Introducción
Concluir que una nación ha fracasado en su propósito y se ha constituido en el fondo y en la forma como un Estado fallido no es una afirmación sencilla. La gestión de la gobernanza en sociedades contemporáneas implica una serie de acuerdos decisionales (Vásquez, 2014) que, manifestados desde el derecho positivo (Merkle, 2013), buscan generar una mayor efectividad dentro del Estado social de derecho y proteger los derechos ciudadanos (Vzoka & Richmomd, 2016). En el momento en que estas estructuras de supervivencia son amenazadas o se rompen, los efectos son inmediatos y se manifiestan en: 1) actividades de gobernanza lideradas por movimientos separatistas, influencia de los actores del veto del Gobierno y fragmentación del movimiento democrático (Florea, 2016) que hacen imposible la gobernanza democrática (Arzate, 2019); 2) persistencia de actores no estatales o grupos irregulares que generan un oligopolio de la violencia (Caery & Mitchell, 2017); y 3) la reacción del sistema internacional que busca evitar un “efecto de la securitización” con intervenciones de desarrollo, seguridad y humanitarias que eviten nuevos escenarios de dicha violencia (Clausen & Albrecht, 2022).
El concepto de Estado fallido ha sido utilizado desde inicios del siglo XXI para dar cuenta de aquellos países que presentan fracturas en todo su sistema y estructura: es el caso de Somalia (Rebollo, 2018) y México (Miranda, 2014). De las experiencias de estos dos países se puede sustraer que hay elementos comunes en un Estado fallido: 1) ruptura sistémica de las condiciones mínimas de vida para la población, en especial, de personas más vulnerables; 2) amenaza o violación de los derechos humanos y de la continuidad del Estado de derecho; y 3) precariedad o inexistencia de servicios estatales en los que las instituciones del Estado son corrompibles y represivas.
La idea de Estado fallido ha sido retomada para analizar elementos puntuales como la fractura política de Venezuela (Naím y Toro, 2019), la violencia estructural y social en México (Macas y Sarabia, 2014; Cisneros, 2023), la inestabilidad política en Argentina (Escudé, 2006) o la debilidad institucional de Perú (Huanca-Arohuanca, 2023). Pareciera, entonces, que América Latina se desenvuelve en un escenario de convulsión social, inestabilidades y violencias producto del “cambio de época” y la creciente desigualdad global (Kjaerum, 2021).
El desacoplamiento de América Latina, en definitiva, puede ahondar en su desatención estratégica, aunque también puede verse como una oportunidad en un momento de interregno, caracterizado por la crisis de globalización y el debilitamiento de las estructuras hegemónicas en un sistema internacional en transición. Con ello no solo se puede revertir la militarización que ha ido ganando terreno en los últimos años en América Latina, sino emprender paradigmas de seguridad renovados que sitúen la protección de la vida en el centro, y prioricen los riesgos y amenazas que operan en el día a día de su ciudadanía (Verdes-Montenegro, 2022, p. 128).
Bajo este contexto se busca examinar las consecuencias que genera, desde el derecho internacional público y la jurisprudencia ecuatoriana, la aplicación del concepto de Estado fallido. De manera concreta, se examina cómo el aumento de las violencias, la desafección democrática y el deterioro de las condiciones de vida (Mohameed y Nahi, 2023) en Ecuador, junto a las protestas sociales de 2019 y 2022, han dado lugar a discusiones sobre el colapso o fracaso de la gobernanza del país. Más allá de definir el concepto,1 se recolectan estándares internacionales respecto al tema, se compara con la legislación ecuatoriana y se precisa si dicha definición es aplicable o no a la realidad nacional.
Se propone por hipótesis que la normalización de las condiciones estructurales de daño del sistema público genera una “excepcionalidad permanente” del aparato constitucional que opera mediante la interpretación constitucional y, en consecuencia, se aplica una serie de normas que aumentan el poder duro del Estado de forma no controlada de manera democrática. En Ecuador hay varios factores que apuntan a un daño del sistema: en primer lugar, en octubre de 2019 y junio de 2022 ocurrieron dos paros nacionales que menoscabaron la democracia, generaron un grave daño en la capacidad institucional para resolver conflictos, fragmentaron las relaciones Estado y ciudadanía, con aumento de la desconfianza democrática. Haro (2022) plantea, de forma adicional, que en las protestas de junio de 2022 hubo un intento por destituir al presidente, que las funciones del Estado se enfrentaron (Ejecutiva contra Legislativa) y pérdida de control del Estado sobre las personas y los territorios.
En segundo lugar, hay un asunto de delimitación: el principio y fin de lo denominado como Estado fallido es imprecisa y sujeta a una discusión inconclusa, empapada de visiones puristas, ideológicas, antitécnicas y de escasa rigurosidad metodológica. Sin embargo, pese a las diferencias que esta denominación suscita, la designación existe. La comunidad académica no ha logrado consensuar sus límites, pero tampoco ha negado la existencia de una crisis del sistema democrático, del contrato social, del Estado de bienestar (Haro, 2022). Esta situación conlleva a la discusión sobre la concepción de Estado, de su capacidad de respuesta y eficacia frente a hechos violentos (Guarderas, 2022).
En términos metodológicos y generales, este artículo hace uso de las resoluciones del sistema de Naciones Unidas y del sistema regional de protección de derechos humanos, con el fin de realizar un acercamiento a las características de un Estado fallido. De modo concreto, también se seleccionaron seis sentencias de la Corte Constitucional del Ecuador relacionadas con el control constitucional durante los decretos de Estados de excepción. Estos dictámenes son vitales para determinar si los decretos ejecutivos que buscaban garantizar la seguridad y estabilidad del país fueron protectores de derechos y promovían una institucionalidad solida o si, por el contrario, legitimaban la securitización del Estado.
Este artículo se estructura en cuatro partes: en la primera se realiza una aproximación al concepto de Estado fallido desde el derecho internacional público, con el fin de determinar las consecuencias que tiene la aplicación de este concepto en los Estados. En segundo lugar, se analiza el concepto a la luz del derecho constitucional ecuatoriano y, luego, se demuestra la respuesta estatal frente a las amenazas que afectan la estabilidad institucional y convivencia pacífica del país. A renglón seguido, se realizó una comparación entre estándares internacionales y nacionales del concepto, aplicados a los dictámenes de la CC. Por último, se encuentran las conclusiones, centradas en la complejidad de la crisis como una herramienta que ayudaría a prevenir escenarios futuros de afectación.
Estado fallido desde el derecho internacional público
El acercamiento más general y aceptado conduce a la existencia de un Estado cuyo poder se ha vaciado hasta incapacitar al aparataje público para generar bienestar y control (Bartolomé, 2004). Bienestar y control son los fines últimos de cualquier cuerpo social cohesionado, pero, dentro de esa visión, hay espacio para la discusión. La principal razón que ha dificultado el consenso académico en torno al concepto de Estado fallido radica en los múltiples factores a los que responde, empezando por el calificativo de “fallido”, cuya connotación resulta vaga. Tal discusión es significativa, no solo porque supone que frente a un Estado fallido hay un Estado exitoso, sino, también, por las analogías mismas. Mientras los Estados exitosos están representados como lo saludable y vigoroso, los Estados fallidos, por su parte, son retratados como enfermos y decrépitos: la doctrina es clara al decir que “no son simplemente diferentes, son anormales en el sentido peyorativo” (Hill, 2005, p. 148).
La ineficiencia del control público no puede tener una respuesta unívoca y eso dificulta el cerco sobre el concepto. Desde la década de 1990, cuando el término empezó a tener una particular relevancia luego del fin de la Guerra Fría, no se ha podido (ni es deseable) dejar de leer el diagnóstico de un Estado fallido sin tomar en cuenta el peso geopolítico:
Los [E]stados fallidos son jurisdicciones descentradas donde “las cosas se desmoronan”, alejándose de los circuitos legales organizados del comercio mundial donde deben subsistir sin liderazgo, sin orden, sin gobierno mismo. Por supuesto, estos atributos no son poco característicos de decenas de [E]stados de todo el mundo. Muchos de ellos, sin embargo, parecen contener sus conflictos civiles o estabilizar sus flujos de refugiados lo suficientemente bien como para evitar la intervención internacional (Luke & Ó Tuathail, 1997, p. 716).
Esta visión crítica del término tiene asidero en la imposición teórica y práctica que los países más desarrollados tienen respecto de los débiles. Sin embargo, esta precaución resulta reduccionista, desplaza el punto de análisis por fuera del modelo estatal en cuestión, deja de lado la evaluación ad intra de la eficacia del Estado. En lugar de resolver el dilema conceptual, lo relega, puesto que se ve a los Estados fallidos como una amenaza para los países vecinos (más que interna), es decir, lo fallido puede rebasar las fronteras (Haro, 2022).
Desde el derecho internacional, esta situación no ha sido analizada de forma preferente ni se ha establecido en el marco del hard law de las fuentes del derecho internacional. Esto es un detalle importante, ya que una de las características principales del Estado como sujeto de derecho es su estatidad (statehood), es decir, su capacidad para actuar con autoridad en todo el territorio nacional, lo que comprende la suficiencia para desempeñar todas las funciones, lo que incluye el mantenimiento del orden, la seguridad interna y la ejecución de los compromisos externos (Quoch, Daillier & Alain, 2009).
Esto es significativo, ya que un ente en el derecho internacional, al declararse “fallido”, se entiende incapaz del control territorial, es decir, de su soberanía. En ese sentido, la doctrina internacional asume que la calidad de Estado pleno es una condición previa para la adquisición de un derecho legal que solo se exige en el momento en que se reivindica este derecho o debe probarse (Raic, 2022). El Estado fallido sería una situación previa a la “extinción” de un Estado. Aunque se trata de una circunstancia poco analizada en la doctrina, deviene en dos escenarios posibles: 1) desaparición física y total de los dos primeros elementos de la condición de Estado, que son su población y el territorio; y 2) la desaparición de un gobierno, que es un escenario diferente y jurídicamente más complejo (Moscoso, 2011) que sobreviene a la ausencia de todo gobierno o a la pérdida de competencia en el cumplimiento de sus funciones básicas en cuanto a orden público (Piernas, 2010).
Lo anterior sucede, según el tratadista Crawford (2006), en el momento en que se da fusión entre dos Estados, una disolución voluntaria o, en casos más extremos, una disolución involuntaria. Ahora, ¿cuáles son los elementos que rigen esa “involuntariedad”?. Dentro de la experiencia histórica internacional se cuenta con una serie de situaciones de facto y de iure que rigen el asunto, estas son:
La amenaza a la paz: en la Resolución 794 del 3 de diciembre de 1992, relativa a Somalia, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sostuvo que “la magnitud de la tragedia humana causada por el conflicto” era por sí sola suficiente para constituirse en una amenaza para la paz en el sentido del artículo 39 de la Carta de las Naciones Unidas (en adelante, la Carta).
Ruptura masiva de derechos humanos: en la Resolución 688 del 5 de abril de 1991, relativa a Irak, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, al referirse a los efectos transfronterizos de los abusos internos, sostuvo que las violaciones de los derechos humanos cometidas por un Estado contra sus propios ciudadanos constituyen una amenaza para la paz.
Uso de fuerzas de intervención: en virtud del Capítulo VII de la Carta, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en los casos de Bosnia y Herzegovina, Ruanda y Haití, autorizó a los Estados y a las unidades desplegadas de la Operación de las Naciones Unidas en Somalia II a lograr sus objetivos, de ser necesario, mediante el uso de la fuerza. En estos casos, el Consejo de Seguridad empleó medidas de imposición de la paz en lugar de sanciones que el texto de la Carta le faculta para aplicar.
La disolución en caso de conflicto armado: fue resuelto por el Consejo de Seguridad en 1992 sobre la continuidad de la República de Yugoeslavia:
El Estado anteriormente conocido como la República Federativa Socialista de Yugoslavia ha dejado de existir [...] [El Consejo de Seguridad] [c]onsidera que la República Federativa de Yugoslavia (Serbia y Montenegro) no puede continuar automáticamente como Miembro de la ex República Federativa Socialista de Yugoslavia en las Naciones Unidas; y, por consiguiente, recomienda a la Asamblea General que decida que la República Federativa de Yugoslavia (Serbia y Montenegro) solicite su admisión como Miembro de las Naciones Unidas y que no participe en la labor de la Asamblea General [...] (Organización de Naciones Unidas, Consejo de Seguridad, 1992, p. 1).
Ahora, se colige que un Estado fallido solo sería declarado como tal en el momento en que pierda alguna de las condiciones de Estado dentro del derecho internacional o cuando esta condición se encuentre probada o declarada. Esta prueba o declaración debería ser demostrada bajo dos condiciones que desafían la soberanía tradicional del Estado-nación: la interdependencia económica y el reconocimiento universal de los derechos humanos (Khan, 1992). Entonces, hay que analizar las consecuencias de la aplicación normativa a partir de los siguientes elementos:
Norma aplicable: en situaciones de crisis, inestabilidad o violencia debería aplicarse el derecho internacional de los conflictos armados o el derecho internacional de los derechos humanos, dependiendo el caso. La international police action consiste en operaciones de aplicación de la ley dirigidas por la comunidad internacional contra aquellos “Estados al margen de la ley” (Sassoli, Bouvier & Quintin, 1999).
Responsabilidad estatal: se debe probar la existencia de un Estado que no cuente con las capacidades para operar de forma efectiva y, por ende, no es responsable respecto al derecho internacional sobre sus actos (Bernhardt et al., 1987). Sin embargo, la Comisión de Derecho Internacional ha indicado que:
Responsabilidad personal: este caso es más claro en términos de jurisdicción universal. Al respecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2018, p. 81), con el caso Herzog y otros contra Brasil, realizó una aproximación fuertemente mesurada:
En resumen, el derecho internacional no ofrece una definición clara de Estado fallido, lo que demuestra que el concepto sigue siendo limitado, incluso, dentro de la doctrina. Los Estados pueden ser fallidos o no dependiendo de factores como su institucionalidad, de las debilidades presentes, si cumplen o no con sus responsabilidades. En el sistema de Naciones Unidas y sus resoluciones hay una tendencia a adoptar este concepto en contextos particulares, pero sin una directriz concreta. Las particularidades de cada país complican consensuar en una definición desde el derecho internacional, por eso, en la siguiente sección se indagará por las particularidades del Estado ecuatoriano para, así, determinar si estamos frente a un Estado fallido o no.
Estado fallido y jurisprudencia ecuatoriana
El aumento de la violencia intrafamiliar, de género2 y civil/criminal, una crisis económica y dos estallidos sociales de amplia repercusión nacional (octubre de 2019 y junio de 2022) han sido el escenario perfecto para una licuefacción de la institucionalidad y pérdida de control sobre la población y los territorios que llevó al Estado a securitizar el conflicto, “[…] con una arremetida incomparable por parte de la Policía y las Fuerzas Armadas” (Ulloa y Baquero, 2022, p. 29). Estos elementos son el reflejo de un desgaste de la democracia, en la ciudadanía hay una desconfianza por el panorama político, la gestión y credibilidad de los gobiernos de turno, porcentajes que se acrecentaron luego de ambas protestas.
A mayo de 2019, el 73,6 % de ecuatorianos consideraba que el país iba por mal camino, en octubre el porcentaje fue del 84,4 y a mayo de 2020 del 91,0. La desaprobación a la gestión del presidente también se incrementó, pasó de 66,2 en mayo de 2019, a 84,4 en octubre y 91,0 % en mayo de 2020 (Cedatos, 2020). En relación con las protestas de 2022, “la calificación de la ciudadanía al Gobierno de Guillermo Lasso cayó en al menos 30 puntos porcentuales después de agosto de 2021 y presentó los puntajes más bajos durante y luego de las protestas de junio de 2022” (Chiliquinga-Amaya, 2023, p. 29). A este escenario de protestas y pérdida de confianza en la institucionalidad y el Gobierno se le sumó el aumento de la delincuencia, el crimen organizado y la crisis penitenciaria, que en 2021 dejó a 316 personas privadas de la libertad fallecidas con armas de fuego y armas blancas, amputación de cabezas, extremidades y cuerpos incinerados (CIDH, 2022). Para la CIDH (Ibid.), esto obedece a una falta de control estatal y a la presencia de un “autogobierno” liderado por las bandas criminales que operan al interior de los centros penitenciarios.
La literatura para el caso latinoamericano propone que a un Estado se lo considera fallido en el momento en que: 1) se produce pérdida del control sobre el territorio y se manifiesta una disputa por el monopolio de la violencia, que ya no recae en el Estado propiamente (hay incapacidad de este último por retomar dichos elementos); 2) existe una disputa en la gobernanza entre las autoridades legitimadas por el voto popular y aquellas no estatales, ilegales y clandestinas; y 3) hay violación de los derechos ciudadanos. Estos elementos estuvieron presentes durante las protestas de junio de 2022 cuando la manifestación social y las comunidades indígenas se tomaron la ciudad de Quito (centro del poder político), algunas provincias cercanas (Chimborazo, Imbabura, Santo Domingo, entre otras), vías de acceso y espacios públicos durante 18 días, desencadenando enfrentamientos entre manifestantes y la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, lo que dejó 251 eventos de alteración pública, bienes destruidos, 238 y 106 policías y militares heridos, de manera respectiva; 355 manifestantes heridos y 6 fallecidos. Se reportaron 77 casos de vulneración de derechos, en especial, de personas detenidas durante las movilizaciones sin el debido proceso (El Comercio, 2022).
La literatura no establece cuáles son las condiciones para que se dé un Estado fallido: si se necesitan de los tres presupuestos anteriores o si sólo se requiere de una de las condiciones. Mancero y Múnera (2018) hacen un repaso del concepto desde la geopolítica crítica y destacan los siguientes elementos que pueden estar relacionados con la situación que atravesó Ecuador entre 2019 y 2022:
Hay rompimiento del orden legal-constitucional y el Estado ha perdido el monopolio de las armas: en Ecuador no se puede hablar aún de un rompimiento del orden legal y constitucional, al menos, no de un rompimiento sostenido, abierto e irreparable, pese a que algunos autores hablan de la “lucha para salir de la condición de Estado fallido” (Marcella, 2008) y “un alto peligro de que Ecuador se convierta en un Estado fallido” (Haro, 2022). En múltiples ocasiones, el orden constitucional ha sido amenazado: la independencia de los poderes públicos (en especial, entre el Ejecutivo y el Legislativo) se ha visto comprometida, sobre todo, ante la falta de alicientes y bloqueos entre las funciones del Estado (Basabe-Serrano & Huertas-Hernández, 2021), logrando que el orden constitucional caiga en jaque.
En cuanto a monopolio de las armas, hay zonas del país en las que esta competencia ha sido rebasada por la capacidad de grupos del crimen organizado, quienes, aprovechando la corrupción, desvían las armas hacia las pandillas y los narcotraficantes (InSight Crime, 2023). Atentados con armas fuego y explosivos, carros bomba y el incremento de la violencia por asesinatos en 2020-2021 son el flagelo permanente en ciudades como Guayaquil y Esmeraldas, así como en los cantones de Durán y Samborondón (International Crisis Group, 2022).
Por su parte, algunas personas privadas de la libertad se han tomado los centros penitenciarios del país con armas de fuego y violencia extrema, “[…] en un marco más amplio de lucha por el control y poder, tanto dentro como fuera de las cárceles” (CIDH, 2022, p. 10). La ausencia de institucionalidad, de una política criminal, junto con recortes al gasto son algunos de los detonantes de esta crisis carcelaria que tiene por epicentro el Centro de Privación de la Libertad Guayas 1, con 257 de las 316 personas fallecidas en el 2021 (Ibid.). “Los grupos criminales han gastado $1 millón de dólares para ingresar armas a las cárceles y han sobornado a policías para comprar armas” (ICG, 2022, párr. 21).
El control del territorio, de las cárceles y armas por parte de estos grupos criminales no es extensible al resto del país, aunque impacta a diversos sectores de la sociedad con el lavado de activos, la minería ilegal y la demanda del consumo de drogas. El Estado no ha logrado romper con las cadenas de valor del narcotráfico, provocando que la rivalidad y competencia de agrupaciones relacionadas al narco recaiga en manos de “[…] organizaciones criminales locales que establecen reglas de juego, realizan maniobras extorsivas u homicidios selectivos en corredores estratégicos de la producción, el tráfico y el expendio de droga” (Rivera y Bravo, 2020, p. 21), que generan un statu quo en directa confrontación con el Estado (López, 2019, p. 285).
La consecuencia más nefasta de dicho Estado de cosas es el haber minado el activo más importante del sistema democrático: la confianza ciudadana. La noción de una impunidad consolidada y fortalecida se ha instaurado en casi todas las esferas de la sociedad ecuatoriana. Lo expuesto revela que previo al advenimiento del Estado fallido existe la noción general de que el Estado ha fallado, provocando desconfianza hacia la democracia y el ejercicio del Gobierno (Moscoso et al., 2022). Diferentes estudios han demostrado que el índice de desafección política ha pasado del 33,0 a principios de 2010 al 49,73 % en 2021 (Abad y Trak, 2010; Corporación Latinobarómetro, 2021).
Incapacidad de respuesta a las necesidades de la población: este elemento se encuentra condicionado por el éxito del manejo económico de un Estado para garantizar en su territorio las condiciones mínimas para el desarrollo de los ciudadanos. En Ecuador, el Plan Nacional de Desarrollo 2021-2025 no ha tenido suficientes avances en materia de empleo o educación (Grupo FARO, 2022), lo que ha resultado en un acuerdo de corto plazo que impide cambios estructurales y que puede ser desmontado por falta de institucionalidad (Mideros y Fernández, 2022).
El sistema económico del país atraviesa una crisis o “deconstrucción” que parte de la discontinuidad de las políticas (o políticas sustitutivas) en los Gobiernos de Moreno y Lasso, además de la falta de consensos entre actores. Los efectos de la pandemia y la invasión rusa a Ucrania pernoctan en este escenario. Aun así, uno de los pocos elementos de la conciliación colectiva en esta sociedad es el mantenimiento de la dolarización, por su capacidad de detener la devaluación nominal y sus efectos en la lentitud inflacionaria (Londoño-Espinosa et al., 2022).
Por lo demás, ha crecido la incertidumbre y la falta de consenso en el país. La primera se evidencia en la calamitosa situación de la seguridad social que hace incierto el plan de retiro de los ecuatorianos más jóvenes (Organización Internacional del Trabajo, 2020) y la segunda, a priori, en las revueltas sociales de 2019 y 2022, cuyo punto de partida fue la decisión de retirar el subsidio a los combustibles que dejó en evidencia la dificultad para llegar a acuerdos y cumplirlos. Además, según las estimaciones del Banco Central del Ecuador, los dos paros dejaron, en su conjunto, 1821 millones de dólares en pérdidas (Ulloa y Baquero, 2022).
Institucionalidad inconsistente, irreconocible e incapaz de representación tanto ad intra como ad extra: desde la representatividad y eficacia externa el país opera con cierta solvencia. Es reconocido por otros Estados y promueve acuerdos. Ad intra varía, ya que la principal crisis es de tipo institucional. La mencionada falta de independencia de poderes, la crisis de gobernabilidad, entre otros, no solo desalienta la eficacia del Estado, sino que ha menguado su representatividad a niveles extremos. Como causa y resultado de dicho estado de cosas, la corrupción se ha adherido al funcionamiento institucional.
Consecuencias constitucionales: comparativa de estándares
Antes que una definición concreta, se han delimitado los elementos y las circunstancias de la que parte la concepción de Estado fallido. En suma, hay un Estado fallido en el momento en que este pierde su capacidad de actuar en el territorio, una pérdida que es (in)voluntaria y tiene graves consecuencias en el cumplimiento de los derechos ciudadanos. Hay mecanismos legales para la gestión del Estado fallido en Ecuador, aunque se desconoce si el sistema está preparado y puede ofrecer una respuesta en el marco del derecho y las garantías. Esto es importante, ya que el poder duro del Estado es vital en la gestión de la estabilidad nacional y porque el sistema constitucional “[…] está conectad[o] con el efecto expansivo de las normas constitucionales, cuyo contenido material y axiológico se irradia, con fuerza normativa, por todo el sistema jurídico” (Barroso, 2007, p. 30).
La jurisprudencia ecuatoriana no prevé un acercamiento a la idea de Estado fallido, se trata de una discusión teórica, contemporánea, sin unas categorías y metodología definida. Pero, tal vez no exista una cuestión más esencial en un Estado de bienestar que enfrentarse a una emergencia, a un shock sistémico que tiene el potencial de socavar la democracia en un escenario en el que las amenazas suelen ser multisectoriales y no corresponden a un solo sentido (Halmai, 2022). De hecho, se afirma que la humanidad está frente a un “constitucionalismo transicional” que se enfrenta a los retos pospandemia y a la construcción de una nueva norma que busca dar respuesta a las crisis múltiples y superpuestas como la financiera, migración, el crimen organizado, la seguridad, entre otras (Belov, 2022). Esto implica una transición ya que:
Los reglamentos y medidas de fusión también han otorgado poderes ampliados al Poder Ejecutivo y, en consecuencia, han reducido de forma drástica las libertades de las personas (International Idea, 2022).
Hay una crisis aguda como resultado de una concentración y superposición de las diversas tendencias -estado de emergencia, ejecutivismo, iliberalismo- (Blokker, 2021).
En nombre de la seguridad, la reconfiguración de derechos y libertades afectarían algunos principios básicos o fundamentos “comunes” del constitucionalismo contemporáneo; separación horizontal de poderes, incluido el principio de legalidad; separación vertical de poderes, que implica seguridad jurídica; y la previsibilidad constitucional en el corazón del Estado de derecho (Vedaschi & Graziani, 2023).
Ecuador ha sido catalogado desde ciertos sectores de la opinión pública y de medios de comunicación como un Estado fallido, en tanto que algunos otros se cuestionan tal idea. En todo caso, es una consideración que llama a la reflexión, ya que la ambigüedad del término hace que no exista una respuesta del deber ser institucional. Al momento, elementos de un Estado fallido se advierten desde distintos ángulos, el primero y más notorio son los resultados de encuestas ciudadanas en las que la mayoría de las veces cunde el pesimismo. El país se cuestiona en el momento en que se difunde que “solo un ecuatoriano de diez piensa que las cosas van bien en el país. El 90 % piensa lo contrario” (Radio La Calle, 2022, primer párrafo). Estos datos son el reflejo de las circunstancias que rodean y vive cada persona con respecto a la política, las instituciones y el sistema de gobernanza (Bettarelli, Close & van Haute, 2022). Para Pachano (2023, p. 170): “Es usual que en las encuestas las personas respondan positivamente porque lo que evalúan no es la democracia en sí, sino el entorno en el que se desenvuelven; por ejemplo, la situación económica o condiciones que resultan del ejercicio político”.
En segundo lugar, existe una percepción de la desinstitucionalización del Estado con estructuras de gobernanza corroídas y decadencia dentro de su contexto. Esto se centra en la (in)capacidad del Estado, presupuesto y corrupción, gobiernos seccionales cuestionados, con silogismo político y económico, neopopulismo, macro y microeconomía, régimen tributario y centralismo. Elementos que generan un efecto en cascada de crisis combinadas que afectan la estructura fundacional del sistema político (Burneo, 2022). En este sentido, hay que pensar en el alcance de las respuestas que tiene la máxima decisoria constitucional. La CC, como órgano responsable de la interpretación obligatoria de la constitución, actúa con base a las necesidades de una movilidad entendida en el aggiornamiento, que es la posibilidad de hacer uso de las sentencias como mecanismo de actualización del sistema constitucional (Rhenals, 2013). Esto implica la toma de posición y decisiones sobre las posibilidades del ordenamiento:
[…] los desafíos radican fundamentalmente en la necesidad de adoptar sacrificios individuales y colectivos que sólo pueden abordarse a través de instituciones políticas, es decir, de la adopción de decisiones colectivas que afectan a todos quienes componen determinadas comunidades. Por ello, si la constitución es la principal forma de adoptar compromisos que nos constituyen como comunidades, de definir los compromisos que nos vinculan y de adoptar una determinada ordenación institucional en tal sentido […] (Coddou y Tapia, 2022, p. 29).
Entonces, la primera pregunta que surge es si la CC ha respondido a este escenario de crisis multinivel que amenaza la estructura del Estado. Si es así, de qué manera lo ha realizado. En la matriz que sigue se detallan seis sentencias de la CC que contiene: 1) el tema que aborda la sentencia desde los elementos propuestos de Estado fallido (control territorial, crisis de gobernabilidad, violación de derechos humanos, confianza ciudadana e institucionalidad); 2) el dictamen de constitucionalidad de la CC; 3) el sentido de la sentencia, es decir, si la CC adopta medidas excepcionales de seguridad de manera desproporcionada o injustificada o, si propende por una protección plena de los derechos humanos, con una institucionalidad sólida y efectiva.
De las seis sentencias, cuatro corresponden a dictámenes sobre decretos ejecutivos de Estados de excepción. Este tipo de decretos ofrecen una respuesta inmediata a una amenaza al Estado, en tanto, el orden institucional está incapacitado de hacerlo. Es posible, entonces: 1) suspender o limitar ciertos derechos (domicilio, correspondencia, tránsito, libertad de asociación, entre otros); 2) disponer libremente de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional. Por lo tanto, es importante conocer la opinión y sentido de las sentencias de la CC sobre estos decretos, puesto que de ello se determina si los hechos que configuran la causal motivada no son superados por el régimen constitucional, si hay amparo de los derechos y no ocurren arbitrariedades. A continuación, la matriz (Ver Tabla 1):
Fuente: Elaboración propia del autor (2023) a partir de jurisprudencia de la Corte Constitucional del Ecuador (2020-2022).
Como se observa, los hechos básicos relativos a la construcción de un Estado fallido no son una prioridad de la CC. Existe un acercamiento caso a caso, basado en las necesidades de las emergencias a analizarse, sin que exista una visión estructural de la gestión y operación de los derechos. En ese sentido, el órgano constitucional defiende la estabilidad del sistema constitucional y - al menos en teoría - la protección del Estado sostenido por la Constitución. El problema surge en el momento en que aparece un escenario de fractura del sistema con el protagonismo del crimen organizado, militarización de la seguridad ciudadana, alta concentración territorial de la violencia, corrupción y actores no estatales, entre otras. El país no se había recuperado de la pandemia en el momento en que enfrentó las protestas de junio de 2022, una crisis política e institucional y tensión entre los poderes del Estado que fraguaron el escenario de 2023: disolución de la Asamblea y convocatoria a elecciones anticipadas.
Conclusiones
Desde el derecho internacional público no existe una definición específica de Estado fallido, pese a que hay consenso sobre su elemento nuclear, que consiste en la fractura sistémica de la organización política o gobierno y desmoronamiento de las funciones del Estado en el orden interno e internacional. No obstante, esta categoría también se refiere, desde lo específico, a una situación en la cual el Estado no tiene el control efectivo del territorio, de la población y los recursos, no pudiendo garantizar los derechos a sus ciudadanos, corrupción, incapacidad para administrar las instituciones, administrar justicia.
Un Estado fallido en Ecuador es posible, elementos de fractura lo demuestran: entre 2019 y 2022 el país atravesó episodios de protesta social (con muertos, heridos y pérdidas en lo económico y material), hay casos demostrables de vulneración a los derechos humanos. La crisis sanitaria, la pérdida de confianza ciudadana en sus instituciones y en la gestión de sus gobernantes, la expansión de la violencia y del crimen organizado, el control del territorio y las armas por actores no estatales, crisis penitenciaria, hacen pensar que estamos frente a un Estado fallido. No obstante, la evidencia apunta a que no hay rompimiento del orden legal y constitucional que es el activo más importante de este tipo de crisis, tampoco hay violaciones masivas de los derechos humanos, ni conflictos armados, la presencia de actores no estatales es focalizada en el territorio.
El concepto de Estado fallido es complejo, subjetivizado y no se basa solo en la percepción ciudadana sobre la pérdida de confianza en la ley, la justicia o las instituciones. Para que un Estado sea fallido, que no es lo mismo que una democracia fracturada, se requiere de elementos teóricos y metodológicos que lo comprueben. La discusión debe ser crítica, no a priori. La CC ha adoptado una postura proteccionista de los derechos en sus sentencias sobre Estados de excepción y emergencia. Su enfoque está basado en las circunstancias específicas, prioriza la protección de la institucionalidad y la estabilidad del sistema constitucional, por ende, no ha privilegiado la securitización del sistema como respuesta a esas emergencias de Estado.
La CC ha resuelto que, aunque ciertas libertades sean restringidas de forma temporal por medidas excepcionales, haya fractura del sistema por el crimen organizado, militarización de la seguridad ciudadana, concentración territorial de la violencia y corrupción, se preserven la institucionalidad democrática y los principios del Estado de derecho. Es decir, hay intención de no ceder ante medidas como los decretos de Estado de excepción que puedan amenazar los valores fundamentales del sistema constitucional. Sin embargo, el país no está preparado para asumir la implosión del statu quo, ya que las amenazas suelen ser multisectoriales, desafían la noción de soberanía. El Estado fallido hace inviable el bienestar y cualquier otra aspiración elemental de los habitantes. Solo el ámbito del derecho servirá como mecanismo de protección de los ciudadanos.