1. INTRODUCCIÓN
Al otro lado de la frontera, en las antípodas de una industria cinematográfica saturada de filmes intrascendentes y complacientes con el espectador, en el que abundan productos enmarcados exclusivamente dentro de los géneros de acción, aventuras y fantasía, y en el que los directores utilizan su talento profesional como una virtud que funciona de manera eficiente y precisa dentro de la industrializada cadena de producción del cine comercial, en medio de todo ello, decíamos, encontramos a un cineasta/autor marginal que sobresale por su extrema diferenciación con respecto a lo que se denomina escenario mainstream del séptimo arte.
Béla Tarr, nacido en Pécs, ciudad de Hungría, en el año de 1955, destaca como uno de los directores de cine de origen europeo más relevantes de los últimos años, debido a su particular estilo y potente visión, cualidades que le han granjeado el respeto y la admiración de la crítica especializada. Su obra podría ubicarse en el lado opuesto del cine taquillero que se preocupa por producir Blockbusters, distinguiéndose de éstos por su puesta en escena minimalista y libre de artificios técnicos. Tarr delimita su objetivo principal a trasmitir una “verdad” sobre la vida de sus personajes, despojada de argucias innecesarias. En la mayoría de las ocasiones sus historias muestran las terribles consecuencias del régimen soviético en los países del este de Europa; en concreto, Hungría. Se centra por lo general en situaciones precarias, que muestran la vida de personas marginadas y excluidas que sobreviven las vicisitudes de lo cotidiano, envueltos en un halo de desolación y desesperanza. En algunas ocasiones ha sido catalogado y etiquetado como un director nihilista o apocalíptico. Sin embargo, Tarr afirma que su intención es indagar sobre la naturaleza del ser humano en su dimensión más esencial, más profunda. “Los problemas de la sociedad no son sólo cuestiones culturales. Los problemas del hombre van mucho más allá de lo social; podría decir que se trata de problemas ontológicos, algo verdaderamente profundo, quizá cósmico…eterno” (Rancière, 2017).
En el presente artículo estudiaremos los elementos estilísticos que caracterizan al cine de Béla Tarr. En concreto, los plasmados en su último largometraje, El caballo de Turín, (Tarr, 2011), con el objetivo de construir un mapa conceptual que nos permita estudiar en profundidad los contenidos representados en su obra. Una de las cuestiones fundamentales que trataremos en este escrito es la preocupación de Tarr por la representación del tiempo en el cine, trasladando discusiones filosóficas que han interesado a autores como Gilles Deleuze y Jacques Rancière al medio cinematográfico. Conceptos tales como “cine de vidente”, “mirada relativa-mirada absoluta” o la diferenciación entre cine de auteur y cine comercial serán parte fundamental de nuestro análisis, teniendo como propósito final confirmar la presencia de estos rasgos fundamentales en el discurso cinematográfico del cineasta húngaro.
También profundizaremos en los elementos formales que edifican el estilo del autor, entendiendo este concepto, si lo tomamos de la definición que ofrece la RAE, del siguiente modo: “El conjunto de características que identifican la tendencia artística de una época, de un género o un autor”. En ese sentido, consideraremos la utilización del plano secuencia como unidad narrativa esencial. Y la fotografía en blanco y negro, o la estructura poco convencional de sus films, como componentes formales que constituyen los pilares sobre los que se levanta su discurso audiovisual en términos estéticos.
La cinematografía entendida como el arte de fotografiar al ser humano en su espacio natural, desplegada mediante la austeridad de los espacios que retrata y la precariedad de la vida de los personajes, son señas de identidad que sitúan al cine de Béla Tarr como una rara avis que excava dentro de los más oscuros y sombríos recovecos del espíritu humano. Al hilo del estudio realizado por el filósofo francés Jacques Rancière sobre el cineasta húngaro, plasmado en su libro El tiempo de después (2013), se plantearán las siguientes preguntas: ¿Dónde se sitúa la expresión fílmica de Tarr? ¿Qué es lo cósmico en su cine? ¿Cómo se representa el tiempo en El caballo de Turín? Estos interrogantes, y las reflexiones que derivan de los mismos, serán abordados en el desarrollo de este trabajo. Por último, teorías filosóficas como la definición del tiempo puro, la repetición, la diferencia y el eterno retorno de lo mismo, también serán discutidos en este escrito, con la intención de encontrar las resonancias del cine de Tarr con respecto a estas profundas nociones desarrolladas por pensadores como Friedrich Nietzsche, Henry Bergson o Martin Heidegger.
2. El caballo de Turín, una propuesta de autor
En el arranque de El caballo de Turín confluyen varios de los aspectos que distinguen a los filmes de Béla Tarr. La vastedad de una estepa desolada sirve como el paisaje que atraviesan el viejo cochero Ohlsdorfer (protagonista de la cinta) y su agotado caballo de vuelta a casa. Es necesario mencionar que lo primero que observa el espectador, al inicio de la cinta sobre fondo negro, es la cita que comenta la famosa anécdota de Friedrich Nietzsche en la que éste presenció como un caballo era azotado por su dueño en medio de una plaza en Turín (recordemos que Nietzsche vivió durante varios años en la ciudad italiana). El célebre filósofo alemán, afectado por tal evento, intervino en defensa del equino, pidiendo al cochero que pare de golpearlo, para luego consolar al caballo por haber sufrido tal vejación. Al final del suceso, Nietzsche espetaría las que serían sus últimas palabras antes de perder completamente la cordura, entregándose a un mutismo del cual no renunció hasta el día de su muerte. “Perdóname madre, he sido un tonto”. Este punto de partida establece la relación que guardan aquel caballo de Turín auxiliado por Nietzsche y el caballo del viejo Ohlsdorfer (menos célebre que el anterior), ya que funcionan como metáforas metonímicas que arrojan información clave sobre los conceptos fundamentales que trata Tarr en su filme.
Volviendo a la escena inicial del largometraje, resulta imprescindible destacar la dificultad técnica que implica rodar un plano secuencia de tal magnitud; éste se extiende durante 6 minutos sobre el recorrido del cochero y su caballo por el camino de tierra de la llanura (inundada por una copiosa y densa neblina), acompañando la acción desde varios puntos de vista, cambiando tanto la angulación de los planos como la distancia entre el objeto fotografiado y el objetivo de la cámara (Figura 1). La estabilidad del movimiento es tal, que la cámara parece flotar al lado de los personajes que batallan contra las inclemencias del temporal que les vapulea sin cesar. Tarr, como hiciera Akira Kurosawa en su día en filmes como Rashomón (Kurosawa, 1950), Los siete samuráis (Kurosawa, 1954) y Trono de sangre (Kurosawa, 1957), aprovecha los elementos naturales (en este caso, la niebla y el fuerte viento) y los explota hasta las últimas consecuencias, otorgando a sus escenas un plus sensorial que es capaz de trasmitir la crudeza del entorno natural que retrata. Todos estos componentes se maximizan con la banda sonora, a cargo de Mihály Vig, un asiduo colaborar del director húngaro, sustentada en una pieza instrumental repetitiva, insistente y obstinada que refuerza la idea y los sentimientos centrales que plasma la película, a saber, la repetición, el decaimiento, la vida misma como una lucha continua que consume nuestros espíritus; Sísifo llevando la piedra hasta la cumbre de la montaña, una vez más.
Aunque los elementos estéticos de sus filmes revistan una complejidad peculiar, podría decirse que Tarr es capaz de reducir los componentes materiales que intervienen en sus historias a la más mínima expresión, exhibiendo una frugalidad estilística que apunta hacia la permanencia de lo esencial, desprovista de toda artimaña tecnológica o cualquier tipo de tour de force.
La utilización de la fotografía en blanco y negro enfatiza este carácter sombrío y desolador que representa Tarr en sus filmes, algo que también permite un acercamiento más puro y expresivo hacia los protagonistas de sus historias. Prácticamente podría decirse que sus filmes son documentales acerca de personas reales. En la conversación que mantuvo nuestro director con Domènec Font habló sobre su particular metodología para dirigir actores: “No les pido que actúen, sino que sean” (Font, 2005). Esta afirmación revela el interés de Tarr por dotar a sus historias de un realismo en la representación, que evita incluso abordar la interpretación de sus personajes desde cualquier método o técnica actoral que reste autenticidad.
Tarr construye el universo de sus filmes alrededor de los seres humanos que elige como protagonistas de sus historias, y pone en movimiento el devenir de sus vidas como si se tratara del flujo orgánico y dinámico del mismo ser en continua transformación (Figura 2). La cuestión esencial en el cine del director húngaro es acceder al interior, al núcleo del hombre, a lo intangible; preocupaciones que se diferencian radicalmente de las que encontramos en la oferta cinematográfica actual, fundada en la apariencia exterior y lo que se hace materialmente visible a través del movimiento y la acción como principales elementos transformadores. Tarr comentaba, durante la masterclass que ofreció en Bologna en el año 2017, lo siguiente “No suelo hacer películas de la manera en que se enseña a hacer cine. No me guío por un guion, utilizo cards (tarjetas) por escena. Trato de encontrar las situaciones en las que las personas están existiendo (not acting but being). Las localizaciones deben ser un personaje más, deben ser significativas” (Passaro, 2017). László Krasznahorkai es un escritor húngaro cuyas novelas han servido de base para las películas de Béla Tarr (por ejemplo, Sátántangó), y ha sido colaborador del director húngaro en buena parte de su carrera. Tarr ha manifestado en diversas ocasiones su particular e inusual acercamiento al proceso de escritura de un film: “Nunca escribo. No he usado un guion en mi vida, porque el cine es ritmo, sonido e imagen. La parte más relevante es la preproducción: la localización de escenarios y el casting” (Donat, 2019).
Todas las decisiones estilísticas y formales tomadas por Tarr contribuyen a que, de alguna manera misteriosa, accedamos a una profunda realidad inmaterial e incorpórea cuando visionamos la meticulosa cinematografía de sus películas. La cámara captura el espíritu de los intérpretes y se adentra en los pliegues de sus rostros, torsos y extremidades, retratando la geografía de sus cuerpos de manera expresionista. Estas apuestas estéticas permiten a la audiencia acercarse hasta el alma de los personajes de una manera más inmediata y sin intermediarios, apoyándose en una planificación de escenas perfectamente coreografiadas que resaltan el imbricado juego entre luces y sombras que configuran los espacios de la ficción en el film. La dirección de arte es tan ascética como los paisajes que muestra Tarr en sus largometrajes. Tierras desoladas, desérticas y yermas son los ambientes que habitan los protagonistas de sus historias. También es notoria la preocupación del director durante toda su carrera por retratar la realidad social de su país de manera descarnada y sin filtros, pasando progresivamente de lo urbano a lo rural, en persecución de la estética más representativa de su postura ideológica. En la mayoría de las ocasiones las localizaciones de sus largometrajes no son más que los escenarios devastados que aún sobreviven como fantasmas acristalados en el tiempo, mostrando las secuelas materiales de los regímenes comunistas que dominaron gran parte de Europa del Este en la segunda mitad del Siglo XX.
El estilo de la “escritura” realizada por la cámara de cine en el filme contiene un significado materialmente sensible, debido a que guía la experiencia del espectador, otorgando importancia y sentido tanto a lo que aparece dentro del campo de acción como a lo que está fuera de campo, dialogando en una significativa relación presencia/ ausencia. Los movimientos de cámara en el cine de Béla Tarr desafían los métodos clásicos de planificación de puesta en escena y las formas tradicionales de filmar en términos de realización o dirección cinematográfica (Figura 3). Cuestionan qué debe ser visto en la pantalla y en qué momento, replanteando la necesidad/obligación de entregar al público una construcción espacial fragmentada y artificiosa que debe ser re-construida en la psique del espectador. En lugar de entregar trozos de espacio, es decir, recortar la realidad a través de diferentes planos y reconstruirla en el montaje, Tarr opta por deambular a través de ellos, trazando un recorrido que establece la ruta del sujeto en su esfuerzo por descubrir y dar sentido al mundo que le rodea. Por lo tanto, la experiencia del espacio también se convierte en una particularidad estética relevante en el cine del director húngaro. El caballo de Turín se ensambla mediante largos bloques narrativos, expresados en planos secuencia, que instauran un ritmo y una cadencia temporal sosegada que intenta mostrar la existencia como una experiencia llena de tiempos de espera, rutinas, hábitos y momentos de inacción. La imagen no reposa en la acción y el movimiento para dinamizar la trama, sino que está inundada de silencios y momentos de reposo como parte fundamental de lo cotidiano.
Es importante establecer un vínculo entre los personajes y el contexto; esto tiene una relación intrínseca con la percepción del tiempo y su experiencia. También, los elementos naturales como la lluvia, el viento, el barro, etc., constituyen una parte importante de la representación (Feinstein, 2010).
Dentro de un film en el que los diálogos escasean, puesto que la mayoría del peso narrativo recae en las poderosas imágenes de la cinta, aunadas a la igualmente portentosa y expresiva banda sonora, una escena sobresale del resto por su carga textual. Cerca del punto medio del largometraje, el viejo Ohlsdorfer y su hija reciben la visita de un amigo que suelta un largo monólogo apocalíptico que contiene varias de las claves fundamentales para comprender el sentido general de la película de Tarr. El motivo de la presencia del vecino es la de solicitar una botella de palinka, el licor propio de la zona, por la que paga unas cuantas monedas. Las ideas sobre las que gira el discurso del vecino de Ohlsdorfer y su hija se expresan como una profunda queja sobre el estado actual de las cosas; una mirada cáustica y pesimista sobre la realidad que están viviendo, desplegada en un estéril intento por identificar las causas y el “por qué” de las circunstancias actuales. Frases como “todo está arruinado, acabado” se repiten en varias ocasiones, verbalizándose el sentimiento nihilista y apocalíptico que acompaña a todo el filme, una suerte de nostalgia y resignación por las promesas de un futuro mejor que nunca llegaron a concretarse. También escuchamos palabras lapidarias como “todo está perdido para siempre”; o “el mundo envilecido y degradado”. Todas estas frases denotan un terrible desencantamiento con respecto al destino de la humanidad. Ello nos hace recordar los temas esenciales que aborda Tarr en filmes como Sátantángó (1994) o Werckmeister Armonies (2000), es decir, una visión sombría, lúgubre y desoladora del ser humano como agente de cambio y constructor de porvenires.
Regresemos a la película que nos ocupa. Ohlsdorfer se limita a escuchar a su amigo, sin interrumpir su monólogo; sin prestar demasiada atención a lo que dice. El vecino continúa en su exposición mencionando la muerte de Dios, el ocaso de los sueños, el fin del hombre. Estas ideas se vinculan directamente con la filosofía de Nietzsche, con su celebérrima afirmación “Dios ha muerto” (Nietzsche, 2001, 77), afirmación que representaba, entre otras cosas, el fin de la creencia en lo absoluto; el fin de todo lo religioso como orden moral; y el fin de la metafísica. En la medida en que Dios muere, todo está permitido. El amigo de Ohlsdorfer continúa diciendo: “El cielo es de ellos, nuestros sueños les pertenecen”. Esta aseveración refuerza la idea de la sustitución de esa cosa trascendental que se sitúa más allá de nuestra experiencia sensible, y que estructura nuestro modo de organizar la realidad, por una falacia que ha agotado la fe de los hombres, dejándoles vacíos. “Tocar, degradar, comprar… por lo siglos de los siglos”. Este proceso de decadencia y decaimiento es un ciclo que se repite incesantemente durante la historia de la humanidad, y enfatiza la idea del “eterno retorno” nietzscheano, la creencia de que todas las acciones de los seres humanos van a volver a suceder de manera repetitiva, poniéndose a prueba nuestra capacidad para revisar la naturaleza de nuestra existencia en términos éticos, enfrentándonos a la posibilidad hipotética de volver a vivirla de idéntica manera una y otras veces más. En su libro La gaya ciencia Nietzsche expresa su concepción del eterno retorno:
El peso más pesado ¿Qué pasaría si un día o una noche se introdujera a hurtadillas un demonio en tu más solitaria soledad para decirte: “Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla no sólo una, sino innumerables veces más; y sin que nada nuevo acontezca, una vida en la que cada dolor y cada placer, cada pensamiento, cada suspiro, todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida habrá de volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma sucesión, como igualmente esta araña y este claro de luna entre los árboles, e igualmente este momento, incluido yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta una y otra vez, ¡y tú con él, minúsculo polvo en el polvo!” ¿No te arrojarías entonces al suelo, rechinando los dientes, y maldiciendo al demonio que te hablara en estos términos? ¿O acaso ya has vivido alguna vez un instante tan terrible en que le responderías: “¡Tú eres un Dios y jamás he escuchado nada más divino!”? Si aquel pensamiento llegara a apoderarse de ti, tal como eres, te transformaría y tal vez te aplastaría; la pregunta decisiva respecto a todo y en cada caso particular sería ésta: “¿Quieres repetir esto una vez más e innumerables veces más?” ¡Esto gravitaría sobre tu acción como el peso más pesado! Pero también, ¡qué feliz tendrías que ser contigo mismo y con la vida, para no desear nada más que esta última y eterna confirmación y sanción! (Nietzsche, 2001, 327).
Tras el agotamiento de todos los recursos, incluida la renuncia del caballo a seguir viviendo, puesto que se niega a comer y a beber, comienza el declive del status quo de nuestros protagonistas en el filme. El viejo Ohlsdorfer decide recoger todas las pertenencias y emprender la huida. Ordena a su hija que guarde platos, ropas, palinka, patatas…Está decidido a abandonar la estéril tierra sobre la que se erige su hogar. Sin embargo, el intento fracasa, debido a la dificultad de tal empresa (Figura 4). Vemos desde el interior de la casa, a través de esa ventana que nos muestra al árbol desnudo de la vida, como Ohlsdorfer, su hija y el caballo se pierden detrás de la loma en medio de la ventisca y el polvo, para luego volver irremediablemente al lugar que pertenecen; extenuados, abatidos. El destino del cochero es su terruño. Es imposible abandonar esta tierra, y esa noción la trasmite de manera excelsa Tarr, anclando la cámara desde el interior del caserón construido a base de piedras y que sirve de morada para los protagonistas de la historia.
Se trata aquí de la imposibilidad de pertenecer a otra parte, la imposibilidad de escapar, el hogar como una inmensa prisión que limita nuestras acciones. La finitud de la materia. Recuérdese que una de las ideas centrales del monólogo del vecino de Ohlsdorfer versa sobre la imposibilidad de escapar a la realidad que les ha asolado. Cabría preguntarse lo siguiente: ¿Pero, a dónde ir? Si es verdad que el hombre ha actuado como lobo para el hombre, y ha corrompido todo cuanto hay en la tierra, entonces no existe ningún resquicio al cual el hombre pueda ir. El ser humano se resigna, se entrega, como ya lo hubiera hecho el caballo mucho antes de que el viejo Ohlsdorfer y su hija tomaran consciencia de la inutilidad de sus actos. El nihilismo nietzscheano inunda por completo los últimos compases del film, en el que ya no sobrevive ninguna esperanza de una vida mejor, sino sólo dejarse llevar por la propia inercia de la existencia, el das Man heideggeriano; sobrevivir a lo cotidiano, la vida inauténtica que escamotea el vacío del fondo. Si la existencia está vacía de sentido, si estamos destinados a convertirnos en polvo, si no hay nada en el cielo y nos encontramos nadando en el mar de la nada, sólo nos queda aguardar pacientes la muerte, puesto que nada cambiará; el hombre todo lo convierte en un desierto, en una tierra erosionada y árida. Tocar, degradar, por lo siglos de los siglos.
3. Sobre las reflexiones de Jacques Rancière
El cine de Tarr tiene difícil categorización, hasta el punto de erigirse como una entidad excepcional que subsiste y sobrevive por su particular extravagancia. Dentro de las nuevas corrientes cinematográficas del siglo XXI, para los denominados remodernistas (escuela de jóvenes cineastas norteamericanos liderada por Jesse Richards) la figura de Tarr es sumamente importante, por su abordaje cinematográfico en cuanto al tratamiento de la realidad, el tiempo y su interés por las personas más allá de los personajes. Por otra parte, el filósofo Jacques Rancière se ha dado a la labor de estudiar en profundidad el cine de Béla Tarr llegando a publicar un interesante monográfico sobre el autor, titulado El tiempo de después (Rancière, 2013), en el que analiza la filmografía del director húngaro y arroja conclusiones provechosas sobre las ideas principales que éste ha desarrollado a lo largo de su carrera. Es necesario mencionar que el estilo de Tarr se ha ido depurando a través de los años. Rancière comenta en el mencionado libro:
De una época a otra, de un universo a otro, también el estilo de la puesta en escena parece cambiar por completo. La furia del cineasta joven se traducía en los movimientos bruscos de una cámara en mano que, en un espacio cerrado, saltaba de un cuerpo a otro y se aproximaba a los rostros tanto como fuera posible para escrutar sus expresiones. El pesimismo del cineasta maduro se expresa en largos planos secuencia que exploran, en torno a individuos encerrados en su soledad, toda la profundidad vacía del campo cinematográfico (Rancière, 2013, 11).
Comparando los primeros largometrajes del director con los de su última etapa se podría hablar de una mirada más austera, interesada en capturar la densidad del tiempo y la verdad de las personas que lo habitan, utilizando la mirada de vidente, concepto deleuziano que apela a la capacidad del espectador para recorrer el espacio de la ficción, siempre y cuando el film se lo permita. Una idea interesante de Rancière con respecto a la manera de “ver” de los directores de cine se expresa en los conceptos de “mirada relativa” y “mirada absoluta”. En la primera, el director coloca lo visible al servicio del encadenamiento de las acciones. En la segunda, el director otorga a lo visible el tiempo de producir su propio efecto. Podría decirse que una de las señas de identidad de El caballo de Turín, y de los filmes que forman parte de la última etapa de Tarr, exploran los límites de la mirada absoluta. Por ejemplo, en la escena en la que el viejo Ohlsdorfer mira a través de la ventana; ahí percibimos el tiempo puro y su capacidad para involucrar de manera activa a la audiencia a través del pensamiento divergente que interpela el sentido de lo proyectado sobre la pantalla (Figura 5) ¿Qué es lo que sucede en la cabeza de Ohlsdorfer? ¿Qué es lo que sucede en las cabezas de los espectadores? Es un interrogante que se actualiza con cada visionado, en el cual se establece un diálogo activo entre la audiencia y la película.
El punto medio en la filmografía de Tarr podría ubicarse en torno a filmes como La condena (1988) o Sátántangó (1994), en los que ya demuestra su preferencia por rodar largos planos secuencia en los que la cámara recorre los espacios de manera sosegada, emulando la levitación de un espíritu omnipresente que adopta el punto de vista subjetivo de la audiencia. En este sentido, formalmente se va acercando cada vez más a los postulados teóricos de Deleuze que resaltan la antagónica diferencia entre el cine de acción, sustentado enteramente en el movimiento como medida de duración de los planos, y el cine de autor, que procura explorar al cine como una reflexión sobre el tiempo y el espacio en sí mismo, es decir, que solicita a los elementos formales que desplieguen su capacidad para representar materialmente los conceptos filosóficos relacionados con el tiempo y el espacio como categorías de la percepción o condiciones de posibilidad fenoménica. Rancière señala lo siguiente:
Una película de Béla Tarr será de aquí en más (a partir de La condena, 1988) un ensamblaje de estos cristales de tiempo donde se concentra la presión “cósmica”. Sus imágenes merecen, más que cualquier otra, ser llamadas imágenes-tiempo, imágenes donde se hace manifiesta la duración, que es la materia misma con la que se tejen esas individualidades que uno llama situaciones o personajes (Rancière, 2011, 42).
Rancière se refiere al plano secuencia como elemento estilístico que da continuidad (refleja el continuum) al tiempo vivido respetando la verdadera duración de lo acontecido o de la espera. “Un continuum de modificaciones ínfimas con relación a un movimiento repetitivo normal” (Rancière, 2011, 72). Esta representación del tiempo evita las elipsis temporales comunes del Modo de Representación Institucional (MRI), y reduce el número de cortes totales del film en el montaje. En este sentido, el montaje de la película se lleva a cabo dentro del mismo plano secuencia a través del movimiento de la cámara, que muestra diferentes espacios mediante la variación de los tamaños del plano, su angulación, perspectiva, foco, etc. Es decir, dentro del plano secuencia se suceden numerosas composiciones (planos generales, planos medios, primeros planos, planos detalle) que construyen la narrativa visual de las escenas del film como si se tratara de un montaje en directo capturado en un solo aliento.
Rancière habla de la existencia de tres tiempos en la película: el tiempo de la decadencia, ejemplificado por el caballo moribundo, el pozo que se seca y la lámpara que no enciende. Elementos materiales que gradualmente dificultan la sostenibilidad de la vida de Ohlsdorfer y su hija, hasta el punto de hacerla prácticamente imposible. El tiempo del cambio, representado por el intento fallido de abandonar la casa, empresa que supone un viaje hacia algún lugar desconocido o una tierra prometida inexistente. En ese sentido, cabría preguntarse: ¿Pueden realmente escapar Ohlsdorfer, el caballo y su hija de su destino trágico? Y, en tercer lugar, está el tiempo el de la repetición, concepto que subyace en todo el desarrollo del film; esa rutina cotidiana en la que los personajes comen patatas hervidas, encienden el fogón y terminan sentados en un taburete mirando la campiña y el árbol desnudo, a través de la ventana. ¿Qué significa el árbol? Ese arbusto despojado de su follaje podría representar el agotamiento de todos los recursos, el fin de la vida misma, la muerte del orden simbólico, la ausencia de Dios.
El caballo es la figura animal de este film. Tarr suele utilizar animales para representar ideas abstractas, como por ejemplo los perros callejeros en La condena, que enfatizan lo miserable de las vidas de los protagonistas del filme. En Armonías de Werckmeister la ballena es un símbolo que representa al Estado o el Sistema. En El caballo de Turín, el corcel es el instrumento de trabajo del viejo Ohlsdorfer y su hija. Es el fiel y leal animal-mártir (consolado por Nietzsche justo antes de su locura), aquel que “carga” con el peso de la existencia de manera casi insoportable, el objeto de toda la frustración derivada de la impotencia de sus amos, aquel que renuncia a seguir viviendo (negándose a comer paja) si eso implica continuar sufriendo los incesantes embates de su precaria realidad. Si bien es cierto que el estilo de Tarr es minimalista, cuenta con los elementos simbólicos necesarios para construir un discurso narrativo rico en interpretaciones y que, en conjunto, edifican una estructura de significados complejos que se han convertido en sus señas de identidad, apareciendo de una u otra manera en su filmografía.
4. El “cine cósmico” es inmanente y no trascendente
¿Se puede hablar de naturalismo, cuando la propuesta de Tarr es extremadamente formalista? Es decir, ese estilo o estética, apoyado en los meticulosos y sinuosos movimientos de cámara, es realista; o, más bien, dichos movimientos capturan el tiempo sin transformaciones artificiales y, por eso mismo, ofrecen una sensación de naturalismo, aun siendo complicadas elaboraciones propias de la técnica cinematográfica.
Una tendencia común por parte de los críticos y estudiosos del cine, en su búsqueda por comprender los planteamientos expresados por los cineastas en sus obras, es la de intentar categorizar y etiquetar el estilo de los autores, aunque esto signifique obviar o dejar fuera rasgos importantes que suponen un obstáculo a la hora de delimitar las características fundamentales de sus expresiones artísticas. Es evidente que los artistas plasman en sus trabajos ideas y conceptos recurrentes que se convierten en sus atributos distintivos. Sin embargo, existen matices y variaciones referentes a estas repeticiones que dan cuenta de la multiplicidad de condiciones sobre las cuales un autor puede elaborar un concepto. Estas nociones fundamentales, que construyen un sustrato sólido que soporta toda la propuesta estética de un director de cine, aparece en diversas formas e intensidades, pero haciendo referencia a un principio nuclear que dinamiza todo el movimiento de sus obras. La evolución estilística de los directores de cine está determinada por el recorrido existente entre sus primeras obras y sus trabajos tardíos, revelando un refinamiento en el abordaje de sus temáticas que constituyen una versión depurada de sus iniciáticos intentos por trasmitir ideas y emociones determinadas.
Según palabras del guionista y director cinematográfico Paul Schrader, recogidas en su libro El estilo trascendental en el cine. Ozu, Bresson y Dreyer (1972), el estilo trascendental es aquél que supera la superficie de lo cotidiano y va más allá de la experiencia material-inmanente, siendo capaz de exportar un fenómeno de un contexto particular a uno universal: “Lo trascendente se sitúa más allá de cualquier experiencia sensible, y aquello de lo que trasciende es, por definición, lo inmanente” (Schrader, 1972, 25). Los fundamentos que sostienen este estilo formal se erigen sobre la creencia de que “existe una verdad espiritual que puede ser alcanzada de forma objetiva a través de una composición configurada con objetos e imágenes dispuestas unas tras otras, una verdad que no puede ser expresada por medio de una aproximación personal, subjetiva o cultural” (Schrader, 1972, 30). Se podría decir que las obras realizadas con este espíritu logran ir más allá de la singularidad de la experiencia de su autor, diluyendo su identidad y “trascendiendo” las fronteras dentro de las cuales han sido concebidas; es decir, realizando un trayecto desde lo individual hacia lo colectivo.
Sin embargo, suele aplicarse esta noción a ciertas obras que escapan a las categorizaciones canónicas y exceden la capacidad de delimitarlas en términos de estilo. Quizá se ha malinterpretado la postura de Schrader y, hasta cierto punto, se ha hecho extensible hacia todo aquel cine que escapa de lo institucionalizado, hegemónico o canónico. Tarr comentó:
Si observas la totalidad de mi obra verás que intento plasmar los problemas sociales en mis películas, pero con el paso de los años me he dado cuenta de que no sólo son problemas sociales, sino que tienen una raíz más profunda, quizá cósmica. Es decir, son problemas más grandes y complejos de lo que parecen (Feinstein, 2010).
El caballo de Turín es un filme que retrata lo cotidiano y su cualidad inmanente en toda su amplitud. Sin embargo, no pretende llegar a lo absoluto o a una espiritualidad universal, entendiendo que el fin del camino del estilo trascendental es la estasis o la detención del flujo temporal en una imagen eterna. Esta estasis, según Schrader, funciona como una suerte de destilación de los recursos materiales que intervienen en la expresión artística, que tiende hacia la precariedad con el fin de representar lo verdaderamente esencial. Si bien es cierto que hay rasgos comunes entre estos postulados y lo que vemos en la última obra de Tarr, el objetivo del director húngaro es totalmente opuesto. Tarr busca precisamente anclarnos a una materialidad ineludible que no pretende escalar hacia una trascendencia, sino que es inmanente en toda la amplitud del término; la sustancia misma de las cosas, la esencia inseparable del ser. Es determinante el anclaje de la cámara en el interior de la casa de Ohlsdorfer para confirmar esta intención. Estamos “sujetados” a unas coordenadas que no podemos abandonar, obligados a experimentar el estar-ahí en toda su magnitud.
Béla Tarr nos da una clave sobre esta afirmación, cuando asegura que su cine ha evolucionado desde lo social hacia lo cósmico; “lo cósmico no es aquí el mundo de la contemplación pura. Es un mundo absolutamente realista, absolutamente material, despojado de todo aquello que atenúa el impacto de la sensación pura tal como sólo el cine puede ofrecerla” (Rancière, 2011, 12). Lo cósmico se manifiesta en la vida, es terrenal, inmanente; nada tiene que ver con lo trascendental.
5. Repetición y diferencia
Una de las características más llamativas del largometraje El caballo de Turín es la representación íntegra de los rituales cotidianos, evitando cualquier elipsis temporal que resuma la duración de dichos eventos. A lo largo de la historia del cine encontramos filmes que se preocuparon por mostrar las rutinas diarias de sus personajes sin cercenar la duración que implicaban estas tareas domésticas. Una muestra significativa de esta manera de representar la realidad se halla en el largometraje Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Akerman, 1975), en el que su protagonista, una mujer soltera de mediana edad, ejecuta las labores del hogar en repetidas ocasiones poniendo, de manifiesto la tediosa rutina que forma parte de nuestra existencia como individuos. Esta exhaustiva exhibición de nuestros hábitos invita a cuestionarnos qué tanto de nuestra experiencia vital descansa sobre acciones repetitivas que organizan y estructuran lo cotidiano, en detrimento de los eventos e hitos traumáticos que marcan irrevocablemente el destino de las personas.
La vida banal de la esfera pública está llena de estas actividades rutinarias llevadas a cabo por inercia. Empleando términos de Martin Heidegger, podemos aseverar que estamos arrojados, eyectados, lanzados a un mundo caótico y sin sentido en el que esta existencia inauténtica posibilita al sujeto sustraerse de la angustia existencial que produce el abismo y el vacío que yace en el fondo. Todo lo que consumimos en estas megalópolis postmodernas son opiáceos que nos permiten soportar la angustia del vacío de la existencia; no son más que parches que pretenden tapar la agujereada y horadada superficie (Heidegger, 1996).
En el filme de Tarr, observamos como el viejo Ohlsdorfer, ayudado y asistido por su hija, debido a que tiene un brazo paralizado, se detiene frente a la cama y es vestido-desvestido en repetidas ocasiones; también vemos cómo se sientan a la mesa a comer patatas todos los días (Figura 6), cómo visitan el pozo en busca de agua y como preparan al caballo cada vez que se hace necesario salir de la casa.
Podría decirse que el largometraje se estructura en gran medida a través de estas repeticiones, y que éstas definen el orden y el sentido de la existencia de los personajes en una suerte de moral fundamentada en la supervivencia. Es el continuo discurrir del tiempo, establecido por la frecuencia en que estos eventos rutinarios dan cuenta del paso de los días y funcionan como medidas de tiempo; además de servir como la condición fundamental para la aparición de lo diferente o atípico, como contraste ante lo que se ha convertido en rutinario y habitual. Es sólo mediante la consolidación de una agenda reiterativa que somos capaces de reconocer aquello que se escapa de lo predecible y que va más allá de lo controlable por los individuos. Gilles Deleuze, en su libro Diferencia y repetición, apuntaba lo siguiente:
Nos hallamos siempre ante una tarea que se debe recomenzar, ante una fidelidad por retomar, en una vida cotidiana que se confunde con la reafirmación del Deber. Büchner pone en boca de Danton lo siguiente: “es muy fastidioso tener que ponerse primero la camisa, luego el pantalón, por la noche, arrastrarse hasta la cama, a la mañana arrastrarse fuera de ella y colocar siempre un pie delante del otro. No hay esperanza de que ello cambie algún día. Es muy triste que millones de personas lo hayan hecho así, y que otros millones lo sigan haciendo después de nosotros, y que, para colmo, estemos constituidos por dos mitades que hacen ambas lo mismo, de modo que todo se produce dos veces” (Deleuze, 2002, 25).
La diferencia, entonces, emerge como un hito que altera el desarrollo normal de los eventos, obligando a un reordenamiento de la situación en búsqueda de un nuevo status quo que devuelva la existencia a su cauce natural, el de la repetición.
6. El tiempo de la espera
En su libro Órganos sin cuerpo el filósofo esloveno Slavoj Zizek realiza una profunda disertación sobre los postulados deleuzianos acerca del tiempo.
El tiempo es el esfuerzo de la eternidad para llegar a ella misma. Y lo que esto quiere decir es que la eternidad no está fuera del tiempo, sino que es la estructura pura del tiempo «como tal»: como hace notar Deleuze, el momento de la superposición estratigráfica que suspende la sucesión temporal es el tiempo como tal (Zizek, 2006, 27).
Sin duda alguna, uno de los aspectos más llamativos del cine de Béla Tarr es la representación del tiempo. Sin embargo, se podría afirmar que no existe tal cosa como una “representación” del tiempo en sus largometrajes, entendida como una manipulación artificial de la duración de las acciones a través del montaje (sustentada por la utilización de elipsis o por la fragmentación de la linealidad temporal de la historia), sino como una temporalización de la imagen delimitada por la duración del tiempo de lectura, reflexión y asimilación de lo que nos presenta la puesta en escena. Esta manera de construir la temporalidad apunta hacia la consistencia y continuidad psicológica que proporciona al espectador la experiencia del tiempo “puro”, por decirlo en términos de Henri Bergson. Tarr nos introduce en la misma vivencia del tiempo que experimentan sus personajes en la ficción, estableciendo un vínculo sujeto-objeto en el que nosotros, los espectadores, tomamos el lugar privilegiado del que accede al hecho cinematográfico; una suerte de ser-ahí con los protagonistas de sus historias, que apunta hacia la experiencia material del tiempo sin intermediarios ni trucajes. Quizá se debe a este objetivo estético que Tarr esquiva la posibilidad de truncar el discurrir natural del tiempo, haciendo cortes y empalmando innecesariamente planos en la sala de montaje.
El movimiento no se confunde con el espacio recorrido. El espacio recorrido es pasado, el movimiento es presente, es el acto de recorrer. El espacio recorrido es divisible, e incluso infinitamente divisible, mientras que el movimiento es indivisible, o bien no se divide sin cambiar, con cada división, de naturaleza (Deleuze, 1984, 14).
Si bien es cierto que en el transcurso de las películas de Béla Tarr existen momentos en los que la imagen parece congelada como una fotografía, dejando suspendida la acción y permitiendo, a su vez, que emerjan pensamientos en la psique del espectador, renovando la experiencia del visionado de sus obras cada vez que nos enfrentamos a ellas, el “elemento cósmico” de su estilo descansa fundamentalmente en la noción de un dinamismo, a veces imperceptible, en el que el flujo del tiempo se desliza a través de las paredes de lo real dando cuenta de la imposibilidad de detener el continuo movimiento/que pone en marcha al universo. Este cine de “vidente” se hace más efectivo por el juego movimiento-suspensión del movimiento, desplegado por Tarr durante esas largas y sutiles coreografías apoyadas en el baile “cósmico” que desarrolla la sosegada y magnética mise-en-scène del cineasta húngaro. La obra de Tarr culmina con una analogía religiosa en la que el sexto día se convierte en el cierre de la historia entre el viejo Ohlsdorfer y su hija. El ateísmo del cineasta podría ser la causa de una sarcástica e irónica reflexión acerca de “la creación”, arrojando un comentario personal de lo que él mismo considera la culminación de su proyecto vital. Umberto Eco escribió:
Desde los primeros siglos, los padres de la iglesia hablan constantemente de la belleza de todo el ser. Sabían por el Génesis que, al final del sexto día, Dios vio que todo lo que había hecho era bueno, y la Sabiduría recordaba que el mundo había sido creado por Dios según número, peso y medida, esto es, según criterios de perfección matemática. […] Escoto Erígena (siglo IX) elaborará una concepción del cosmos como revelación de Dios y de su belleza inefable a través de las bellezas ideales y corporales; y se extenderá sobre la venustez de toda la creación, de las cosas semejantes y de las desemejantes, de la armonía de los géneros y de las formas, de los órdenes diferentes de causas sustanciales y accidentales encerrados en una maravillosa unidad (Eco, 2007, 44).
7. CONCLUSIONES
La forma de los filmes de Tarr guarda una relación intrínseca con el contenido, hasta el punto en que ambos se convierten en una unidad indivisible. El cine del húngaro Béla Tarr sobresale y se destaca con respecto a la mayoría de las producciones cinematográficas actuales, por su compleja y arriesgada puesta en escena. El caballo de Turín podría representar el cénit de un estilo que ha venido evolucionando desde sus primeros trabajos, y se ha ido depurando/destilando hacia una sublimación de la técnica, utilizada siempre al servicio de la historia y como un elemento imprescindible para comprender la idea-emoción que quiere trasmitir, siempre dejando espacio para la reflexión del espectador a través del despliegue de una puesta en escena cuya estética fundamental permite la emergencia del cine de vidente, la mirada absoluta y la vivencia del tiempo puro.
Una de las ideas nucleares que subyace en el enfoque filosófico de Tarr es la del eterno retorno. Ya Nietzsche había sugerido la recurrencia del movimiento cósmico del universo, el iterar de eventos que han venido ocurriendo desde el inicio de los tiempos y que seguirán sucediendo a través de los años formando una espiral que se abre hacia el infinito. Una suerte de inexorable acristalamiento temporal del cual los seres humanos no pueden escapar. Un destino fijado en la superficie de un círculo plano. La vuelta a casa del viejo Ohlsdorfer y su hija, condenados a permanecer aferrados a un lugar que no es más que una cárcel de la cual no hay posibilidad de fuga, representa la idea del destino irrevocable al que estamos sometidos o mejor dicho sujetados. No existe la noción de “tierra prometida” para Tarr; su cine parece fundamentarse estrictamente sobre la idea de comentar la desesperanza y desilusión provocadas por aquellas promesas que nunca llegaron a realizarse. La fantasía de un porvenir mejor que está siempre fuera del alcance de los hombres, y que no es más que un discurso vacío y olvidado en los más remotos confines del cosmos. Esta idea de orden universal subyace en el fondo de su cine, fijando al destino como una fuerza más poderosa e incontrolable que el afán del hombre por evitarle. La vida seguirá recorriendo los mismos caminos una y otra vez, por los siglos de los siglos, acompasada con esa danza cósmica que teje la infinita red espacio-temporal del universo.
El caballo de Turín es el epitafio de la carrera cinematográfica de Béla Tarr, la conquista de la cima artística que ha venido escalando durante décadas; el culmen de un proyecto vasto y complejo que merece la pena revisar y analizar por su profundidad, densidad y capacidad de reflexión sobre los temas más importantes de la existencia del ser humano. En una entrevista realizada a Béla Tarr en el año 2007, el director dijo lo siguiente, con respecto a la película que hemos venido analizado en este trabajo: “El caballo de Turín es mi última película, ya no voy a dirigir más, se acabó; no me sigan preguntando el por qué…” (Rancière, 2017).