Introducción
La inseguridad representa uno de los factores que más deterioran la calidad de vida en la población de América Latina y el Caribe (ALC). De acuerdo con el informe del Latinobarómetro de 2018,1 la población de 18 países de ALC consideró que la delincuencia y la inseguridad pública eran los problemas, a escala municipal, que más aquejaban a las personas. Además, en 2017, la región concentró el mayor número de homicidios dolosos o intencionales a escala mundial (United Nations Office on Drugs and Crime ;UNODC, 2019). Pero, no se trata de un fenómeno reciente. Desde hace más de tres décadas, la región mantiene las tasas de homicidios más altas a escala mundial (Ibid.),2 las cuales oscilaron entre 14,5 víctimas por cada 100 mil habitantes en 1990 y de 17,2 en 2017. Vale resaltar que las tasas de promedio mundial de homicidios fueron de 7,4 víctimas en 1993 y de 6,1 víctimas en 2017.
También llama la atención que, con relación a los delitos comunes, como robos o asaltos, con o sin violencia, la región ocupó el segundo lugar entre 2006 y 2019, por debajo del continente africano (Van Dijk et al., 2022). Aunque algunos países experimentaron un ligero descenso en la prevalencia de delitos de tipo patrimonial a lo largo de estos trece años, estos datos evidencian que el crimen, la violencia e inseguridad reportadas en ALC representan tres problemas graves que no han podido ser atendidos de forma satisfactoria (Niño, 2020).
Esto contrasta porque en las últimas dos décadas algunas regiones han experimentado un descenso en los niveles de victimización, tal es el caso de Europa. De acuerdo con información proveniente de varias ediciones de la Encuesta Internacional sobre Criminalidad y Victimización, hay un descenso sostenido en las tasas de victimización en diez países europeos, respecto de diez distintos delitos a lo largo del siglo XXI (Van Dijk & Tseloni, 2012). Este caso de éxito ha sido explicado, en parte, como resultado del mejoramiento de la calidad y diversas estrategias de seguridad, tales como implementación de tecnologías antirrobo en vehículos, sistemas de seguridad en hogares, políticas públicas dirigidas a mejorar la seguridad, entre otras (Ibid., Farrell et al., 2011). El papel de la seguridad en el descenso de la delincuencia en varios países europeos supone un factor de análisis frente al estado actual de la criminalidad y la violencia que atraviesa ALC.
Sin embargo, ¿a qué se refiere el concepto de “seguridad”? Esta cuestión fue sostenida, hace casi tres décadas, por Baldwin (1997), para quien la claridad conceptual de la seguridad es presupuesto indispensable en la construcción de proposiciones, teorías y marcos analíticos en la materia. Puesto que el término abarca varios aspectos de la vida socio-humana, el autor propone especificar el concepto a partir de las siguientes categorías: ¿para quién(es)?, ¿respecto de qué valor(es)?, ¿cuánta seguridad?, ¿respecto de qué amenazas?, ¿por cuáles medios?, ¿a qué costo? Al retomar algunas de estas inquietudes, interesa en este artículo proponer una discusión conceptual de la seguridad que, vista como una tarea estatal, se dirige hacia la protección de las personas, sus derechos y bienes (¿seguridad para quién?) y con arreglo a valores y medios democráticos (¿seguridad por cuáles medios?). En definitiva, se busca arrojar luces a la compleja intersección conceptual entre la seguridad, los derechos humanos, la democracia y la rendición de cuentas.
Con base en una revisión bibliográfica se identifican, analizan y comparan los modelos de seguridad en los que el Estado tiene injerencia y autoridad (seguridad nacional, seguridad pública y seguridad ciudadana), constatándose que el modelo de seguridad ciudadana es el que ofrece vínculos sustantivos con los otros conceptos explorados (derechos humanos, democracia, rendición de cuentas). Un estudio en mayor profundidad de la seguridad ciudadana permite proponer, en un nivel teórico-prescriptivo, la naturaleza jurídica de la seguridad ciudadana como un metaderecho humano, con miras a favorecer su materialización. Para ello, retomando la propuesta teórica que Sen (1984) elabora respecto del concepto de metaderecho, se entiende el metaderecho a la seguridad ciudadana como la posibilidad de la ciudadanía de exigir políticas públicas que, con arreglo a principios democráticos, promuevan entornos libres de violencia (interpersonal y social) y combatan la criminalidad, como condiciones necesarias para el disfrute y goce de otros derechos fundamentales como la vida, integridad personal, libertad, entre otros.
Esta propuesta, de corte jurídico implicaría, por un lado, reconocer que las personas tienen el derecho de reclamar acciones y estrategias por parte del Gobierno para prevenir, contener y reaccionar frente a la violencia y la criminalidad, con arreglo a principios democráticos. Por otro lado, significa la posibilidad de supervisar que tales decisiones gubernamentales sean efectivas y respetuosas de los derechos humanos de las personas afectadas por dichas intervenciones. La caracterización teórica de la seguridad ciudadana como metaderecho permite llenar el vacío conceptual que existe entre la obligación del Estado de proveer entornos pacíficos libres de violencia y la legitimidad ciudadana para demandar de aquel, políticas públicas dirigidas a proteger otros derechos humanos, como la vida, la integridad física, la libertad, la disposición pacífica del patrimonio. Estos derechos pueden verse afectados por conductas violentas o delictivas, pero también por actuaciones del mismo Estado.
De forma adicional, la rendición de cuentas, entendida como un sistema de supervisión, control, monitoreo y evaluación del desempeño de toda autoridad, se presenta como un elemento necesario e ineludible del metaderecho a la seguridad ciudadana: si las personas tienen el derecho de pedir acciones gubernamentales para prevenir y contener la violencia, así como para crear entornos pacíficos que promuevan una vida digna, también tienen la capacidad de evaluar la efectividad de dichas políticas públicas (sea en términos de respeto a los derechos humanos, de impacto). De esta manera, la revisión de las acciones en materia de seguridad ciudadana, junto con la prevención y reacción frente a posibles abusos de autoridad, son una vía indispensable para garantizar una seguridad ciudadana justa y adecuada. Estos aspectos permiten comprender de manera integral la seguridad ciudadana y su relación con los derechos humanos y la democracia, generando un aporte valioso al campo académico y formulación de políticas públicas efectivas.
Con el fin de alcanzar los propósitos perseguidos en este artículo se procede, en el apartado siguiente, a describir el significado que la seguridad posee en distintas disciplinas de las ciencias sociales, destacándose su conceptualización multifacética y abarcadora de diversos ámbitos de la vida social. Posteriormente, se focaliza el análisis de la seguridad en el momento en que es entendida como responsabilidad estatal, de forma concreta, se describen y comparan los distintos modelos a que dicha función ha dado lugar, haciendo énfasis en la seguridad ciudadana como el modelo de seguridad que se corresponde con los Estados democráticos. Este ejercicio favorece la claridad conceptual, presupuesto fundamental para el diálogo académico y el desarrollo de futuras investigaciones. En el siguiente apartado se argumenta y esboza la naturaleza de la seguridad ciudadana como un metaderecho humano que permite, a su vez, la salvaguarda de distintos derechos. En otro apartado, se justifica la rendición de cuentas policial como un elemento inherente al metaderecho a la seguridad ciudadana, que cumple la función de ser una de sus garantías. Por último, se encuentran las conclusiones.
Seguridad: concepto ambiguo en las ciencias sociales
La seguridad es una noción polifacética y multivalente, aplicable a diversos campos del saber y quehacer humano. Proviene del latín securitas y se caracteriza por su ambigüedad. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española (s/f), el término admite hasta dieciséis acepciones distintas entre las que destaca, para efectos de este artículo, la cualidad de aquello que está libre o exento de riesgo. El vocablo es muy empleado en las ciencias sociales, así, en las ciencias políticas se habla de seguridad como una de las razones de ser u obligaciones del Estado moderno, cuyos contenidos, objetos referentes, amenazas y actores obligados han evolucionado a lo largo del tiempo, reflejo de su transformación y de la adopción de valores diversos al interior de aquel (Chabat, 2019, 2020). La seguridad, como objetivo de la política, puede ser entendida como la “baja probabilidad de daño a los valores reconocidos” (Baldwin, 1997, p. 13).
En contrapartida a la obligación de los Estados de proveer seguridad, las ciencias jurídicas le confieren a dicho término tanto la naturaleza de prerrogativa como de valor. La seguridad como derecho surge de la mano del liberalismo clásico, en pensadores como Hobbes, Locke y Rousseau (Sánchez y Juárez, 2019) y se instituye como derecho, por primera vez, en el artículo 2 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, junto con la libertad, la propiedad y la resistencia a la opresión. Con el paso de los años, algunos han calificado la seguridad como concepto jurídico indeterminado que, para su comprensión, requiere ser dotado de contenido concreto (Brotat i Jubert, 2014), razón por la cual dicho término ha adquirido diversos adjetivos (social, laboral, jurídica) para referirse el ámbito específico desde el que se pretende proteger a la persona. En el momento en que se pasa al ámbito axiológico, la seguridad es una cualidad estimable y deseable que, junto con la libertad, forman la base sobre la cual se debe promover el desarrollo justo y equitativo de las sociedades (Ruiz y Vanderschueren, 2007).
En la psicología existe una doble conceptuación de la seguridad, tanto objetiva como subjetiva. Tratándose de la primera, se entiende como la segunda necesidad humana básica más importante, después de las necesidades fisiológicas, que permite a las personas humanas alcanzar su autorrealización (Maslow, 1943). En el momento en que se visualiza la seguridad desde el campo subjetivo, se le entiende como un estado cognitivo y emocional que las personas atraviesan al encontrarse libres de preocupaciones por la experiencia de pérdida en cualquier ámbito de sus vidas (estatus, económica, de familiares, entre otros). Este estado subjetivo se ve afectado por diversos factores, desde sesgos, experiencias previas, resiliencia, entre otros (Wichman et al., 2015).
En la sociología también se ha advertido la polisemia del término seguridad, característica que permite referirse tanto a sentimientos de las sociedades como a prácticas de los Estados (Stampnitzky, 2013). Beck (1998) ha sostenido que el énfasis contemporáneo que algunas sociedades colocan sobre la neutralización de riesgos y la seguridad se conecta con emociones como el miedo, en tanto pulsión capaz de congregar acciones sociales de tipo defensivo frente a posibles daños o peligros. Aunque la seguridad ha alcanzado con rapidez el carácter de ideal normativo de las sociedades, se afirma que tales pretensiones representan una quimera imposible, pues toda toma de decisión entraña, de manera inevitable, riesgos (Luhmann, 2006).
En la criminología, desde una perspectiva crítica, se ha advertido cómo las políticas criminales y de seguridad contemporáneas tienden a preocuparse más por las percepciones de (in)seguridad, que por atender las causas estructurales de los comportamientos antisociales (desigualdad social, pobreza, discriminación, racismo). Por ello, se busca explicar la propensión a intervenir aspectos ambientales, prácticas incívicas o vandalismo (Brotat i Jubert, 2014). En cambio, se abandona la investigación sobre el rol que diversos Estados genocidas han tenido en la muerte de personas y cómo ello ha afectado la seguridad a escala personal y comunitario en dichas sociedades (Zaffaroni, 2011). Con base en lo referido, se observa que la seguridad es un concepto amplio, polifacético, con distintos significados, niveles de análisis y ángulos desde los cuales se puede estudiar. Es un término que abarca diversos aspectos de la vida social y, por tanto, no es estático; por el contrario, se encuentra en un proceso de mutación y redefinición.
Seguridad ciudadana frente a otras nociones de seguridad estatal
Este apartado presenta diferentes nociones de la seguridad en su acepción de obligación estatal, con especial énfasis en la seguridad ciudadana. Una de las principales finalidades de los Estados democráticos es la de promover y garantizar la seguridad de las personas que viven y conviven dentro de su jurisdicción, así como la protección de sus derechos, libertades y bienes jurídicos. Con las revoluciones liberales occidentales, en especial la francesa de finales del siglo XVIII, quedó establecida que la fuerza pública habría de mirar en la ciudadanía al principal destinatario de sus esfuerzos, tanto para protegerla como para exigirle el cumplimiento de la ley. El origen de la seguridad desde una perspectiva democrática se halla, en gran medida, en lo establecido en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que a la letra indica que: “La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano necesita de una fuerza pública. Esta fuerza se instituye, por tanto, para el beneficio de todos y no para utilidad particular de aquellos que la tienen a su cargo” (Asamblea Nacional Francesa, 1789, artículo 12).
Hasta hoy día permanece incuestionado el rol y necesario uso de la fuerza pública para asegurar la estabilidad y bienestar común dentro de cualquier régimen democrático, tal y como lo disponía el documento aprobado por la Asamblea Nacional Francesa en 1789. Sin embargo, la naturaleza, características y funciones que dicha fuerza pública y militar presenta para lograr sus objetivos ha sufrido, desde el siglo XIX, mutaciones disímbolas al interior de cada Estado que, a pesar de la varianza, sí conforman tendencias que se explican a continuación.
En un primer momento, cuando recién surgieron los Estados modernos, la obligación de garantizar los bienes y la vida de la ciudadanía requería, simultáneamente, proteger la soberanía, el régimen político y la integridad territorial de dicho Estado respecto de amenazas internas y externas. Es así como surgen prácticas de lo que, hasta mediados del siglo XX, comenzó a recibir la etiqueta de “seguridad nacional”, entendida como la necesidad de “mantener la supervivencia del Estado-nación a través del uso del poder económico, militar y político junto con el ejercicio de la diplomacia” (Akpeninor, 2013, p. x). Pero, a finales de la década de 1990 surgió un nuevo “apellido” de la seguridad, capaz de reflejar las amenazas a los procesos de la globalización e interdependencia internacional, por un lado, y pertinente para reconocer, por otro lado, a los nuevos actores no estatales en su calidad de agentes de la gobernanza de los riesgos a nivel mundial y proveedores de seguridad, tal es el caso de los organismos multilaterales, instancias regionales, corporaciones, entre otros. Es así como, en esta coyuntura, surge la categoría de “seguridad internacional” (Chabat, 2019).
Por su parte, la seguridad pública se relaciona con el mantenimiento del orden público y la paz social, como vías para proteger a las personas, su vida e integridad, así como sus bienes y prerrogativas del crimen y la violencia (Moloeznik, 2020). Esta función estatal se traduce, en teoría, en acciones preventivas y reactivas frente a la violencia y la criminalidad y en las que trabajan de manera coordinada diversas autoridades, tal es el caso de las policías, las de procuración e impartición de justicia y ejecución de penas y reinserción social, en lo principal. Este enfoque de seguridad se caracteriza por ser Estado-céntrico (Salgado, 2010), es decir, es preponderante mantener el orden político y salvaguardar las instituciones públicas, por encima de la protección de la ciudadanía. Además, relega a las personas al rol de espectadores pasivos sin que sea posible establecer controles ciudadanos sobre la actuación estatal.
En contraste con la seguridad pública, surge la “seguridad ciudadana” como una nueva perspectiva que va más allá de la prevención y del castigo de la criminalidad. El surgimiento de este enfoque se dio durante los últimos decenios del siglo XX y principios del XXI, como consecuencia de la transición democrática vivida por algunos países latinoamericanos y europeos sometidos a regímenes dictatoriales y autoritarios (Comisión Interamericana de Derechos Humanos CIDH, 2009). Esta categoría es una respuesta a la pregunta de qué propiedades, características y condiciones debe cumplir la función estatal de seguridad en órdenes políticos democráticos y de derecho (Gasper & Gómez, 2014).
A diferencia del concepto de seguridad pública, en el que el objetivo es el mantenimiento del orden público como manifestación de la preeminencia y superioridad del poder estatal, desde el enfoque de seguridad ciudadana, el Estado y sus agentes se entienden sometidos al respeto de la ley, a la protección de los derechos y libertades, junto con el diseño de políticas públicas que coloquen a las personas en el centro de los planes y programas estatales (CIDH, 2009). Intervenciones que deben orientarse por principios democráticos, como la igualdad de derechos, la soberanía popular, el pluralismo político y la participación ciudadana, principalmente.
A pesar del extendido uso de la noción de seguridad ciudadana en el campo de la política pública, sobre todo en ALC, aún no se cuenta con una definición concertada de este tipo de seguridad (Muggah & Aguirre, 2018). Parafraseando a Muggah y Aguirre (2018), la seguridad ciudadana puede entenderse como una categoría conceptual que sirve para referirse a la elaboración de políticas públicas efectivas en materia de justicia, seguridad pública y medidas penales en contextos democráticos. La evolución de un enfoque de seguridad pública a uno de seguridad ciudadana no se reduce a una cuestión terminológica, sino que entraña un cambio de paradigma.
Dicha transmutación es producto, por una parte, de reconocer que la seguridad se construye colaborativamente por las personas, bajo principios democráticos y respetuosos de los derechos de las personas y no solo desde el Estado y sus instituciones, con arreglo a las estrategias policiales y penales represivas. Por otra parte, tal transformación se relaciona con la identificación de varios factores necesarios para lograr dignidad y armonía en los proyectos de vida de la ciudadanía, circunstancias aquellas que se entienden adicionales a la simple ausencia de riesgos en materia de seguridad doméstica. La tabla 1 contiene las características específicas de la seguridad ciudadana, según las categorías de análisis de Baldwin (1997).
Comprender la seguridad ciudadana como un conjunto de acciones públicas, centradas en el bienestar de las personas, que se alejan de la represión, del control de los pobres, de nociones imprecisas como el orden público3 y que entrañan una metodología de construcción de estrategias de abajo hacia arriba (Pearce, 2013), ha generado cierta confusión con la seguridad humana. La seguridad humana ha sido entendida como
[…] la condición de vivir libre de temor y libre de necesidad. Es un concepto amplio que contempla un abanico de amenazas que pueden atentar contra la vida y contra el bienestar de las personas: desastres ambientales, guerras, conflictos comunitarios, inseguridad alimentaria, violencia política, amenazas a la salud y delitos (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2013, p. 14).
El enfoque de la seguridad humana surge a finales del siglo XX, en el seno del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Esta noción ensancha las dimensiones del quehacer público a diversas áreas necesitadas de intervención para garantizar a las personas una vida digna, libre de miedo y de necesidad (PNUD 1994). Por ello, además de contemplarse la intervención estatal en aspectos clásicos relacionados con la prevención y contención de la delincuencia, la seguridad humana impone a otros actores distintos al Estado -comunidad internacional, organismos supranacionales y regionales, además de agentes privados- la obligación de actuar para enfrentar amenazas a diversos ámbitos, conocidos como dimensiones de la seguridad humana y, así, estar en condiciones de que todas las personas gocen de diversos derechos y libertades (Naciones Unidas, 2010, párr. 53).
Hay quienes consideran que la seguridad ciudadana es una dimensión más de la seguridad humana (CIDH, 2009; PNUD, 2013). Pero, estos dos conceptos son diversos y autónomos, aunque, como se explica enseguida, con algunas convergencias. Esta confusión puede originarse en el hecho de que la seguridad humana integra, dentro de las siete dimensiones4 reconocidas en la actualidad, a la seguridad personal, la seguridad comunitaria y la seguridad política, las cuales pueden coincidir en algún momento con el campo de acción de la seguridad ciudadana. Sobre este punto, es importante destacar que la seguridad humana se guía por el principio de prevención, con lo que está proscrito el uso de la fuerza (Naciones Unidas, 2010). Por tanto, la atención de las diversas amenazas, riesgos y vulnerabilidades que rodean a las personas se debe hacer con arreglo a estrategias de protección, empoderamiento y solidaridad (PNUD, 2022). En cambio, la seguridad ciudadana puede emplear la fuerza, siempre que se ajuste a los principios de necesidad, legalidad, proporcionalidad y rendición de cuentas que le rigen en contextos democráticos (Naciones Unidas, 1990).
Seguridad ciudadana como metaderecho humano
Aunque el derecho humano a la seguridad ciudadana no se encuentra expresamente definido como tal en el derecho internacional de derechos humanos, es de destacar que tanto el artículo 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos como el artículo 9.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos reconocen a todo individuo el derecho a la seguridad de su persona. Sin embargo, la CIDH (2009) ha sostenido que el derecho humano a la seguridad ciudadana deriva de la obligación que tienen los Estados de proteger y garantizar otros derechos fundamentales, susceptibles de ser afectados por conductas violentas o delictivas, entre los que destacan los derechos a la vida, a la integridad física, a la libertad y seguridad personales, a la privacidad y al uso pacífico de los bienes, entre otros.
Entonces, las responsabilidades a cargo del Estado, tanto de prevenir o contener conductas violentas capaces de afectar derechos humanos, como de fomentar el desarrollo humano integral, convierten a la seguridad ciudadana en un derecho humano “bisagra” o “puente”. Es decir, al procurarse el respeto y protección del derecho humano a la seguridad ciudadana, se sirve al goce y disfrute de otros derechos que amparan bienes jurídicos relevantes. La anterior caracterización de la seguridad ciudadana como derecho humano, al ser garantizado, permite la articulación de mecanismos de protección de otros derechos que pueden adscribirse en la categoría de metaderechos acuñada por Sen (1984). Parafraseando a dicho autor, el metaderecho a “x” puede entenderse como el derecho a tener políticas públicas “p(x)” cuyo propósito fundamental sea hacer alcanzable el derecho a “x”, incluso, si el derecho a “x” no es cumplido o no puede ser satisfecho de manera inmediata (Sen, 1984).
Según Freeman (2013), el concepto de metaderecho es de uso reciente y como desarrollo teórico no está exento de críticas, por considerarlo redundante o poco claro. Sin embargo, de acuerdo con este autor, la valía del término es tanto conceptual como empírica (Freeman, 2013) al permitir, por un lado, referirse a aquellos derechos que constituyen presupuestos o condiciones necesarias para el disfrute de otros derechos, por el otro, al requerir de parte del Estado un marco institucional y organizacional para lograr el cumplimiento de esos otros derechos humanos y, de manera simultánea, permitir a la ciudadanía ser partícipe en la construcción de dicho marco. Pese a que el metaderecho a la seguridad ciudadana sea abstracto, concede a sus titulares la posibilidad de exigir al Estado la articulación de políticas públicas democráticas respetuosas de la dignidad humana, encaminadas a asegurar que los derechos a la vida, a la libertad, a la integridad personal, entre otros tantos derechos, sean realizables, sino de manera inmediata, sí en el largo plazo.
Como posible crítica a esta propuesta se encuentra lo sostenido por Baratta (2001), quien defendió un modelo de seguridad de los derechos fundado en la igualdad jurídica y sustantiva, en la práctica democrática y en el empoderamiento de aquellas personas vulnerables y excluidas. La propuesta aquí realizada de concebir la seguridad ciudadana como metaderecho no se contradice con el tipo ideal de política integral de protección e implementación de derechos fundamentales propuesta por Baratta, pues aquella entiende la seguridad como la obligación estatal de proteger diversos derechos, materializada mediante políticas públicas integrales que incluyen la participación ciudadana y el respeto de principios democráticos. Además, reconocer la naturaleza de metaderecho humano a la seguridad ciudadana coincide, parcialmente, con la postura de Brotat i Jubert (2014), quien, con base en el análisis del ordenamiento normativo español y del desarrollo jurisprudencial, sostiene que la seguridad ciudadana puede considerarse una especie de derecho prestacional a cargo del Estado.
Toda política pública que se derive del metaderecho a la seguridad ciudadana debería procurar alcanzar, mediante sus distintos planes, programas y acciones en materia de seguridad ciudadana, los siguientes objetivos:
Proteger a toda persona del crimen y de la violencia social con arreglo a principios como la igualdad, la no discriminación, así como el recurso a la fuerza estatal y al ius puniendi como última opción y cumpliendo los estándares en la materia;
Prevenir situaciones de riesgo capaces de atentar, de forma individual o colectiva, contra la vida, la integridad física, las libertades reconocidas por las constituciones políticas y los tratados de derechos humanos o que afecten cualquier otro bien jurídico establecido en la norma; y
Generar las condiciones para el establecimiento de entornos y ambientes armoniosos y respetuosos de las diferencias culturales y sociales.
Estos objetivos, sugeridos de manera similar por personas estudiosas del tema (Arias y Zúñiga, 2008; Zambrano, 2016), anticipan que el metaderecho a la seguridad ciudadana, además de ser valioso en sí, constituye el fundamento de múltiples funciones que el Estado debe desplegar para materializar los distintos propósitos asignados a esta noción. La primera de tales funciones se refiere a la seguridad ciudadana como guía de actuación gubernamental, conforme a la cual todas las autoridades involucradas en el sector de seguridad ciudadana deberían alinear sus acciones y programas. De cumplir dicho cometido orientador, se favorecería la consecución de los objetivos generales y específicos asignados al metaderecho en comento: la protección de las personas, sus bienes y libertades, la inhibición de situaciones de riesgo, así como la promoción de entornos pacíficos, todo ello, en el marco de un Estado democrático. En este punto, el metaderecho a la seguridad ciudadana interpela a las autoridades y les obliga a responderse qué deben hacer para conseguir los propósitos antes señalados. Incluso, abre la posibilidad para que, ante la inmovilidad o apatía gubernamental, sea la ciudadanía la que, de manera explícita, reclame acciones en la materia.
La segunda función de dicho metaderecho se relaciona con su capacidad de constituirse en referente para evaluar el quehacer de las autoridades que cumplen tareas en tal campo. Esta función deriva, hasta cierto momento, de la mencionada en el párrafo anterior e implica una valoración crítica tanto institucional como ciudadana acerca de la coherencia y alineación entre los fines últimos del metaderecho a la seguridad ciudadana y el cúmulo de reglas, programas y acciones que integran las políticas desplegadas por un determinado Estado para satisfacer dicho metaderecho. En otras palabras, esta función adicional del metaderecho a la seguridad ciudadana cuestiona a las autoridades sobre cómo deben llevar a cabo su labor y si existen otros medios o formas de acción más adecuadas para lograr los objetivos. Esta función del metaderecho a la seguridad ciudadana permite estimar si el despliegue institucional en la materia es efectivo, según los fines y valores que le sustentan o, si, por el contrario, requiere cambios.
Ante la pregunta qué hacer para satisfacer las aspiraciones del metaderecho a la seguridad ciudadana, el Estado ha instituido, entre otras funciones, la labor policial como un instrumento que coadyuva a dichos propósitos. La función policial, entendida como actividad primaria y razón de ser del Estado, es aquella encomendada a ciertos agentes estatales, quienes despliegan, con cierto grado de discrecionalidad, acciones de control formal respecto de una sociedad y jurisdicción determinadas. Las labores susceptibles de ser ejecutadas por la policía conforman una amplia lista, dentro de la cual se inscriben la prevención y persecución de ilícitos; supervisión del cumplimiento de determinadas normativas; intervención personal en caso de conflictos para proteger a las personas, sus bienes, derechos o libertades, así como promover ambientes pacíficos (Guillén, 2015). Como se verá en el siguiente apartado, las atribuciones reconocidas a los policías deben ser sometidas a control y supervisión para garantizar su legitimidad y legalidad. Esta idea se conecta con la segunda función del metaderecho a la seguridad ciudadana ya mencionada, que intenta dar respuestas a las cuestiones del cómo y con qué medios deben actuar los cuerpos policiales para conseguir los fines de aquél.
Fiscalización, control o rendición de cuentas de las funciones en seguridad ciudadana como garantía
Se ha sostenido que la materialización del metaderecho a la seguridad ciudadana por parte del Estado mediante el diseño, implementación y evaluación de diversas políticas públicas en la materia (el qué) conlleva, necesariamente, el establecimiento de límites a las funciones policiales que cumplen sus agentes autorizados (reflejo del cómo y con qué medios). Estos contrapesos deben estar diseñados de tal manera que inhiban posibles extralimitaciones policiales o impidan la impunidad en aquellos casos en que tales abusos se produzcan. Es en este punto que la fiscalización, también denominada rendición de cuentas o control, entra en escena. Aunque cada uno de estos tres términos tiene ámbitos específicos de aplicación, cierta literatura especializada los emplea como sinónimos (Ballesteros de León, 2015; Schedler, 2008).
El término fiscalización, de origen latino, tiene dos denotaciones reconocidas por parte de la Real Academia Española (Muñoz, 2003). La primera asocia dicha palabra con el oficio de fiscal, mientras que la segunda se refiere a las críticas y juicios que recaen sobre las acciones u obras de alguien. En el lenguaje normativo, la fiscalización se conecta, principalmente, con la auditoría de las finanzas públicas, administradas y ejercidas por Gobiernos, instituciones públicas y partidos políticos. Sin embargo, también se asocia con la persecución de delitos y procuración de justicia ante los tribunales por parte de las fiscalías.
Por su parte, la palabra control deriva de un galicismo que fue introducido en el léxico jurídico de diversos países latinoamericanos, incluso antes de ser aceptado por la Real Academia Española (Muñoz, 2003) y se caracteriza por abarcar varios significados, entre ellos, los de inspección y fiscalización. El control comprende “toda acción de vigilancia de las actividades propias o ajenas y la reacción contra ellas amparada por la Ley cuando esas actividades originan alguna distorsión, alguna irregularidad, algún daño, cuando lesionan nuestros derechos” (Muñoz Álvarez, 2003, p. 37). En términos jurídicos, este vocablo se vincula con varios espectros del quehacer público: existe control judicial, control de las finanzas, control que ejercen las unidades de asuntos internos de las dependencias administrativas, así como los esquemas para prevenir la corrupción.
Por último, el término rendición de cuentas es una traducción del anglicismo accountability. La literatura especializada refiere matices entre el concepto de accountability y su traducción al idioma español como rendición de cuentas. El más relevante consiste en que, mientras el concepto en inglés se entiende como una obligación, su traducción al español pareciera significar una potestad de la autoridad que se cumple solo si dicha autoridad así lo desea. Por lo anterior, se precisa que accountability es la rendición de cuentas obligatoria (Schedler, 2008). En todo caso, la rendición de cuentas, fiscalización o control en el campo de la seguridad ciudadana ha sido entendida como,
[…] un sistema de controles y contrapesos internos y externos cuyo objetivo es garantizar que la policía desempeñe correctamente sus funciones y se responsabilice si no lo hace. Dicho sistema está destinado a mantener la integridad de la policía y a disuadir la conducta indebida, así como restaurar o mejorar la confianza de la ciudadanía en la actividad policial (UNODC, 2011, p. iv).
La literatura especializada clasifica los sistemas de rendición de cuentas de acuerdo con diversas categorías. Una de las divisiones más reconocidas es la que separa los esquemas de límites y contrapesos en función de si la autoridad policial participa en ellos -controles internos- o no -controles externos- (Neild, 1998). Desde hace años se debate cuál de estas dos categorías de fiscalización resultar ser más efectiva para prevenir y sancionar el abuso policial (Stelkia, 2020). Aunque esta discusión no está del todo zanjada, parece existir cierto consenso sobre la idea de complementariedad (Jones, 2008), es decir, se estima que una adecuada combinación de mecanismos de control internos y externos hace más probable la identificación de conductas indebidas, así como la sanción de aquellos agentes que incurran en comportamientos ilegales. A pesar de lo anterior, se afirma que los mecanismos de control externo son indispensables en cualquier régimen democrático, pues son elementos necesarios para incrementar la transparencia sobre el desempeño policial (Usman & Pirog, 2019) y mejorar los niveles de confianza sobre las organizaciones policiales (Hope Sr, 2021).
Habiendo revisado qué implica la fiscalización, rendición de cuentas o control en materia de seguridad ciudadana y qué mecanismos es posible desplegar, es necesario establecer quiénes debieran sujetarse a dicho escrutinio. En términos generales, cualquier ejercicio de rendición de cuentas debería recaer, de la manera más amplia posible, sobre las acciones que emprende toda aquella persona que tiene atribuciones reconocidas en el campo de la seguridad ciudadana. En dicho ámbito interactúan cuatro clases de agentes (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, 2018).
Actores centrales de la seguridad ciudadana, como cuerpos policiales, fuerzas armadas -siempre y cuando tengan atribuciones extraordinarias en la materia-, autoridades migratorias y aquellas responsables de la seguridad nacional.
Personas responsables de supervisar las tareas ejecutadas por las autoridades referidas en el enunciado inmediato anterior. En este espectro es posible ubicar, por ejemplo, a todo aquel personal adscrito a dependencias, ministerios o comisiones que tengan atribuciones para tramitar y resolver quejas contra autoridades de seguridad ciudadana.
Autoridades del sector justicia, que comprende a las instituciones responsables de la procuración e impartición de justicia. En esta categoría destacan los miembros del poder judicial, sistema penitenciario y las fiscalías, principalmente.
Fuerzas de seguridad privada como parte de los agentes que realizan labores dentro del sector de seguridad ciudadana y que también deben transparentar su actuación y someterse a mecanismos de supervisión.
La rendición de cuentas de la función policial se presenta como un recurso que garantiza el metaderecho a la seguridad ciudadana por dos vías distintas, que a continuación se explican. Por un lado, diversos autores afirman que los mecanismos de control en materia de seguridad ciudadana, adecuadamente diseñados e implementados, promueven el cumplimiento de la ley y mitigan conductas indebidas por parte de quienes realizan labores policiales (Jones, 2008; Long, 2019; Maule, 2017; Usman & Pirog, 2019). En otras palabras, la rendición de cuentas, control o fiscalización es un elemento que permite proteger a la ciudadanía de posibles abusos policiales. Esta idea no es nueva. En el campo del derecho internacional de los derechos humanos, la rendición de cuentas, además de entenderse como un principio que rige los derechos humanos, junto con otros principios, como el de no discriminación y participación CIDH, 2009), tiene reconocida una capacidad preventiva frente a posibles abusos de las autoridades que desarrollan actividades policiales.
Así, en diversos documentos del Sistema de Naciones Unidas se aduce, primero, que el control y supervisión de las fuerzas de seguridad constituyen garantías de no repetición de violaciones a derechos humanos, es decir, se advierte su capacidad de inhibir sucesos similares en el futuro;5 segundo, que la falta de esquemas de control efectivos sobre las fuerzas de seguridad e insuficiencia de mecanismos de rendición de cuentas, tanto internos como externos, además de ser indicadores de una estructura estatal débil, constituyen factores de riesgo que incrementan la posibilidad de que ocurran crímenes atroces a manos de agentes del Estado.6Contrario sensu, su existencia representa un factor de protección contra abusos policiales y, por tanto, actúa como garantía del goce y disfrute de diversos derechos humanos, como el derecho a la vida, a la integridad personal, a la libre manifestación de ideas, por mencionar algunos.
Por otro lado, los controles policiales, especialmente de tipo externo, tienen la capacidad de mejorar la confianza entre la policía y la población (Stelkia, 2020) y, en consecuencia, incrementan la disposición ciudadana para colaborar con las autoridades al desplegar labores preventivas de violencia y criminalidad, haciéndolas más efectivas (Tyler, 2003). Estudios sobre la relación policía-ciudadanía han identificado que la confianza/desconfianza hacia la policía puede basarse, fundamentalmente, en tres factores: 1) en los contactos de las personas con la policía y la posterior interpretación de estos encuentros; 2) en el tipo de contacto experimentado; y 3) en la representación que puede gestarse en el imaginario colectivo sobre la policía, incluso sin haber experimentado contacto alguno (Grijalva y Fernández, 2017).
La existencia de mecanismos de rendición de cuentas, como la videograbación de los encuentros policiales o de las condiciones de detención de las personas y su posterior escrutinio por observatorios ciudadanos, así como procedimientos para la resolución de quejas ciudadanas atendidas por instancias externas a la policía, entre otros, pueden servir para transparentar la función policial, acercarla a la población, sancionar los abusos y reforzar la percepción ciudadana de que las instancias policiales abandonan enfoques autoritarios y transitan hacia uno en el que los derechos humanos se respetan. Mejorar la imagen que la ciudadanía tiene respecto de la policía es relevante para la satisfacción del metaderecho a la seguridad ciudadana, pues, se ha demostrado que la percepción de corrupción policial se correlaciona positivamente con el miedo al delito que experimenta la población (Grijalva y Fernández, 2017; Vilalta y Fondevila, 2020), aspecto que en últimas impediría la satisfacción total del metaderecho a la seguridad ciudadana y que, además de frenar el desarrollo humano, puede incidir en la promoción y legitimación de políticas de mano dura que atentan contra diversas libertades ciudadanas.
Conclusiones
Este trabajo ha intentado explicar la relación conceptual entre la seguridad, los derechos humanos, la democracia y la rendición de cuentas. En el momento en que se aterriza la idea de la seguridad a la arena estatal, sea como obligación, función, responsabilidad o derecho, se transita hacia un campo más delimitado y manejable, en el que se logra capturar la relación entre régimen democrático y seguridad. En este punto surge la noción de seguridad ciudadana como un modelo de seguridad que coloca a las personas, sus derechos y bienes, por encima de intereses políticos; que abandona conceptos ambiguos como el orden público, cuyo mal uso puede conducir a abusos de autoridad, represión y violaciones de derechos humanos; que regula el uso de la fuerza pública y la constriñe a límites.
Se ha justificado la conceptuación de la seguridad ciudadana como un metaderecho humano; es decir, la seguridad ciudadana se considera una prerrogativa instrumental, en tanto herramienta que permite la movilización ciudadana para exigir la acción pública para proteger otros derechos. Este metaderecho sirve, además, para delimitar el campo de acción de las autoridades de seguridad al plantearles las siguientes cuestiones: 1) ¿qué debe hacer el Estado para lograr, entre otros fines, la protección de las personas y sus bienes, así como la generación de entornos pacíficos?; 2) ¿cómo deben las autoridades estatales llevar a cabo su labor?; y 3) ¿qué medios o formas de acción, respetuosas de los derechos humanos, son las más adecuadas para lograr tales objetivos?
Al mismo tiempo, ha quedado establecida la relación teórica que existe entre la seguridad ciudadana y la rendición de cuentas, entendiendo este último concepto como un elemento necesario e instrumento de política pública que favorece la satisfacción de aquella. De manera más concisa, puede conferírsele a la fiscalización el carácter de garantía, pues su puesta en marcha puede coadyuvar en la prevención de abusos policiales, por un lado, y en una mejora en la confianza ciudadana hacia la policía, por el otro, lo cual promovería una relación más armoniosa y colaborativa entre la ciudadanía y las instituciones de seguridad en las tareas de prevención de la violencia.
Dado que cualquier labor policial ejecutada al margen del escrutinio ciudadano puede propender al abuso (Maule, 2017), se ha defendido que, ante la posibilidad de abusos de autoridad por parte de los agentes del orden, todo régimen que se precie de ser democrático debe contar con contrapesos, en especial de carácter externo, que inhiban y prevengan acciones indebidas. Por ello, es esencial desarrollar, implementar y evaluar mecanismos adecuados de rendición de cuentas, tanto internos como externos, fundamentados en evidencia previa y adaptados al contexto, con el objetivo de combatir la corrupción y reducir los niveles de impunidad en casos de abusos policiales.