Introducción
El 4 de marzo de 2018, el enfoque hacia los derechos humanos y los derechos de los defensores de la tierra dejó de tratarse en ámbitos del derecho blando (soft law) y experimentó un giro inesperado en el escenario regional con la firma del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe (Acuerdo de Escazú), que ha sido ratificado, hasta la fecha, por quince países de la región.2 Este acuerdo es uno de los más significativos en materia ambiental del siglo XXI, ya que acopla normas de derechos humanos con preocupaciones ambientales desde un sentido regional. La relevancia de dicho acuerdo radica en su carácter jurídicamente vinculante, es decir, no recomienda, sino que obliga a sus Estados parte a que se cumplan los derechos contemplados.
Este suceso se enmarca en el giro neoliberal de la región entre las décadas de 1980 y 1990, y la firma de tratados de libre comercio (TLC) y de inversión con instituciones financieras internacionales, elementos clave en la protección y promoción del comercio y la inversión extranjera. Esto se tradujo en un mecanismo de solución de controversias entre inversor y Estado, respaldado por los tratados bilaterales de inversión (TBI) y el Convenio de Washington de 1965, que facilitó la creación del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi) (Bas, 2015). Así, este régimen protege y promueve la protección de los inversores mediante una arquitectura jurídica internacional que reconoce la “personalidad jurídica” de las empresas y corporaciones transnacionales. De este modo, al ser titulares de derechos y obligaciones, sus derechos son vinculantes para los Estados parte (Gándara et al., 2021).
Tanto en el Acuerdo de Escazú como en los TBI, los Estados asumen responsabilidades frente a instrumentos jurídicamente vinculantes. Ambos regímenes exigen el mismo grado de cumplimiento. Así, el régimen de derechos humanos y el régimen de inversores extranjeros, al no tener jerarquía entre sí, generan una asimetría normativa debido a que en el derecho internacional proliferan las instituciones y los regímenes normativos con autonomía e independencia (Rodiles, 2009). Entonces, existe asimetría normativa entre el tipo de acceso a la justicia que promueve, por un lado, el Acuerdo de Escazú a las comunidades afectadas en la toma de decisiones ambientales y, por otro lado, los TBI a los inversores extranjeros. El Acuerdo de Escazú, por ejemplo, promueve el acceso a la justicia en el marco de la legislación nacional y el debido proceso de cada Estado parte. Esto incluye instancias judiciales y administrativas, órganos estatales, medidas cautelares y de reparación, entre otros elementos que garantizan la aplicación de esa justicia. En contraste, los inversores extranjeros pueden acceder a tribunales privados de arbitraje internacional ante un caso de incumplimiento del TBI sin necesidad de acudir a instancias judiciales nacionales para resolver la diferencia.
Si bien, las tensiones entre ambos regímenes han sido analizadas e investigadas desde varios tratados y acuerdos, este artículo ofrece un acercamiento a tal cuestión desde el Acuerdo de Escazú y los TIB, aspecto que ha sido explorado. Se argumenta que el régimen de protección a los inversores, dentro de la lex mercatoria y su arquitectura jurídica producto de la fragmentación del derecho internacional, condicionan el funcionamiento correcto del marco regulatorio de los derechos humanos y de los defensores de la tierra al momento de aplicarse. También interesa focalizar y analizar qué condicionantes jurídicos posee el Acuerdo de Escazú en términos de aplicación de derechos humanos y medioambiente.
En las últimas tres décadas, este condicionante jurídico se observa en el tipo de acceso a la justicia que se le garantiza al inversor de acudir a tribunales arbitrales, mientras que las comunidades afectadas recurren a instancias nacionales. En consecuencia, los fallos y sentencias emitidas de estas instancias suelen predominar una sobre la otra. En la mayoría de los casos, los laudos emitidos por tribunales arbitrales a favor de inversores extranjeros terminan paralizando las sentencias de las comunidades afectadas realizadas en instancias judiciales nacionales en contra de una empresa transnacional.
En esta investigación se realizó un análisis de contenido del Acuerdo de Escazú y el TBI Estados Unidos-Ecuador, firmado en 1993 y vigente desde 1997. Mediante esta técnica se buscó identificar cláusulas y términos centrales sobre el tratamiento que se le brinda a los derechos de protección a inversores y el otorgado a los derechos humanos. El TBI entre Estados Unidos y Ecuador es representativo de los acuerdos firmados en la década de 1990: en sus cláusulas contiene el mecanismo de solución de controversias inversor-Estado mediante tribunales arbitrales. De hecho, este TBI fue utilizado en dieciséis ocasiones para demandar al Estado ecuatoriano ante tribunales arbitrales, de las cuales siete fueron a favor del inversor, cuatro a favor del Estado y el restante se encuentra en estado pendiente o resuelto.
Este TBI fue seleccionado porque, a pesar de que no está vigente, la cláusula de ultraactividad (conocida como “cláusula zombi”) puede ser utilizada por los inversores para demandar al Estado aun cuando el tratado haya expirado. De hecho, en una de las demandas más controversiales, la Chevron-TexPet contra Ecuador I y II, un tribunal internacional en La Haya, en 2018, cuestionó una primera sentencia de las cortes locales de 2011 sobre la responsabilidad de la transnacional de haber contaminado la Amazonía ecuatoriana. El tribunal internacional dejó sin efecto tanto esta primera demanda como la sentencia a favor de las comunidades afectadas por el derrame de petróleo en bruto y sus residuos,3 luego que la Chevron adujera que durante el primer juicio el país violó el TIB y no garantizó un proceso judicial imparcial y efectivo. Por lo demás, este artículo se complementa con bibliografía especializada sobre derechos humanos y de inversores extranjeros.
Para facilitar la comprensión de los contenidos aquí vertidos, este artículo se estructura de la siguiente manera. En primer lugar, se realiza un análisis de los trabajos que evidencian cierta tensión entre el marco regulatorio de derechos humanos y el de protección a inversores extranjeros, así como aquellos que se perfilan a favor de este último régimen. En segundo lugar, se explican los conceptos que guían este artículo, entre ellos, la lex mercatoria y asimetría normativa como resultado de la fragmentación del derecho internacional desde la teoría de los regímenes internacionales. En tercer lugar, se describe el contexto socio-político en el cual surge el Acuerdo de Escazú y las implicaciones de sus articulados. En cuarto lugar, se analiza la arquitectura jurídica internacional en clave del sistema de protección a inversores, tomando a modo ilustrativo el TBI entre Estados Unidos y Ecuador. Por último, se encuentran las conclusiones y recomendaciones sobre posibles líneas de investigación de la problemática presentada.
Revisión de antecedentes
Los trabajos académicos que analizan las tensiones entre el marco regulatorio de los derechos humanos y el de protección a inversores extranjeros sostienen que estas se deben a una fragmentación del derecho internacional, lo que resulta en una asimetría jurídica (Echaide, 2016; Hernández, 2016; Bohoslavsky y Justo, 2015; Bas, 2021). Según Echaide (2016), el derecho internacional de las inversiones fomenta un clima favorable para las inversiones en el sector privado. Los TBI, ante un caso de conflicto entre inversor-Estado, conceden a los inversores el derecho de acudir a un arbitraje internacional privado en el que tienen la posibilidad de demandar a los Estados, pero no al revés.
Esto ocasiona una fragmentación del derecho internacional, separándolo de otras áreas como el derecho internacional de los derechos humanos. Echaide (2016) analiza la relación entre los derechos humanos y los derechos de los inversores como una proliferación de normas que carecen de un orden jerárquico, provocando desequilibrios entre bienes jurídicos protegidos que, aunque afectados en un mismo caso, son tratados en ámbitos jurídicos distintos, como tribunales privados. Esta fragmentación, a su vez, genera una gran disparidad y asimetría normativa a favor de la nueva lex mercatoria, lo cual es un síntoma de la evolución del derecho comercial global frente a un posible debilitamiento de los derechos humanos y del derecho internacional público (Echaide, 2016).
En relación con esto, Bas (2021) y Bohoslavsky y Justo (2015) retoman la tensión que genera la actual fragmentación del derecho internacional. Para ellos, la región se encuentra sometida a dos conjuntos de reglas internacionales que están condicionadas de forma simultánea. Por un lado, está el conjunto de reglas que intentan proteger a los inversores extranjeros, sustentadas en la amplia red de TBI amparados en la Convención del Ciadi aprobada en 1965. Por otro lado, el conjunto de reglas que orienta a la protección de los derechos humanos tiene anclaje en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) de 1969 y se complementa en la mayoría de los países con la suscripción del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966.
Para los autores anteriores, el derecho internacional condiciona el funcionamiento de los Estados y conduce a problemas de fragmentación que, a su vez, conlleva a “señales contradictorias” en el momento en que sus diversos subsistemas persiguen objetivos comunes que pueden entrar en disputa (Bohoslavsky y Justo, 2015). Según los autores, es lo que sucede con el régimen de protección de inversores extranjeros frente al régimen de tutela de los derechos humanos. Por ende, existe una “potencial tensión”, ya que el avance en la efectivización de los derechos humanos puede ser interpretado como una violación a los estándares de los TBI (Ibid.).
A raíz de esta fragmentación, la solución de las controversias entre inversores-Estados termina siendo el “espacio de tensión” entre la protección de las inversiones y las políticas públicas, en especial, en asuntos relacionados con salud pública, medioambiente o derechos humanos (Bas, 2021). Los tribunales internacionales ad hoc actúan como órganos externos de control jurídico de la inactividad del Estado, lo cual profundiza las consecuencias del pluralismo jurídico (Ibid.). Estos tribunales son competentes para determinar la inexistencia de la responsabilidad del Estado y su posible indemnización, incluso, en el caso de medidas relativas a las políticas públicas que son la base de la soberanía normativa (Ibid.).
En segundo lugar, se encuentran los aportes que impulsan este escenario jurídico en pos de la protección de inversores extranjeros en el marco del neoliberalismo institucionalista de la década de 1970. Luego de la Segunda Guerra Mundial, se gestó la idea de un constitucionalismo liberal debido a la creciente diversificación de actores no estatales en el sistema internacional. Este constitucionalismo, de marcada inspiración neokantiana, propone, entre otras cuestiones, derechos políticos y económicos que generan interdependencia entre las democracias liberales, creando incentivos materiales que desarrollen el espíritu del comercio y así generar desarrollo económico (Doyle, 1983).
Los neoliberales institucionalistas asumen que los Estados centran su atención en sus ganancias individuales mientras muestran indiferencia en los beneficios que reciben las otras partes (Camargo, 2000). Por eso, según Burgos-De la Ossa y Lozada-Pimiento (2009), los Estados empezaron a suscribir tratados internacionales enfocados en la protección de la inversión extranjera, ya que la clásica protección diplomática no favorecía los intereses de inversionistas extranjeros, porque la voluntad quedaba a discreción del Estado y la controversia adquiría “tintes políticos” que no reflejaban los intereses del inversionista.
Otra lectura sobre este fenómeno es el que propone el pluralismo jurídico, que entiende la fragmentación del derecho internacional como una consecuencia natural de la pluralidad de normas del sistema internacional, compuesto por actores diversos, muchas veces divergentes, que se ven reflejadas en esta “diversificación” (Peixoto, 2016). El constitucionalismo en el ámbito internacional, regional o global puede ser descrito como un proceso de desestatización, resultado de la reducción de la capacidad regulatoria del Estado (Ibid.). Ghiotto (2015) también aborda esta sistematización desde la transferencia de políticas reguladas tradicionalmente por el derecho doméstico hacia regímenes o estructuras de gobernanza internacional en las que las funciones constitucionales migran hacia el derecho internacional.
No obstante, el derecho internacional de los derechos humanos y sus jurisdicciones son incapaces de neutralizar las disposiciones y sentencias que sustentan la arquitectura jurídica formada por los contratos firmados por las empresas transnacionales, sus normas, acuerdos y tratados de comercio e inversiones. También, por el Sistema de Solución de Diferencias (SSD) de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y los tribunales arbitrales, como el Ciadi del Banco Mundial (Hernández, 2016). Mientras los Estados asumen sus responsabilidades, con el fin de brindar garantías a la sociedad civil y, en particular, a quienes defienden los derechos humanos y derechos ambientales, como así lo plantea el Acuerdo de Escazú, también deben actuar en pos de los cumplimientos de los TBI que han firmado para no verse inmersos en una demanda con tribunales arbitrales.
En resumen, el régimen de los derechos humanos puede ser examinado como un “hard law mínimo” o bien, como marco regulatorio plasmado en instrumentos jurídicos obligatorios por naturaleza para quienes manifiesten su consentimiento en obligarse por ellos. El régimen de protección a inversores extranjeros, por su parte, también deviene de instrumentos jurídicos obligatorios y, por esa razón, entra en tensión con el régimen de derechos humanos. Lo visto hasta aquí se enmarca en los aportes latinoamericanos a la economía política internacional (EPI), disciplina cobijada por las relaciones internacionales.
Discusión y propuesta teórica
En la década de 1970, las nuevas relaciones de poder internacional, con el surgimiento de las empresas transnacionales como actores políticos en el escenario global, dieron origen a la EPI (Saguier y Ghiotto, 2018). De hecho, la escuela británica y estadounidense aportaron a esta disciplina las tensiones entre el sistema internacional de Estados y el mercado global. El punto en común entre ambas escuelas fue que lograron identificar que ni la economía ni las relaciones internacionales, por separado, brindaban respuesta a la internacionalización de la producción de la década de 1970, ni daban cuenta de la nueva relación de los Estados y el mercado global que surgía a partir de la globalización de la producción (Strange, 1970; Gilpin, 1990).
Estos temas, aunque empezaban recién a discutirse en el hemisferio norte, tenían cierta trayectoria en América Latina con el poder de las empresas transnacionales en el financiamiento de los golpes de Estados, por ejemplo, de la United Fruit Company en Guatemala en 1954, la ITT Corporation en Chile en 1973, entre otros (Saguier y Ghiotto, 2018). Más allá de los aportes significativos y particulares que realiza la región a la EPI (en particular desde la teoría de la dependencia) no existen espacios académicos suficientes que permitan consolidar y profundizar perspectivas teóricas y trabajos empíricos de modo permanente y orgánico. Para superar esta limitación, Saguier y Ghiotto (2018) plantearon que el estudio de las empresas transnacionales constituye una oportunidad para afianzar el campo de la EPI en América Latina, ya que el rol que estas adquirieron en la construcción del orden neoliberal en la década de 1990 es central para entender cómo se convirtieron en “actores políticos” y entes socioeconómicos a nivel nacional y transnacional. Por ende, además del Estado, hay otros actores que debilitan las reglas existentes y generan sus propias reglas (Tussie, 2015).
Desde la EPI latinoamericana, una de las líneas de investigación que resulta de la proliferación de los TLC y TBI son los estudios sobre gobernanza global del comercio y de las inversiones, que se enfocan en la nueva normativa construida a partir de los tratados. De esta manera, este artículo retoma los aportes del análisis crítico del derecho internacional público a partir de cómo la relación Estado-mercado, análisis central de la EPI, se cristaliza en la nueva lex mercatoria, dejando por resultado una arquitectura jurídica internacional fragmentada y asimétrica.
Al mismo tiempo, la relevancia de retomar la teoría de los regímenes internacionales se encuentra en que ambos marcos (tanto el de derechos humanos como el de la protección a inversores) cumplen con las características de un régimen internacional. No obstante, esta tensión expresa las limitaciones propias de los regímenes internacionales, no permitiendo el traslado de nuevas fuerzas sociales hacia acuerdos ambientales y de derechos humanos jurídicamente vinculantes que puedan ser efectivos, en comparación con acuerdos vigentes orientados al auge del capital transnacional de la década de 1990.
3.1. Fragmentación del derecho internacional y asimetría normativa como resultado de la lex mercatoria
El concepto de “régimen” surge en el campo de las relaciones internacionales a mediados de 1970: pretende explicar un contexto en el que no existían instrumentos apropiados y en el cual la realidad internacional comienza a interpretarse en términos de globalidad (Barbé, 1989). Según Krasner (1983, p. 2), un régimen internacional puede ser definido como un “conjunto implícito o explícito de principios, normas, reglas y procedimientos de toma de decisión alrededor de los cuales las expectativas de los distintos convergen en un área determinada de las relaciones internacionales”. De esta manera, estos sistemas están conformados por normas jurídicas que recogen principios y reglas no necesariamente compartidas por otros regímenes. Los temas “susceptibles” de regulación internacional impulsan la existencia de estos sistemas y una potencial tensión en cuanto a las normas en vigor que componen cada uno de los conjuntos, ofreciendo soluciones opuestas (Bas, 2020).
Este contexto permitió el surgimiento de la noción de “régimen internacional”, es decir, un marco de carácter global en el que se admite la existencia de un orden internacional y en el que se opera con categorías realistas. El carácter global está determinado por las condiciones de interdependencia compleja, se caracteriza por la disminución del rol de la fuerza militar, la importancia de múltiples campos de actividad y la existencia de diversos canales de contacto entre las sociedades (Barbé, 1989). De esta manera, los regímenes no surgen por sí solos y no se consideran fines en sí mismos ya que, una vez implementados, afectan a los comportamientos y resultados relacionados (Krasner, 1983).
En este punto, interesa para el argumento de este artículo la idea de que los regímenes afectan a los comportamientos de los actores parte. Tal situación se refleja en el momento en que los Estados asumen responsabilidades frente a regímenes internacionales (con instrumentos jurídicamente vinculantes o no), como el de los derechos humanos, siendo el caso del Acuerdo de Escazú y el de protección a inversiones en el marco de los TBI. En este contexto de fragmentación del derecho internacional y su asimetría normativa como resultado de la nueva lex mercatoria, las acciones del Estado en muchas ocasiones se encuentran condicionadas por este escenario.
La idea de una “fragmentación del derecho internacional” ha sido utilizada para nombrar a todas aquellas instituciones y regímenes normativos que proliferan y gozan de un alto grado de autonomía, así como aquellos conflictos que surgen entre dichos regímenes e instituciones con el derecho internacional (Rodiles, 2009). Esta fragmentación ocasiona asimetría normativa entre el derecho internacional de protección de las inversiones y el derecho internacional de los derechos humanos (Echaide, 2016; Hernández, 2009). Las normas de este último régimen, pese a ser más importantes que la normatividad sobre inversiones, tienen una aplicación más difícil, ya que resultan en ámbitos de derecho blando (soft law) no vinculantes para con los Estados, que permiten a los inversores funcionar con plenas garantías económicas y criterios plasmados en el derecho internacional de comercio (Echaide, 2016).
De esto modo, las normas internacionales conforman un bloque jurídico mercantil que promueve la apertura de los mercados, la liberalización de inversiones con sus mecanismos de solución de controversias y tribunales arbitrales que garantizan la seguridad jurídica para los actores interesados, totalmente vinculante para con los Estados parte (Echaide, 2016). Esta asimetría entre ciertas normas, que se aplican más vigorosamente que otras y muestra la fuerte evolución de un derecho comercial global, no puede explicarse sin el concepto que engloba a toda esta arquitectura jurídica internacional. El concepto que explica el funcionamiento de esta arquitectura jurídica internacional es la nueva lex mercatoria (Hernández 2016; Gándara et al., 2021)
La lex mercatoria, entendida como el derecho corporativo global, se refiere a las normas y principios que regulan el mercado y que son aplicados en las transacciones comerciales. Se sustenta en la desregulación de las obligaciones de las empresas transnacionales. Es allí que se refuerzan los derechos del capital (Hernández, 2016), pero también se debilitan los derechos humanos, del medioambiente, entre otros. Así, los derechos de las empresas transnacionales están inmersos en un conjunto de contratos, normas de comercio e inversiones de carácter estatal, multilateral, regional y bilateral y de decisiones de tribunales arbitrales que deben ser acatadas.
La lex mercatoria es la forma más antigua de transnacionalización de las normas jurídicas, antiguamente reflejadas en el derecho mercantil. La nueva lex mercatoria, por su parte, reinterpreta y formaliza el poder de las multinacionales mediante el uso y costumbres internacionales, las normas de las organizaciones internacionales -en particular, del ámbito económico-financiero-, contratos tipo de las empresas transnacionales y laudos arbitrales. El núcleo duro de la nueva lex mercatoria está conformada por las normas de los regímenes internacionales, como la OMC, los tratados regionales, los tratados bilaterales de libre comercio e inversión, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), así como los contratos de inversión y explotación de las empresas transnacionales y los laudos arbitrales (Hernández, 2009).
Contexto socio-político del surgimiento del Acuerdo de Escazú
Los derechos de acceso en asuntos ambientales, consagrados en las legislaciones nacionales de los países de la región, tienen antecedentes en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 y en la Carta Mundial de la Naturaleza de 1982. No obstante, es en la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de 1992 que se desarrolla y se hace visible el derecho al acceso a la participación pública, a la justicia y a la información para tratar los asuntos ambientales (Jiménez, 2021). De forma particular, dentro de los 27 principios propuestos en la declaración, el número 10 tutela el acceso a la información, la participación y el acceso a la justicia en asuntos ambientales. Veinte años más tarde, en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible (Río+20) de 2012, se realizó la Declaración sobre la aplicación del Principio 10 en América Latina y el Caribe, con un Plan de Acción (2012-2014).
En esta declaración se “[…] reitera el compromiso de los países de América Latina y el Caribe de avanzar hacia el logro de la plena aplicación de los derechos de acceso a la información y a la justicia en asuntos ambientales, a fin de fomentar la participación de la sociedad en la promoción del desarrollo sostenible” (Cepal, 2014, p. 2). Es decir, se incita la adopción de medidas a escala regional, nacional, subnacional y local para promover el acceso a la información, la participación del público y el acceso a la justicia en asuntos ambientales (Jiménez, 2021).
Según Bárcena, Torres y Ávila (2021), el Acuerdo de Escazú contiene elementos de la democracia ambiental en el derecho internacional mediante los tres derechos de acceso que propone: derecho al acceso a la información, a la participación pública y a la justicia en asuntos ambientales. Se trataría del primer tratado en derechos humanos y ambientales de la región que incorpora un artículo con disposiciones puntuales para la protección de las personas defensoras del medioambiente, como también, una definición sobre personas o grupos en situación de vulnerabilidad respecto a los derechos de acceso (Gamboa, 2020).
El acuerdo surge en un contexto regional en el que hay problemas y reclamos relacionados con los derechos ambientales, pero también, de incumplimiento de derechos humanos básicos, como el acceso a la justicia, a la información y participación pública. Al mismo tiempo, emerge en un contexto de crisis económica de índole estructural e incremento de las políticas de inversión en el sector de infraestructura y actividades extractivas. En consecuencia, los Estados agilizaron una serie de inversiones privadas sin contemplar una base de salvaguardas socio-ambientales que debilitaron los procedimientos de evaluación de impacto ambiental, los estándares de calidad ambiental, la capacidad sancionadora de los organismos de fiscalización, titulación de territorios indígenas y la consulta previa (Gamboa, 2020).
Además, un elemento central en esta crisis económica, política y socio-ambiental es la flexibilización normativa, en la cual se generan limitados mecanismos de transparencia, acceso a la información y participación de las comunidades afectadas. En muchos de los proyectos de inversión se han generado graves daños ambientales y vulneraciones a los derechos humanos, proyectos en los que América Latina y el Caribe termina siendo la región del mundo con más asesinatos de defensores de derechos humanos, ambientales y de la tierra en 2019 (Global Witness, 2019). Un dato no menor es que la mayor cantidad de asesinatos por área productiva lo encabeza el sector minero y las industrias extractivas (43 asesinatos), seguido por el sector de agroindustria (21) y el de agua y represas (17) (Ibid.).
La firma del acuerdo incluye reglas de la gobernanza ambiental y asienta indicadores mínimos que se deben respetar en democracia (Castro et al., 2019). El proceso de ratificación estuvo marcado por las propuestas de algunos Estados de disminuir el grado de obligatoriedad del acuerdo (Ibid.). No obstante, el texto final logró consignar los estándares mínimos de los derechos de acceso y su carácter jurídico vinculante, que le otorga jerarquía constitucional al tratado.
Seguridad jurídica de los derechos humanos: condicionantes del Acuerdo de Escazú
El artículo 8 del acuerdo sobre acceso a la justicia en asuntos ambientales ofrece elementos de rigor para abordar los condicionantes a tener frente al régimen de protección de inversores.4 Este artículo comprende el concepto “tradicional” del derecho de toda persona en hacer valer o resolver sus disputas bajo el auspicio del Estado mediante el acceso a tribunales “independientes e imparciales” y con las garantías del debido proceso, de conformidad con los artículos 8 y 25 de la CADH (Lovatón, 2009). Al mismo tiempo, los mecanismos comunitarios, mecanismos alternativos de solución de conflictos, tribunales administrativos o instancias como la Defensoría del Pueblo también son aptos para satisfacer la demanda de acceso a la justicia y, por ende, el mismo no será sinónimo de tutela judicial efectiva.
Además, el acceso a la justicia ambiental, según Burdiles (2021), reconoce que no se limita solo a las instancias judiciales; también incluye a los órganos administrativos nacionales que tienen competencia para resolver cualquier impugnación o recurso relacionado con el ámbito del artículo 8.2, en sus letras a), b), c). De esta manera, conforme al análisis que realiza Cafferatta (2021), el acceso a la justicia ambiental va más allá del aspecto procesal: implica todo lo relativo a la faz sustantiva en cuanto a si la conducta que se cuestiona afecta o pueda afectar de manera negativa al medioambiente, resulte contravencional, o violatoria de normas jurídicas ambientales.
No obstante, el artículo 8 establece la obligación de las partes de garantizar el acceso a la justicia y todo lo que ello implica. Se debe cumplir en el marco de su legislación nacional y mediante instancias judiciales y administrativas contempladas en la misma. Es decir, no se crea ninguna instancia supranacional o adicional para impugnar o resolver conflictos relacionados con estas materias, quedando en manos de las instituciones y procedimientos contemplados en la legislación de cada Estado parte (Burdiles, 2021). En relación con el mecanismo para acceder a una demanda, las personas y comunidades afectadas solo pueden acceder a instancias judiciales dentro de la legislación nacional, mientras que los inversores extranjeros recurren a un tribunal privado con sede internacional.
En el caso de que el acceso a la justicia esté limitado dentro de un tribunal nacional, una posible solución puede ser el litigio internacional. Los tribunales internacionales están mejor situados que los nacionales en la captación de la naturaleza global de los problemas ambientales, ya que pueden interpretar y aplicar con mayor facilidad las normas derivadas de los tratados climáticos y otras fuentes del derecho internacional (Mayer y van Asselt, 2023). No obstante, los litigios internacionales podrían convertirse en un arma de doble filo: pueden favorecer a los derechos humanos y la acción climática, pero también obstaculizar estos procesos con laudos a favor de los inversores extranjeros y sus demandas en contra de los Estados, lo cual fragmenta el derecho internacional.
En resumen, prevalece una tensión entre dos regímenes internacionales sobre el tipo de tratamiento previsto para el no cumplimiento de los derechos consagrados: por un lado, en el Acuerdo de Escazú y, por el otro, en el sistema de protección a inversores extranjeros. En el primer caso, las comunidades afectadas acceden a la justicia nacional según la jurisdicción que les corresponda. Para el segundo caso, los inversores extranjeros pueden acceder a tribunales arbitrales ante un caso de incumplimiento del TBI. Es decir, existe una asimetría normativa en comparación al procedimiento de acceso a la justicia que se le da a los inversores extranjeros mediante los TBI, ya que los mismos pueden acceder a tribunales privados y no a instancias judiciales y administrativas que contempla la legislación nacional. Además, solo se accede a la Corte Internacional de Justicia o a un tribunal de arbitraje en el caso de que exista una “controversia” entre las naciones signatarias, entendida a partir de la interpretación o la aplicación del acuerdo.
Este acuerdo representa un hito para la democracia ambiental y los derechos humanos, además de ser un avance significativo para los defensores ambientales al trascender el ámbito del soft law. Se adentra en una nueva generación de tratados que son jurídicamente vinculantes para los Estados, aunque no para el mercado. Más allá de estos aspectos, la fragmentación del derecho internacional prevalece en los casos en los que se accede a los tribunales internacionales, ya que, al no existir una jerarquía normativa, las sentencias a favor del resguardo de los derechos humanos y del ambiente no se traducen en un mayor cumplimiento debido a que existen otras sentencias del mismo valor jurídico a favor de aquellos inversores que actuaron en contra de estos mismos derechos y a favor de sus intereses corporativos. En los hechos, los Estados tienden a cumplir con las sentencias de tribunales internacionales debido a que el pago por no hacerlo es mucho mayor.
TBI entre Estados Unidos y Ecuador
Si bien, las normas del fragmento del derecho internacional de los derechos humanos son más importantes que las normas sobre inversiones, en la práctica, en litigios de tribunales arbitrales suelen prevalecer las garantías económicas y criterios de la lex mercatoria. El bloque jurídico mercantil promueve la liberalización de las inversiones y apertura de los mercados bajo sus mecanismos de solución de controversias y tribunales arbitrales que garantizan la seguridad jurídica para los actores interesados, vinculante para los Estados parte (Echaide, 2016). Así, en la década de 1990, las regiones del Sur global que experimentaron un boom de los acuerdos de inversión fueron favorecidas por la dependencia del flujo de capitales privados generada por la crisis de la deuda de 1980, la orientación acentuada de los programas del FMI y del BM, junto con la hegemonía neoliberal (Eberhard, 2014). En consecuencia, el escenario previsto consistía en un libre mercado inmunizado contra el intervencionismo estatal, pero, para que funcione, necesita que el Estado garantice los derechos de la propiedad.
Un ejemplo de estos tratados son los acuerdos internacionales de inversión en forma de TBI o capítulos de inversión en TLC. Estos tratados, además de establecer estándares para la promoción y protección de las inversiones entre los Estados parte, incorporan un mecanismo expedito para la solución de controversias que se puedan presentar entre el inversionista de un Estado parte y el Estado receptor de esa inversión (Burgos-De la Ossa y Lozada-Pimiento, 2009). Por ende, el inversor tiene la facultad de demandar al Estado receptor ante un tribunal internacional de arbitraje. Esta demanda se da de manera unilateral debido a que el Estado no puede demandar al inversor por este mismo mecanismo.
En la actualidad, hay numerosos acuerdos internacionales que incluyen estos derechos de demanda. En sus cláusulas determinan que los inversores extranjeros recurran a arbitrajes internacionales privados para demandar a los Estados por cualquier política (de protección sanitaria y ambiental, sociales y económicas) que amenace sus títulos de propiedad y ganancias previstas por sus inversiones (Eberhardt, 2014). De esta forma, el TBI entre Estados Unidos y Ecuador nos permite comprender cómo se compone este tipo de documentos jurídicos ya que, todos ellos, repiten constantemente los mismos articulados que pueden variar en orden, pero no en su contenido.
Una de las mayores limitaciones que tienen los TBI es su amplia definición del concepto de “inversores” y, en general, sus cláusulas suelen poco objetivas. En consecuencia, queda a libre interpretación de los árbitros de los tribunales qué se entiende por “inversor” y el análisis que realizan a cada cláusula. Estos árbitros no son jueces, sino abogados privados. El proceso se inicia en el momento en que el inversor envía una notificación de arbitraje a un Estado, sin que esto pase primero por los tribunales nacionales o locales. Luego, el inversor y el Estado eligen al tribunal arbitral, cada una de las partes eligen a un árbitro y, de manera conjunta, designan a una tercera persona que actúe como presidente.
Los procedimientos de arbitraje pueden durar varios años y suelen celebrarse a puertas cerradas, mientras que al público se le facilita escasa o nula información, aunque formen parte del caso. Por último, el tribunal arbitral determina si el Estado ha vulnerado los derechos de los inversores y a cuánto asciende el monto de la reparación, también asigna los costes jurídicos de la demanda. Ante una sentencia, los Estados deben cumplir los laudos arbitrales, caso contrario, estos pueden ser impuestos por tribunales reales en casi cualquier lugar del mundo, mediante la incautación de propiedades del Estado en otro lugar.5
Las cláusulas a las que se apela de manera constante en las demandas de inversor-Estado suelen ser, retomando el TBI entre Estados Unidos y Ecuador, el artículo II sobre promoción y tratamiento y el artículo III, que se refiere a la expropiación y compensación. Los artículos más extensos son aquellos centrados en el mecanismo de solución de disputas entre una parte y un inversionista de la otra parte (artículo VI) y controversias entre las partes (artículo VII) y, por último, el artículo XII sobre duración y terminación, denominada “cláusula zombi”.
El principio básico sobre el tratamiento justo y equitativo al inversor sugiere que los Estados no pueden seguir estrategias económicas nacionales, siendo la cláusula potencialmente más peligrosa para el interés público, en el sentido de que cualquier reforma que avance de manera progresiva sobre los derechos de la población y afecte de alguna forma la rentabilidad de las corporaciones puede manifestarse como un avance ante el trato justo y equitativo de las mismas (Laterra y Constantino, 2020). Al mismo tiempo, el parágrafo 2 c) de dicho TBI amplía las condiciones de cualquier acuerdo a nuevos tratados que se pudieran llegar a firmar, permitiendo a los inversionistas “importar” derechos más favorables de otros tratados por el país anfitrión,6 de esto se trata la “nación más favorecida”.
En segundo lugar, el artículo III, parágrafo 1, sobre expropiación y compensación de dicho TBI, precisa por expropiación indirecta aquellos mecanismos, regulaciones y acciones gubernamentales que reducen el valor de una inversión. No obstante, la expropiación indirecta es un concepto muy amplio y vago, ya que cualquier ley o medida regulatoria que reduzca las utilidades esperadas de un inversionista extranjero puede ser entendido como tal. Los tribunales han interpretado por expropiación las legislaciones en salud, ambiente y otras, ordenando a los Estados a pagar una compensación como lo dispone el TBI.
En tercer lugar, los artículos más extensos refieren al mecanismo de solución de disputas entre una parte y un inversionista de la otra parte (artículo VI) y controversias entre las partes (artículo VII). Según el artículo VI, parágrafo 3, la sociedad o el nacional interesado podrá optar por consentir por escrito a someter la diferencia para su solución al arbitraje obligatorio, establecido en el Convenio sobre el Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones entre Estados y Nacionales de otros Estados, del 10 de marzo de 1965 en Washington (Convenio del Ciadi), siempre que la parte sea signante de dicho convenio. También, podrá optar por el Mecanismo Complementario del Ciadi, las Reglas de Arbitraje de la Comisión de las Naciones Unidas sobre Derecho Internacional (CNUDMI), cualquier otra institución arbitral o conforme a otra norma de arbitraje que existiera.
Estos artículos son considerados una excepción al sistema clásico, dado que en dichos acuerdos no se condiciona el proceso arbitral al previo agotamiento de los recursos internos en el Estado demandado, según propone la doctrina de Calvo (Bas, 2015). Esta doctrina, elaborada en 1868 por el jurista argentino Carlos Calvo, se basa en los principios de igualdad soberana y la no intervención y trato igualitario entre extranjeros y nacionales. Por ende, los Estados soberanos tienen derecho a determinar libremente sus políticas internas y externas, sin injerencia extranjera; mientras que el inversor, al tener iguales derechos a los nacionales, debe agotar los recursos de la jurisdicción doméstica sin pedir la protección o intervención diplomática del Estado de su nacionalidad (Bas, 2015).
En cuarto y último lugar, el artículo XII sobre duración y terminación, parágrafo 3, es entendida como “cláusula zombi”, debido a que luego de terminado el tratado, mantiene los derechos a los inversionistas para demandar al Estado por un período de cinco, diez o quince años. De manera que los TBI son contrarios a las Constituciones de cada país porque establecen una jurisdicción diferente a la doméstica y privilegian al inversor extranjero sobre el nacional, al darle el derecho de demandar al Estado ante un tribunal arbitral internacional (Bas, 2020). Al mismo tiempo, por más que se construya una jurisprudencia sólida y con principios comunes, un tribunal doméstico no tendría el mismo impacto en la conducta de las empresas transnacionales que la creación de una institución internacional que entienda la materia y se encargue de cruzar ambos regímenes internacionales, es decir, el régimen de protección de los derechos humanos y el de protección de las inversiones (Ibid.).
Como se sostuvo a lo largo de este artículo, lo tribunales ad hoc se comportan como órganos que controlan los actos u omisiones estatales, sin tener en cuenta una base mínima de protección de los derechos humanos porque, en definitiva, no retoman las legislaciones actuales de cada Estado ni del derecho internacional, sino que se basan en los artículos planteados en los TBI y TLC. En consecuencia, los efectos de esta limitación se constatan bajo el efecto de la parálisis o congelamiento normativo, es decir, la abstención de regular o continuar un proceso normativo frente a una demanda o amenaza de demanda del inversor extranjero (Bas, 2020).
Si bien, la soberanía estatal no puede verse erosionada por la asunción de compromisos internacionales, ya que esta actividad se realiza en ejercicio de esta, también el derecho de ser parte de compromisos internacionales es un atributo de la soberanía estatal. Esta arquitectura jurídica, como resultado, condiciona el accionar de los Estados, ya sea en pos de la protección de los inversores extranjeros como a favor de la protección de los derechos humanos por daños causados por las empresas transnacionales.
Conclusiones
El principal condicionante jurídico que enfrentan tratados como el Acuerdo de Escazú, que son parte del marco regulatorio de los derechos humanos y del ambiente de cada país, es el régimen de protección a inversores extranjeros. El instrumento relevante de este régimen de protección a inversores son los TBI, que cuentan con la misma personalidad jurídica que los regímenes que promueven y protegen los derechos. En los hechos, los fallos emitidos por los tribunales arbitrales internacionales condicionan las sentencias emitidas por las cortes nacionales en contra de los inversores extranjeros o de sus proyectos de inversión. En este marco, el Estado queda como garante del cumplimiento de ambas resoluciones: prevalece el laudo a favor de la transnacional en decrecimiento de la sentencia de la Corte nacional. Además, estos regímenes de protección a inversores promueven un escenario con total libertad para sus capitales y actividades sin ninguna obligatoriedad para con el ambiente y las personas. Este punto resulta clave, ya que muchos de estos proyectos han generado graves daños al ambiente y violaciones a los derechos humanos.
Al mismo tiempo, esta arquitectura jurídica internacional ocasiona un “enfriamiento normativo” que ocurre si un Estado reacciona ante los costos potencialmente elevados asociados a las amenazas percibidas o reales de arbitrajes, revirtiendo, retirando, debilitando o no aplicando medidas reguladoras legítimas para abordar la crisis climática, proteger el medioambiente o hacer efectivos los derechos humanos. Además, el mecanismo de solución de controversias inversor-Estado conlleva grandes impactos, ya que hay demandas en tribunales arbitrales que guardan relación con proyectos en marcha o propuestas que representan lo contrario al desarrollo sostenible por sus consecuencias en el medioambiente y los derechos humanos. Decenas de demandas han cuestionado las políticas destinadas a respetar y proteger los derechos de los pueblos indígenas, el derecho a la salud, al agua y a un medioambiente saludable (casos de Chevron contra Ecuador, Copper Mesa contra Ecuador, Eco Oro contra Colombia, Infinito Gold contra Costa Rica, Glencore contra Colombia, entre otros).
Este artículo procuró realizar un aporte al campo de las relaciones internacionales, en particular, a la EPI, al promover el análisis crítico sobre la gobernanza económica mundial mediante el estudio de la nueva arquitectura jurídica internacional y los tratados que protegen a las inversiones extranjeras. Por tal motivo, resulta relevante profundizar sobre la existencia de las tensiones que surgen entre estos marcos normativos. En un contexto próspero para la conquista de nuevos derechos o de refuerzo de los ya existentes dentro de regímenes como el Acuerdo de Escazú, se debe hacer un paso previo, que propone la revisión de aquellos tratados que limiten o condicionen el correcto funcionamiento de estos nuevos acuerdos, en este caso los TBI, como también, reflexionar si solo son los Estados los únicos responsables de la protección del ambiente y los derechos humanos. Además, se debe profundizar en análisis sobre los conflictos sociales en torno al control y el acceso de bienes comunes, las actividades extractivas y sus formas de apropiación, además de la explotación del medioambiente en relación con los marcos normativos que protegen a los inversores extranjeros.