1. Introducción
Existe un nombre en la cinematografía argentina cuyo nivel de convocatoria está, sin dudas, a bastante distancia de cualquier otro: Ricardo Darín. Su presencia da seguridad a los públicos y ofrece garantía a los productores, lo que prácticamente asegura la taquilla del film. De sus muchas participaciones en la pantalla -cerca de cien títulos, entre cine y televisión-, cabe destacar que protagonizó El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001), nominada a Mejor Película de Habla Extranjera en los premios Oscar; El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), ganadora del Oscar en 2010; Relatos salvajes (Damián Szifron, 2015), nominada en la misma categoría; y Argentina 1985 (Santiago Mitre, 2022) -en la que además participó como coproductor-, también nominada al mismo premio y ganadora del Golden Globe (Mejor Película de Habla No Inglesa) y el Goya (Mejor Película Iberoamericana). El Sindicato de la Industria Cinematográfica Argentina señalaba que “este intérprete argentino ha tenido presencia en el top 10 ininterrumpidamente desde el año 2009” (SICA, 2020, 54). Sirva esta pequeña muestra para ejemplificar la importancia que ocupa Darín en el firmamento local, como representante de un cine industrial de calidad e, incluso, de corte autoral (esto es, donde el nombre de los directores tiene un peso relevante).
Sin embargo, esto no siempre fue así. Ricardo Darín comenzó a trabajar siendo niño y las primeras décadas de su carrera transcurrieron en la televisión (Ulanosvky, Itkin & Sirvén, 1999). Este dispositivo, por su carácter doméstico -el tamaño de las imágenes y el hecho de verlas en el propio hogar- produce una cercanía mucho mayor con sus intérpretes, que son vistos literalmente en el espacio de la casa. La popularidad de los ídolos televisivos se diferencia así de las estrellas cinematográficas, puesto que existe con ellas una familiaridad mucho más “tangible”, al menos simbólicamente. El propio dispositivo genera otro tipo de perfil y de relación con los públicos.
El fenómeno del estrellato orquesta todo el conjunto de problemas inherentes a la metáfora común de la vida como teatro, del papel interpretado, etc., y las estrellas lo provocan porque son conocidas como actores, desde el momento en que lo que interesa de ellos no es el personaje que han construido (el papel tradicional del actor) sino el negocio de construir/representar/ser (según la implicación de la estrella en cuestión) un “personaje” (Dyer, 2001, 39. Traducción propia).
En una esfera que excede lo específicamente cinematográfico, es la construcción de este “personaje” lo que la estrella articula en su figura a través de una serie de otras imágenes que se componen tanto de los roles que ha ocupado en la pantalla (o en el escenario) como de sus apariciones públicas (en eventos, publicidades, entrevistas). Todo ello conforma un corpus que tiende fuertemente hacia la noción de individuo, por más que accedamos solo a fragmentos (Dyer, 2004, 10). Es por eso que la simbiosis entre la clase de papeles que interpreta el actor y su presencia pública resulta tan potente.
No obstante, su extensa carrera televisiva, Ricardo Darín logró consolidarse como estrella cinematográfica. Operó allí no solo la posibilidad de participar en un cine que se alejara del formato televisivo y de entretenimiento, sino también su legitimación internacional (particularmente, en España). Ello le habilitó una serie de opciones interpretativas que le agregaron valor a su trabajo actoral, permitiendo mostrar su ductilidad. Asimismo, lo llamativo de su caso es que se convirtió en star en una era donde ya casi no existen las estrellas cinematográficas en sentido estricto. Es decir, su imagen adquirió las dimensiones de la gran pantalla y así el público internacional accedió a ella, acercándose al modelo de estrellato tradicional del cine. Para la industria local, además, es uno de los pocos intérpretes que asegura una venta de entradas considerable: sus películas consiguen buena taquilla, lo que implica que son vistas en las salas. Eso le otorga un carácter distinto a la popularidad de Darín, en el sentido de que se convirtió en una de las últimas estrellas a través del espacio-cine, justo antes de que los modos de consumo cambiaran de manera radical. Posiblemente éste sea uno de los motivos por el cual, hasta ahora, los estudios académicos se han detenido únicamente en la segunda parte de su trayectoria, cuando ya había alcanzado legitimación a nivel internacional1.
En su prolífica carrera existen dos papeles nucleares, en la medida en que adquirieron independencia de los textos que los contenían, se adhirieron fuertemente a la interpretación que produjo Darín y dejaron asentados un tipo, frases y escenas en la memoria popular. Me refiero al “Chiqui Fornari”, en la telecomedia Mi cuñado (1993-1996), y a Marcos, en Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000). Ahora bien, ¿qué tenían en común “el Chiqui” y Marcos? Los dos eran chantas, esto es, estafadores de poca monta que utilizan como estrategias la actuación y la puesta en escena para organizar sus timos2. Por aquellos años también protagonizó Perdido por perdido (Alberto Lecchi, 1993), importante en este recorrido, ya que su personaje se veía involucrado en una trama policial a partir de una estafa.
Con rasgos bien distintos (Chiqui, mucho más simpático y seductor, con el arrojo de la juventud; Marcos, desgastado por la vida y con un conocimiento preciso del mundo de la estafa), ambos representan el tipo medio que no quiere trabajar e intenta salvarse convenciendo al universo de incautos que lo rodea. Son sujetos que se identifican fuertemente con el espacio citadino, particularmente con la ciudad de Buenos Aires. Entonces, la figura del chanta, en sus aspectos más afables y menos dañinos para la convivencia general se vincula con la construcción de su estrellato televisivo y la primera etapa de su carrera, consolidada con el enorme éxito de Mi cuñado, donde este personaje alcanza el summum. Sin embargo, a partir de su afianzamiento como estrella cinematográfica internacional y su alejamiento de la televisión, Darín se inclina por una variedad de roles que excluyen al chanta; abandona la comedia y se dedica de lleno a diversas modalidades del drama. Es posible que, con conciencia de los estereotipos que se fundan en lo audiovisual, haya decidido dejar a un lado este tipo que puede ser comprendido de manera complaciente dentro de los confines de la República, pero que solo serviría como una estigmatización de lo “argentino” hacia el exterior.
Este período de maduración, reconocimiento y fama que vivió Ricardo Darín en la Argentina durante los años noventa puede comprenderse también gracias a circunstancias externas a su persona. En su historia sobre la clase media argentina, Ezequiel Adamovsky (2015, 421) postula que, tras un período en el que este sector contaba con una imagen negativa (los años setenta), durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983) y con posterioridad a ella (durante el gobierno de Raúl Alfonsín, 1983-1989, y la década posterior), la clase media recuperó su rol como “vertebradora de la nación” y el orgullo que a ello le correspondía. Ese sentimiento pronto se vería afectado por el empobrecimiento que produjeron las políticas neoconservadoras durante el menemismo3. En ese contexto, Darín encarnaba una figura apolínea (distinta a los sectores populares, generalmente asociados al peronismo), ajustada a las normas y a la imagen del joven mesurado de clase media. Sus ojos azules, epítome de la albura aspiracional de los sectores medios, cobraron tanta visibilidad que incluso se convirtieron en el verso de una canción de rock4. Se adaptaba al modelo de “civismo democrático” que predominó en el regreso a la democracia: “la imagen de un argentino educado, moderado, pacífico, respetuoso” (Adamovsky, 2015, 416), que tan bien encarnaba Alfonsín. De este modo, Darín compendió la renovación del imaginario de clase media representándola aun en su crisis y decadencia en los inicios del siglo XXI. A continuación, me propongo explicar el espacio simbólico que llegó a ocupar Darín en la arena pública argentina, a partir de un recorrido ponderado por su extensa carrera.
2. Ricardito: el set en contrapicado
Ricardo Darín se crio en una familia de actores que trabajaban fundamentalmente en radio y televisión; su aprendizaje del oficio fue intuitivo y no formal. Hijo de Ricardo Darín y Renée Roxana, tuvo su primera aparición en televisión a los tres años en Soledad Monsalvo (Canal 13, 1960)5, aunque empezó a trabajar unos años más tarde como niño-actor en La pandilla del tranvía (Canal 9) y Testimonios de hoy… Autores argentinos (Canal 7). Allí aprendió el oficio por observación, imitación y recreación. Conoce ese mundo muy bien porque lo frecuenta desde su primera infancia: hoy diríamos que fue un “nativo televisivo”.
Vi grandes actores a los que les costó muchísimo adaptarse a lo que era el sistema televisivo. Que hoy es rapidísimo y perverso, pero que en aquella época era una tortura porque nadie sabía bien de qué se trataba. Y yo [vi eso] desde un ángulo privilegiadísimo porque era muy chico. Las primeras impresiones que me quedaron era verlos sufrir, verlos parir en una situación en la que lo que se pretendía era exactamente todo lo contrario: preservar la naturalidad, la espontaneidad, la frescura se hacía realmente muy difícil (Cacace & Couceyro, 2014).
Con ojos de niño, Ricardo Darín identificaba las múltiples dificultades que tenían los actores para adaptarse al nuevo medio, así como también aprendía rápidamente su funcionamiento. Este posiblemente sea el insumo clave de su formación, ya que gracias a ello lograría lo que él denomina el mayor objetivo de un actor: la “naturalidad”, esto es, que la acción y los diálogos fluyan como si no fueran actuados. Por supuesto, alcanzar ese estado implica una técnica. En su caso, constituye en el reconocimiento de los recursos de la puesta en escena en el medio que corresponda (televisión, cine o teatro). Comprender cuál es la función de cada uno de los elementos en el set es esencial para incorporarlo a su performance: es un actor consciente del entorno. Como describe María Iribarren (2005, s/p), Darín es un intérprete que se distingue de otros grandes actores de cine porque no utiliza sus recursos habituales. A saber, que no “compone” personajes en el sentido de la construcción “artificiosa” que implica la observación e imitación del gesto, sino que su cuerpo está más bien al servicio de la maquinaria de la puesta en escena.
Catalogado como “galán”6 durante su juventud, Darín desarrolló una primera parte de su carrera en telenovelas. En cine, participó de una exitosa zaga: “las del amor”7. Entre 1979 y 1980 se produjeron cuatro filmes de esa serie, que se dedicaban a mostrar la belleza, pero también los peligros de la juventud (durante la dictadura cívico-militar) e incluían números musicales de artistas en boga (Carassai, 2014). En la misma línea se encontraban Juventud sin barreras (Juan Bautista Maggipinto, 1979)8 y La canción de Buenos Aires (Fernando Siro, 1980). Se trataba de filmes que optaban por una lógica coral -aunque hubiese alguna historia principal- y sin dudas algunos artistas sacaron mayor provecho que otros de esa copiosa producción. Las participaciones de Ricardo Darín se destacaban y nutrieron su popularidad rápida y efectivamente.
En la década de los ochenta el actor continuó su cuantiosa carrera televisiva y se desenvolvió en roles que implicaron otros desafíos, como el unitario Nosotros y los miedos (Diana Álvarez, Canal 9), ciclo que produjo un impacto importante durante el anteúltimo año de la dictadura, con temas novedosos y tratamientos comprometidos dentro del panorama de la televisión local9. También en cine Darín amplió su rango, participando en films como La rosales (David Lipszyc, 1984) y Revancha de un amigo (Santiago Carlos Oves, 1987), donde ya tuvo un protagónico pleno. En paralelo, desarrollaba una carrera teatral, incluso desde la dirección10.
Su popularidad creciente, intensificada hacia fines de los años setenta, consistía en la conjunción de sus múltiples participaciones en las pantallas. Sin embargo, otro hecho importante ocurrió en su vida en 1978, en consonancia con las películas “del amor”: comenzó su extensa y conocida relación con la diva mayor Susana Giménez. Sin dudas, esto abonó su fama de “ganador” (en sintonía con su rol de galán), ya que de alguna manera corroboraba la idea de que un joven apuesto, pero sobre todo “canchero”, confiado en sí mismo, podía alcanzar la fantasía de muchos. En 1980 el programa cómico-musical Alberto y Susana (Luis A. Weintraub) jugaba con la idea de un amor interclasista entre los dos protagonistas y ubicaba a Alberto Olmedo, un popular actor cómico, en lugar del fan, que al acostarse miraba el póster de Giménez colgado en la puerta de su habitación. Ricardito estaba, por entonces, ocupando ese lugar ansiado al punto de ser ficcionalizado en la pantalla. La historia de amor que protagonizaron Darín y Susana durante nueve años sigue siendo una referencia hasta la actualidad. La manera elegante y amistosa en la que se separaron, tras lo cual Darín conformó su familia, también.
En los años noventa, se consolidó su lugar como primera figura. Como mencioné, hay dos grandes hitos dentro de su carrera: Mi cuñado y Nueve reinas. Si el primero supuso un momento de consolidación de su ars poetica y apuntaló su lugar como actor principal en la pantalla televisiva local, el segundo le permitió realizar una transición a la vez que un salto hacia una carrera cinematográfica desligada del estereotipo con el que había coqueteado hasta entonces. Entre ambos roles, fue clave su éxito en la calle Corrientes con Art (1998-2002)11 y el antecedente de Perdido por perdido. De esta manera, Darín llegaba a instalarse en una plataforma de producción transnacional con un historial sólido y flexible en todos los medios, a la vez que con reconocimiento del público y la crítica. A partir de entonces, Darín se dedicó fundamentalmente al cine. Se consagró como una estrella de corte internacional con una densidad que hacía tiempo no se conocía en el firmamento local.
En el año 2002, durante su auge cinematográfico, así lo describían en la revista dominical de La Nación: “[Darín] No quiere parecer el dueño de la lujosa suite de hotel donde transcurre la sesión, sino una modalidad del personaje que mejor le calza: el pícaro que llegó allí por astucia, con las tretas del débil antes que con las armas del poderoso” (Saavedra, 2002, s/p, el subrayado es mío). La imagen del actor todavía permanecía asociada al estereotipo con el que había jugueteado hasta entonces, pero que ya dejaba como una rémora de sus años mozos.
3. El chanta favorito
El atractivo de Darín se apoya en su -aparente- simplicidad. Él representa al “chico de al lado”12 (Garavelli, 2013) y, así, estableció una fuerte familiaridad para con los espectadores. El joven Darín exhibía liviandad y cierta ligereza en sus personajes, posiblemente por su modo de interpretar: mientras que en otros actores el peso del guion detrás de cada parlamento aparece subrayado por un gesto, una pausa o una entonación extras, él logra sortear ese obstáculo con genuina sencillez. También ostentaba seguridad en sí mismo (quizá ligada a su aura de “galancito”). De hecho, cuando se refería a su papel en El mismo amor, la misma lluvia (Juan José Campanella, 1999) -obra que forma parte del pasaje entre una y otra etapa -, afirmaba: “no es el prototipo con el cual podían identificarme los directores. En este caso, hablo de un personaje con grandes contradicciones, desorientado, que comete errores. En suma, representativo de una mayoría de argentinos” (Darín, 2005, 34). De esta forma, Darín reconocía un contraste con el tipo que personificaba: canchero, ganador, piola, que utiliza esas “artes” para su supervivencia cotidiana.13 En cambio, el actor maduro elige roles más complejos, propios del drama. Se aleja así de la comedia ligera, como también de los tiempos televisivos.
En 1983, Darín protagonizó la serie Mi chanta favorito (Hugo Moser, Canal 13)14. La equiparación entre el “chanta” del título y el actor protagonista es, lógicamente, inmediata. Ese año también participa de la película El desquite (Juan Carlos Desanzo, 1983) y del ciclo de unitarios Compromiso (Rodolfo Hoppe, Canal 13)15. Esa exposición lo lleva a aparecer entre las figuras destacadas del año en una de las principales revistas dedicadas a las celebridades, elegido porque “dejó su viejo rol de galancito para convertirse en actor de nivel” (Gente, “Los personajes del ’83”, 1983). Si bien Darín ya venía demostrado el abanico dramático que dominaba, en el imaginario colectivo se lo seguía asociando al “galancito”, que entonces ya era más bien “un ganador”.
Pero es en 1993 cuando protagoniza la serie cumbre en su carrera, previa al viraje que señalé al comienzo. Mi cuñado (Carlos Berterrix, Canal 11) fue un ciclo de enorme éxito. Se trató de una remake de Oscar Viale sobre el programa que él mismo había escrito en 1976. El ciclo se extendió por cuatro temporadas, en un formato que varió entre la telecomedia al mediodía y la frecuencia semanal nocturna, ocupando los horarios más importantes para la audiencia. No solo fue una serie exitosa durante los años que se transmitió por Telefé (Canal 11), sino que se repuso al terminar la última temporada y nuevamente en su vigésimo aniversario, a pesar de reparos de sus actores16. Actualmente, está disponible de forma completa en la página web de Telefé, uno de los cinco canales de televisión abierta en Argentina.
La principal atracción de Mi cuñado (Figura 1) consistía en la sinergia entre los dos protagonistas: Roberto (Luis Brandoni) y “el Chiqui” (Darín). La poética actoral de Brandoni es un trabajo de mezcla, que incorpora recursos del actor popular17 sobre una formación académica (Rodríguez, 2003)18. Ello, sumado a la autoría original de Viale y su continuación por Talesnik, dos autores que desarrollaron sus obras dentro del realismo reflexivo de intertexto sainetero (Pellettieri, 1997), orientó el programa hacia los recursos de esta poética. Así, añadieron algunos elementos “extraños” al costumbrismo generalizado en las telecomedias. Cierta mítica popular -en el uso de refranes y vocablos del lunfardo, en los retrucos entre los cuñados, en escenas de la astucia plebeya- era incorporada y celebrada. Posiblemente el éxito de la tira haya estado relacionado en buena medida con esta síntesis que proponían sus autores y que bien interpretaban sus protagonistas.
El guion de Mi cuñado se ajusta al estilo de su intérprete principal, Luis Brandoni. En tanto centro de la escena, él precisa de un partenaire y Ricardo Darín se ajusta a la poética del libreto y de su coprotagonista. Así, acrecienta sus herramientas compositivas al agregar el retruécano19 y sumarse a los apartes20. La forma de incorporar esos instrumentos que escapan al costumbrismo de las telecomedias es distinta en cada caso (como enlace con el público o como confidencia) y concuerda con los estilos de cada comediante. Al introducir procedimientos del actor popular en su interpretación, Darín no solo fortalece la dupla con Brandoni, sino que también produce una sinergia en la cual su texto estrella se ve vigorizado, en tanto potencia la sintonía establecida con el público.
En este sentido, componer un “chanta” le facilita este proceso (Figura 2). Chiqui es un joven treintañero guapo, que viste a la moda, simpático y seductor. Pero su cualidad más atractiva es, sin dudas, la seguridad en sí mismo. Su manera de apostarse -apoyándose sobre un lado del cuerpo, con las manos en los bolsillos y una media sonrisa pícara- es su marca registrada. Siempre está de buen semblante. Su forma de hablar es veloz: es un producto urbano. Esa característica es clave para “chamuyar” (hablar con el fin de convencer al otro) y también un insumo para la comedia, ya que algunas discusiones con su cuñado incluyen overlapping (un ligero solapamiento de los diálogos, que produce un efecto cómico). Chiqui no posee ninguna ocupación fija. Colabora en la organización familiar, se ocupa de los sobrinos e intenta auxiliar con los negocios a su cuñado. A veces organiza sus propios emprendimientos a partir de oportunidades que se le aparecen, aunque no es su principal preocupación. En cambio, su debilidad por las mujeres suele guiar su acción: es enamoradizo. Su apodo, lejos de menoscabar su confianza, es indicador del afecto que le tienen los demás. El diminutivo, además, se vincula con el rol de “galancito”. La clave radica en que Darín logra componer un personaje con matices, sensible frente a sus afectos y cuya fragilidad se ve en las relaciones amorosas que realmente le interesan. Sus aspectos negativos se compensan con su bonhomía. De este modo, presenta un chanta muy simpático, en el que prevalecen sus aptitudes y no sus falencias.
Entre ambos personajes funciona como vértice Sinistri21 (Osvaldo Santoro), potencial cliente o socio de Cantalapiedra, lo cual nunca queda claro. En cada capítulo, Sinistri se acerca a la oficina para ofrecer auspiciosos negocios a Cantalapiedra, quien lo recibe religiosamente solo para echarlo. En cambio, cuando Chiqui reemplaza a su cuñado, se entusiasma con las propuestas. Sinistri es el emprendedor siempre entusiasmado con oportunidades que ofrecen promesas de dinero fácil e inmediato. Pompas de algodón para calmar el hambre, lencería comestible, relojes descartables: objetos fútiles e iniciativas dentro de vacíos legales, en el marco del modelo neoliberal, basado en la apertura y desregulación económica (Cerrutti & Grimson, 2004). “Como todo gran cambio, el que se consolidó en la década del ’90 ofreció, a muchos, oportunidades para el enriquecimiento. La contracara de los ‘nuevos pobres’ fueron en esta época ‘los que ganaron’” (Adamovsky, 2015, 429). Esos ganadores se encontraban mayoritariamente en el mundo financiero, la importación, la publicidad y la moda.
La relación entre los cuñados termina operando como una productiva sociedad en la cual ambas partes son beneficiadas. En la última temporada, no solo son cuñados sino también yerno y suegro, porque Chiqui y Lili (Cecilia Dopazo) tienen un hijo. La dinámica tensional entre los protagonistas funciona porque en la contraposición entre los caracteres de uno (juicioso, severo, ajustado a las normas) y otro (seductor, jovial, dispuesto a la iniciativa arriesgada) se logra una armonía doméstica. Negocios y familia se retroalimentan a pesar de las diferencias de carácter y las distancias en la visión de mundo.
4. Ricardo Darín, o un argentino cualquiera
La carrera artística de Darín es pasible de dividirse entre los dos siglos. Mientras que en el siglo XX la televisión fue el ámbito privilegiado para su desarrollo, a partir del año 2000 se dedicó al cine de manera prácticamente exclusiva. Si bien había trabajado en este medio desde su adolescencia, en papeles de diversa envergadura, es recién en la década de los noventa cuando consigue protagónicos relevantes. El binomio 1999-2001 es sin dudas el que marca un punto de giro en su carrera. Asimismo, coincide con su mayor éxito teatral, Art, lo cual le otorgó también legitimidad artística en el ámbito de las tablas. El faro (Eduardo Mignona, 1998), El mismo amor, la misma lluvia (Juan José Campanella, 1999), Nueve reinas, La fuga (Eduardo Mignona, 2001) y El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001) se aglomeran y -cada una en distinta medida- colaboran en provocar este giro y su proyección internacional, especialmente en España.
Allá, en tierras españolas, se convierte en “la” estrella latinoamericana. Clara Garavelli (2013) explica esto, entre otros motivos, por un hecho azaroso: entre 2001 y 2002 se exhibieron cinco largometrajes protagonizados por él,22 lo que le dio una visibilidad excepcional en aquel país. El propio actor añade otra razón importante: “no conocen mi pasado, y creen que yo nací haciendo cosas que estaban bien hechas. Porque las películas que empezaron a llegar a España forman parte de la época en que empecé a hacer películas que estaban mejor paradas” (Pigna, 2011). Los espectadores españoles también ignoran la vida pública de Darín, a quien conocen principalmente gracias a buenos productos cinematográficos que compendian una diversidad de personajes y opciones narrativas.
En ese tránsito definitivo entre un medio y otro hay también una transformación de su texto estrella. Una maduración que va desde el Darín joven y galán al actor consagrado en cine y el hombre adulto. El tipo que compuso desde su temprana juventud hasta entrados sus treinta -un varón enérgico y seductor, canchero y sensible, que se llevaba todo por delante-, llegando a sus cuarenta años varía hacia otro tipo de personajes. Así pone el cuerpo a hombres más serios, afianzados en los problemas cotidianos, con algunas ambiciones y preocupaciones respecto de su futuro y, también, del bien común. Pareciera que el hombre maduro ya no puede admitir ciertas perspicacias que el joven llevaba a cabo.23 A partir de entonces, es posible observar cómo cambia su semblante incluso en las comedias, donde sus personajes adquieren otra profundidad, alejada de la liviandad de sus años mozos. En 1996, cuando culminaba el ciclo de Mi cuñado, declaraba:
Soy un amante de las comedias, si son buenas, y ahora me pasa que leo comedias y no me entusiasman. El género dramático es una situación que yo no había vivido y que es modificadora. Encontré un canal de expresión que tiene mucho más que ver con la realidad. Se parece mucho más a la vida que la comedia (Freire, 1996, s/p).
Sólo volvió a protagonizar una serie televisiva: La mujer del presidente (Eduardo Ripari, Canal 11, 1999), de corte policial. Luego participó en el unitario de suspenso Tiempo final (Diego Suárez & Sebastián Borensztein, Canal 11, 2000) y en el ciclo dramático Por ese palpitar (Pablo Fischerman, Canal 2, 2000). Así finalizaba la extensa trayectoria de Ricardo Darín por los canales de televisión.
La elección de los personajes cinematográficos que realiza el actor en el siglo XXI se acerca más a las preocupaciones que tiene como individuo y que expresa en algunas entrevistas24. Se propone conscientemente alejarse de un género y de un medio que dominaba muy bien, y en el cual estaba cómodo, para involucrarse en otro tipo de proyectos, en muchos casos con una participación creativa que excede la construcción de su personaje25. Nueve reinas constituye un momento de clivaje y transición entre una etapa y otra. Marcos, el personaje que interpreta Darín, consiste en un exponente del chanta. Es un tipo de la calle que posee una especie de don: su mente está al servicio constante de los timos. Vive de hacer “el cuento del tío” en sus múltiples versiones26. Conoce perfectamente el mundo de los estafadores urbanos, aunque ello no lo exima de convertirse en víctima. Su mayor habilidad es su capacidad de engañar y, para facilitarse la tarea, viste de traje formal, aunque de cerca se aprecia el desgaste de su vestimenta. Esta forma parte de la imagen e iconografía del chanta, que se camufla de trabajador formal para ganar credibilidad.
Entonces, se aprecia una continuidad entre los personajes que compuso Darín en Mi cuñado y Nueve reinas: ambos eran chantas. Se consolidaba así su texto estrella para el mercado interno. Sin embargo, Chiqui y Marcos representan dos variantes opuestas del personaje: mientras que uno es el chanta simpático, el otro es el chanta estafador. Si al primero se le perdona su falta de seriedad, al segundo se le comprende porque despliega habilidades en alguna medida estimadas. Allí radica la ambivalencia del estereotipo. De hecho, Marcos no es simpático ni seductor y en esto se distancia del texto estrella de Darín. Ello se debe a una de las indicaciones precisas que Bielinsky dio al actor: que no sonriera, puesto que de esa manera rápidamente producía empatía y él pretendía evitar la identificación con Marcos (Domínguez, 2016). En el mismo sentido operaba la barba candado, que en los años noventa solía identificarse con fanfarrones y personas poco confiables. Aunque el director haya diseñado a Marcos como un personaje negativo, la trascendencia del chanta lo engulló y tuvo efectos más allá del propio texto.
Como un nexo entre ambos papeles se ubica el protagónico de Perdido por perdido (Alberto Lecchi, 1993). Allí el personaje interpretado por Darín es un hombre de clase media abrumado por las deudas, que corre el riesgo de perder su casa. Entonces, cuando ve la posibilidad de estafar a la compañía de seguros, junto con su esposa deciden hacerlo, aun a riesgo de convertirse en detractores de la ley. La película continúa con la fantasía de tener un golpe de suerte que ya no haga más necesaria la faena cotidiana, como ocurría en Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949). En el filme de 1993, el final era absolutamente feliz: la pareja no sólo lograba su cometido, sino que se escapaba a las playas brasileñas. Un sueño hecho realidad en plena expansión neoliberal, cuando las clases medias se empobrecían a pesar de las fantasías político-económicas. Ernesto Vidal (Darín) se encuadra dentro de lo que Goity y Oubiña (1994) describieron como “mediocres ambiciosos” en los policiales del retorno democrático. Se trata de sujetos comunes y honestos, que frente a una situación que les permite “salir de perdedores” se ven enfrentados a la disyuntiva de atravesar la frontera de lo legal.
Es la óptica del mundo al revés […] Por lo general, estos films (cuyos títulos son por demás significativos) intentan rescatar la ética de ciertos delincuentes: desprotegidos ante los explotadores, las actitudes de estos improvisados criminales aparecen justificadas en la idea de que el mundo es injusto. Frente a este estado de cosas siempre es posible echar mano de la viveza criolla para salir del pozo (Goity & Oubiña, 1994, 225).
Si, como dice el refrán, “la ocasión hace al ladrón”, en este caso forja al chantajista. Vidal es movido por una doble motivación: conseguir una suma de dinero extraordinaria -que le permita no trabajar más en su vida-, pero también ejecutar un acto de justicia privada. “Con la llegada de los 90, la estafa (el engaño con ánimo de lucro) cambia de signo: si el cine muestra otras posibilidades para aquellos que se resisten a abandonar un estilo de vida acomodado, el público responde con una mirada aprobatoria” (Visconti, 2015, 37). En esa variante se inscribe también Nueve reinas. El film de Bielinsky
expone un universo de cuenteros, cómplices y estafados contra el fondo de una época marcada por la pérdida general de ilusiones que produjo el despojo neoliberal en la Argentina de fines del siglo XX. Surgida al otro extremo del siglo, en sus primeras décadas, la estafa urbana como una práctica que requiere picardía para hacerse de dinero ajeno, alimentó las páginas de las crónicas policiales de aquella época y dio sustento a ese imaginario de la vida moderna en la metrópolis que Roberto Arlt captó en sus aguafuertes porteñas y procesó como ficción en cuentos y novelas (Visconti, 2017, 130).
En un cierto sentido, Marcos, el personaje principal de este film, es absolutamente lo opuesto a Ernesto Vidal (Perdido por perdido). Es un sujeto deshonesto, que vive de la estafa en todas sus escalas; desde llevarse el diario sin pagarlo hasta quedarse con la herencia completa de sus abuelos, relegando a sus hermanos. Esa es, en definitiva, su falta mayor y la razón por la cual se convierte en víctima de un fraude.
[N]o sería difícil leer el cuento que se le hace a Marcos como una lección de lo que sucede a quienes transgreden la “ley primera” de “la nación”, tal como fuera enunciada en el libro que habría de convertirse en el “poema épico nacional”: “Los hermanos sean unidos, / porque esa es la ley primera; / tengan unión verdadera / en cualquier tiempo que sea, / porque si entre ellos pelean / los devoran los de ajuera” (Copertari, 2009, 83).
Mientras que en Mi cuñado la contraposición de los hermanos políticos potenciaba los dones de cada uno de ellos por separado y la asociación entre negocios y familia funcionaba productivamente, en Nueve reinas esa dinámica está obliterada. En la medida en que Marcos traicionó a su familia, es finalmente su cuñado -aunque él no lo sepa- quien encarna la venganza de sus hermanos. A través de la desarticulación del entramado familiar (que antes operaba tan fructuosamente) la película traduce la devastación social que supuso el neoliberalismo en la sociedad argentina.
En definitiva, si la relación de Marcos con el chanta resulta tan potente es porque tanto la historia como la propia forma de la película y el universo que despliega están ligados al mundo de la estafa y la simulación. De manera similar al inicio de Los chantas (José Martínez Suárez, 1975), donde la enunciación organiza una simulación sobre la que se basa el fraude de los protagonistas, a la vez que otorga pistas para que el espectador pueda descifrarlo, Nueve reinas también establece formas del simulacro desde la propia enunciación, que franquean la trama y a los personajes. Una historia que, en realidad, es el reverso de otra y que, al llegar al final, debe ser revisitada para comprender las piezas del rompecabezas. Un dúo protagónico que presenta actitudes, objetivos y personalidades opuestas y que se prometen lealtad por un día, aún a sabiendas de que pueden ser víctimas del otro porque saben a lo que se dedica (Figura 3). Un conjunto de personajes secundarios que opera cronométricamente en una puesta en escena orquestada por el verdadero protagonista del film, Sebastián (Gastón Pauls). Un contexto en el que nada vale por sí mismo y en el que el dinero es -más que nunca- un objeto etéreo, al punto tal que puede esfumarse. Finalmente, un universo donde todo parece ser falsificado, excepto por los afectos conseguidos a lo largo de la vida27.
Una vez realizado el salto cualitativo que ubicó a Darín en el estrellato mainstream, ya no volvió a componer este tipo de personajes. Mientras que este rol fue clave para cobrar popularidad en el marco de la industria mediática local, logrado el reconocimiento internacional, el actor se alejó del estereotipo para preferir otro tipo de papeles y narrativas que lo desligaran del universo de pequeños estafadores urbanos. Las explicaciones para este proceso son varias, y se complementan. En primer lugar, en las películas en las que participa a partir de entonces ya no predomina la comedia -que tan bien supo manejar en televisión-, sino otros géneros, y entonces prevalece su faceta dramática. De este modo, exhibe un dominio amplio de registros -que, de hecho, ya poseía- y logra mayor legitimidad al convertirse en un actor “serio”. En segundo lugar, la decisión del propio Darín de no elegir ese tipo de papeles, para evitar la proliferación de un conjunto de estereotipos que no comparte. Por último, el hecho de que extrapolado el chanta de su contexto cultural, sólo pueda verse como un estereotipo rústico, puesto que ya no conserva ese vínculo de proyección con el público nacional que lo comprende28.
En 2019, Darín y Brandoni volvieron a juntarse, esta vez para protagonizar un filme: La odisea de los giles (Sebastián Borensztein). La película ingresa directamente dentro del imaginario del dinero presente en el cine argentino (Visconti, 2017). De hecho, podría constituir un mojón más dentro del recorrido que la investigadora plasmó en su investigación: realizada durante el gobierno de la restauración neoliberal votado democráticamente, la película se ubica temporalmente entre 2001 y 2002, años de profunda crisis. El relato evidentemente proyecta fantasías de muchos espectadores que sufrieron en carne propia la debacle e imaginaron su pequeña venganza. No es el primer personaje que Darín encarna con esta perspectiva: la de aquel “hombre común” que, harto de las injusticias y avivadas cotidianas, decide ir contra el “poder” a través de una acción mínima, aunque eso implique consecuencias no deseables (pero también reconocimiento público). Esto ocurre con el acto central de Relatos salvajes (Damián Szifrón, 2016), el más celebrado del filme, con “Bombita Rodríguez” (Ricardo Darín) a cargo.
Según el diccionario, “gil” es una persona lenta, a la que le falta viveza y picardía. Aunque ya sabemos que “laburante”, “tipo honesto”, “gente que cumple las normas”, terminan siendo sinónimos de gil. Pero un día, el abuso al que estamos acostumbrados los giles se convierte en una verdadera patada en los dientes. Y uno dice: basta. Se encuentra haciendo algo que nunca se hubiese imaginado capaz de hacer.
Así comienza, en la voz narrativa de Ricardo Darín, La odisea de los giles. Plantea una distancia con el mundo de la viveza, aunque también establece la trasgresión de la norma como un hecho prácticamente inevitable, lo que no deja de ser en alguna medida paradojal. De esta forma, el texto estrella de Darín realizaba una parábola del devenir de buena parte de la clase media entre la crisis del 2001 y la restauración neoliberal (entre Marcos, el estafador urbano, y Fermín, el emprendedor embaucado por el banco en La odisea), funcionando como emblema de ese imaginario (Figura 4).
5. Conclusiones
El chanta emblematiza un imaginario ligado a la picardía y a la supervivencia de las clases populares que se actualiza especialmente en períodos de crisis. En el caso de Darín ocurre un fenómeno en alguna medida excepcional. Por una parte, su imagen se convirtió paulatinamente en símbolo del modelo de civismo hegemónico en la restauración democrática, vinculado al lugar preponderante que ocupó nuevamente la clase media. Al mismo tiempo, los principales personajes que interpretó en los años noventa incorporaron en su accionar tácticas propias de los sectores populares (ligadas al aprovechamiento de las oportunidades y la supervivencia). En ese desplazamiento puede observarse cómo estos textos sintomatizaban la manera en que las políticas neoliberales empobrecieron también a la mayoría de los sectores medios.
Finalmente, es posible afirmar que el chanta no posee una proyección externa al país más que como un estereotipo negativo, asociado a ciertas formas pedantes de la “argentinidad” (esto es, las actitudes de algunos porteños -nativos de la ciudad de Buenos Aires- que operan como sinécdoque de la nación). En estos casos predominan las cualidades fanfarronas y la malas artes que posee el chanta, y se dejan a un lado los aspectos que provocan una identificación positiva dentro del país de origen, esto es, la asociación a una pertenencia de clase que lleva a la aceptación y celebración de sus “astucias” como una manera no solo de sobrevivir, sino también de resistir a las estrategias del poder. En función de ello, Ricardo Darín eligió papeles alejados de ese estereotipo para su proyección internacional, con plena consciencia sobre su lugar como persona pública, pero también sobre el imaginario que estos personajes abonan.