuda en la arena (1969). Ubriaco era organista y le imprimió el sonido estilo Wurlitzer a tres de las obras centrales de Bó, haciendo que el timbre distintivo de este órgano electrónico asociado habitualmente al género de terror se vincule con el género erótico. Vale la pena recordar aquí que Linda Williams (1991), en su clásico ensayo Film Bodies. Gender, Genre, and Excess, explicaba que el cine de terror, el cine pornográfico y el melodrama, son tres géneros que apelan directamente a las respuestas físicas y emocionales del cuerpo, tanto de los personajes como de los espectadores. Sin incursionar en el porno, la dupla Sarli-Bó transitó con fruición estos “géneros del cuerpo”.
Por otro lado, aparece la profusa utilización que Armando Bó hace de las canciones populares para organizar las bandas sonoras de sus películas. Y esta cuestión se divide en dos grandes grupos. El primero es el de las canciones a cargo de Luis Alberto del Paraná. El segundo refiere a la selección, se ha llamado a esta operación “musicalización”, de las canciones preexistentes. Este rol es cumplido por Eligio Ayala Morín (alguna vez denominado también Javier Ayala Morín), seudónimo del propio director7. Resulta coherente y, si se quiere, indispensable, que sea Armando Bó quien asuma esta función porque solo él, en su carácter de cineasta total (director, guionista, actor, musicalizador, montajista), puede arrogarse el control de sentido que las canciones le imprimen al discurso fílmico en la etapa de montaje y de posproducción de sonido.
Sergio Wolf (1994, 83) sugería un modo de organizar las tipologías musicales de los films en dos líneas: “Comienza a perfilarse un eclecticismo en la selección que hace que para las películas “tropicales” apele a Luis Alberto del Paraná -como en La tentación desnuda- y para las de tipo más “urbano” juegue con más posibilidades, como mezclar boleros con música incidental -en La mujer del zapatero (1965)- u otras variantes”. Aunque esto es correcto, porque Bó, en su faceta de musicalizador, combina piezas provenientes de diversos géneros, igualmente puede afirmarse que existe coherencia y continuidad en sus elecciones. Si, como ha propuesto Elena Goity, la filmografía de la pareja8, en su conjunto, puede ser considerada como “un único film/folletín en sucesivas entregas” (2005, 364), entonces, la banda sonora se compone, primordialmente, de los dos géneros musicales que instalaron tópicos y melodías durante los inicios del cine sonoro (y del género melodrama) en América Latina: el bolero y el tango. El bolero, “clave del corazón” (Monsiváis, 2005), es el género absolutamente privilegiado a lo largo del corpus fílmico, a punto tal que en algunas de las producciones funciona como leitmotiv con título homólogo al de las películas, que se perfila desde los créditos de apertura: La mujer de mi padre (1968), Intimidades de una cualquiera (1974), Los días calientes (1966). Otro rasgo preeminente del repertorio de canciones populares que nutre la poética de Armando Bó es el latinoamericanismo y la utilización de ritmos panlatinos: a los tangos y boleros se suman guaranias, mambos, cumbias, salsas y, particularmente, formas folclóricas del Paraguay y del litoral argentino. Como anticipamos, aquí la figura clave es Luis Alberto del Paraná, cuya discografía -Famous Latin American Songs (1957), South American Minstrels (1957), Canciones de las Américas (1961), entre otros-, da cuenta de la impronta por la internacionalización de géneros musicales asociados con la música paraguaya y latinoamericana.
3. Las melodías de Bó y Sarli en el contexto de la canción popular en el cine latinoamericano
El interés por el uso de las canciones en la filmografía de Armando Bó e Isabel Sarli surge en el marco de las recientes investigaciones sobre las incidencias de la música popular en los cines de América Latina (Frith, 2001). Desde la década de los noventa se han multiplicado los estudios teóricos y analíticos dedicados al papel de la música y de la canción en el cine. Las publicaciones, sobre todo procedentes de la academia anglosajona se han ocupado primordialmente del cine de Hollywood y, más recientemente, de cines independientes y de otros orígenes; por ejemplo, del proveniente de los países de Europa.
En el cine latinoamericano, en cambio, la música y más aún la canción popular siguen siendo un objeto de estudio relativamente poco frecuentado a pesar de su enorme relevancia. Hasta ahora, en lo que concierne al cine de América Latina pero también al europeo, la gran mayoría de los trabajos que se interesaron por el rol de la música popular se han concentrado en el periodo clásico. Es decir, por un lado, en ciertos cines nacionales industriales de Europa como el cine francés de los años treinta o las primeras películas alemanas cantadas y bailadas (TanzFilme) y, por otro lado, en la “época de oro” de los cines mexicano, argentino y brasileño, con las comedias rancheras, los melodramas cabareteros, las películas basadas en tangos, las chanchadas organizadas sobre la matriz de la música de carnaval; cfr., entre otros, Del Río (2012), Díaz López (1999), España (2000), Karush (2013), Maia y Ravazzano (2015), Marini (2015), Miller (2008), Schulze (2015), Shaw y Stone (1998)>. Al examinar el cine posclásico9, los estudios sobre la canción suelen limitarse a ciertos géneros fílmicos (como el biopic musical) o musicales (como el rock), o a las obras de directores ejemplares (como Román Chalbaud, Arturo Ripstein, Fernando Solanas, Julio García Espinosa). Sin embargo, el aspecto musical y cantado, sea intra-, meta- o extradiegético, ha cobrado una fuerza nueva y singular en las formas recientes de los cines argentino y latinoamericano, tanto en sus productos industriales como en las películas “de autor”. En este contexto, la revisión de una filmografía coherente y sostenida como la de Sarli y Bó resulta imprescindible.
Por otra parte, si bien la producción del período clásico-industrial (1930-1959) no es el objeto de este texto, es imprescindible su comprensión y reevaluación en tanto la modernidad cinematográfica se funda en una relación dialógica con el clasicismo y, particularmente, Armando Bó debe mucho de su formación cinematográfica a la experiencia que adquirió como actor durante los años cuarenta y cincuenta. Participó en alrededor de treinta películas de los estudios EFA y SIFA (entre otros) y de los directores más importantes de la época como Luis Bayón Herrera, Carlos Schlieper y Román Viñoly Barreto. Seguramente, su interpretación del futbolista Eduardo “Comeuñas” Díaz es una de los más recordadas puesto que Pelota de trapo (Leopoldo Torres Ríos, 1948) es un antecedente del Neorrealismo en el cine argentino.
En lo relativo a los usos de la canción, el cine posterior a la década de los sesenta recupera (ya sea como cita, homenaje o parodia) géneros musicales y formas de manifestación de la canción propias de la tradición. Entonces, el modelo clásico de representación pervive y no pierde su hegemonía, aun en las etapas de mayor renovación y experimentación estética (los años sesenta y noventa) de las cinematografías de América Latina.
La relación entre cine y música, dentro de la cual se encuadra el problema específico de la canción, es consustancial a la existencia del cinematógrafo. Se trata de un vínculo que se vio modificado por los avatares técnicos y culturales a lo largo de la historia del cine: desde las partituras en vivo que acompañaban las películas silentes, hasta la configuración del musical como género emblema, pasando por las intervenciones musicales estructurales que les dieron fisonomía a otros géneros cinematográficos como el melodrama, la comedia, el western y el cine negro. Para las “cinematografías periféricas” (Elena, 1999), la inclusión de la banda de sonido posibilitó el desarrollo y la consolidación de los sistemas industriales de producción. Ello fue viable en buena medida gracias al sustento que proveyeron los géneros musicales derivados de las distintas tradiciones culturales. Las músicas nacionales recurrían a formas, artistas y tópicos ya conocidos por los espectadores, enfatizando el gozo y la identificación de estos últimos con los locus de aquellas canciones y la mitología que contribuían a generar.
Jesús Martín-Barbero (1987) indica particularmente que la canción es un hilo conductor que permite comprender los nexos de los espectáculos populares de la Edad Media y el Renacimiento -como exponentes de culturas de fuerte basamento oral- con las formas masivas y mediatizadas de la cultura latinoamericana que se expresan en los radioteatros y en el cine. Por otra parte, en un libro fundamental para entender las diversas aristas de la cultura popular mexicana y latinoamericana del siglo XX, Carlos Monsiváis (1977) dedica varias de sus “crónicas-ensayos” al análisis del sistema de valores e imaginarios que se vehiculizaron a través del bolero y la canción ranchera, señalando cómo algunos de sus cultores (sobresale la figura de Agustín Lara) se caracterizan por acoplar formas y estructuras provenientes del modernismo literario, del romanticismo (cultura de élite) con problemáticas y soluciones armónicas apreciadas por las clases mayoritarias. Asimismo, el autor señala en este y otros libros de su autoría (véase principalmente Monsiváis, 2008), el cariz multimediático de los artistas y géneros musicales debido a sus relaciones productivas con la industria cinematográfica y con la televisión.
Paradójicamente, es durante la etapa de emergencia del llamado “cine moderno” en la región (Xavier, 2005, 221-227) cuando se percibe una sinergia comercial de nuevo cuño entre cine y música popular con el fenómeno de los ídolos televisivos erigidos en estrellas de cine. A partir de este impulso, desde fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, el alicaído modelo industrial se reconfigura en algunos países del continente, alimentado -como en su momento de consolidación en la década de los treinta- por la canción popular, en este caso, por vertientes musicales transnacionales que no provienen necesariamente de las tradiciones culturales nacionales (tango, samba, ranchera, bolero). Las canciones en cuestión pueden ser originales o preexistentes, ocupar el centro de la escena en tanto espectáculo o ser utilizadas como contrapunto y acompañamiento.
Contemplando este panorama teórico y, desde un punto de vista historiográfico, vuelvo a remarcar que el cine de Armando Bó es, por un lado, heredero del modelo clásico-industrial, con el cual mantiene diálogos abundantes sobre todo en la primera parte de su filmografía. Esto sucede, ejemplarmente, en El trueno entre las hojas, para la cual el músico paraguayo Eladio Martínez selecciona un conjunto reducido de canciones folclóricas que son introducidas de modo extradiégetico desde los créditos iniciales del film. La creación de un leitmotiv identificado con la atmósfera litoraleña le servirá para demarcar los momentos de mayor intensidad dramática del relato, y la introducción de canciones diegéticas adquiere caracteres expositivos (Nasta, 1991), por cuanto su función es brindarle espesor poético a la pareja protagónica interpretada por Armando Bó e Isabel Sarli. El propio Martínez (acompañado por los guitarristas Emigdio Ayala Báez y Martín Leguizamón, y por el arpista Albino Quiñones) interpreta un tema dedicado a Flavia (Sarli) (Figuras 1, 2, 3 y 4), “Extraña mujer” (Chinita de Nicola y Cirilo Ramón Zayas). El montaje de la escena recupera el esquema narrativo de melodramas clásicos como Enamorada (Emilio Fernández, 1946), mediante la alternancia de planos entre el grupo de músicos y la protagonista. Así como Emilio Fernández en aquel film asignaba las veleidades de “La Malagueña” a la hacendada representada por María Félix, aquí Armando Bó asimila los rasgos perturbadores de la “Extraña mujer” a la esposa del patrón, representada por Isabel Sarli.
El esquema anteriormente descripto se mantiene desde los inicios hasta que promedia la década de los sesenta, cuando finaliza la “etapa de transición” (Wolf, 1994) y comienza a perfilarse el periodo más depurado en cuanto a la definición de los caracteres estilísticos de la poética del director. Según Wolf (1994, 84-85), desde Carne, se inicia una etapa de desmesura, en la que la se dislocan hasta el paroxismo los procedimientos estéticos: la ruptura de la cronología a partir de flashbacks tan inesperados como injustificados narrativamente, la explosión hiperbólica del deseo mostrado a través de las miradas, la distinción visual en la composición del cuadro entre Sarli y los otros actores y, particularmente, el eclecticismo musical de la “discoteca Bó” (Jorge Acha en Wolf, 1994), que combina ritmos y melodías hasta lo imposible. Excede los objetivos de este ensayo profundizar en el análisis de esta etapa de la filmografía de la dupla, no obstante, podemos señalar que en estas obras la música y las canciones se distancian cada vez más drásticamente de los valores narrativos, independizándose formalmente en el sistema de la puesta en escena. La descomposición del bolero “Bésame mucho”, desde el striptease inicial hasta las progresivas recuperaciones del tema con bruscas interrupciones a lo largo del relato de Furia infernal (1974), es solo un ejemplo de la articulación de la música en acuerdo con lógicas formales diversas en la última etapa de la filmografía de la dupla.
En las próximas páginas me abocaré al análisis de las funciones de las canciones preexistentes en La diosa impura (1963) para comprender el modo en que Armando Bó, por un lado, se apropia de la tradición narrativa del cine clásico-industrial, mientras que, por otro lado, avanza con su desmantelamiento a partir de la intervención de recursos modernos. Tratándose de una película de transición, nos permite comprender de qué modo el cineasta, basado en una puesta en escena concentrada en el cuerpo de Sarli, se desplaza desde los usos narrativos hacia los usos espectaculares (y hasta experimentales) de la canción popular.
4. La diosa impura (1963): “una mujer como esa es peor que la muerte”
La diosa impura (Figura 5) es una coproducción entre Argentina y México, organizada a través de la asociación de SIFA (conducida por Armando Bó) y Cinematográfica Filmex (fundada por Gregorio Walerstein). Durante este periodo, el director y productor argentino intentó proyectar la figura de Sarli hacia América Latina, a partir de las colaboraciones con productoras oriundas de Brasil (Favela, 1961), Venezuela (Lujuria tropical, 1962) o Paraguay (El trueno entre las hojas).
El vínculo con México es fundamental para examinar la estructura narrativa y genérica de una película que incursiona en el melodrama a partir de una síntesis entre los modelos que este género adquiere en el país azteca y en la Argentina. Seguramente, el guionista argentino Alfredo Ruanova, instalado en México desde inicios de los sesenta, es uno de los principales responsables de los giros argumentales que caracterizan esta película. La trama de La diosa impura incorpora elementos del melodrama de cabaret, del cine de arrabal porteño, del thriller, y también, ciertos tópicos muy vigentes en el cine de horror del período como el uso de psicotrópicos (el consumo de hongos alucinógenos por parte del pintor que interpreta Víctor Junco)10.
Las huellas de la tradición del melodrama mexicano se perciben, en primer lugar, en las profundas similitudes que tiene el argumento con obras fundamentales del género como La diosa arrodillada (Roberto Gavaldón, 1947), la cual además se elabora a partir de las pasiones que desata un ideal femenino (literalmente, una modelo) eternizado en una obra de arte (esta vez, una escultura). En segundo lugar, el motivo del artista plástico torturado por la obsesión de perpetrar un retrato trascendente de su musa aparece en La estatua de carne (Chano Urueta, 1951), en la que se relata la atracción entre un escultor y su modelo, interpretada por Elsa Aguirre, y producida por Cinematográfica Filmex. Por otra parte, la redención de la mala mujer, en este caso Laura encarnada por Isabel Sarli, se produce, como indican las reglas del género, gracias a su trágica desaparición.
Aquí el cuerpo de Sarli no es anatemizado, sino que su asimilación del estereotipo de “mujer fatal” es la que prevalece sobre los encantos físicos que mayormente reinan en demás películas. Debido a su dispersión narrativa, a la deriva psicótica de los personajes, y a cierto regodeo en lo abyecto, estamos más cerca del terreno de los “churros”11 mexicanos de Juan Orol protagonizados por María Antonieta Pons o Rosa Carmina, que de los melodramas sofisticados de Hugo del Carril o Carlos Hugo Christensen.
El modelo del cabaret impera en La diosa impura y es precisamente en este espacio en el que se desarrollan cuatro de los cinco números musicales del film, durante el primer tercio de la película. En México, la protagonista se encuentra alternando en un distinguido cabaret cuando la cantante israelí Aliza Kashi interpreta la bossa nova titulada Amor que acabou12. La canción es un manifiesto que funda el estatuto del personaje de Laura, quien se halla herida por un desengaño amoroso y utiliza fríamente su exuberante aspecto físico para sobrevivir a las inclemencias de su acontecer. Allí conocerá a Pedro Molina Vargas (Víctor Junco), un excéntrico artista que inmediatamente quedará prendado de ella.
Mientras el primer tema musical asumía una función claramente expositiva (explica el estado de ánimo de la protagonista), el segundo tema hace avanzar la acción e introduce el flashback que nos muestra a Laura en un cabaret de Buenos Aires. La escena, esta vez instrumental (suena el tango “El irresistible”), ubica a la protagonista en un típico número arrabalero: una griseta de vida fácil y falda con tajo alto, se escurre y desplaza entre los brazos de cuatro compadritos que la disputan13. De fondo, un exótico decorado figura un café de barrio rodeado de palmeras (sic). Esta canción consolida la imagen de la mujer fatal lanzada a un mundo de hampones, que remite sin ambages a la trama argumental de la diégesis.
Sin embargo, las canciones que juegan un papel fundamental en el relato son los dos tangos interpretados por el popular cantor argentino Edmundo Rivero (acompañado por el conjunto del guitarrista Roberto Grela). Por corte directo se concatena esta escena con otra en la que Reynoso (el maleante interpretado por Armando Bó) traiciona a la protagonista y, posteriormente, con la siguiente escena en el cabaret en la que, in media res, Edmundo Rivero canta una versión de Por qué canto así. Los versos de Celedonio Flores expresan el estado anímico y las próximas acciones de Laura: “Y yo me hice en tangos, me fui modelando en odio, en tristeza”; “Y yo me hice en tangos, porque el tango es bravo, porque el tango fuerte, tiene olor a vida, tiene gusto a muerte”. El montaje alternado oscila entre los planos medios de Rivero y Sarli, los dos afectados por los mismos sentimientos, el intérprete y la actriz (Figura 6). Es una escena de estremecimiento, lastimosa, en la que la heroína expresa entre llantos, a través de la lírica tanguera y de la vicaria voz del cantor, la amargura que la embarga. Se entrelazan aquí las tradiciones del melodrama tanguero -La vida es un tango (Manuel Romero, 1939)- y el melodrama de cabaret, Salón México (Emilio Fernández, 1948).
Es notable el modo en que Armando Bó prolonga la escena mediante el contacto directo entre Laura y el propio Rivero, que dialoga con la protagonista y la aconseja con palabras diestras. El cantor continúa su discurso, por otros medios, interpretando el tango Sin palabras, con el que ya no sólo le habla a la heroína, sino que, indirectamente, habla en lugar de ella. El tango de Discépolo es una oda al despecho y a la retaliación: “Y hoy sé que es cruel brutal -quizá-, el castigo que te doy. Sin palabras, esta música va a herirte, dondequiera que la escuche tu traición”.
La contaminación del melodrama mexicano se inscribe a través de la puesta en escena. El número musical en el melodrama tanguero se caracteriza por la frontalidad teatral del artista y un decoupage sencillo. En este, prima la representación de los personajes en tanto espectadores sucedáneos del público real en el interior de la escena. En cambio, en el melodrama de cabaret mexicano el decoupage de este tipo de escenas suele explotar la tensión dramática, los juegos de identificaciones a través de los raccord de miradas, lo que densifica la significación. La estructura de la escena y la intervención musical recuerdan el modo en que el artista popular consagrado Pedro Vargas interpreta el bolero Pecadora en Víctimas del pecado (Emilio Fernández, 1950), actuando como un delegado del autor que conoce en profundidad el sufrimiento de la impenitente. En La diosa impura es Edmundo Rivero quien ocupa esa posición. El cantor popular, a través de su poesía, es el que mejor comprende -y el más hábil para explicar- los sentimientos contradictorios de la protagonista. Mediante el montaje alternado, Bó explora el sufrimiento en el rostro lacrimógeno de Sarli, separando lo que inicialmente se hallaba unido en el mismo cuadro. Los primeros acordes del tema musical encuentran a Rivero y Sarli agrupados en el mismo encuadre. A medida que la canción se desarrolla, la heroína se desplaza hacia la izquierda del plano hasta que -presente en el mismo espacio, pero distante del cantor- comienza a ejecutar un repertorio melodramático en la gestualidad de su rostro. El montaje alternado potencia la sentimentalidad de la interpretación de Rivero por la interacción con el fuera de campo de la protagonista y, al mismo tiempo y de manera inversa, materializa en el cuerpo de Sarli la revancha a la que remiten los versos de Discépolo.
5. Conclusiones
He intentado reevaluar la importancia que las canciones populares preexistentes han tenido en el desarrollo de una de las filmografías más coherentes de la historia del cine argentino. Para ello, en primer lugar, tracé las cualidades narrativas y espectaculares que la “discoteca Bó” tuvo durante las diferentes etapas de la obra encabezada por la dupla. Posteriormente, identifiqué sus repertorios genéricos más frecuentes y sostuve como hipótesis que las canciones, que inicialmente adquirieron funciones narrativas clásicas, con el transcurso de los años, se convirtieron en una herramienta para amalgamar y dar cohesión a lo fragmentario, entendido esto tanto como una limitación propia de las condiciones de producción, pero también como un efecto estético definitorio de la poética autoral de Isabel Sarli y Armando Bó. Finalmente, con el análisis de La diosa impura, una película del periodo de transición, demostré cómo los usos clásicos (expositivos, redundantes) de la canción desbordan hacia diálogos complejos con el melodrama mexicano que abonarán el terreno de las funciones más experimentales y espectaculares que las canciones tendrán en la última etapa del cine de la pareja.
En uno de los más bellos ensayos sobre la ontología del cine, publicado originalmente en la revista Cahiers du Cinéma cuando corría el año 1959, Michel Mourlet sostenía que, si hay una esencia del arte cinematográfico, ella reside en la puesta en escena. Según la concepción de la puesta en escena del crítico francés el lugar de los actores es central porque es allí donde los espectadores realizan proyecciones de sí mismos. Escuchemos al propio Mourlet, cuando señalaba que,
puesto que el cine es una mirada que sustituye la nuestra para ofrecernos un mundo acorde con nuestros deseos, se posará sobre estos rostros, sobre cuerpos resplandecientes, magullados, pero siempre hermosos, de esta gloria o de este desgarro que testimonian una misma nobleza original, una raza elegida que con embriaguez reconocemos nuestra, último avance de la vida hacia dios (2011).
Armando Bó desarrolló junto Isabel Sarli una obra excesiva y pasional, que tuvo como rasgo distintivo una puesta en escena construida alrededor del cuerpo de la diva. Ese cuerpo, casi siempre resplandeciente, en ocasiones magullado, determinó y orientó los encuadres, las angulaciones de la cámara, y la duración de los planos porque solamente él podía producir la embriaguez de las audiencias. Mourlet (2011) observaba que “el cine no ha elegido el erotismo entre otras vías posibles, sino que viniendo dada su doble condición de arte y de mirada sobre la carne, estaba destinado al erotismo como reconciliación del hombre con la carne”. Si esto es así, es lógico que ese arte del cuerpo, en su dimensión material y concreta, haya necesitado articularse con un arte inmaterial como la música para fundar la imagen de una diosa impura.