La transfusión que recibe el arte contemporáneo de la post-modernidad puede verse cristalizada en la refutación del arte como centralidad así como del consecuente interés por inmiscuirse en los aspectos periféricos a él, como si de elementos constituyentes o habilitantes se tratasen.
Esta premisa análoga de la post-colonialidad, no busca refundar el centro en un lugar diferente, sino reconocer las dinámicas mismas que permiten la consolidación de centralidades que irrumpen la topología de lo habitual, para reparar en sus potencialidades, así como en sus limitaciones. Aparece entonces la celebración de la periferia como un discurso que subyace a los trabajos artísticos contemporáneos, una fetichización de lo liminal que ha devenido en unos resultados estéticos a veces conmemorados por el público y otras destacados por la crítica pero inadmisibles para la audiencia generalizada. Una animadversión hacia la materialidad de la obra, y el enamoramiento por la idea del arte, antes que por el arte mismo, nos ha conminado a la simulación; a un simulacro antes que a una práctica. Con recursos como la sátira, la refutación del encuadramiento, la pastiche, la inmaterialidad, la fungibilidad, la retórica, la hiper-intelectualización, la experimentación o el humor, el arte contemporáneo ha ido encontrándose a sí mismo como una onomatopeya del “arte verdadero”, compartiendo quizás solo un estatus y unas ciertas técnicas comunes, pero con un mythos radicalmente diferente, o en ausencia total del mismo.
Si hay una herencia útil que podríamos reclamar del corpus llamado “french theory” sería la aproximación estructuralista hacia los fenómenos, ya sea desde la semiótica con Saussure1; desde la psicología con Lacan2; la antropología con Levi-Strauss3 o la filosofía con Jacques Derrida4. Lo valioso de este método de observación centellea cuando, como si de un expectorante se tratase, expulsa el significado de las cosas por fuera de sí mismas, reconociéndoles como contenidos que cobran sentido únicamente en virtud de la situación de cercanía u oposición que tienen respecto de otros conceptos. Entonces las cosas no son, sino en virtud de donde están. En términos posicionales, el estructuralismo se ratifica en las series de oposiciones binarias que se otorgan sentido mutuamente: la razón y la locura, lo masculino y lo femenino, la vida y la muerte, la alegría y la tristeza.
Para dibujar una línea de retorno hacia el tema principal del presente ensayo, quisiera enfocarme en una oposición que permanentemente ha estado operando en el campo creativo: el binario arte-realidad.
Ya sea como canon a seguir, patrón figurativo y filosófico para la elaboración creativa; o ya sea como el gravamen del cual emanciparse, como ocurrió durante todo el estallido de las vanguardias; la dupla arte-realidad ha sido el eje alrededor del cual han oscilado los diferentes posicionamientos para la construcción creativa, con sus consecuentes técnicas y recursos pragmáticos, por ejemplo en pintura con el punto de fuga, la perspectiva tridimensional, la luz y sombra que trataban de emparejar lo que se veía dentro del marco y fuera de él, en lo que fue conocida como la gran alabanza de la realidad del arte renacentista. La diáspora también se ha dado en la dirección de alejarse lo más posible de la realidad a partir del arte, de esta intención han nacido en el teatro: la pantomima, el teatro-danza, el rompimiento brechtiano o el post-drama.
En este orden de ideas, la creación artística se muestra imbricado con la cotidianidad, siendo un comentario de ella, lejano, cercano, mimético, subversivo, pero siempre respecto de ella. Más allá de resaltar las distintas clases de vínculos que puede tener el arte con la realidad, es necesario subrayar la existencia del vínculo mismo, pues, el arte contemporáneo sigue orbitando alrededor de esta dupla fundamental, pero bajo un presupuesto diferente. Lo contemporáneo desafía al arte como una centralidad pura, y lo entiende como un concepto que opera en oposición de una realidad de la que no está asépticamente separado, sino con quien tiene una diferencia de gradación más que de naturaleza. Esta relación de diferencia y de mutua dependencia conduce a reparar en la serie de elementos que permiten el tránsito entre lo real y lo artístico, entre la cotidianeidad y la ficcionalidad, entre lo natural y lo cultural.
Los elementos que permiten que un contenido regularmente atribuible a la realidad cotidiana pueda circunscribirse a una labor artística, tales como la curaduría, la teatralidad, la convención en la ficcionalidad, la institucionalidad de arte o museográfica, los fenómenos del lenguaje, las enmarcaciones (literales o metafóricas), la noción de la autoría, la conciencia de la expectación y otros, operan como rituales de paso y agrupados conforman el parergon de la obra de arte.5
Cuando Kant se refiere en la “Crítica del juicio” (1999) al parergon, lo hace desde el entendimiento del mismo como una sustancia accesoria, denotativa y complementaria al arte, cuya función radica en señalar valía o distinción y en guiar a la mirada del espectador hacia la obra propiamente dicha. También reconoce un cierto riesgo potencial en el parergon o parerga (en plural) por la distracción que podría implicar respecto de lo ergonal (el arte como centralidad), ejemplo de ello sería un ostentoso marco de oro que podría eclipsar al trabajo del artista autor de la pintura enmarcada. Precisamente este último aspecto es el que inaugura la suspicacia de Jacques Derrida (1998) cuando retoma el tema un siglo después, desde su paradigmática perspectiva de la deconstrucción, pues reconoce en la parergonalidad de la obra no una liminalidad superflua, sino un aspecto capital que permite la existencia misma de la obra de arte. “Al referirse a estos aspectos, él (Derrida) efectivamente trae al parergon, un dispositivo previamente considerado como extrínseco y subordinado a la obra de arte, al frente de la discusión para aplicarle una inspección y evaluación más cercanas” (Little, 2008: 44)
La parergonalidad pasa de ser un ornamento a ser la sustancia habilitante para que el arte pueda existir, en oposición de una realidad cuyos contornos están definidos precisamente por los dispositivos paregonales referidos con anterioridad. Entonces, el parergon no solo será el marco en la pintura, sino toda la serie de enmarcaciones que la mente humana hace respecto de lo que está observando para categorizarlo como parte de una circunscripción extra-cotidiana; alejándole de la realidad, en un salto ontológico donde confluyen los sentidos para la captación de lo percibido en conjunción con la razón, que encomienda tales estímulos al reino de lo ficcional o artístico, proceso que en términos de Jean Baudrillard sería la inauguración de la “ilusión estética” 6.
Es a partir de lo anterior que el propio espacio se vuelve un dispositivo parergonante, por ser un “potencial significador de valor encuadrando efectivamente la performancia incluso antes de que ésta siquiera comience” (McAuley, 2000: 39). En el campo de las artes plásticas o visuales, no se estaría ante un espacio de representación como en el campo escénico, pero sí se encuentra un equivalente en el museo o espacios institucionalizados de exposición de arte, y que son los encargados de permitir a la audiencia o al público hacer la transición entre lo real y lo artístico.
Si entendemos a la parergonalidad como la condición necesaria para el surgimiento de la obra, se desestabiliza la centralidad del arte como una sustancia autónoma y soberana, y se revela más bien como la variable dependiente de un compendio de contextualizaciones, enmarcaciones y encuadramientos de distintos tipos sin cuyo agenciamiento solo podría estarse ante la percepción de acontecimientos inusuales, interesantes o insólitos, pero no artísticos en sí mismos. Tal es el caso del Teatro Invisible de Augusto Boal (1980), cuyas intervenciones dentro de lo cotidiano por parte de actores entrenados, jamás se constituyeron en “obras”, pues no existía tal cosa como una concienzuda expectación por parte de la que sería la audiencia (que terminaba sólo ampliando el reparto), quienes carentes de la enmarcación suficiente, vivían una experiencia que no podrían jamás atribuirle al arte ya que una de las premisas principales de esta escuela constituía en nunca revelar la naturaleza ficcional o artificial de lo ocurrido, sin jamás quebrantar el continuum de lo cotidiano: su labor recaía precisamente en actuar sin flagelar la membrana de lo real.
Es de mi interés recuperar el caso anterior como un ejemplo de carencia de parergonalidad, para pasar a oponerlo a situaciones en donde el ergon es el endeble, y el acontecimiento artístico está casi enteramente sustentado en el agenciamiento de los dispositivos parergonales o periféricos.
Ante la imposibilidad de existir fuera del museo, ante la obligación de necesitar la protección de ese entorno, las artistas feministas se refugian, otra vez y de forma voluntaria, en el modelo patriarcal y adoptan al museo como casa y al Estado como marido. Regresan a la Casa de Muñecas de Ibsen y crean sus obras en el espacio delimitado y propicio del museo-casa, con el dinero de esposo-tado y sucede lo inevitable: la obra no puede sobrevivir al desamparo. La obra: una “escultura” de toallas sanitarias, un collar de pastillas anticonceptivas, no existe si abandona la protección de la sala del museo. (Lésper, 2012: 79)
Ya sea en el exceso de parergonalidad o en la tibieza del aspecto ergonal de la obra, lo contemporáneo se perfila fuertemente por la astucia y el provecho que de las transacciones entre estas dos dimensiones se hacen. Ya sea para ocultar la obra en el marco de la realidad o para usar la realidad como obra de arte ya completada (ready-made), el miramiento implícito o explícito de la parergonalidad reluce como el interés por sortear la binarización arte-realidad de formas en las que la frontera se vea desestabilizada antes que destruida. Las prácticas contemporáneas han devenido en maniobras de comprobación de la efectividad y alcance de la parergonalidad en tanto fundadoras de ergonalidades; el interés excesivo sobre ellas ha inaugurado la derrota del objeto, una hipostasión de todo aquello que no es la obra pero que le permite a ella precisamente constituirse en una. Todo lo que, desemboca en una serie de ejercicios de simulacro, que aunque a veces han terminado por evacuar gente sin la existencia de un incendio, han puesto de relieve las dinámicas de consolidación de las obras como productos resultantes de sus contextos, en un carnaval fenomenológico que ha permitido no diseccionar a la obra en sí misma, sino a las condiciones que la han puesto sobre la mesa como objeto de interés.
Es en la ejecución de esta labor, que el arte contemporáneo se ofrenda a sí mismo como un nuevo ensayo transaccional entre lo real y lo artístico, durante el que se van postulando objetos de un dominio para atribuírselos al otro, con permutaciones que no siempre son celebrables a nivel estético pero que van arrojando luces sobre la distancia y la naturaleza del tránsito que conecta ambos territorios. Esta explicación descifraría la infinidad de perfomances en los que acciones como cortarse las uñas o expulsar las deyecciones del cuerpo tratan de erigirse como obras, y aunque no siempre solventen las expectativas que volcamos sobre el arte a nivel ético o estético, poseen el valor de todos los asteroides que sin llegar a la luna nos ayudaron a entender la atmósfera del espacio.