Introducción
Desde inicios de la década de 1990, se registran distintos intentos tendientes a establecer como norma al involucramiento de las fuerzas armadas latinoamericanas en materia de seguridad pública. La promoción de la participación militar fuera de su ámbito natural se justificó fundamentalmente en las llamadas “nuevas amenazas”, un vasto conjunto de fenomenologías diversas conformado por realidades tan heterogéneas como el narcotráfico, el terrorismo, el lavado de activos, la trata de personas e, incluso, cuestiones tales como la corrupción, la pobreza o la marginalidad social. En años más recientes, 1 las renovadas tentativas por militarizar las funciones de seguridad pública pretenden justificarse en el objetivo de la superación del crimen organizado transnacional, un fenómeno complejo y elusivo, de accionar, despliegue e impacto creciente.
Cabe destacar que, más allá de los extendidos intentos tendientes a fundamentar la adjudicación de dichos roles a las organizaciones militares, se identifica la carencia de desarrollos teóricos y producción analítica que fundamente el mérito y la conveniencia técnico-profesional de asignar funciones policiales a instituciones castrenses. A pesar de ello -y contrariamente a los numerosos desarrollos sobre las temáticas del conflicto, la guerra, la táctica, la estrategia y todo lo relativo a la naturaleza y fines propios de las instituciones militares- al presente continúan reiterándose en Latinoamérica los ensayos destinados a militarizar la seguridad pública.
En este marco, la finalidad del presente estudio es analizar en términos teóricos si existe o no una adecuada y eficaz pertinencia entre la promovida participación castrense y las cuestiones de seguridad pública. A esos efectos, se evalúa en particular la congruencia medios-fines que supone la utilización de las fuerzas armadas como instrumento estatal en el “combate” al crimen organizado transnacional -flagelo que, por el grave desafío que en la actualidad representa para diversos Estados latinoamericanos, es la razón central esgrimida para el involucramiento castrense en la materia-.
Para ello, el siguiente análisis se estructura en tres grandes bloques conceptuales. En el primero se aborda y reflexiona sobre la naturaleza y los elementos constitutivos del crimen organizado -en especial, en su variante transnacional-, por ser este fenómeno, en sus polifacéticas y complejas materializaciones, el principal motivo alegado para asignar las mencionadas funciones policiales y de seguridad pública a las fuerzas armadas. La referencia al crimen organizado también se fundamenta en la grave amenaza que actualmente el mismo significa para la gobernabilidad, la estabilidad institucional y la integridad de sociedades y Estados de no pocas naciones.
El segundo bloque, y a efectos de evaluar luego la cuestión central de la pertinencia de las organizaciones militares como instrumento en materia de seguridad pública, analiza el alcance que poseen dos diferentes y específicas dimensiones estatales -la defensa nacional y la seguridad pública- como políticas públicas particulares y específicas, de naturaleza sustantivamente distintas la una de la otra, con objeto y materia de responsabilidad primaria identificable de manera inequívoca para cada una de ellas, y con fines y bienes a defender y tutelar que genéricamente se hallan claramente diferenciados e individualizados más allá de puntuales consideraciones de tiempo y espacio.
En el tercer bloque -y en función del previo análisis de la naturaleza y especificidad institucional, funcional/operativa y de capacidades técnicas de las organizaciones militares- el estudio aborda la existencia o no de una adecuada y eficaz correspondencia de las mismas con los desafíos que plantea el crimen organizado transnacional, reto de los más nocivos y sofisticados -organizativa, funcional, logística, operativa y financieramente- de la actualidad.
A efectos de estas reflexiones, el estudio se encuentra dividido en siete apartados. En el inicial, se analizan los rasgos constitutivos del crimen organizado transnacional, su complejidad como empresa que debe su existencia tanto a los multicrime groups of professional criminals (UNODC, 2010) cuanto a la criminalidad de mercado y los mercados ilícitos. El segundo apartado identifica las diferencias entre el crimen organizado y la delincuencia común y el terrorismo. El tercero analiza a la defensa nacional y a la seguridad pública como dos singulares dimensiones y responsabilidades estatales, a cuyas particulares misiones le corresponden agencias operativas -fuerzas armadas y fuerzas policiales- que se configuran y organizan de manera especializada. El cuarto apartado examina los criterios estructurantes de las fuerzas armadas y fuerzas policiales y, en función de los mismos, la congruencia en tanto instrumentos operativos del Estado en materia de seguridad pública. El quinto apartado aborda un sucinto balance del involucramiento militar en seguridad pública, reseñando algunos datos registrados en Latinoamérica en los últimos 25 años, en particular los riesgos y los costos derivados. El sexto apartado contextualiza los intentos de militarización de la seguridad pública en Latinoamérica, identificando los factores externos que promueven la sistemática intervención castrense en la materia. Finalmente, el último apartado refiere a conclusiones y a aspectos a evaluar detenidamente a futuro.
El crimen organizado transnacional: características, operatoria y rasgos constitutivos de un fenómeno elusivo y complejo
El fenómeno del llamado crimen organizado2 -y, en especial, su variante transnacional- es uno que, en esencia, hace referencia a un amplio y variado conjunto de delitos, cuyas diversas manifestaciones fenomenológicas -algunas, sumamente sofisticadas- son todas constitutivas de lo que podría denominarse como criminalidad de mercado.3 A pesar de que el fenómeno del crimen organizado es sistemáticamente referido con taxativa univocidad, el mismo es, como categoría jurídica -e, incluso, como categoría analítica-, una de difícil y elusiva definición,4 fundamentalmente debido a la mencionada heterogeneidad fenomenológica, al vasto y no delimitado conglomerado de delitos constitutivos que comprende, así como a la cambiante y compleja estructuración de actores -y redes- que lo materializan.
En este entendimiento, dicho fenómeno implica un polifacético y complejo conjunto de delitos no bien delimitado5 que, enmarcado en la lógica de la criminalidad de mercado, deteriora en manera diversa el adecuado funcionamiento y las capacidades de los Estados y sus sociedades -a veces y en particular, la gobernabilidad y la estabilidad institucional de los primeros y la integridad física, los derechos humanos y la calidad de vida de las segundas-.6
Entre los rasgos constitutivos más salientes del crimen organizado cabe destacar, inicialmente, a uno de naturaleza contextual. Un análisis detallado acerca de cómo opera la empresa criminal -organizativa, funcional, logística, operativa y financieramente- permite identificar que, en esencia, las más importantes, estructurales y negativas manifestaciones del delito registrables actualmente “son”, en los hechos, materializaciones del crimen organizado transnacional. En otras palabras, la naturaleza transnacional/global del flagelo es una realidad constitutiva, distintiva y fácticamente incontrastable. En efecto, esta naturaleza transnacional es la esencia de las principales y más nocivas manifestaciones fenomenológicas del crimen organizado del mundo presente. Sin negar que dichas manifestaciones pueden también incluir a fenómenos “locales/nacionales” -por caso, redes de extorsión, secuestros, fraude o entramados de corrupción-, la dinámica delictiva organizada que en la actualidad más deteriora y golpea a sociedades y Estados es de carácter esencial e imprescindiblemente transnacional: constata ello la casi totalidad de los delitos más importantes -desde tráficos de drogas, armas o migrantes, hasta delitos medioambientales de contrabando o disposición final de desechos tóxicos en terceras naciones-, cuyos “producidos” de dinero son, en la mayoría de los casos, también “blanqueados” mediante sofisticadas triangulaciones y complicidades internacionales, con imprescindible participación de actores financieros globales.
Esta realidad se identifica al analizar al crimen organizado en términos de la oferta y demanda de bienes y servicios ilícitos que genera y trafica, esto es, según el lugar en el que son “producidos” o explotados los bienes ilícitos y en los cuales son ellos posteriormente “comercializados” o “usufructuados”: desde drogas, armas, tráfico de personas, hasta delitos medioambientales, se observa que estos flujos de oferta-demanda, producción-consumo, poseen mayormente su origen en un país o región del mundo para luego ser dirigidos a otro país o región del planeta a efectos de su comercialización y consumo final.
Otros factores y características específicas, no menos importantes, completan los rasgos constitutivos del crimen organizado transnacional: a) la naturaleza consensual de su despliegue, que implica la corresponsabilidad efectiva entre la empresa criminal que oferta y la sociedad que demanda y consume sus bienes y servicios ilícitos; b) la estructura empresarial de su organización,7 en tanto existen responsabilidades y procedimientos segmentados y articulados para las diversas fases de negocios y procesos, constituyéndose así una genuina “multinacional del crimen” (Arlacchi, 1985); c) el empleo instrumental de la “coerción” hacia Estado y sociedad como una herramienta táctica para viabilizar sus fines, lo que implica un uso pragmático de la violencia o, cuando menos, la amenaza de ejercicio; y d) el empleo de la “cooptación” del Estado como recurso táctico, vía la penetración y corrupción de estructuras políticas, burocráticas, judiciales y policiales para facilitar sus negocios o blindar su accionar, tanto frente a agencias del propio Estados o, incluso, frente a la competencia de otros grupos criminales.
Pero aprehender la esencia del crimen organizado transnacional -superando enfoques parciales y unilaterales- implica finalmente analizar su existencia y funcionamiento desde una doble dimensión: por un lado, como fenómeno estructurado en torno a grupos delictivos organizados que despliegan diversos delitos -multicrime groups of professional criminals- y, por otro, como uno estructurado en torno a los mercados ilícitos, en los cuales los actores que lo viabilizan -los grupos criminales- tienen una significancia menor respecto de aquellos, e interactúan en corresponsabilidad con la sociedad que consume esos bienes/servicios ilícitos.
Si bien estos abordajes no son mutuamente excluyentes, la evidencia empírica constata el fracaso de las estrategias estatales enfocadas principalmente en la represión de los grupos criminales. Esas estrategias soslayan que, en esencia, son las dinámicas de los mercados ilícitos las causales subyacentes a resolver respecto del crimen organizado: numerosos casos comprueban que los “logros” frente a grupos delictivos diversos no han hecho más que desplazar el accionar criminal hacia terceros Estados/regiones, des-localizando actividades, modificando rutas o alterando los mercados de explotación/producción de sus bienes/servicios. Empíricamente, ello no hace sino corroborar la condición estructural de los mercados ilícitos globales como fundamento causal del crimen organizado.
En esta racionalidad, la experiencia de años recientes permite concluir que, si bien los grupos criminales son actores necesarios e ineludibles, su neutralización no implicará la superación del crimen organizado como flagelo transnacional global:
Tal vez lo más seguro sea afirmar que los propios grupos se han vuelto menos importantes que los mercados en que actúan. En este momento la delincuencia organizada parece no ser tanto un grupo de personas que participan en diversas actividades ilícitas como un grupo de actividades ilícitas en que algunos particulares y grupos participan. Si esos particulares son detenidos y encarcelados, las actividades continúan, porque el mercado ilícito y los incentivos que genera se mantienen. Para resolver los problemas de la delincuencia organizada transnacional, es necesario comprender la escala en que operan estos mercados (UNODC, 2010, p. 3).
Así, la mayoría de las corrientes de tráfico ilícito examinadas […] son el resultado de las fuerzas del mercado, y no de las conspiraciones de grupos delictivos específicos. Hay demanda de drogas, prostitución, mano de obra barata, armas de fuego, partes de animales salvajes, productos a precios rebajados, maderas nobles y pornografía infantil. Al parecer, el consumo de estos bienes conlleva poco costo moral y escasa probabilidad de detención en los entornos en que opera la mayoría de los consumidores; la demanda persiste a pesar de los enormes cambios de adaptación en la producción y el tráfico del contrabando […] Ya sea impulsados por los mercados o por los grupos, en casi todos los casos estos problemas son transcontinentales (UNODC, 2010, p. 28).8
Finalmente, es ineludible precisar y destacar una cuestión sumamente importante, la cual no ha sido identificada o, contrariamente, ha sido sistemáticamente ignorada por los estudios relativos al crimen organizado de escala global. Sin entrar en un análisis de detalle, puede afirmarse que existe una dinámica general de los mercados ilícitos globales que reproduce las formas y los flujos norte-sur,9 “centro-periferia” o desarrollo-subdesarrollo de la economía lícita y formal, en la cual las naciones en desarrollo se convierten -en la mayoría de los casos- en “mercados de oferta” o proveedoras de buena parte de los bienes ilícitos que son finalmente consumidos por las sociedades de las naciones centrales en su carácter de “mercados de demanda”.
En efecto, al analizar los datos disponibles (UNODC, 2010 y 2012) se identifica que, respecto de la corriente de “oferta” de bienes/servicios comercializados por el crimen organizado desde las naciones periféricas hacia las naciones centrales, la misma involucra -principalmente- a tráficos de drogas no sintéticas, tráfico de migrantes, trata de personas, contrabando de activos culturales y de recursos naturales -como diamantes, minerales, maderas nobles, fauna y biodiversidad-. En forma contraria, son “menores” en número los flujos de “oferta” de productos que se registran desde las naciones centrales a naciones en desarrollo, los cuales comprenden fundamentalmente a tráficos de armas y a delitos medioambientales -por caso, exportación y disposición final de desechos tóxicos dirigidos a Estados menores o muy pobres, los que poseen escasas capacidades de supervisión en la materia así como de control efectivo de fronteras y espacios territoriales soberanos-.
Esta lógica general del crimen organizado transnacional origina y determina, consecuentemente, la forma en cómo se “reparten” la violencia y la mayoría de los costos humanos y materiales derivados de su accionar y a dónde asimismo confluyen, se concentran y se usufructúan las mayores ganancias producidas por esas actividades ilícitas transestatales -ganancias que, amparadas por paraísos fiscales y secreto bancario de las principales entidades financieras de Estados desarrollados, son luego introducidas y reinvertidas en los circuitos financieros mundiales-,10 reproduciéndose también en esta fase o dimensión del negocio ilícito, la dialéctica de funcionamiento norte-sur o centro-periferia11 mencionada.
En la mayoría de los casos, en el momento en que específicamente los mercados de oferta están representados por naciones en desarrollo -países menores/pobres-, esta lógica de mercado se traduce en una pesada herencia para esos Estados y sus sociedades en cuanto a costos humanos, de seguridad pública, estabilidad institucional y daños medioambientales refiere -especialmente para aquellas naciones que operan como centros de producción o rutas de tránsito de bienes ilícitos, como las drogas no sintéticas-. Por su parte, inversamente, también son estas naciones las que vuelven a sufrir los mayores costos humanos, de seguridad y ecosistémicos en el momento en que son los países centrales los que operan como mercados de oferta de otros tráficos ilícitos -como sucede, en particular, en los casos de tráficos ilegales de armas, así como en los de contrabando y disposición final de desechos tóxicos desde las naciones desarrolladas a las periféricas-.
Crimen organizado: diferencias con delincuencia común y terrorismo
En orden a precisar enfoques así como a evitar simplificaciones y reduccionismos, sobre la base de las consideraciones realizadas sobre la naturaleza y las características constitutivas del crimen organizado, parece pertinente analizar -al menos sintéticamente- sus diferencias y sus puntos de contacto con la denominada “delincuencia común” y con el terrorismo. Esta diferenciación es, además, imprescindible desde el punto de vista de la propia superación de estos fenómenos, puesto que las estrategias -institucionales, funcionales y operativas- para combatir estos flagelos deben ser diseñadas y ejecutadas de manera coherente a la naturaleza y características particulares de cada uno de ellos.
Conceptualmente, las categorías diferenciadoras entre crimen organizado y delincuencia común pueden identificarse a partir del análisis de algunas pocas variables tales como naturaleza de la actividad o transacción, carácter del intercambio, tipo de relación, entidad de la víctima y objeto de la punición.12 En efecto, podemos afirmar que: i) respecto de la naturaleza de la actividad de cada uno de estos fenómenos, mientras el delito común es esencialmente predatorio y apropiador de bienes “existentes”, el crimen organizado es intrínsecamente empresarial y productor/generador de nuevos bienes o valor agregado, constituyéndose en una efectiva entidad empresarial, estructurada y organizada bajo normas/procedimientos de mercado; ii) en cuanto al carácter y modo de intercambio establecido en su accionar, mientras en el delito común se registra uno de índole involuntaria para viabilizar la transacción entre los actores -usualmente acompañado de violencia-, en el crimen organizado el mismo es de naturaleza consensual y de complicidad entre las partes, de mutua aceptación de los términos de la transacción y de los bienes/servicios ilícitos objeto de la misma; iii) atendiendo al tipo de relación posible, mientras en el delito común es obligadamente unilateral, de víctima a victimario/delincuente y nuevamente involuntario para una de las partes, en el crimen organizado la relación es de índole bilateral, de oferta y demanda, en la cual las partes involucradas reciben una y otra “algo” a cambio de la transacción pretendida o ejecutada; iv) respecto de la identificación de la víctima, mientras en el delito común la condición de “víctima” así como la de “victimario/delincuente” es fácilmente aprehensible, en el crimen organizado se desdibuja completamente esa categoría para, en todo caso, dar paso a la complicidad y corresponsabilidad entre el demandante y el oferente de los bienes/servicios ilícitos, más allá ello de que en manifestaciones criminales específicas -como la de la trata de personas o la del tráfico de migrantes- existieren claramente seres humanos que revisten la calidad de víctimas al ser ofertados o tratados como mercancía u objetos a comerciar entre quien la somete y quien la usufructúa, esto es, nuevamente, entre el demandante y el oferente; y, finalmente, v) en cuanto a “cuál” es el objeto de la sanción o punición, mientras en el delito común el castigo recae claramente en el victimario/delincuente, en el crimen organizado el objeto de sanción se desdibuja aunque, en términos de la existente corresponsabilidad, la misma podría encontrar destino tanto en quien oferta -el actor criminal- como en quién demanda y consume -la sociedad- los bienes/servicios ilícitos -con la clara excepción de aquellos cuya participación se ve impelida por el factor de la adicción y la patología, como efectivamente se registra en el caso de las drogas u, obviamente, por aquellos que son víctimas de la criminal oferta/demanda al ser tratados como “objetos” de la misma, como es el caso de la trata de personas y el tráfico de migrantes-.
Para concluir parcialmente, aunque evidente, también debe destacarse como otra intrínseca diferencia entre ambos fenómenos la que refiere a la utilización instrumental que -en la planificación, promoción, ejecución y defensa de sus actividades- el crimen organizado realiza tanto de la violencia como de la cooptación/corrupción de las estructuras estatales de prevención y represión, algo muy alejado de la dinámica de la delincuencia común, estructuralmente “improvisada” y enfocada en la coyuntura de su accionar.
Respecto del crimen organizado y el actual fenómeno del “terrorismo”, más allá de las similitudes o vinculaciones que pudieren presentar, lo efectivamente importante entre ambos no son sus “parecidos” sino, precisamente, sus irreconciliables diferencias en materia de sus respectivos objetivos, naturaleza y características constitutivas.
Para contextualizar la importancia y la necesidad de destacar esas diferencias -en contra del mainstream vigente-, baste no solo con mencionar que muchos debates y políticas13 actuales conciben a ambos fenómenos casi como equivalentes sino también con recordar que, aunque finalmente no concluyera aprobándose, en el proceso de negociación de la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional se planteó inicialmente incluir al terrorismo como parte de la lista de manifestaciones del crimen organizado transnacional.
Motivo de ello ha sido que, pese a ser fenómenos sustantivamente diferentes -uno posee inequívoca finalidad económica mientras el otro una de naturaleza política-, es posible identificar algunas puntuales similitudes o aspectos “compartidos” entre el crimen organizado y el actual fenómeno del terrorismo transnacional. Asimismo, en contextos concretos y frente a situaciones específicas, también es factible detectar complicidades entre ambos o, incluso, confirmar que coyunturalmente determinados grupos terroristas pueden financiar sus actividades y objetivos con las ganancias obtenidas de su involucramiento en actividades delictivas como, inversamente, la criminalidad organizada puede recurrir al uso de la violencia como si lo hiciera en términos estratégicos al igual que actores terroristas.
Esas similitudes o paralelos entre crimen organizado y terrorismo refieren a que i) ambos fenómenos deterioran al Estado y lesionan a la sociedad aunque de diferente manera y con impactos distintos; ii) ambos representan “asociaciones” caracterizadas por una estructuración orgánica y funcional definida -ya sea de verticalidad jerárquica, de red, de células descentralizadas o policéfala y segmentada, según casos-; iii) ambos despliegan estrategias y ejecutan actividades diseñadas y planificadas con previsión y precisa asignación de funciones y procedimientos para cada componente de la organización; iv) ambos hacen uso de la violencia -aunque con diferente motivación-, siendo ese empleo de carácter estratégico para el caso del terrorismo y de carácter táctico para el caso del crimen organizado, lo que explica que no siempre su ejercicio sea un recurso ineludible para este último; v) ambos poseen -en muchas de sus manifestaciones y salvando particularidades- alcance transnacional en materia de operaciones, haciendo en ocasiones uso coordinado de las mismas rutas y redes de complicidades para mejor aprovechamiento logístico de condiciones existentes.
Sin embargo, y más allá de estos aspectos de orden organizacional o instrumental que eventualmente pudieren ser coincidentes o, incluso, de las posibles vinculaciones entre ambos,14 es la finalidad intrínseca de cada uno de estos fenómenos lo que fundamentalmente los define y diferencia. En efecto, mientras el terrorismo -como actor con fines políticos- busca la desestabilización mediante el uso de la violencia política con la finalidad de lograr sus propósitos de “reordenamiento”, esto es, de cambio del orden establecido, el crimen organizado -como actor con fines económicos- tiene por única finalidad la obtención y el incremento de beneficios económicos o materiales, siendo la lógica del lucro y la ganancia su única guía.
De esta diferencia axiomática en materia de finalidad, ambos fenómenos registran otras derivadas y, por cierto, no menores: i) mientras para el terrorismo el empleo de la violencia es inevitable -carácter estratégico-, para el crimen organizado la violencia es solo un recurso más a utilizar en el momento en que no quedan otras alternativas -carácter táctico-; ii) mientras el terrorismo pretende “destruir” al Estado -a un tipo de ordenamiento particular de Estado-, el crimen organizado busca “utilizar” al Estado para sus objetivos, ya sea mediante la “cooptación”, de la penetración del mismo vía corrupción,15 pudiendo operar en ocasiones incluso a favor del statu quo -en el momento en que ello implicase mantener la debilidad estatal o cuando el Estado ya hubiese sido cooptado-, siempre en aras de obtener y asegurar mayores facilidades para sus negocios, protección o impunidad; iii) mientras el terrorismo persigue amedrentar y paralizar a la sociedad, el crimen organizado se vale de ella, en tanto la misma es su fuente generadora de riqueza, mercado de demanda y consumo de los bienes/servicios ilícitos por él producidos; y, finalmente iv) mientras el terrorismo pretende y busca propaganda y visibilidad pública de sus acciones como elemento inherente a su estrategia, el crimen organizado solo busca hacer negocios y, cuanto más inadvertidos, mejor.
Defensa nacional y seguridad pública: sus alcances como políticas de Estado
En años recientes se han registrado sistemáticas iniciativas y experiencias16 que postulan la intervención militar en la prevención o represión de fenómenos delictivos17 -en especial, de aquellos que constituyen el amplio y variado conjunto de la criminalidad de mercado-. Sin embargo, debido a su particular y compleja naturaleza, estos heterogéneos fenómenos18 reclaman para su efectiva superación evaluar detenidamente si es que, en efecto, son los instrumentos castrenses tantas veces propuestos los medios más idóneos o, si en cambio, no debería optimizarse para ello las capacidades y el funcionamiento de las diferentes instancias estatales encargadas de gestionar de manera primaria las cuestiones de seguridad pública.19
En este contexto, identificar el alcance que poseen dos diferentes y específicas dimensiones estatales -la defensa nacional y la seguridad pública- es condición para analizar luego la pertinencia e idoneidad concreta de sus respectivos instrumentos operativos -fuerzas armadas y fuerzas policiales- en los esfuerzos de superación del crimen organizado en particular y de la gestión de seguridad pública en general. Como consideración axiomática se asume que la defensa nacional y la seguridad pública son responsabilidades indelegables del Estado -de todo ordenamiento estatal- y ambas representan a un elemento constitutivo por excelencia del Estado de derecho, el legítimo monopolio de la violencia.
Sin obviar la creciente complejidad que hoy caracteriza a las dinámicas y cuestiones de defensa nacional y de seguridad pública, es preciso destacar que defensa y seguridad refieren a dos políticas públicas particulares y específicas, de naturaleza sustantivamente distintas una de otra, con objeto y materia de responsabilidad primaria inequívocamente identificables para cada una de ellas, con fines y bienes a defender y tutelar que se hallan claramente diferenciados e individualizados más allá de consideraciones concretas de tiempo y espacio: estas premisas no se derivan de determinaciones a priori, sino que se originan y fundamentan en la realidad tangible a la que cada una de estas políticas estatales debe abordar, esto es, en las particularidades y especificidades de la propia fenomenología a las que cada una de ellas debe atender y gestionar.
En efecto, mientras que la seguridad pública -más allá de cómo se denomine a la instancia institucional y a la política que se encarga de tales responsabilidades- posee por obligación la custodia y salvaguardia de las libertades, garantías y derechos de los ciudadanos, su vida y sus bienes, la defensa nacional se orienta a preservar la propia existencia del Estado, su integridad territorial, soberanía e independencia de actores externos al mismo.
En este sentido, la diferenciación entre defensa nacional y seguridad pública se origina en dos ámbitos de la realidad y de las responsabilidades del Estado que poseen naturalezas específicas, distintas y fenomenológicas propias que, consecuentemente, exigen para su eficaz tratamiento el diseño, formulación y materialización de políticas, instancias institucionales e instrumentos operativos particulares. En otras palabras, la naturaleza distinta de las realidades a las que deben atender la defensa y la seguridad obliga, ineludiblemente, a un abordaje de las mismas con políticas, instrumentos y estrategias propias y sumamente especializadas.
En esta racionalidad se identifica que, para responder adecuadamente a las realidades concretas de “hacer la guerra” o de “proteger a los ciudadanos y combatir el delito”, las instituciones y organismos estatales deben configurarse y organizarse de manera inequívocamente especializada.
Esta especificidad de ordenamientos -e instrumentos- requerida para la defensa nacional y la seguridad pública involucra a variados aspectos exclusivos y distintivos para cada una de estas esferas. Ejemplo son los respectivos cuerpos doctrinarios, las singulares capacidades técnicas para la formulación de políticas/estrategias, las particulares configuraciones institucionales/burocráticas y las específicas agencias operativas, especializadas funcionalmente en los imperativos diferentes de “hacer la guerra” -defensa nacional- o de “proteger a los ciudadanos y combatir el delito” -seguridad pública-.
Esos organismos operativos del Estado20 -las fuerzas armadas para el caso de la defensa y las fuerzas policiales para el caso de la seguridad pública- poseen y se caracterizan por distintos y particulares criterios estructurantes, que implican para cada uno específicos planeamientos operativos y de diseño de fuerzas, diferentes doctrinas de empleo y procedimiento, especializada formación/adiestramiento de recursos humanos y singulares y diferenciados equipamientos y sistemas de armas.
Los instrumentos operativos del Estado en la superación del crimen organizado transnacional
Desde un enfoque funcional-operativo es, entonces, la propia naturaleza y fenomenología del objeto de su misión lo que determina la concepción y los criterios estructurantes de una agencia estatal: estas premisas son particularmente importantes en la evaluación sobre cuáles son los más aptos instrumentos para superar el crimen organizado.21 Este debate22 no puede descontextualizarse de coyunturas internas ni -como se presentará- del impulso y promoción de intereses nacionales de terceros Estados sobre la región.
En orden al análisis previo, emerge una correspondencia natural de las fuerzas policiales respecto de la preservación de la seguridad de los ciudadanos y del combate al delito y al crimen organizado: ellas son los instrumentos del Estado que originalmente y de manera directa se diseñan y estructuran atendiendo a la naturaleza y la dinámica de dichos desafíos, realidad esta que no es aplicable de ninguna manera a las fuerzas armadas -las que se diseñan como organizaciones destinadas a “hacer la guerra”-.23
La lógica de la seguridad pública -y en particular, la del crimen organizado-, requiere de una configuración operativa que solamente puede hallarse en la naturaleza y configuración orgánica-funcional de las fuerzas policiales: solo estas poseen por diseño los medios necesarios para la aplicación de la ley y la prevención y represión del delito, por medio de sus instancias especializadas de recursos humanos, investigación, inteligencia, equipamiento y doctrinas de procedimiento para atender y desplegar con gradualidad y proporcionalidad las competencias y atribuciones del Estado relativas al ejercicio del monopolio legítimo de la violencia.
Contrariamente, en la totalidad de los casos conocidos, las fuerzas armadas son concebidas, diseñadas y estructuradas en orden a un objeto que no es sino el de combatir militarmente -hacer la guerra- a otras fuerzas militares en defensa de la integridad territorial y de la soberanía; en términos de naturaleza profesional, ello en nada se relaciona con las tareas de carácter policial consistentes en la lucha al delito.
En tal sentido, basta con reflexionar acerca de las limitaciones -o, imposibilidades- que registran las organizaciones militares para hacer efectivos los principios de proporcionalidad y gradualidad -elementos centrales del corpus operativo de fuerzas policiales- cuando se las involucra en funciones de seguridad pública.
Esta limitación de carácter esencial se debe a la básica razón de que la fuerza militar se diseña, estructura y despliega a efectos de destruir al enemigo, una lógica que es abiertamente no procedente para su desempeño y accionar en materia de prevención y represión del delito y protección a los ciudadanos: el objeto que es propio y privativo de toda organización militar -el hacer la guerra- se caracteriza por el despliegue de la fuerza, siendo la fuerza sin límites la esencia de la guerra (Huntington, 1995, p. 64).24
A la luz de ello, es manifiesta la naturaleza incompatible de la organización militar25 -su ethos, finalidad, organización, adiestramiento, doctrina de empleo de medios y su equipamiento- con las capacidades y perfiles operativos necesarios para la eficaz superación de la criminalidad: las fuerzas armadas no solo no poseen los recursos requeridos para luchar contra el delito en los términos en que por la naturaleza de su diseño sí los poseen las agencias policiales, sino que además las organizaciones castrenses han sido concebidas bajo una lógica -destruir al enemigo- que en ninguno de sus términos -“destrucción” o “enemigo”- se ajusta y corresponde a la naturaleza de la misión de la seguridad pública, consistente en la protección de la vida y bienes de los ciudadanos y en la superación tanto de la delincuencia común como de las complejas materializaciones del crimen organizado.
Esta no correspondencia entre medios -fuerzas armadas- y fines -protección de la ciudadanía y prevención/represión del crimen organizado-, nos vuelve al punto inicial de reflexión: las fuerzas armadas y las policiales tienen su origen en diferentes ámbitos de la realidad que consecuentemente requieren, para su eficaz tratamiento, instrumentos operativos especializados y diseñados en función de dichas especificidades.
Un balance de la participación militar en seguridad pública
A raíz de la compleja realidad de algunas naciones latinoamericanas, para atención a casos puntuales y de extrema gravedad en los que el impacto del crimen organizado hubiere superado a las fuerzas policiales, la mayoría de los ordenamientos estatales de esos países contempla la excepcionalidad de una participación parcial -apoyo logístico o intervención particular y acotada temporalmente- de las fuerzas armadas en asistencia a las fuerzas policiales.
En orden a los fundamentos expuestos, el análisis empírico constata que tampoco esta intervención militar -parcial y acotada- en materia de seguridad se encuentra libre de riesgos ni es augurio de resolución de problemas: al menos en las últimas dos décadas, en los casos en que se efectivizó, de ninguna manera esta intervención resolvió los problemas de seguridad existentes, ni menos aún contribuyó a superar las causas que los originaron. Por el contrario, el involucramiento castrense ocasionó o contribuyó a generar otras dificultades, entre las que aparecen desde los riesgos de desnaturalización profesional militar, hasta los peligros referidos al uso desproporcionado de la fuerza y las violaciones de las garantías cívicas y de los derechos humanos -situaciones estas que, en parte, se vinculan también al incompatible diseño y configuración funcional/operativa de las fuerzas armadas para atender requerimientos para los cuales no fueron estructuradas-.
También se identifica como riesgo que, en el momento en que se materializó dicha excepcionalidad de intervención castrense, la misma pasó de una situación singular y transitoria a convertirse en regla “ordinaria” a partir de la cual algunos Estados enfrentan la delincuencia y, particularmente, el crimen organizado. Pero, al enfocar el “fundamento” más importante del involucramiento castrense en seguridad pública -el combate al narcotráfico- es donde aparecen los mayores fracasos26 y riesgos del involucramiento militar: “la evidencia indica claramente que estas políticas (…) no han producido impactos significativos (…) En suma, existe una brecha enorme entre los objetivos declarados y los resultados concretos que se han logrado desde que se lanzó las ‘guerras contra las drogas’ al inicio de los 70” (Youngers y Rosin, 2005, p. 13).
Además “si bien los efectos varían significativamente según el país (…) las políticas estadounidense antidrogas han contribuido a confundir y traslapar las funciones militares con las policiales, han militarizado a las fuerzas policíacas y han insertado a las fuerzas militares en actividades de seguridad interna. De este modo, se ha fortalecido a las fuerzas militares a expensa de las autoridades civiles. También han exacerbado los problemas que siguen produciéndose en el área de derechos humanos y han generado fuertes conflictos sociales e incluso inestabilidad política” (Youngers y Rosin, 2005, p. 414).
A ello debe agregarse que, en algunos países, esta dinámica también interfiere en los avances logrados en materia de control político de las instituciones castrenses. Si bien la región latinoamericana se encuentra en un momento histórico muy diferente al de tres décadas atrás, el tema de las relaciones cívico/militares -y dentro de él, no ya la cuestión de la subordinación castrense a las instituciones y gobiernos civiles, sino la referida al gobierno/conducción política de las fuerzas armadas- es uno que aún no se ha consolidado plenamente27 en todos los países de la región.
Contextualizando el debate latinoamericano sobre la militarización de la seguridad pública
El contexto en el que desde hace años se promueve la participación militar latinoamericana en seguridad interna y combate al crimen organizado se relaciona, en buena medida, con factores externos y políticas de promoción de intereses de terceros Estados. Es posible identificar que ese involucramiento militar viabiliza al menos dos elementos de interés del actor continental preeminente, los EE. UU.: por una parte, contribuye a invisibilizar las corresponsabilidades de “demanda” respecto del más importante flagelo del crimen organizado -el narcotráfico-, mediante el apuntalamiento de su resolución en el enfoque de “represión en las fuentes” -oferta- o de represión de las rutas de tránsito de sustancias ilícitas hacia su territorio;28 por otra parte, en tiempos en que desaparecieron antiguos paradigmas que aseguraban presencia, la militarización de la seguridad pública latinoamericana también permite a Estados Unidos preservar influencia regional por medio del mantenimiento de relaciones profesionales que sus estructuras castrenses despliegan hacia las organizaciones militares latinoamericanas, basadas en la canalización de recursos y asistencia antinarcóticos.
Cabe destacar que esta política que Estados Unidos promueve hacia Latinoamérica no guarda ninguna relación con la concepción de competencias y el modelo institucional de diversificación funcional de las organizaciones operativas del Estado que la propia nación estadounidense posee hacia su interior.
En efecto, en la arquitectura institucional estadounidense están claramente establecidas las esferas de responsabilidad y competencias de sus fuerzas armadas. Desde finales del siglo XIX, las fuerzas armadas de EE. UU. tienen vedada su participación en funciones de aplicación de la ley hacia el interior del país: el ordenamiento normativo e institucional estadounidense distingue y separa explícitamente la naturaleza de las dimensiones de seguridad interior por una parte y de defensa por otra, asignando inequívocamente a agencias civiles las tareas de aplicación de la ley y a las organizaciones militares las relativas a la defensa exterior de la nación.29
En este sentido, el “debate” sobre -y las experiencias de- la militarización de seguridad pública y la lucha contra el crimen organizado en Latinoamérica o, en otros términos, la asignación de funciones policiales a las fuerzas armadas debería -además de evaluarse a la luz del análisis expuesto- ser también considerado en función de la propia experiencia y política que en la materia hacia su interior promueve Estados Unidos, el país que con mayor sistematicidad postula a las fuerzas armadas latinoamericanas cumpliendo labores policiales.
El modelo Posse Comitatus ha funcionado bien para los Estados Unidos. Tanto las FF. AA. como las instituciones policiales estadounidenses se han beneficiado de la clara separación entre sus roles y misiones. Es, pues, lamentable y alarmante que Washington haya impulsado el camino opuesto en América Latina y el Caribe. A lo largo del último siglo, y hasta el día de hoy, los programas de ayuda de EE. UU. han incentivado a los militares del hemisferio a asumir roles internos que serían inadecuados, o incluso ilegales, en los EE. UU. (Withers, Santos y Isacsoni, 2010, p. 15).
Conclusiones
A manera de conclusión central, y focalizando en el análisis de la pertinencia medios-fines, se evalúa que la participación militar en cuestiones de seguridad pública representa un abordaje inadecuado en la gestión de dicha materia. Ni siquiera el “combate” al mayor desafío de seguridad pública de la actualidad latinoamericana -el crimen organizado transnacional y, dentro del mismo, el narcotráfico- puede argumentarse como fundamento válido de los ensayos/propuestas tendientes a instalar como norma el involucramiento castrense en la materia. A la luz de la evidencia empírica, ello no solo resulta ineficaz sino también riesgoso en términos de garantías cívicas, derechos humanos y relaciones cívico/militares. Buena parte de lo inapropiado de involucrar a las fuerzas armadas en estas cuestiones -y particularmente, en la lucha al crimen organizado- radica en que las mismas son organizaciones operativas concebidas y diseñadas para atender responsabilidades estatales de naturaleza, fenomenología y dinámicas específicas y muy diferentes a las que identifican a las cuestiones de seguridad pública.
Finalmente, el análisis de la coherencia o congruencia medios-fines constata que, contrariamente al involucramiento militar en materia de seguridad pública, la adecuada y eficaz aplicación de la ley y prevención/represión del delito requiere de instancias/organizaciones estatales especializadas -en recursos humanos, investigación, inteligencia, equipamiento y doctrinas de procedimiento-, que posibiliten atender y desplegar con gradualidad y proporcionalidad las competencias y atribuciones del Estado relativas al ejercicio del monopolio legítimo de la violencia. Evaluar los mejores cursos de optimización de las instancias operativas específicas responsables de seguridad pública -las instituciones policiales- se presenta como la contracara a la militarización de dicha materia.