1. Encuadre del tema
Mucho se ha escrito sobre las facultades del juez al momento de homologar la propuesta concordataria y el largo recorrido de la ley concursal hasta devolverle al magistrado las atribuciones sobre el tema que nunca le debieron ser rebatidas.
Tomando este eje como punto de partida se evaluará una cuestión hipotética: ¿puede el juez concursal convertir el crédito de los accionistas acreedores de una empresa concursada en créditos subordinados?
Para analizar la cuestión se tendrán en cuenta, además de los antecedentes antes descritos, la responsabilidad que le cabe a los accionistas de soportar las pérdidas de su compañía (art. 1, Ley General de Sociedades argentina, en adelante LGS) y la naturaleza jurídica del concordato, punto primordial para comprender el alcance de las facultades del juez en torno a los privilegios y modificaciones que pueda efectuar sobre lo acordado entre el deudor y sus acreedores.
2. Brevísimo repaso sobre las facultades homologatorias del juez
2.1. Evolución histórica del instituto
La redacción originaria de la ley 24.522 hacía gala de haberse inspirado profundamente en la privatista ley concursal de 1902, quitando toda posibilidad al juez de analizar cuestiones intrínsecas de la propuesta concordataria previo a homologarla. El magistrado únicamente efectuaba un control de legalidad reservando el de mérito y oportunidad exclusivamente a los acreedores (Graziabile, 2018, p. 174).
El control de legalidad de la ley 24.522 que ponía en cabeza del juez implicaba inspeccionar y justipreciar el cumplimiento de los recaudos legales. En palabras de Maffía (1997, p. 341), la facultad del juez se reducía a un cuentaporotos, pues a partir de 1995 solo podía rechazar la homologación de la propuesta concordataria ante una impugnación procedente de las taxativamente permitidas en el artículo 50 de la Ley de Concursos y Quiebras (en adelante, LCQ), atento a que la discrecionalidad le quedaba reducida por lo prescripto en la ley (Graziabile, 2018, p. 275).
Esta fue la interpretación restrictiva que siguió una parte importante de la doctrina, entendiendo que el magistrado no podía apartarse de lo expuesto por la ley, ni podía, por creación jurisprudencial, dejar de lado el dispositivo legal en cuestión (art. 52, LCQ), pues este no resultaba ser un error, omisión o descuido del legislador quien lo reglamentó adrede y conociendo los efectos (Rivera, 1996, p. 15 ; Iglesias, 1995ª, p. 107; Graziabile, 2018, p. 274; Graziabile, 2002, p. 2).
La nueva disposición legal mostró resistencia por parte de la jurisprudencia2 que, sin perjuicio de la taxatividad de la norma, entendió que el control de legalidad que le atribuía la ley refería a la cuestión formal y sustancial no pudiendo convalidar el abuso o fraude, debiendo -por lo tanto- negar la homologación de un acuerdo aplicando las reglas del ordenamiento jurídico general, por violación de los artículos 10, 12 y 279 del Código Civil y Comercial (en adelante, CCC)3. Pues, si bien el juez carecía de facultades para evaluar el mérito y la oportunidad del acuerdo ofrecido, podía -y debía- analizar la legalidad en sentido estricto, incluyendo a lo sustancial, en resguardo del interés público, conforme fuera entendido por la Cámara Nacional de Apelaciones en el precedente “La Naviera”.
Mosso (1998) recordó que el derecho concursal no es una ínsula inexpugnable dentro del derecho positivo, no pudiendo ignorarse normas constitucionales, civiles y procesales que deben aplicarse cuando se dicta cualquier resolución (p. 969). Si fuera forzoso homologar el acuerdo cuando entiende el juez que existen infracciones al orden público, violaría la Constitución Nacional.
Pues las facultades que la misma Carta Magna deposita en la magistratura, como último intérprete de esta, conllevan necesariamente a efectuar un análisis de legalidad (tanto intrínseco como extrínseco) de todos los asuntos que son traídos ante su despacho, resultando las atribuciones y deberes propios de la jurisdicción irrenunciables (Iglesias, 1995b, p. 107).
2.2. La interpretación jurisprudencial
La atribución del juez para controlar la legalidad de un acuerdo preventivo recaía en el necesario test de abusividad que podía y debía practicar. En el leading case La Naviera, la Cámara Nacional en lo Comercial entendió que el juez no se encuentra constreñido a homologar irrestrictamente en todos los casos en que se alcancen las mayorías, pues conservará siempre la potestad de realizar un control que trasciende la mera legalidad formal. Esto ocurre cuando el acuerdo en cuestión afecta el interés público, momento en el cual se debe considerar el ordenamiento jurídico, en particular en los artículos 953 y 1071 del Código Civil. De lo contrario, el magistrado renunciaría a los poderes propios de la jurisdicción.
La misma línea argumental se mantuvo en “Línea Vanguard”, negando la homologación en un supuesto donde se había aprobado, por la mayoría de los acreedores, un acuerdo a 25 años, sin intereses, con quita del 60% -máximo permitido en la originaria ley 24.522-. Esto se interpretó que, de este modo, se producía una verdadera licuación de los créditos.
Esta postura fue seguida por otras salas de la misma Cámara de Apelaciones, en los recordados casos Covello, Btesh y Banco Extrader.
2.3. Regreso al punto de partida: Ley 25.589
El derrotero doctrinario y jurisprudencial no había caído en terreno infértil y las maratónicas sesiones en el Congreso Nacional del 2002 terminaron por devolver a la ley concursal las facultades judiciales de control del acuerdo preventivo que nunca se tendrían que haber eliminado del texto normativo.
Este regreso no implicó una vuelta a la ley 19.551, sino una incorporación de las interpretaciones que desde 1995 se venían realizando sobre el artículo 52, LCQ. Esto implica que ya no se realiza un análisis de mérito al homologar el acuerdo concursal, dejando esa decisión entre el deudor y la mayoría de sus acreedores. Sin embargo, se le otorga de manera expresa la posibilidad de no homologar una propuesta abusiva o en fraude a la ley.
La crítica que ha recibido esta incorporación al texto legal refiere al riesgo de que la vara para medir las propuestas como abusivas o fraudulentas tenga la discrecionalidad de quien detenta esa potestad por la vaguedad de la fórmula legal utilizada. De esta forma, se contribuye no solo a crear inseguridad jurídica, sino a desvirtuar el principio rector en materia concursal, cual es la continuidad productiva y no la quiebra.
No obstante, se concluyó que las facultades revisoras del acuerdo por parte del juez concursal son excepcionales cuando el deudor logró las mayorías. Así, debe primar la voluntad de ellos y únicamente podrá actuar el juez cuando se burle la ley y con ella a los propios acreedores, denegando la homologación.
3. Consideraciones sobre el instituto del fraude
3.1. El fraude a la ley
Hasta aquí se han desarrollado brevemente las facultades que detenta el juez concursal al momento de evaluar la propuesta de acuerdo preventivo, previo a su homologación. En este derrotero, se ha demostrado que, incluso cuando el texto frío de la ley intentó cercenar los alcances de la magistratura, esta contó siempre con las facultades propias de las leyes de fondo para no avalar con su firma un acuerdo que exceda los márgenes legales predispuestos. La última modificación introducida a la ley concursal no hizo sino reconocer lo que la jurisprudencia ya venía realizando.
A los fines de responder a la pregunta que motiva la presente investigación, se desarrollarán solamente las cuestiones referidas al fraude a la ley, no abordando -por exceder los fines propuestos- el abuso en el derecho.
En doctrina se sostiene que es un fraude a la ley (o fraude de la ley) “el acto jurídico aparentemente lícito por realizarse al amparo de una norma de cobertura, pero que persigue la obtención de un resultado análogo o equivalente al prohibido por otra norma imperativa (ley defraudada)” (Rivera, 2020, p. 64).
Entonces, el fraude4 se configura con actos tendientes a burlar, soslayar o contradecir disposiciones legales imperativas. Por esta razón, cabría la ubicación de una norma específica, para luego determinar que el concursado estaría de modo indirecto tratando de obtener lo que la ley prohíbe hacer directamente (Jalom, 2019, p. 225).
Es necesario mencionar que no se está ante un acto ilícito o ilegal, el acto que el sujeto lleva adelante es perfectamente válido. No existe violación de norma alguna, sino que se pretende evadir los efectos de alguna o algunas. Se realiza un acto permitido por la ley y, amparándose en este, elude la otra acción.
En el transcurso del estudio realizado en torno a las facultades homologatorias, se ha desarrollado que el juez, incluso en la originaria redacción de la ley 24.522, se amparaba en la parte general del derecho para evaluar la legalidad del acuerdo que se pretendía homologar; esto sigue siendo así con la nueva redacción introducida por la ley 25.589. Pues, el fraude a la ley está contemplado de manera expresa en el artículo 12 del Código Civil y Comercial, al decir:
las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia esté interesado el orden público. El acto respecto del cual se invoque el amparo de un texto legal, que persiga un resultado sustancialmente análogo al prohibido por una norma imperativa, se considera otorgado en fraude a la ley. En este caso, el acto debe someterse a la norma imperativa que se trate de eludir.
Graziabile (2018) enseña que defraudando la normativa legal el infractor intenta sustraerse de ciertas cargas legales (p. 285). Por esta razón, pareciera que la configuración del fraude a la ley exigiría una violación intencional e indirecta de una norma imperativa no disponible, aunque el fraude a la ley concretamente puede quedar constituido sin intención; de esta forma, se elude, de igual manera la norma imperativa al usar la de cobertura.
Lo relevante de estos casos es, entonces, la finalidad de la norma. ¿Por qué esto es importante? Pues porque ambas normas son perfectamente válidas y aplicables en el caso concreto, con el fin de lograr un resultado particular. No obstante, el sujeto que actúa utiliza otra norma que, si nos basamos únicamente en los hechos, podría ser aplicada, pero no lo puede ser si nos atenemos a su finalidad o al espíritu de la ley.
Para Vítolo (2019), el fraude a la ley recata la teleología de las normas y le da un valor específico muy importante cuando se trata de aplicarlas en casos de conflicto (p. 20). Sin embargo, como resalta Jalom (2019), no se debe olvidar que la configuración del abuso debe verse desde una perspectiva concursal considerando que, como consecuencia del acuerdo, serán los acreedores los que asumirán las pérdidas de los deudores, lo que no puede admitirse que exceda de lo razonable (p. 2018).
Al homologar un acuerdo preventivo el juez concursal hace que los acreedores asuman las pérdidas de los deudores, lo cual está justificado para que estos últimos superen su estado de cesación de pagos. Empero, este avance sobre elderecho patrimonial de los acreedores debe enmarcarse en un contexto de equilibrio y esfuerzo compartido.
En este estado del desarrollo cabe preguntarnos: Si un accionista-acreedor cobra en las mismas condiciones y situación que un acreedor común, ¿no se produce una violación a la Ley General de Sociedades?
3.2. El fraude a la Ley General de Sociedades
Como ya lo mencionamos, se plantea la existencia de fraude a la ley cuando se recurre a una normativa con el propósito de eludir la aplicación de otra, cuya finalidad debería prevalecer en la circunstancia específica. En el presente apartado, se analizará si el artículo 1 de la Ley General de Sociedades prevalece sobre la Ley de Concursos y Quiebras al momento de formular una propuesta de acuerdo preventivo.
Se ha reflexionado en otro momento que la Ley General de Sociedades se aplica con prelación a la ley concursal, conforme la interpretación que se hiciera del artículo 150, CCC (Marega, 2021b, p. 167). En esta hermenéutica, el artículo 1 de la LGS resulta ineludible, en tanto los socios deben soportar las pérdidas de la sociedad de la cual forman parte. Como consecuencia, es un elemento propio y característico del contrato de sociedades que los socios participen de los beneficios y soporten las pérdidas debido a que ello es inherente al hecho de compartir el éxito o el fracaso del emprendimiento común. Sobre el particular Roitman (2006), expresa:
La contribución en las pérdidas es la contracara del riesgo empresario. Se trata también de un elemento esencial del contrato de sociedad ya que en caso de que alguno de los socios no contribuya a soportar las pérdidas, o bien se trataría de una cláusula contractual nula (art. 13 y 16, LS), o bien no se trataría de una sociedad sino de algún negocio de otra índole (p. 58).
Ahora, ¿es ello de carácter imperativo? La respuesta se encuentra contenida en el artículo 13 de la LGS, que en su inciso primero dispone la nulidad de toda estipulación que excluya a alguno o algunos de los socios de recibir beneficios o sean liberados de contribuir a las pérdidas. A esta situación, Vítolo (2015) no duda en llamarla como norma imperativa, describiendo que el sentido de estas es brindar protección a aquellos principios generales y particulares del régimen societario que incluyen como elemento sustancial del instituto la participación en los beneficios y el soporte de las pérdidas (p. 68).
Araya (2011) ha explicado que las sanciones dispuestas por el artículo 13 corresponden a cuestiones que hacen al orden público societario, dado que refieren a un elemento esencial del contrato: que todos los socios corran el riesgo empresario (p. 9).
Entonces, si los socios de una sociedad están obligados a asumir las pérdidas generadas por la actividad empresarial, resulta completamente lógico que los acreedores tengan prioridad en el cobro respecto a los socios, ya que estos últimos deben asumir las consecuencias financieras que afectan a aquellos. Incluso la lógica del esfuerzo compartido que impera en los concursos preventivos no implica en absoluto un esfuerzo igualitario, pues sino un principio concursal rompería un principio societario, y que es justamente lo que hemos definido como fraude a la ley: ampararse en la ley concursal para incumplir una disposición imperativa de la ley de sociedades.
Así dada la cuestión, una propuesta de acuerdo preventivo que prevea como única propuesta una en la que todos los acreedores, incluyendo los socios, cobren en el mismo orden y bajo las mismas condiciones, resultaría una violación palmaria a la Ley General de Sociedades, que el juez debe evitar.
Si bien en la más estricta técnica dogmática esta reflexión podría encontrar abrigo, en la práctica, que una empresa deudora ofrezca pagar a todos los acreedores -incluyendo los accionistas- una determinada suma y en determinadas cuotas parecería que no acarrea ninguna complicación. Todos cobran porque el dinero alcanza.
Sin embargo, el dato que determina el abuso no es la suficiencia del dinero a distribuir y cuentas a saldar, sino la responsabilidad que le cabe a los accionistas por su calidad de tales.
No se encuentran inconvenientes en que un socio cobre a la par (en el mismo momento y por el mismo monto que cualquier acreedor quirografario), cuando el monto a pagar es el total de la deuda y en un solo pago.
Pero, cuando en la propuesta concordataria se incorporan quitas y esperas, a la luz de lo dispuesto en el artículo 1 de la LGS, resulta un contraderecho que los acreedores tengan que soportar las pérdidas (medidas en quitas o esperas) mientas que el accionista no lo haga. Si la base ontológica de la que se parte es que el socio de una sociedad comercial soporta las pérdidas y participa de las ganancias (mientras que el acreedor, naturalmente, no), incorporar a esta igualdad una quita o una espera, nos lleva a que el accionista debería soportar las pérdidas, más la quita y espera.
Esto es, el hecho de incorporar a la ecuación una quita y espera (como forma de saldar deudas): el accionista-acreedor no pierde ni su calidad de tal ni su responsabilidad al efecto, sumándose a aquello, su deber de soportar las pérdidas.
El argumento lógico podría reducirse a la siguiente expresión:
A: accionista debe soportar las pérdidas (art. 1, LGS).
B: los acreedores soportan quitas y esperas (propuesta concordataria).
C: A es acreedor.
Entonces: A debe soportar las pérdidas, quitas y esperas.
La doctrina comercialista enseña que los socios de una Sociedad Anónima limitan su responsabilidad por las deudas sociales a la integración del aporte comprometido, por lo que la participación en las pérdidas se restringe a la pérdida de los aportes (Roitman, 2006, p. 59). Esta forma de pensar el deber del socio es meramente contable y su aplicación a un proceso concursal no puede hacerse de manera directa, pues el juicio universal tiene por fin reestructurar deudas.
Entendemos que la mejor manera en que un socio-acreedor satisfaga su responsabilidad frente a la masa concursal es subordinando el cobro de sus acreencias hasta luego de que el resto haya satisfecho las suyas.
Esta opción se acentúa, más allá de la obligación de “soportar las pérdidas”, en una concepción de equidad (o justicia del caso) y la igualdad real entre estos y aquellos.
3.2.1. La igualdad real entre accionistas y acreedores
La igualdad entre los acreedores ha sido caracterizada por Pajardi como el único principio de justicia que justifica existencial y funcionalmente el proceso falimentario, sin el cual no puede ser concebido ni enseñado el derecho de quiebra, y sin él bastaría un proceso ejecutivo común con algunos ajustes estructurales (Rivera, 2003, p. 218).
La pars conditio creditorum fue, durante muchos siglos, un dogma inquebrantable (Maffia, 1996)5 seguido a rajatabla por las legislaciones del mundo (p. 1069). La ley 19.551 así lo consagraba, al disponer únicamente dos clases de propuestas de acuerdo preventivo: una necesaria para todos los acreedores quirografarios y otra para los acreedores privilegiados.
Si bien es cierto que -en un principio- los acreedores eran todos iguales, no menos indudable es que esa igualdad, al decir de Maffía (1996, p. 1069), se la llevaron los vientos de siete siglos, y desde hacía ya muchos años se había comenzado a contemplar una sucesión interminable de privilegios que componían un capítulo cada vez más extenso y complejo de la ley.
La ley de 1995 viene a solucionar esta discusión otorgando primacía al valor superación de la crisis de manera no liquidativa (mediante la conservación de la empresa) por sobre el valor igualdad de trato a los acreedores de igual rango (Rouillon, 1997, p. 708). El concursalista rosarino explica que, con el instituto de la categorización incorporado a la ley 24.522, la igualdad ya no se la ata a la pertenencia al mismo peldaño de la jerarquía en el orden de las preferencias (privilegiados especiales, generales, quirografarios, subordinados), sino que se permite distinguir, dentro de cada escalón, elementos que sean comunes a algunos de los integrantes de él. Todo esto con la finalidad de agrupar a estos conforme a un común denominador algo impreciso.
Este novedoso instituto (novedoso para el año 1995) no significa violar la igualdad de los acreedores, sino por el contrario evitar tratar igual a quienes son desiguales. Pues, al decir de Rivera (2003), la igualdad absoluta que pretendía la ley 19.551 era absurda, se violaba permanentemente y obligaba a llegar a acuerdos a espaldas del tribunal y de los demás acreedores (p. 224).
La incorporación de la categorización no hace más que darle valor operativo al artículo 16 de la Constitución Nacional, buscando la consagración de una igualdad entre iguales. En esta hermenéutica, se advierte que entre un acreedor común y un accionista-acreedor no hay igualdad, pues los segundos siempre se encontraron en una mejor posición para conocer los negocios internos de la empresa, la toma de decisión e incluso el control de las decisiones tomadas por el directorio. Con la aprobación de los balances, la memoria y la gestión dan no solo su visto bueno a lo realizado sino también ponen en evidencia el conocimiento y entendimiento del negocio que la empresa de la cual son parte.
Este privilegio de conocimiento es lo que pone en distintos peldaños a los acreedores comunes de los accionistas. Entonces, y recurriendo nuevamente al pensamiento lógico, podemos deducir sin mayor duda la siguiente regla:
A: accionista con privilegio de conocimiento: A+1
B: acreedor común
Entonces: A - 1 = B
Para lograr cumplir con la pars conditio creditorum, el acreedor accionista debe perder ese “privilegio de conocimiento”. Que, llevado a la práctica no sería más que subordinar el cobro de su crédito, percibiéndolo con posterioridad al cobro de los acreedores comunes.
Esta cuestión fue abordada por un interesante antecedente del Juzgado Nacional Comercial N.° 5, en el incidente de revisión de crédito de Cristobal Manuel López, donde el magistrado concluye que el socio no puede válidamente trasladar el riesgo de su negocio a terceros, pues ello contraría los fines que la ley 19.550 ha tenido en miras a la hora de reconocer la posibilidad de que los particulares actúen organizados en distintas formas asociativas, y constituiría sin dudas un abuso de derecho vedado por el art. 10 del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación6. Tampoco puede beneficiarse concurriendo a un proceso colectivo a recuperar lo que, en todo caso, pudo o debió haber invertido en la sociedad de la que formaba parte por imperio de lo reglado también en la LGS, desplazando para ello a los legítimos acreedores de la cesante, y disputándoles derechos en el cobro, al situarse en un pie de igualdad con ellos.
Finalmente, verifica el crédito insinuado por un accionista, pero con carácter subordinado, justificando que esa sea la solución que mejor asiste a la finalidad de los procesos concursales, en los que no solo debe protegerse al deudor y a su empresa, sino también a los acreedores y a la sociedad entera.
4. Potestades jurisdiccionales ante una propuesta en fraude a la ley
Para no perder el hilo de la presente investigación, recapitulemos. Se ha efectuado un brevísimo repaso por las facultades homologatorias del juez concursal, referido al concordato preventivo, y se ha detallado largamente sobre el fraude a la ley que implica -en nuestro objeto de estudio- que un accionista-acreedor cobre en igualdad de condiciones (igualdad material, no real) que un acreedor quirografario. Ante este supuesto y advertido por el magistrado, ¿corresponde rechazar la homologación y declarar la quiebra?
4.1 Interpretación procesal del fraude a la ley
La modificación incorporada a la ley concursal argentina mediante la ley 25.589 dejó un vacío legal importante: qué ocurre cuando un juez rechaza la homologación de una propuesta concordataria por fraude a la ley. En el caso que nos ocupa, la respuesta nos la da el artículo 12 del Código Civil y Comercial: el acto debe someterse a la norma imperativa que se trata de eludir.
Jalom (2019) sostiene que, por las características despreciables de la figura y la inexorable intencionalidad defraudatoria probada -al menos indiciariamente- la respuesta judicial frente a su constatación no puede ser otra que la nulidad del acuerdo, reduciéndose la posibilidad de corrección o subsanación a través de las facultades homologatorias (p. 226).
Estas reflexiones nos hacen plantearnos dos cuestiones, proyectadas a nuestro caso de análisis. Primero, el artículo 12 del CCC no impone la nulidad, sino la ineficacia del acto, cuestión ostensiblemente diferente que implica la inaplicabilidad de lo acordado y su sustitución por la norma que se quiso eludir. Esto es, el Código Civil y Comercial prevé una doble sanción: que el acto tal y como estaba predispuesto no sea operativo, y el reemplazo de ese acto por las consecuencias que la ley eludida preveía y que las partes quisieron evitar.
La segunda cuestión importante es el orden público general y -particularmente- el orden público concursal. La disposición del artículo 12, CCC es de orden público (lo indica su mismo título), y, por lo tanto, puede ser directamente aplicada por el juez sin necesidad de petición de parte o planteada por el Ministerio Público o cualquier interesado (Herrera et al., 2015, p. 43).
Y el orden público concursal, que obliga a pensar el proceso en términos absolutos, debiendo entender su solución no como un mero arreglo entre las partes sino como un acuerdo complejo; implica, además, tener como norte de decisiones los fines concursales, entre los que se destacan la continuación de la explotación empresaria, la protección de las fuentes de trabajo, la satisfacción de los créditos y la dignidad del deudor (Marega, 2021a, p. 8).
Kemelmajer de Carlucci (2003) ha reflexionado sobre este embrollo, donde manifestó:
Tengo el convencimiento de que el legislador de la ley 25.589 transó en esta polémica; lo hizo con gran eclecticismo, ni excesivamente publicista, ni demasiado privatista y dio la razón a quienes sostenían que el artículo 52 de la ley 24.522 no era una isla, sino una norma que respeta la autonomía de la voluntad de los acreedores, pero la integra en un sistema que no tolera la flagrante violación al abuso del derecho ni al fraude; seguía campeando, pues, la buena fe, la moral, las buenas costumbres, el orden público (p. 902).
Es importante notar que no se distingue entre el fraude a la ley y el abuso del derecho. El desarrollo jurisprudencial ha dado nacimiento al pretoriano instituto de la “tercera vía”7. Este le otorga la posibilidad al concursado de mejorar su propuesta cuando, pese a haber obtenido la aprobación de las mayorías de ley, no logra traspasar el test de abusividad, con miras a seguir con un proceso preventivo que se presenta como menos disvalioso que el liquidativo.
En la misma línea argumental, nos preguntamos si la sanción de nulidad de todo el acuerdo preventivo no es más dañina que el mal que se quiere evitar y, por lo tanto, excesivo.
En esta inteligencia, reputar una propuesta concordataria como nula redundaría en excesivo, y no se resolvería ni la cuestión que se intenta evitar, ni -mucho menos- la insolvencia patrimonial por la cual está transitando la empresa. Entonces, así como la jurisprudencia prudentemente ha sabido construir una vía que permita a la empresa concursada evitar la quiebra, también debemos analizar las normas con la que contamos para, en una interpretación armónica y sistémica, hallar una solución que permita proteger los fines perseguidos por la ley concursal, sin descuidar los límites impuestos por la ley de sociedades.
4.2. Modificar la propuesta de acuerdo
Si nuestra problemática radica en que los accionistas (que son además acreedores) quieran cobrar en igualdad (material) de condiciones que los acreedores quirografarios y -conforme lo desarrollado- esto reputa en un abuso del derecho, violándose el artículo 1 de la LGS, la solución no puede pasar por que el juez declare la nulidad de la propuesta y prosiga con la quiebra o el cramdown (art. 48, LCQ). En cambio, se debe encontrar una solución que armonice la norma violentada y el artículo 12 del ordenamiento civil y comercial.
De manera simple, si un accionista quiso evitar cargar con las pérdidas de la sociedad de la cual forma parte, el juez debe ordenar que cumpla con su obligación. ¿Cómo?, mediante una modificación al concordato llevado a su análisis, subordinando su crédito.
Ahora bien, ¿puede el juez, dentro de sus facultades, modificar un concordato preventivo? Para poder contestar la pregunta, es necesario recalar en la naturaleza jurídica de este instituto.
4.2.1 Naturaleza jurídica del concordato
La doctrina se divide entre contractualistas, procesales, y los que postulan que se trata de una obligación legal. Entre los primeros se posicionan los clásicos quienes sostienen que el concordato es siempre en su sustancia económica una transacción entre deudor y acreedores, por lo cual la ley mantiene firme el principio que, como cualquier contrato, también la aprobación del concordato debe depender del consentimiento de los acreedores, manifestando con la tradicional doble mayoría de número y de suma (Williams, 1979, p. 225 y 233).
Otros autores, de la talla de Massimo Ghidini y Ragusa Maggiore, niegan el valor de propuesta contractual a la instancia del deudor, que individualiza como el acto que pone en movimiento el mecanismo judicial del concordato, cuya naturaleza procesal es obligada. Consagran, de esta forma, la naturaleza concursalista del concordato, que no niega la bilateralidad de las concesiones ni la onerosidad del concordato, pero tienen especial consideración a la homologación a instancia judicial, que le otorga al convenio de mayorías el rango de concordato (Junyent Bas, 2012b, p. 38).
Por su parte, Alarcón Rojas (1997) entiende que el concordato es un “negocio jurídico celebrado dentro de un proceso y que requiere como solemnidad la aprobación judicial” (p. 133). Argumenta que la existencia de un proceso para la celebración del negocio en su seno persigue integrar a los acreedores de tal manera que constituyan una colectividad frente a cada uno de ellos individualmente considerados.
En la actualidad, la teoría más aceptada es la denominada del Instituto Judicial (Maffía, 1988, p. 224; Sirimago, 2014, p. 21), que entiende al concordato como un negocio jurídico plurilateral, pues si bien la propuesta parte unilateralmente, puede ser diferenciada e incluso alternativamente para algunas categorías y la conformidad o aceptación se concreta plurilateralmente, atento a que cada acreedor se expresa individualmente con relación a las propuestas a ellos efectuadas (Graziabile, 2004, p. 817), sin perjuicio de lo cual la sentencia homologatoria se convierte en el elemento constitutivo del tipo, pues antes de ella solamente existe un proyecto de concordato.
Así, esta teoría entiende la naturaleza jurídica del concordato como un acto jurídico típico y complejo, conformado en el marco de un proceso especial, con la participación del deudor concursado y los acreedores invocados a tal efecto, los cuales, mediante la expresión de su voluntad, componen su base consensual, que debe necesariamente ser integrada por una disposición judicial aprobatoria.
Monti (2000) explica que el concordato constituye un acto jurídico complejo -más complejo que un contrato-, ya que debe ser integrado no solo por la expresión de la voluntad de los acreedores a la propuesta del deudor, de acuerdo a una mayoría especial fijada por la ley, sino también por la voluntad del órgano jurisdiccional, que dispone su homologación (p. 1089). En idéntico sentido también lo entiende Sirimarco (2014, p. 22).
Si nos ubicamos en esta posición, observamos lo siguiente: la propuesta de acuerdo debe cumplir ciertos requisitos exigidos por la ley (cumplir los requisitos tipificados en la ley, lo que le otorga el carácter de “típico”) y, obtenidas las mayorías, peticionar su homologación ante el juez.
El cumplimiento de los requisitos radica en el ofrecimiento de una propuesta de acuerdo, y de la adhesión a esta por parte de los acreedores. Hasta aquí, muy similar a un contrato.
Luego, el análisis que debe efectuar el magistrado no es de “contar los porotos”, sino garantizar que el concordato contribuya a la salvaguarda de la empresa en marcha, bregar por la protección de las fuentes de trabajo y la recuperación de la cadena de pagos. Así, son estos los fines concursales que tuvo en miras el legislador al idear el proceso concursal.
En esta hermenéutica, ante la advertencia de un fraude a la ley, debe tratar de integrar la propuesta llevada a su control para garantizar -de ser posible- que removido el obstáculo que impedía el cumplimiento de la ley imperativa, el resto del concordato continúe en pie.
Este principio, consagrado en el artículo 964 del CCC, permite la vigencia de un contrato removiendo aquellas causales que contrarían el orden público, mientras su eliminación no ocasione una desvirtuación absoluta de las cuestiones que las partes hayan pautado. Si recordamos que la propuesta tiene sendas similitudes con un contrato (tantas que una gran parte de la doctrina lo considera la naturaleza del concordato), le son perfectamente aplicables las reglas generales destinadas a su reglamentación.
Y a tenor de las facultades otorgadas por el artículo 960, CCC, ante un fraude a la ley, y la relevancia absoluta que implica el desenlace de un proceso concursal para la sociedad en general, la modificación por parte del juez de la propuesta llevada a su conocimiento antes de su homologación (cuando la propuesta aún comparte similitudes con un contrato), entendemos se encuentra perfectamente justificada.
Así, subordinar el cobro de los accionistas-acreedores al cumplimiento total del acuerdo para los restantes acreedores, asentado en la protección del bien común y la teoría de la equidad, encontraría suficiente sustento.
Existe una cuestión relevante para la teoría concursalista, las facultades del juez no radican en modificar un concordato, pues adquirirá tal carácter recién una vez homologado (Junyent Bas, 2012a, p. 103), sino que lo que el magistrado debe efectuar es una integración de la propuesta concordataria, de manera tal que aquel contrato entre el deudor y sus acreedores se ajuste a derecho (Marega, 2022, p. 163).
5. Conclusiones
Pensar fuera de la caja nos permite ver el panorama con una perspectiva diferente, encontrando una solución creativa y jurídicamente válida a problemas que desde la posición del observador clásico suelen no tenerlas.
En esta inteligencia, se ha abordado una problemática puntual, probablemente “de laboratorio”, pero que nos permite observar la potencialidad de un sistema legal lógicamente articulado y estructurado, efectuando aquello que distinguida doctrina ha denominado “diálogo de fuentes”.
La posición de privilegio con la que cuentan los socios de toda empresa8 no puede ser utilizada como trampolín para posicionarse también en un lugar de poder ante los acreedores dentro de un concurso preventivo, donde la ley obliga a la igualdad real. Y como se ha demostrado, esa desigualdad se manifiesta mediante una falsa igualdad que quieren simular como legal.
Del desarrollo del presente artículo surgen diversas dudas que deberán ser resueltas en próximos abordajes, como ¿es posible una “subordinación judicial”, sin que colisione con nuestro sistema constitucional?; ¿subordinación cualquiera fuera la “causa” del crédito del accionista?9 porque podría ser acreedor por ser a la vez empleado, o porque prestó un servicio remunerado -y no pagado- a la sociedad; la LCQ viabiliza el voto del ˝accionista” acreedor a no ser que sea controlante, entonces ¿si el legislador concursal hubiera querido subordinarlo, para qué permitirle el voto “en igualdad de situación” que el resto de los acreedores concurrentes?; ¿y si su crédito fuera privilegiado (convencionalmente) debería subordinarse?; el concepto de “soportar las pérdidas” del artículo 1 de la LGS, ¿implica lo mismo que soportar las deudas de la sociedad?; ¿adoptar una solución judicial de subordinación al momento de homologar no sería “extemporánea” por tardía?, debido a que el juez, sí observó que había accionistas acreedores, que debían subordinarse, ¿no debió haberlo resuelto así en la sentencia del artículo 36, LCQ?10, ¿y no debió “imponer” una categoría aparte de “subordinados” como dice la ley en el art. 41?
Sin pretensión de completitud, el presente trabajo muestra solo una de las formas en las que se pueden abordar una situación que en casos análogos puedan llegar a presentarse, salvando un negocio jurídico, una empresa, protegiendo el crédito de los acreedores y llevando la justicia del caso.