Introducción
La relación Estado-sociedad es una forma específica de socialización entre los actores del poder político, económico y social que se ha estudiado en América Latina desde el año 1980, particularmente en relación con el modelo de (co)gobernanza participativa implementado en Brasil por el Partido de los Trabajadores (PT) y las luchas de salud colectiva (Avritzer, 2010; Wampler, 2012; Mahmood y Muntaner, 2020). Progresivamente, en Venezuela, estas experiencias fueron impulsadas por La Causa R, el gobierno de Aristóbulo Isturiz y la Asamblea Popular de Caracas (APC).
El declive del sistema populista de conciliación de las élites2 a finales de los noventa facilitó el ascenso del bloque chavista, que cambió las reglas de juego entre el campo social y el campo estatal. Se configuró un Estado benefactor con base en incentivos petroleros y se crearon cadenas de equivalencias sobre demandas insatisfechas que exaltaron la figura del líder (Laclau, 2006; Gudynas, 2015). Las innovaciones participativas, prácticas comunales y la refundación del Estado consagradas en la Constitución de 1999 y en el Socialismo del Siglo XXI se frustraron en 2015 con la crisis del modelo de desarrollo. Así, la democracia participativa, popular y protagónica perdió fuerza debido al desequilibrio político, económico y social.
En particular, identificamos tres hitos que nos permiten delinear el patrón de relaciones y el repertorio de interacciones socioestatales en el país: 1) 1999-2006: primeras experiencias de organización social, gestión y participación comunitaria amparadas en la Carta Magna y el aparataje del Poder Popular, 2) 2006-2015: intento de transformar el Estado a través de las comunas, 3) 2015-2022: la crisis económica alteró las correlaciones de fuerzas y, consecuentemente, se produjo un despliegue de actores colectivos no asociados a la comunalidad.
Dicho esto, analizamos la relación de los actores colectivos con el proyecto hegemónico estatal del chavismo y los cambios en el repertorio de interacción post-chavista en Venezuela utilizando, para ello, ejemplos empíricos concretos. El artículo se divide a partir de aquí en cinco secciones: primero, los conceptos y categorías que ilustran nuestro marco teórico; segundo, una breve descripción de los antecedentes del contexto; tercero, la discusión con la literatura que ha abordado la temática; cuarto, los tipos de relaciones aterrizados al caso venezolano; y finalmente, ofrecemos algunas reflexiones.
Precisiones teóricas
Los actores colectivos son estructuras organizativas del campo social que movilizan recursos, persiguen objetivos comunes y comparten identidades. Aunque la Sociología de la Acción Colectiva y la Sociología Política prefieren el término "movimientos sociales organizados" (SMO en inglés o MSO en castellano), los trabajos más sólidos demuestran que este tipo de agenciamiento (agency) incluye diversos grados de coordinación y repertorios de acción mediante vías subjetivas o racionales (McAdam y McCarthy, 1999; Pleyers, 2018; Pleyers y Martínez, 2021). Así, los SMO o MSO son solo un tipo de actor colectivo, pero no el único en el ámbito de las luchas sociales.
El Estado, en cambio, es un campo dinámico donde convergen actores sociales, políticos y económicos, además de gestores estatales de rango medio y tomadores de decisiones. Esta perspectiva difiere del weberianismo clásico y la versión contemporánea, el neoweberianismo histórico comparado, que justifica su autonomía respecto a la sociedad, en tanto “aparato de dominación” (Weber, 1919; Aron, 1967; Tilly, 1975; Runciman, 1978; Poggi, 1978; Weber, 1978; Skocpol, 1979; Schluchter, 1981; Mann, 1986; Mann, 1993; Weber, 1994; Rokkan, 1999; Streeck, 2014; Campbell y Pedersen, 2001). No se distinguen los aspectos sustantivos de los elementos informales, ni las bases sociales que lo componen, por lo que hay que avanzar en esa dirección.
A tales efectos, el Enfoque Estratégico Relacional (EER) considera al Estado una condensación institucionalmente mediada por el equilibrio cambiante de fuerzas sociales y políticas frente al contexto (Jessop, 1990; Jessop, 2016; Jessop, 2017; Garay Salamanca, 2020), o también -añadimos- una esfera simbólica que se modifica por las tensiones, contingencias y coyunturas.
Los aportes neomarxistas irrumpen el debate de la autonomía relativa del Estado cuestionando la división entre sociedad civil y sociedad política, propia del liberalismo económico. El EER se aleja del estructuralismo tradicional interesándose por las implicaciones entre los componentes estructurales. Se transita del concepto abstracto del Estado hacia la dimensión práctico-concreta de la sociedad, ámbito en el cual emergen las posibilidades de acción colectiva y con ellas: las relaciones e interacciones socioestatales.
Estas son básicamente formas de tejer conexiones, caracterizadas por trayectorias de interdependencia entre el poder político, el poder económico y el poder social. El Estado, que se materializa a través de un proyecto y visión hegemónicos interactúa con las esferas sociales y económicas a través de posiciones entre sus actores, los cuales ejercen o no influencia sobre el campo.
El foco está puesto en la naturaleza social del Estado alejándonos de concepciones más estáticas o monolíticas. Precisamente, las relaciones socioestatales cobran especial relevancia al mostrar los dilemas de la negociación y el conflicto entre los diversos actores, así como las modificaciones que se producen a causa de los (des)equilibrios del poder y las coyunturas.
Las interfaces, intermediaciones e interacciones son tipos de relaciones que se configuran cuando los actores colectivos se enfrentan a las estructuras. Estas dinámicas no surgen de manera aislada, sino que son el resultado de las condiciones y las particularidades del entorno.
El caso de Venezuela ejemplifica cómo dichas formas de socialización están intrínsecamente ligadas a las circunstancias económicas y políticas del país. Este fundamento subraya la necesidad de considerar con sumo cuidado el contexto sin perder de vista la relación entre las partes. Para aclararnos mejor, revisemos los antecedentes del país.
Contexto
En Venezuela, la modernización del Estado comenzó en la década de los treinta bajo el gobierno de Juan Vicente Gómez, quien se abrió al capital extranjero y aplicó políticas de latifundio concentrando la propiedad de los terratenientes. Durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, se intensificaron las concesiones petroleras, estableciendo el carácter rentista del Estado, así como sus relaciones sociales y políticas. Los gobiernos del Pacto de Puntofijo introdujeron programas de ajuste que, aunque buscaban implementar la Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), consolidaron un modelo de desarrollo basado en la apropiación de los recursos naturales a finales de 1990 (Gudynas, 2015).
Tras el largo periodo de desconsolidación democrática y golpes fallidos, el teniente coronel Hugo Chávez fundó un nuevo orden político de corte populista llamado “la Revolución Bolivariana”. Con la Constituyente de 1999 se desarrollaron innovaciones participativas que en el 2006 aspiraron a establecer el Estado comunal y el Socialismo del Siglo XXI.
Pero una década después acechó la crisis. Se produjeron varias devaluaciones de la moneda y se instauró un sistema de pago paralelo (el dólar negro). Estados Unidos y la Unión Europea intensificaron las sanciones en contra de funcionarios, empresas y patrimonios estatales, y más de cinco millones de ciudadanos migraron hacia América del Sur, América del Norte y Europa.
Mientras eso pasaba, Nicolás Maduro, el sucesor de Chávez, fortaleció los lazos con el sector privado y la burguesía tradicional, y pactó con sectores evangélicos de amplia mayoría social3. La criminalización y judicialización de la protesta afectó tanto a la oposición como a la izquierda crítica de base popular. Los registros no gubernamentales han reportado desapariciones forzadas y arbitrariedades por parte de las fuerzas de seguridad4. Un escenario que se reconoce como "la era post-chavista".
Por si fuera poco, la sociedad permanece bajo la sombra de la mitificación estatal, la dependencia y el extractivismo no solo económico, sino político. El rentismo petrolero ha permeado la correlación de fuerzas, la cual ha influido tradicionalmente en la configuración de los proyectos estatales.
Por esta razón, es crucial examinar las estrategias subyacentes a los patrones de relación de los sectores organizados. Se requiere pasar del análisis puramente instrumental a la perspectiva estratégica-relacional con el fin de explicar la influencia recíproca entre el poder estatal y el poder social en contextos económicos de alta complejidad.
Paradójicamente, en Venezuela, hay una fuerte presencia de actores sociales organizados que han vencido, una por una, las pruebas de la élite dirigente, las dificultades de las crisis estructurales y las limitaciones de la cultura política. Antes de revelar cómo lo han hecho, indaguemos sobre el objeto de la discusión.
Un objeto de estudio en discusión
La Sociología Política ha examinado la relación entre el Estado y la sociedad a través de interacciones directas, interfaces e intermediaciones en diferentes niveles. Estas relaciones incluyen dos posibilidades: la participación ciudadana (modelo tradicional) y la (co)gobernanza participativa (esquema emergente). La institucionalización es crucial en ambos casos, ya que la participación es parte del ejercicio de ciudadanía y una condición iusnaturalista que guía a los Estados modernos.
La Ciencia Política analiza las relaciones partidistas y los cambios en la matriz sociopolítica según los modelos de gobernabilidad, instituciones democráticas y regímenes políticos (Lipset, 1960; Easton, 1965; Almond y Powell, 1966; Huntington, 1968; Dahl, 1971; Skocpol, 1985). Estos estudios han esclarecido cómo los partidos interactúan con la sociedad y cómo estos patrones cambian debido a diversos factores, proporcionando marcos teóricos para analizar la estabilidad y el cambio en los regímenes democráticos.
No obstante, recientes publicaciones subrayan la importancia de las comunidades transfronterizas y transnacionales, demostrando que la sociedad es parte intrínseca del Estado, cuya conexión trasciende límites territoriales (Leitheiser et al., 2022; Kestler, 2023; Farah, 2024; Tang y Cheng, 2024). Esta perspectiva desafía la noción de las fronteras nacionales impulsando a los actores colectivos a buscar apoyo y recursos a nivel internacional para fortalecer sus luchas locales. En definitiva, refleja la realidad globalizada y resalta la necesidad de reconsiderar los conceptos de soberanía estatal y participación ciudadana.
En cualquier caso, la relación Estado-sociedad incluye aspectos que la literatura a menudo omite, como el papel de la población en la configuración del proyecto estatal y la influencia recíproca entre poderes, así como la transitoriedad de los territorios (Jessop, 2017; Monedero, 2018). La participación sigue vinculada a la concepción formal del Estado, un análisis común en las Ciencias Sociales que podría limitar nuestra perspectiva, si no se amplía.
La base social del Estado, por el contrario, facilita la interpretación del contexto, de acuerdo con las relaciones dentro, fuera y a través del campo socioestatal. La condensación de sectores organizados cumple una función específica, cuyos mecanismos de socialización superan la idea normativa de "ciudadano/a". Para abordar este punto, debemos apreciar la naturaleza dinámica de los actores colectivos que, limitados por las estructuras, despliegan prácticas determinadas.
Por último, la literatura reciente sobre relaciones socioestatales ha detallado los fenómenos por medio de interfaces5, prácticas clientelares6, regulación de la violencia7, intermediaciones8, gobernanza participativa9 e intersecciones10. Otras aproximaciones incluyen el estudio desde la antropología o etnografía del Estado11, que reconstruyen las interacciones cotidianas entre dirigentes, organizaciones y/o mediadores. Sin embargo, tales perspectivas son insuficientes. Es necesario -insistimos- considerar el contexto, el despliegue de los actores colectivos por medio de posiciones estratégicas, las particularidades del proyecto, y la visión hegemónica del Estado. Para ello, exploremos el caso venezolano.
El caso venezolano: la relación sociedad-estado
Hasta ahora, la relación Estado-sociedad se ha estudiado a través de interacciones, interfaces e intermediaciones tanto en la Sociología Política como en la Ciencia Política, que recogen las ideas tradicionales o emergentes de la participación social, ciudadana o popular. Pero, no se ha tenido en cuenta las condiciones de producción y reproducción de relaciones en el campo12.
Los primeros años fueron fundamentales para el surgimiento del sujeto colectivo por excelencia de la Revolución Bolivariana: “el pueblo organizado” o “poder popular.” La élite estatal promovió “lo comunitario” mediante la gestión de Consejos Comunales (CC), círculos bolivarianos, Unidades de Batalla del Estado (UBE) y Comités de Tierras Urbanas (CTU) (García-Guadilla, 2007; García-Guadilla, 2008; Fernandes, 2010; López Maya y Lander, 2011; García-Guadilla, 2018). Surgió una intermediación con los sectores populares, especialmente en políticas de vivienda y urbanismo, donde los CTU lograron mayor independencia que los CC.
Los CTU se integraron a una red política para movilizarse en épocas de tensión electoral reactivando las luchas por el hábitat y territorio. Los CC, en cambio, mantuvieron cierta dependencia de los ingresos petroleros promoviendo una gestión comunitaria clientelista (Sankey y Munck, 2020; Rich, 2020).
Los actores colectivos por fuera del vínculo institucional -principalmente organizaciones y movimientos de la sociedad civil- lograron insertarse en la estructura estatal con menos efectividad que “el poder popular” o los CTU. La proximidad entre ciertos actores colectivos y la élite estatal facilitó la inclusión de sectores marginados, pero también implicó subordinación y dependencia, dificultando el acceso de organizaciones menos radicales.
Los recursos de la renta petrolera permitieron al bloque hegemónico construir una base popular mediante políticas redistributivas y proyectos sociales a cambio de lealtad por parte de los beneficiarios. Esta cercanía redujo la capacidad de los actores colectivos, cuya acción dependía de los incentivos del Estado benefactor.
Los movimientos populares se identificaron con el chavismo, mientras que estudiantes universitarios, gremios y empresarios se vincularon con la oposición. Esto no evitó la estigmatización y el desprestigio. La polarización exacerbada creó narrativas descalificadoras mutuas, erosionando el diálogo. El chavismo deslegitimaba a los movimientos ciudadanos considerándolos “instrumentos del imperialismo”, y la oposición acusaba a los sectores populares organizados de depender del Estado y su aparato político.
En ese contexto, Ellner (2018) y García-Guadilla (2018) estudiaron la incorporación de las bases sociales al Estado venezolano. El primero, se enfocó en las interacciones cuestionando la atribución a los actores colectivos de baja capacidad organizativa, mientras que, la segunda examinó la formación histórica de las organizaciones y el papel de los MSO en el proyecto bolivariano. Ambos adoptaron posturas centradas en el Estado sobre autonomía e independencia, que acabaron por mostrar relaciones de “cooptación, clientelismo y corrupción”.
No así describen tres modos de incorporación del Estado en la sociedad que, aunque subordinan el poder social al poder estatal, representan, hasta la fecha, los hallazgos publicados más significativos sobre la temática. El modo de incorporación “de abajo hacia arriba” (bottom-up), responde a un patrón de demandas populares institucionalizadas en la Constituyente de 1999. El segundo, “de arriba hacia abajo” (top-down) involucra estrategias por parte del bloque de poder para consolidar su base electoral; y el tercer mecanismo “la incorporación clientelar” refleja las tensiones entre los movimientos sociales y el Estado benefactor, que ha empleado incentivos selectivos provenientes del petróleo para el control estratégico de las organizaciones.
Lo cierto es que, entre 1999 y 2006 (primer hito) se utilizaron canales institucionales para integrar dirigentes sociales en la superestructura estatal fomentando interacciones dinámicas con la sociedad (Ellner, 2001; Ellner, 2006; Ellner, 2012; García-Guadilla, 2018; Ellner, 2019). En la Sociología de la Acción Colectiva, a estos cambios en el acceso a la política institucionalizada se le denominan “Estructuras de Oportunidad Política (EOP)”. Visto así, se abrieron oportunidades en el campo estatal para movilizar recursos a favor de las agendas colectivas de los sectores organizados.
La Constitución de 1999 promovió una mayor participación ciudadana en asuntos públicos al institucionalizar demandas populares. Hernández G. de Velasco y Chumaceiro (2018) analizan cómo se permitió la intervención de la sociedad en la toma de decisiones políticas y se fomentó el compromiso cívico. Vale resaltar que, el texto constitucional se enfoca en el concepto de “ciudadano” y omite el papel de organizaciones limitando así el impacto de los cambios en la EOP en la democratización del Estado. Aunque representó un avance significativo, la participación fue más simbólica que sustantiva debido a la centralización del poder estatal (Angulo-Pérez y Castellanos, 2021). Otro aspecto novedoso fue la inclusión de pueblos y nacionalidades indígenas, aun cuando se limitó a un discurso político-electoral restringiendo el impacto real de las reformas.
Más adelante, las iniciativas “Barrio Adentro” y “Misión Robinson”, con apoyo popular, ejemplifican el enfoque top-down. Estos programas sociales abordaron la pobreza y la educación. Garnica (2019) sostiene que promovieron el desarrollo social y económico, mientras que García-Guadilla (2018) detalla que sirvieron de apoyo electoral del chavismo consolidando la dependencia al liderazgo del expresidente. En medio de todo, se cuestiona la sostenibilidad por su dependencia del financiamiento petrolero y su enfoque a corto plazo que coarta el empoderamiento social y mantiene una relación vertical con el poder estatal.
El Consejo Federal de Gobierno en Venezuela también presentó limitaciones burocráticas y discrecionalidad en la aprobación de proyectos, lo que generó clientelismo (Márquez y Aranda, 2020). Los recursos distribuidos a través de los Consejos Comunales y Misiones se usaron para asegurar venias políticas, ajustando a sectores no alineados y despertando tensiones internas entre los movimientos sociales, lo que afectó su cohesión y capacidad de movilización.
La discusión sobre la incorporación del Estado en Venezuela revela que, aunque dichas estrategias incluyeron a sectores marginados, no se abrieron al resto de sectores organizados. Asimismo, enfrentan serias críticas por sus limitaciones estructurales. Los enfoques bottom-up acabaron cooptados por el bloque estatal, mientras que las políticas top-down lograron resultados redistributivos sin fomentar sostenibilidad a largo plazo. El clientelismo exacerbó tensiones sociales deteriorando la autonomía de los movimientos populares. La EOP sufrió cambios significativos, pero fue insuficiente para la consolidación de un Estado y sociedad fuertes.
Durante el segundo hito (2006-2015) pasaron cosas importantes. La Ley Orgánica de los Consejos Comunales (2009) creó un marco para organizar y financiar los CC destinados a gestionar recursos y proyectos comunitarios, fortaleciendo su capacidad de decisión en proyectos locales. Smilde y Hellinger (2011) señalaron la dependencia del financiamiento estatal, que minó su autonomía y los convirtió en herramientas de movilización política.
Del mismo modo, las misiones bolivarianas se expandieron y consolidaron. La Gran Misión Vivienda Venezuela (GMVV), lanzada en 2011, proveyó techos a familias afectadas por desastres y sectores vulnerables, pero al financiarse con recursos petroleros, evidenció una intervención estatal top-down y clientelar, donde el acceso a las casas dependía de la lealtad política al chavismo (Ellner, 2014; López Maya, 2016). La Misión Barrio Adentro mejoró el acceso a servicios de salud en comunidades desatendidas, pero también enfrentó críticas por sus problemas de sostenibilidad.
Los movimientos campesinos accedieron a las tierras a través del Programa de Tierras y Reforma Agraria que redistribuyó y concedió el derecho de propiedad bajo la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario (hasta el año 2012). Harnecker et al. (2012) apuntaron que estos esfuerzos fortalecieron a los movimientos campesinos ampliando su acceso a los recursos. Por el contrario, Lander (2015) indicó que la implementación estuvo plagada de conflictos con sectores privados y disputas al interior de las comunidades campesinas.
El conflicto por la demarcación de tierras indígenas también apareció por la misma fecha. La élite chavista avanzó en la demarcación de territorios, según lo establecido en la Constitución de 1999. A pesar de avances significativos en comunidades Yukpa y Pemón, las tensiones entre el modelo de desarrollo (minería y petróleo) y los derechos indígenas generaron contiendas. Este hecho reflejó una interacción ambivalente entre el Estado y los movimientos indígenas, donde la inclusión política no siempre se tradujo en respeto a los territorios ancestrales.
Años después, el Consejo Presidencial del Poder Popular (Decreto N° 2.161, 2015), uno de los pocos espacios de cogobernanza participativa, intentó conectar las demandas de las organizaciones con las políticas sociales. Sus sesiones reflejaron un esfuerzo por institucionalizar la relación Estado-sociedad, debido a que emplearon herramientas innovadoras de participación en los niveles más altos de decisión estatal. Igualmente, fortalecieron la capacidad de las comunidades organizadas como alternativa a los modelos tradicionales de representación y se discutieron temas relevantes en cuanto a servicios básicos y derechos (Lander, 2015; Azzellini, 2020; Wilpert, 2020).
Al mismo tiempo, se convirtieron en espacios de control estatal que subordinaron las agendas colectivas a las prioridades político-electorales de la clase dirigente y no lograron representar de manera equitativa a todos los sectores de la sociedad, ya que aquellas organizaciones no alineadas o críticas con el chavismo fueron excluidas o marginadas deteniendo la pluralidad de voces y el respeto por la diversidad de pensamiento, eso por no nombrar el alto grado de polarización y partidización del campo social existentes (López-Maya y Lander, 2010; Lander, 2013; Lander, 2016; Ciccariello-Maher, 2016; Macleod, 2019; Angulo-Pérez y Castellanos, 2021).
Para cerrar esta línea histórica, resaltamos la heterogeneidad de las interacciones con el movimiento obrero. Aunque el chavismo fomentó organizaciones radicales y moderadas, las relaciones estuvieron marcadas por tensiones, disputas y divisiones internas. El análisis de la Central de Trabajadores de Venezuela (CTV), la Central Socialista Bolivariana de Trabajadores (CSBT) y la Unión Nacional de Trabajadores de Venezuela (UNETE) muestra que los sindicatos mantuvieron cierta autonomía y capacidad de movilización, adaptándose a cambios coyunturales y mediaciones institucionales.
Fundada en 2003 como alternativa a la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), la UNETE, hoy Unión Nacional de Trabajadores (UNT), alcanzó un papel central en la relación entre el movimiento sindical y el Estado. La UNT se alió estrechamente con el bloque dirigente, pero esta relación se quebró en el camino. Durante el período 2006-2015, crecieron las críticas sobre cómo el Estado influyó en las dinámicas internas del movimiento obrero coartando su capacidad para representar a los trabajadores de manera independiente.
La UNT sufrió divisiones internas debido a las presiones estatales y las luchas por el control interno. Las tensiones entre sectores radicales y moderados mostraron la dificultad de mantener una postura independiente frente a un Estado que buscó consolidar el control sobre las organizaciones sociales (Ellner, 2018; Ciccariello-Maher, 2016). Si bien surgió como una alternativa al modelo tradicional representado por la CTV, su alineación inicial con el bloque de poder condicionó su autonomía y capacidad de representación.
Las dinámicas internas de esta organización del movimiento sindical, influenciadas por las tensiones entre cooptación estatal y resistencias internas, reflejan los desafíos enfrentados en su intento de equilibrar lealtades políticas con su rol como defensora de los derechos laborales. A pesar de las limitaciones impuestas por el Estado, algunos sectores de la UNT intentaron mantener una postura independiente frente a las políticas laborales del chavismo buscando preservar su fuerza ante los trabajadores, sin mayor éxito.
Llegados a este punto, vale señalar los elementos de transición a la era postchavista que han suscitado debates sobre la capacidad del bloque dirigente para mantener su hegemonía sin Hugo Chávez. López Maya (2018) identifica esta transición con una profunda crisis económica y política agravada por la caída de los precios del petróleo y el debilitamiento de las estructuras sociales iniciales. Según Reichenbach (2015), el postchavismo ha perdido legitimidad entre sus bases populares debido a tensiones internas y la desconexión entre el liderazgo político y las demandas sociales. Guerrero (2013) sugiere que, pese a la ausencia de Chávez y los vacíos de poder resultantes, el movimiento bolivariano ha logrado reorganizarse en torno a nuevas figuras políticas, acomodándose a las condiciones actuales. Estas perspectivas reflejan la complejidad de una transición que combina elementos de continuidad y cambio destacando los desafíos y oportunidades del postchavismo en la redefinición del proyecto político.
El período 2015-2022 muestra una red de interacciones que ha transformado la relación con el proyecto hegemónico del Estado en la era postchavista. El Movimiento de Pobladores y las organizaciones de mujeres son los actores colectivos más influyentes en términos de capacidad de acción y movilización de recursos. Sus luchas por el hábitat, la vivienda, por un lado, los derechos sexuales y reproductivos, y la liberación femenina, por el otro, han influido en el funcionamiento del campo socioestatal. Del mismo modo, han superado el modelo tradicional de participación ciudadana y el esquema de gobernanza participativa.
El Movimiento de Pobladores y Pobladoras ha sido crucial en la afirmación del derecho al hábitat y la vivienda desarrollando prácticas de autogestión para transformar la sociedad e influir en el Estado, especialmente en políticas urbanas y de vivienda (Carroza-Athens, 2024). El análisis de Espacio Público (2024) sobre la Ley de Supervisión, Regularización, Operación y Financiación de ONG y Organizaciones Sociales sin Fines de Lucro nos permite asegurar que, pese a las restricciones, estos actores colectivos han creado comunidades transnacionales que exceden el vínculo estatal.
Del otro lado están las mujeres organizadas, quienes han desplegado repertorios de relación que se diferencian por su habilidad para movilizar recursos, influir en la opinión pública y sectorizar las luchas. Entre 2015 y 2018, por ejemplo, siguieron publicando editoriales en el diario público Correo del Orinoco, donde han cuestionado abiertamente los sesgos de género del Estado. Del mismo modo, han desarrollado diversas iniciativas con apoyo de la Cooperación Internacional para atender la trata de personas en el marco de la crisis migratoria, conformaron redes de acompañamiento territorial en contra de la violencia de género y presentaron una propuesta legislativa para despenalizar el aborto.
Las organizaciones Araña Socialista, Tinta Violeta, Comadres Púrpuras, Género con Clase y Muderes lideran la red nacional de mujeres organizadas con posiciones estratégicas frente al poder estatal, tanto en momentos de apertura institucional (EOP) como en situaciones de difícil conciliación. Estas organizaciones han cuestionado abiertamente las relaciones con los ministerios sin romper los vínculos con el bloque de poder, abriendo posibilidades de negociación efectiva.
Ahora bien, con base en la discusión sobre los modos de incorporación, la gobernanza participativa y con el afán de aportar algo nuevo al debate académico, hemos identificado tres vías de relación con el Estado que toman las organizaciones sociales, al día de hoy:
La autonomista: toma los modos de incorporación “de abajo hacia arriba” para construir capacidades de acción y repertorios de relación que fortalecen la autonomía e independencia de los sectores organizados.
La itinerante: mantienen formas de relación poco fijas. Se reagrupan en función de las coyunturas o hitos del contexto. Logran movilizar recursos, aunque sus agendas colectivas cambian en función del momento histórico.
La estratégica: simbolizan aquellas preferencias de trato no contencioso con el Estado que no escapan a posiciones críticas frente al proyecto ideológico, pero que tampoco muestran un distanciamiento muy marcado. Han sabido “leer las coyunturas” para movilizar recursos y fortalecer sus agendas colectivas.
Si bien las vías se toman según aparecen las coyunturas, debemos estar atentos a las formas en que los actores colectivos entran, salen y atraviesan el Estado, pues depende de las posibilidades de acceso a la política institucionalizada (EOP), el conflicto y la negociación sobre la mesa. La suma de las partes forma el patrón de relación que explicamos inmediatamente.
A modo de cierre
El análisis de los vínculos entre los actores colectivos y el Estado en Venezuela durante el chavismo y postchavismo mostró un proceso dinámico y complejo caracterizado por fases de proximidad, fragmentación y resistencia. Aunque el bloque de poder consolidó una base popular afín a las políticas redistributivas y mecanismos de participación, la crisis económica de la última década alteró significativamente las interacciones.
El patrón de relaciones conllevó la interacción estratégica de los actores colectivos con el proyecto hegemónico estatal que, paradójicamente, les permitió desarrollar capacidades en función de los cambios en la EOP, el acceso a los recursos y las coyunturas. Es decir, el repertorio de acción, relación e interacción además de mostrar interdependencia está condicionado por la cultura política y económica del país, cuyos fenómenos deben analizarse desde una perspectiva relacional, pues el marco normativo-formal de la participación ciudadana es insuficiente para contextos de alta complejidad.
Dicho esto, identificamos tres problemas clave para el futuro. Primero, la literatura sigue definiendo al Estado como un “aparato estatal” monolítico que excluye otras formas de articulación con la sociedad. Segundo, las limitadas transformaciones institucionales han fracturado las vías de acceso y participación recrudeciendo las relaciones de poder. Tercero, el ideal de otorgar “poder al pueblo” fracasó. Se replicaron los mismos problemas históricos con nuevos discursos, sectores y estrategias. Además, el bloque dirigente es intolerante a la crítica, lo que limita el acceso a organizaciones no afines a la “revolución bolivariana”.
La caída de los ingresos petroleros y el desgaste institucional debilitó la capacidad del Estado para sostener sus vínculos tradicionales con los sectores populares, fragmentando las relaciones y generando nuevas dinámicas con otros actores organizados. Uno de los principales problemas del postchavismo es la erosión de los mecanismos de participación implementados al inicio del proyecto estatal. La crisis económica limitó la posibilidad de mantener políticas redistributivas, aunque no ha generado una ruptura total, ya que muchos continúan buscando apoyo, a pesar de las dificultades políticas.
La fragmentación del movimiento bolivariano ha generado tensiones internas entre los actores colectivos que antes compartían una base común. Los sectores más radicales apoyan el proyecto chavista, mientras que los más moderados se han distanciado de Maduro. De parte y parte, se cuestiona su capacidad para responder a las demandas sociales y económicas. Esto ha debilitado la influencia de las organizaciones en las decisiones políticas del Estado.
A pesar de los cambios, persisten elementos de continuidad en las relaciones basadas en el carácter selectivo del Estado. Las demandas se articulan mediante mecanismos de interacción más limitados que en el periodo chavista, permitiendo al bloque de poder mantener cierto control sobre los actores, aunque con menos efectividad.
También, la pérdida de legitimidad ha desgastado los vínculos entre el poder social y el poder estatal. Durante el chavismo, los actores sociales veían al Estado como un aliado para canalizar sus agendas; en el postchavismo, se enfrentan a un proyecto estatal sin recursos ni capacidad institucional para responder a sus necesidades, distanciándose de ciertos sectores populares que ahora persiguen nuevas formas de organización fuera del marco institucional.
Finalmente, las interacciones entre ambas esferas afectan el sistema total y no siempre siguen pautas regulares, ya que los mecanismos de socialización se corroen cada vez más. La capacidad de obtener recursos y movilizar causas dentro, fuera y a través del Estado que han desplegado organizaciones como el movimiento de pobladores y pobladoras, y los sectores organizados de mujeres se denomina: “acción colectiva estratégica”; esto es lo que debemos explicar en el futuro.