Introducción
El trabajo que se presenta a continuación trata de recorrer críticamente diversos conceptos y propuestas relacionadas con aspectos relevantes del compromiso innovador de nuestras sociedades, confrontándolas con las prácticas y modelos de aprendizaje en los entornos educativos. Es por eso que se propone como objetivo enriquecer la reflexión en el ámbito de los estudios de innovación, especialmente en lo que a la teoría y metodología en educación se refiere, con la finalidad última de que los procesos educativos innovadores impulsen y mantengan la transformación social necesaria para dar respuesta a los enormes retos del siglo XXI. El problema central que inspira y moviliza esta y otras investigaciones y prácticas es, por tanto, tratar de ensayar respuestas desde la reforma educativa a los problemas y amenazas que asedian los equilibrios de convivencia en nuestras sociedades, complejas y plurales: protección de los derechos humanos, logro y mantenimiento de alianzas para la paz mundial, promoción del bienestar humano y la salud de todas las personas, reducción del impacto medioambiental, equidad de género, reducción de las desigualdades, entre muchos otros (ONU, s. f.).
De ahí que este trabajo defienda la idea fundamental de que una reforma educativa que busque estar a la altura de estos desafíos debe revisar críticamente su historia, bases conceptuales y métodos, y evaluar las razones de los fracasos o resultados insuficientes obtenidos a lo largo de una tradición ya larga de diseño del cambio educativo. Asimismo, la importancia de esta propuesta se deriva de la necesidad de orientar este cambio educativo hacia nuevos modelos, metodologías y empeños didácticos que, evitando ser aplicados automáticamente, traten de otorgarse validez a partir de fundamentos teóricos que sean fruto de una labor crítica de tipo pedagógico-filosófico. Da cuenta de la actualidad de la propuesta aquí presentada el hecho de que la innovación aparece a día de hoy como una noción central de multitud de estrategias de planificación, tanto públicas como privadas, concernientes a muy diversos sectores productivos y socioculturales. De hecho, la innovación educativa es un tópico dominante en los diseños de políticas educativas y proyectos y estrategias de mejora de la enseñanza, y por esto mismo este concepto habría de ser dilucidado, al objeto de cuestionar la pertinencia de presupuestos eminentemente tecnocientíficos y orientados al mercado, y dirigir la atención hacia renovados paradigmas sociales.
La investigación que da sustento al presente documento se basa en una amplia revisión documental, que ha incluido libros, artículos científicos y otras fuentes de referencia enmarcadas en un extenso lapso de tiempo, con la finalidad de contar con una visión completa sobre el concepto de la innovación, su aplicación, alcances y limitaciones en el campo educativo.
Metodológicamente, el análisis de los textos ha sido acompañado de la puesta en discusión de sus tesis entre los miembros del equipo de investigación y otros profesionales de la práctica docente y la reflexión pedagógica. Asimismo, estos trabajos están encuadrados en el marco de proyectos de innovación educativa desarrollados en las instituciones implicadas, a lo largo de cuya ejecución, durante los últimos años, las propuestas han podido parcialmente ser llevadas a la práctica en entornos educativos innovadores, con resultados prometedores y con observaciones relevantes para el diseño de propuestas de mejora.
El artículo está estructurado en cuatro grandes apartados: “Educación y cambio social”, en el que se demuestra la actualidad y relevancia de los temas aquí abordados, mediante el análisis del devenir de la educación a lo largo del tiempo, especialmente su desarrollo posterior a la Segunda Guerra Mundial, evidenciándose la inmovilidad del sistema a pesar de las grandes transformaciones políticas, sociales y medioambientales a su alrededor. “Paradigma hegemónico de la innovación (educativa)” plantea la forma en que la innovación ha sido concebida, dentro y fuera del ámbito educativo, haciendo notoria su paulatina apropiación por parte de los discursos científico-técnicos y la eficiencia de mercado, lo que ha generado la pérdida de sentido en relación a la satisfacción de las necesidades humanas, con la consecuente opacidad de su consistencia teórica y metodológica. Este elemento de clarificación teórica y conceptual es relevante, se propone, para la correcta caracterización pedagógica y ética de las prácticas transformadoras, en especial considerando que la innovación educativa es uno de los imperativos centrales de las políticas educativas en la actualidad. Ante las problemáticas enmarcadas en los dos primeros, se presenta “Hacia un nuevo paradigma social de la innovación educativa”, donde se plantean las bases teóricas y metodológicas que, desde el activismo educativo y las metodologías activas para el aprendizaje, pueden atender a la necesidad de transformación social con un amplio sentido humano en lo personal y en lo colectivo. Por último, “Universidad y activismo en la educación superior: factores para la innovación” habla sobre las posibilidades de la implementación de las metodologías mencionadas en el apartado anterior, incluyendo ejemplos de su puesta en práctica en entornos educativos de enseñanza superior de distintos lugares del mundo, en los que han demostrado su potencial transformador.
Educación y cambio social
En la página web del Programa de la Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, s. f.) puede leerse la siguiente afirmación:
Las instituciones del siglo XX no podrán solucionar los problemas del siglo XXI. La brecha entre los desafíos estructurales, interrelacionados y cada vez más complejos e imprevisibles que estamos enfrentando y la manera de planificar las cuestiones gubernamentales y de desarrollo es cada vez mayor. La emergencia climática, la falta de confianza en las instituciones y la creciente desigualdad, en particular entre las mujeres, dejan claro que es necesario avanzar hacia nuevas maneras de entendimiento y acción. Y sin embargo, seguimos aplicando los mismos métodos de siempre (énfasis en el original).
Las brechas a las que se refiere este texto parecen evidenciar una incapacidad o desfase de las instituciones conformadas y estabilizadas durante la Modernidad para afrontar con solvencia los desafíos cada vez más complejos y estructuralmente interrelacionados que esta misma Modernidad plantea, como amenaza a los equilibrios sociales y políticos de nuestras sociedades, y a la propia posibilidad de supervivencia de la vida en el planeta. La aplicación de los mismos métodos de siempre no alcanza a dar cuenta de unas problemáticas cuya complejidad desborda, tanto la cobertura técnica que cierto paradigma vigente pone al servicio de la resolución de problemas como los criterios para legitimar el tipo de planificaciones que operativizan las secuencias integradoras de actividades que son diseñadas para la intervención en lo real. Quizá, como también sugiere el texto, se deba esta incapacidad a un déficit esencial de entendimiento, que fundamente y justifique correctamente las estrategias de acción que pretenden incidir de modo correctivo o transformador sobre la realidad.
Decir que la educación es una de esas instituciones fundamentales cuya reforma es clave para construir la mejora social y afrontar con ciertas garantías estos desafíos estructurales, forma parte de los discursos que habitualmente gozan de aceptación general, y de lo que puede entenderse como una noción normalizada de lo que significa educar o al menos “educación institucionalizada”. La correspondencia entre progreso y/o desarrollo sociocultural, de un lado, y educación del otro, forma parte de las preocupaciones pedagógicas de la Ilustración y, especialmente, después de la Segunda Guerra Mundial. Este nuevo discurso posbélico de progreso y bienestar (Cornago Prieto, 1998; Parpart & Veltmeyer, 2011; de Rivero, 2014) hizo de la educación formal el aspecto más relevante para desencadenar o reforzar procesos de modernización económica y cultural, tanto de las sociedades industriales como de las regiones en vías de desarrollo. Desde entonces, la mayor parte de teorías, políticas y proyectos encaminados a discernir, ampliar y sistematizar la cobertura y calidad de la educación formal “ha considerado la educación como una fuerza central para el desarrollo sociocultural y ha visto en la escolarización formal uno de los agentes, si no el principal, del cambio social deseable” (Hawkins, 2007, p. 147). La democratización y masificación de la educación, también a nivel superior, fue precisamente uno de los objetivos y consecuencias de las políticas desarrollistas encaminadas a la creación y apoyo de sistemas formales de escuela y de ayudas al estudio, con el objetivo, entre otros, de contribuir a la creación de la fuerza de trabajo necesaria al proyecto modernizador de las naciones (Pineau, 2001).
Esta evolución ha llevado, como sabemos, a una “presencia prioritaria y generalizada de lo educativo en nuestra sociedad” (Casado, 1991, p. 27). Casado, basándose en datos de la UNESCO, hace más de treinta años indicaba la marcha imparable del proceso de escolarización, señalando la ubicuidad de la educación como problema social “de nuestros días, de nuestro entorno”, frente a referencias teóricas clásicas que lo reducían a “concepto” (pp. 26-27). En el último informe encargado por este organismo, Reimaginar juntos nuestros futuros, dirigido a “replantearse el papel de la educación en momentos clave de transformación social” (UNESCO, 2022, p. V), los datos corroboran esta tendencia. Si bien las cifras acusan todavía sesgos regionales, su crecimiento sigue confirmando que “a partir de la Segunda Guerra Mundial la educación ha llegado a ser la mayor rama de la actividad del mundo en cuanto a gastos globales se refiere” (Faure, 1977, p. 60), lo cual no deja lugar a dudas sobre la evidencia de que “la expansión del acceso a la educación en el mundo, desde que se reconoció la educación como derecho humano, ha sido espectacular” (UNESCO, 2022, p. 20).
Tal presencia proliferante de lo educativo se entiende, como decimos, teniendo en cuenta que la educación es mayoritariamente concebida como el agente principal en la promoción de la prosperidad y el progreso social, incluso moral y cultural. De modo que por muy profundas y convulsivas que hayan sido y estén siendo las alteraciones en la estructura de nuestras sociedades, parece no haber sido menoscabada la convicción básica sobre “el poder de la educación para provocar un cambio profundo” o el “potencial transformador de la educación como vía para un futuro colectivo sostenible” (UNESCO, 2022, p. III). Sin embargo, este potencial transformador no parece haberse realizado en el sentido de provocar ese cambio social que la reforma educativa viene prometiendo desde hace décadas. Podría suponerse que la educación es una de esas instituciones del siglo XXI, y quizá sobre la que mayor responsabilidad recae, cuyas maneras de entendimiento y de acción, de producir y trasmitir conocimiento y de volcarlo en operaciones e intervenciones prácticas, se muestran incapaces de ofrecer soluciones a los desafíos del presente. Y esto porque sigue aplicando los mismos métodos de siempre.
Las insuficiencias y carencias de este modelo educativo han estimulado numerosos propósitos de reforma o de innovación, orientadas a veces a implementar mecanismos de reajuste sobre el paradigma convencional, otras dirigidas a reformulaciones totales de su institucionalidad moderna, acompañadas por tesis teóricas y filosóficas de carácter crítico, radical o revolucionario. El fuerte vínculo establecido entre la escolarización y los ideales de la carrera desarrollista -especialmente cuando los programas de cooperación y desarrollo eran trasladados a regiones pobres- prometía realizaciones sociales y políticas como modernización, prosperidad, democratización, integración nacional o respeto a los derechos humanos (núcleo central este último de esa subjetividad moderna que la ampliación de la alfabetización habría de producir). Sin embargo, momentos de crisis mundial a diversos niveles inevitablemente habrían de traducirse en cuestionamientos de este tipo de políticas y sus correlatos educativos, cuyos resultados no estuvieron a la altura de sus promesas de bienestar y democracia.
Para los años 60 se hacían evidentes lo problemas del modelo de escolarización instituido, en cuanto a la formación de docentes, absentismo, adecuación del plan de estudio al contexto, tensión rural-urbano, educación de las minorías y educación de las mujeres (Hawkins, 2007, p. 148). Esta escuela “tradicional”, en términos de clases magistrales en las que se enseña a un grupo de alumnos siguiendo horarios y programas generales -consecuencia de las modificaciones de la segunda mitad del siglo XX (Reboul, 2009, p. 43)- fue entonces objeto de numerosas críticas que trataron de incorporar reformas y alternativas democratizadoras, que en algún caso alcanzaron, como se sabe, el extremo de las tesis de desescolarización. El optimismo democrático de la década de los 60 (Stevenson, 2018, p. 152) estimuló numerosas tentativas para diseñar el tipo de cambio educativo que habría de encarar estos desajustes; un período de incentivos para la reforma durante el que la “innovación” habría de ser una de las palabras mágicas que más influyó en la planificación escolar (Cawelti en Fullan, 2011, p. 2). Entre otros testimonios de ese momento fue crucial el informe de la Comisión Faure, Aprender a ser: la educación del futuro (1972), que reconocía abiertamente la incapacidad de perfeccionamientos o adaptaciones sobre los sistemas educativos tradicionales para soportar la avalancha de críticas que estaban recibiendo, así como para considerar sin inquietud “esas vastas zonas de sombra que marcan sobre el planeta una geografía de la ignorancia […] una geografía del hambre y de la mortalidad infantil” (p. 27).
Paradigma hegemónico de la innovación (educativa)
La innovación, la reforma o renovación, se vienen ofreciendo como respuesta ante los escollos que la educación ha ido encontrando para el cumplimiento de esa ambiciosa misión que se le ha asignado en el seno del proyecto modernizador. Sin duda, los propósitos de renovación a diversos niveles (curriculares, metodológicos, organizativos, roles del profesorado y alumnado) vienen siendo una constante desde las propuestas progresistas propugnadas por el movimiento de la “escuela nueva” de fines del siglo XIX. Sin embargo, las urgencias por transformar la educación en las últimas décadas han adquirido un carácter de especificidad epocal e incluso de urgencia que la hacen:
Enteramente nueva, no se le pueden encontrar precedentes. Procede no, como se ha dicho tan a menudo, de un simple fenómeno de creciente cuantitativo, sino de una transformación cualitativa que afecta al hombre en sus características más profundas y que, de alguna manera, le renueva en su genialidad (Faure, 1977, p. 28).
Las dificultades que encontró el modelo educativo desarrollista fueron contestadas, como se ha señalado arriba, por el auge innovador de las propuestas de los pioneros del cambio educativo de los años 50 y 60 (Fullan, 2011, p. 1). Desde entonces, el proceso innovador no ha cesado, pues trata de ser coherente con las demandas y desafíos de las nuevas trayectorias de las sociedades, que corresponden “a unos nuevos saberes, a unas nuevas reglas de vida, a nuevas organizaciones y nuevas relaciones sociales” (Botrel, 1996, p. 250). Aludiendo al carácter de excepcionalidad del cambio reclamado, la Comisión Faure (1972) señalaba las consecuencias sin parangón histórico de la revolución científico-técnica, los mass media y la cibernética. Las transformaciones estructurales y culturales habidas desde entonces enfatizan esta urgencia, abundan en la impugnación de la matriz tradicional de la educación (Avilés Salvador, 2020, p. 260) y nos instan a comprender la mayor complejidad de los cambios: crisis ecológica e imperativos de sostenibilidad y ecologización del saber, irrupción de la sociedad del conocimiento y transformaciones en la organización del trabajo (Tedesco, 2014), internet, revolución digital y redes sociales, y los más recientes fenómenos de posverdad, fake news y desinformación. Además, como dinámica envolvente de todas estas crisis, la globalización y los procesos vinculados contribuyen a la difusión y refuerzo del paradigma dominante, a la vez que lo modifican estratégicamente para adaptarlo a las necesidades de una economía globalizada (Hawkins, 2007, p. 156).
Como asegura Tedesco (2014), una educación democrática, accesible, orientada hacia la personalización y construcción del proceso de aprendizaje y la reflexividad crítica, sustentada en experiencias sociales y promotora de capacidades para la cohesión social:
Es una educación sustancialmente diferente de la tradicional, desde el punto de vista de sus modalidades de gestión y de sus contenidos. La transformación de la educación está por ello a la orden del día en la mayor parte de los países (p. 56).
No son escasos los análisis que, casi acompañando desde sus inicios al proceso reformista durante más de una centuria de crítica al tradicionalismo pedagógico, han ido jalonando la reforma con saldos negativos en lo que al logro de transformaciones profundas y significativas se refiere. Domina la cautela -cuando no el reconocimiento sin paliativos del fracaso- a la hora de enjuiciar la capacidad de las innovaciones para sustituir o alterar el paradigma educativo dominante, que ha dado muestras de una inflexibilidad y a la vez una capacidad para adaptarse y absorber el impacto del cambio, posiblemente subestimada por los reformadores (Hawkins, 2007, p. 155). Con esa “novísima educación que todos deseamos, pero que ni remotamente logramos alcanzar por el momento” (Garrido Landívar, 1984, p. 137), se retrata la frustración en los años 80 por los escasos resultados de las propuestas de las pedagogías del siglo XX. La educación encierra un tesoro (Delors, 1996), recogiendo el testigo de la Comisión Faure, reconocía el fracaso rotundo de intentos reformistas previos:
Como demuestran los fracasos anteriores, muchos reformadores adoptan un enfoque demasiado radical o excesivamente teórico y no capitalizan las útiles enseñanzas que deja la experiencia o rechazan el acervo positivo heredado del pasado […] los intentos de imponer las reformas educativas desde arriba o desde el exterior fueron un fracaso rotundo (p. 23).
Después de algunos decenios más de reformas y proyectos innovadores, las conclusiones de Rodríguez (2000) no dejaban tampoco lugar a dudas acerca del inamovible escenario educativo: “En estos momentos” la enseñanza no refleja esa “realidad permanentemente buscada, pero nunca alcanzada. Una meta que se presenta como inalcanzable” (p. 455). La innovación educativa no parece entonces haber podido despegar, según los diagnósticos más críticos, del tradicionalismo pedagógico denunciado desde finales del siglo XIX o -desde una perspectiva amplia y comparativa- sustraerse del paradigma educativo hegemónico globalizado. Quizá las modalidades del cambio que se oficializa y practica son poco más que ilusión de alternativas innovadoras y radicales, pues de alguna manera se producen y moldean desde dentro del paradigma dominante (Hawkins, 2007, p. 157) y, en definitiva, de una forma u otra, acaban sucumbiendo y perpetuando los mismos métodos de siempre.
Las denuncias de fracaso o de insatisfacción con los tímidos logros alcanzados frente al abigarrado panorama histórico, institucional y normativo de tantas perspectivas y promesas de cambio educativo han estimulado, asimismo, no pocas tentativas de elucidación de las resistencias y dificultades que impiden la transformación. Los análisis han escrutado debilidades y carencias en las escuelas o tendencias innovadoras para señalar su inadecuación teórica a la realidad, inaplicabilidad práctica, obsoleta o insuficiente armazón conceptual, o fragilidad para enfrentar fuerzas mayores (ideológicas, políticas, económicas) que las neutralizan.
Se quisiera ahora apuntar la posibilidad de colaborar con estos análisis desde una perspectiva quizá no todavía suficientemente explorada, en la idea de aquilatar las razones por las cuales el modelo convencional de enseñanza resiste tenazmente. Partimos del hecho de que algunas categorías o sintagmas se han hecho con el control del discurso y han monopolizado el panorama de fórmulas disponibles y, con ello, la facultad para referir y certificar las realidades posibles. Al nombrar la necesidad del cambio en la educación:
Las palabras innovación, cambio, Reforma (con mayúscula y en singular), reformas (con minúscula y en plural) y renovación, aunque no signifiquen lo mismo ni sirvan para nombrar las mismas prácticas pedagógicas, se mueven, sin embargo, en campos semánticos muy próximos (Martínez Bonafé, 2008, p. 78).
Sería posible preguntar si la irrupción y consecuente presencia ubicua del término innovación desde hace algunas décadas en los discursos dominantes, académicos, institucionales y legislativos (Fernández & Jasso, 2023) han inducido alguna alteración importante en las condiciones de lo que es aceptado colectivamente como reforma de la educación. La pregunta resulta pertinente a la vista de que el discurso pedagógico de la innovación se ha instaurado con rapidez y sin muchas trabas en la agenda política, cristalizando en entramados normativos dirigidos a modificar las prácticas docentes y organizativas (Quilabert et al., 2023, p. 59). La preferencia por lo innovador como marca textual privilegiada ha desplazado otras nociones que parecían bien asentadas en la tradición teórica y práctica del cambio educativo, lo cual no hace sino añadir perplejidades a la ya plural y contradictoria historia de las alternativas de renovación pedagógica del siglo XX (Garrido Landívar, 1984; Rodríguez, 2000; Luelmo del Castillo, 2018). Esta situación ha suscitado provechosas sospechas críticas acerca del carácter de mera moda, superficial y hasta conservadora, del proceso y discurso innovadores:
Puede ser que esa misma noción y sus respectivos acompañantes sociopolíticos, institucionales y educativos no pasen de operar como un fetiche, un reclamo o una etiqueta; como una forma simplista consistente en equiparar lo novedoso con lo bueno, en confundir las apariencias con las transformaciones más profundas que serían deseables, pertinentes y justas (García Gómez & Escudero, 2021, p. 5).
Estas reflexiones -que indagan sobre la problematicidad conceptual de la idea de innovación, en contraste con otras semánticas del cambio- quedan incompletas si no se arroja una mirada más abarcadora y compleja sobre una problemática mayor, que desborda el hecho educativo, pero que lo condiciona y deforma. Teniendo como horizonte de reflexión el activismo metodológico y la implicación contextual del aprendizaje, que se han colocado desde los orígenes del impulso renovador como clave de bóveda para entender y posibilitar la transformación socioeducativa, se considera que sería pertinente detenerse en el análisis del concepto innovación (a secas). Elaborar una perspectiva crítica acerca de la historia de la innovación, sus itinerarios en el pasado y las perspectivas y posibilidades de evolución hacia futuros posibles, puede contribuir a entender mejor la propia confusión y equívocos en torno a la innovación educativa y orientar mejor las trayectorias deseadas. Puede entonces afirmarse que la noción de innovación ha adquirido la categoría de paradigma, si entendemos este último, en un sentido amplio, como una idea abarcadora que va más allá de la simple teoría, como concatenación de suposiciones que engarzan en formas de transversalidad, o como cierta organización de la conceptualización con consecuencias para la investigación (Follari, 2003).
De este modo, casi se podría decir que la innovación o la idea que de ella se ha canonizado, como función paradigmática, es tomada acríticamente como un valor en sí misma, cargada con fuerte connotación normativa y deseabilidad social, y asociada a valores presumiblemente positivos (Quilabert et al., 2023, p. 75). Esta opacidad de su consistencia problemática dificulta su articulación conceptual y el abordaje crítico de la condición del discurso innovador como factor estructurante de redes de propósitos y justificaciones, que legitiman tanto tendencias de investigación como algunas leyes y discursos fundamentales, que diseñan y encauzan la evolución de nuestras sociedades, el cambio social y el progreso. La innovación se considera acríticamente como algo bueno y se concibe a priori sin intermediación reflexiva, como panacea para resolver una amplia gama de problemas socioeconómicos, desde la crisis financiera al cambio climático o desde cuestiones de salud al bienestar en los países en desarrollo (Ufer & Godin, 2018, p. 62; Blok, 2021, p. 73).
Gran cantidad de disposiciones y dispositivos, a muy diversos niveles, concretizan en el mundo fenoménico de la vida social y de sus producciones textuales ese paradigma de la innovación, y especialmente para lo que nos interesa, en lo relativo a la organización del conocimiento, la distribución social del mismo y su organización a partir de centros y redes de poder económico, institucional y simbólico. La inabarcable colección de discursos que a la innovación se refieren pueden caracterizarse por una cierta regularidad en la dispersión, en tanto que de alguna manera todos ellos hacen referencia al mismo objeto, comparten en algún grado un estilo común en la producción de enunciados, y una comprobable recurrencia en el uso de conceptos, categorías y expresiones que refieren temas comunes. Por contra, esta dispersión, también y fundamentalmente, adolece de inconcreción, de falta de un marco teórico suficientemente desarrollado y dialogado, de clarificación conceptual y de orientación axiológica (Palacios Miele, 2020). Estas carencias y olvidos arriesgan a convertir la innovación, de una necesidad para el cambio, en un gesto vacío marcado por la inflación discursiva y la saturación de esfuerzos institucionales y financieros que, en buena medida, y por esto mismo, resultan ineficaces, gravosos y generan rechazo y cansancio social. No es de extrañar que -desde perspectivas comprometidas con el pensamiento crítico acerca de los valores de la innovación- este proceso haya sido denunciado por el uso inflacionario del término (Pacho, 2009, p. 34), por su carácter superficial de mera moda o fetiche, o calificado como “innovofilia” (Gracia Calandín, 2017, p. 15).
La asunción acrítica de la innovación no establece las premisas para una neutralidad axiológica, sino que es precisamente su condición paradigmática la que autoriza unos principios “supralógicos” de organización del pensamiento que ocultamente “gobiernan nuestra visión de las cosas y del mundo sin que tengamos conciencia de ello” (Morin, 2005, p. 28). Por esto, el concepto de innovación, que parece haberse instalado como dominante discursiva desde hace algunas décadas para describir y movilizar el cambio social y el progreso, está orientado por unos principios que la mayoría de estudiosos de la innovación identifican por su carácter tecnoeconómico y orientado al mercado (Echeverría & Merino, 2011; Ufer & Godin, 2018; Blok, 2021; Schomberg & Blok, 2021). Esta asunción, a su vez, implica un modelo lineal que entiende que la innovación solo procede de la investigación científica, lo que queda bien plasmado en las famosas siglas I+D+i (Echeverría & Merino, 2011, p. 1031).
Desde una perspectiva histórica, el concepto de innovación tiene larga trayectoria y se retrotrae hasta la antigüedad (Aguilar Gordón, 2020b y c), referido a la idea de novedades o rupturas, tanto en aspectos cognitivos como sociales y en el sentido más amplio de la palabra (imitación, invención, imaginación creativa, cambio), y solo recientemente se ha restringido a la innovación tecnológica (Blok, 2021, p. 75; Echeverría & Merino, 2011, p. 1032). Como demuestran los trabajos de Godin, la innovación ha tenido históricamente una intensa connotación negativa por la fuerza desestabilizadora de lo novedoso, en tanto incorporación rupturista en el seno de una organización política estabilizada, que era recibida con cautela y resistida por las inercias conservadoras; es solo después de principios del siglo XIX que el concepto entra gradualmente en un contexto, ampliamente acogido y apreciado, de progreso y utilidad. Asimismo, el ámbito de las tecnologías comercializadas estará más presente en el discurso cotidiano de la innovación a medida que el dominio de la economía hegemónica se vuelve más prominente y el concepto vaya perfilando su significado en términos de bienes y productos tecnológicos (Schomberg & Blok, 2021, p. 4676). Después de la Segunda Guerra Mundial, las políticas, la gestión y los negocios vincularon aún más la innovación al mercado, lo que ha hecho que “innovación tecnológica” sea el significado más común en la actualidad (Ufer & Godin, 2018, p. 70).
Una de las consecuencias interesantes de esta evolución es que la noción de innovación ha ido perdiendo potencialidad crítica, a la par que su densidad semántica ha ido ganando en inconcreción y polisemia (Aguilar Gordón, 2020b, p. 22; Martínez Bonafé, 2008, p. 79; García Gómez & Escudero, 2021, p. 5). Este hecho hace de la innovación una cláusula adaptable a cualquier discurso disciplinar y abierta aparentemente a variedad de modalidades de incorporación de novedad a productos y procesos, favoreciendo como consecuencia la aceptación implícita de su sesgo tecno comercial, de escasa problematicidad autoreflexiva y de carácter condicionante. A medida que se ha ido asimilando al mundo y a los lenguajes dominantes económico-empresariales, la innovación, a la vez que ha quedado supeditada a “puro cientificismo y tecnicismo” (Aguilar Gordón, 2020c, p. 272), ha ido igualmente despolitizándose y cubriéndose de esa autoevidencia que consagra su bondad con anterioridad a análisis conceptuales o a cualquier tipo de evaluación de su eficacia o idoneidad, que no sean los parámetros de medición del éxito que asigna el mercado. Como afirman Echeverría y Merino (2011), el paradigma economicista que ha imperado en las políticas y en los estudios de innovación desde los años 80, está basado en dos principios: crear valor desde la innovación consiste en crear valor económico y los agentes que desempeñan esa función son las empresas, es decir, “el éxito o el fracaso de las innovaciones tecnológicas se manifiesta en los mercados” (p. 32).
Quizá una análoga evolución pudiera sostenerse como tesis con la que enfrentar, como se decía arriba, la idea general de innovación y su estudio, con las mutaciones que el cambio educativo ha sufrido hasta la equiparación actual de toda pretensión de reforma pedagógica con la innovación educativa.
Hacia un nuevo paradigma social de la innovación educativa
En estos últimos apartados se ensayará una propuesta de reflexión que trate de construir una aportación teórica en el ámbito de la innovación educativa, que a la vez que intentará sumarse a los trabajos aquí citados y a los que siguen reflexionando en esta línea, tratará igualmente de dar fundamento a prácticas docentes innovadoras ya existentes y por diseñar en el seno de proyectos innovadores. Se trata de que la propuesta hasta aquí esbozada sobre la problematización filosófica de la noción de innovación y sobre la necesidad de constituir una filosofía de la innovación educativa, pueda identificar ámbitos de operatividad práctica-metodológica en el activismo pedagógico y en las más recientes metodologías activas de aprendizaje. Se entienden estas últimas como los métodos, técnicas y estrategias utilizados por el docente para fomentar la participación activa del alumnado, dirigidas al aprendizaje tanto de competencias genéricas como de aspectos propios de disciplinas específicas (Puga Peña & Jaramillo Naranjo, 2015). Especialmente, estas sugestiones miran a concebir las propuestas metodológicas como herramientas idóneas para que los espacios educativos se conviertan en agentes del giro social de la innovación.
Puede afirmarse que el cambio educativo viene a responder a las propias características complejas bioantropológicas del ser humano en su constitución cultural y lingüística, determinado por el inacabamiento biológico, psicológico y moral del ser humano. Corresponde al fenómeno de la educación, entendido en sus variadas e históricamente determinadas formas de manifestación fenoménica, desplegarse como el necesario proceso de incorporación a un contexto cultural de los educandos, en el marco de patrones de socialización y de conducta. Estos no se estabilizan nunca de forma definitiva y clausurada, por la indeterminación constitutiva de lo humano y el carácter productivamente creativo de su quehacer existencial y cultural: “La historicidad interna o estructural de la cultura humana no es sino el otro nombre de su permanente innovación, de su movilidad, su volatilidad o, lo que es lo mismo, su permanente creatividad” (Pacho, 2009, p. 35).
La educabilidad, entendida como proceso desencadenado por la precariedad ontológica del ser humano, será correspondida por la fenomenología de los hechos educacionales, cultural y socialmente situados en su singular pluridimensionalidad, incerteza y transitoriedad, que inhibe que la educabilidad sea aplicada desde una normatividad que cierre categóricamente lo humano: “El discurso pedagógico sobre la innovación en la escuela es muy antiguo, y en su devenir muestra las tensiones entre los deseos y las posibilidades en el campo social de la educación” (Martínez Bonafé, 2008, p. 79). Es por esta condición bioantropológica de la educación y su carácter dinámico, creativo y contextual, por lo que la innovación educativa, análogamente a lo que ocurría con la innovación (a secas), habría de resistir el reduccionismo de sus posibilidades a un paradigma tecnoeconómico y eficientista. En este sentido, se ha podido afirmar sobre la evolución de las teorías y prácticas del cambio educativo que “las herramientas que tenemos en la innovación actual son la que responden a lo que demanda el mercado y las propuestas de la economía neoliberal” (Martínez & Rogero, 2021, p. 73). No pocas veces, el diseño innovador se lleva a cabo de espaldas a aquellos procesos que nutren la educabilidad de la persona, fundamentalmente la relación con los otros seres humanos y con su entorno, por medio de los cuales se desarrolla y quienes, finalmente, directa o indirectamente, reciben los resultados del potencial educativo desplegado. De aquí que los avances que se vienen desarrollando en el ámbito de los estudios de la innovación y los esfuerzos de quienes tratan de construir una filosofía de la innovación que explore críticamente y en profundidad este concepto, en sus implicaciones históricas, políticas e institucionales, y en sus planos ontológico, epistemológico y axiológico (Aguilar Gordón, 2020b, p. 22), habrían de tener consecuencias en la tarea, también por hacer, de elaborar una filosofía de la innovación educativa (Aguilar Gordón, 2020a), un empeño inexcusable para promover la verdadera reforma deseada.
Una educación auténticamente innovadora, en función de premisas éticas y de la consideración de la dimensión antropológica del fenómeno (Higuera Aguirre, 2020), habría de ser aquella orientada desde y para la colaboración, la indagación significativa y la implicación sustantiva en un proceso creativo en el manejo crítico de la información, dirigido activamente a estimular el compromiso global e integrado de cada actor educativo, con la finalidad última de transformar la sociedad (Pozuelos & Rodríguez, 2021). Sin embargo, a pesar de la larga andadura de los planteamientos de la “escuela nueva” (Marín Ibáñez, 1976) y de la innovación educativa que se desprende de ella -y que se prolonga y potencia recientemente con la inclusión de las TIC en la práctica educativa- permanecen formas de entender y practicar la educación que se podrían calificar de tradicionales, acríticas, fragmentadas e inflexibles (Bona, 2021 en Cruz & Hernández, 2021), donde el profesorado “enseña” y el alumnado “aprende” y es evaluado mediante exámenes estandarizados.
Frente a estas resistencias, el reto para el cambio habría de orientarse a construir cada día otra escuela, una escuela distinta, donde la innovación educativa nazca y se viva como proceso de dentro hacia afuera, donde maestros y estudiantes sean quienes practiquen nuevas formas de aprender, analicen los resultados y sigan transformándose en un proceso de mejora continua y colaboración constante (Pozuelos et al., 2010). De este modo, pueden ir germinando dinámicas y subjetividades colaborativas que vayan superando el inmovilismo y la resistencia de los modelos educativos tradicionales, dando cuenta precisamente de la insuficiencia de la noción lineal de innovación, al testimoniar que espacios muy diversos y heterogéneos de la vida social y educativa son fuentes altamente creativas de cambio educativo.
Esta innovación situada y proactiva puede dar cuenta de experiencias que propicien modos diversos de sentir lo educativo, de incoar formulaciones teóricas, de ir contrarrestando o salvando barreras y carencias conocidas: formación técnica enfocada en contenidos disciplinares, repetición irreflexiva de experiencias educativas previas, falta de apoyo para la transición, pruebas externas estandarizadas para la clasificación de centros educativos, condiciones de trabajo inadecuadas para la transformación educativa, burocratización de la práctica docente, hegemonía del libro de texto o, por supuesto, individualismo y renuencia al trabajo colaborativo entre profesores.
Siguiendo con esta idea, algunos de los espacios y actores de los sistemas educativos desde donde habrían de emerger los diseños innovadores, para que la innovación pueda ser auténticamente trasformadora, es el propio cuerpo docente como comunidad de interacción donde se generan sinergias de investigación-acción. Toda acción innovadora así entendida habrá posteriormente de analizarse, debatirse y reorganizarse, en colaboración y retroalimentación conjunta, de modo que la sistematicidad compleja sustituya la visión simple lineal. De ello depende la permanencia y mejora continua de la innovación. Jaume Carbonell (2015) enfoca su atención en propuestas alternativas para la innovación educativa del siglo XXI que, a diferencia de las pedagogías más relevantes de la centuria anterior, se caracterizan por ser generadas e impulsadas por redes educativas, es decir, colectivos donde se experimentan flujos de intercambio y colaboración. Se trata de pedagogías que buscan mejorar las relaciones entre los diferentes actores educativos, dentro y fuera de las instituciones, favoreciendo una estrecha colaboración y reciprocidad con el territorio y fomentando procesos de cooperación, participación y democratización en la institución educativa. Acercando la institución a la realidad social, se busca que el proceso educativo sea estimulante y significativo en la configuración de una ciudadanía libre, responsable, creativa, crítica, equilibrando la participación de todas las dimensiones de la persona.
En esta misma línea, Pozuelos et al. (2010) mencionan algunas características de instituciones educativas y redes de actores educativos que están realizando la innovación silenciosa: ilusión y esperanza; ritmo pausado y constante; integración de contenidos que van más allá de las materias básicas; construcción de colectivos homogéneos; presencia de liderazgo compartido y trabajo colaborativo; reflexión y proceso de investigación que transforman su propia realidad educativa; complementariedad del conocimiento práctico y crítico; apertura a la escuela y a la comunidad; presencia y participación de diversos profesionales y expertos en los procesos del centro.
Para que el proceso educativo innovador se realice es necesario que las personas estén implicadas y sean protagonistas de las experiencias (Michavila, 2009), que se creen espacios de convivencia para la retroalimentación y evaluación de las intervenciones comunitarias implicadas (Marcelín Alvarado, 2023), que se fomenten capacidades para poner en juego conocimientos, habilidades, actitudes y valores; es decir, una amalgama de competencias que a la vez que cumplen una función para la solución de las situaciones reales, siguen su curso hacia su fortalecimiento y ampliación a nuevos contextos y abordajes.
Para evitar que nuevas propuestas recaigan en dogmatismos o simplificaciones, es preciso abordar la innovación educativa desde un punto de vista crítico y analítico, que se problematice la necesidad e idoneidad de este tipo de prácticas para lograr el aprendizaje, el bienestar y la transformación personal y social. Por esto, se considera pertinente relacionar dialécticamente dos polos o aspectos complementarios del problema: por una parte, la crítica a la innovación educativa como solo implementación de novedades a nivel de materiales, técnicas y procedimientos, al servicio del mercado, sin impugnaciones de fondo del modelo hegemónico y sin vincularse a un compromiso ético docente, ni a una transformación de la realidad social injusta y desigual; de otro lado, una clarificación analítica que trate de deslindar, a partir de limitaciones y barreras, los criterios, condiciones y exigencias que harían del deseo de cambio una auténtica innovación transformadora, democratizadora, emancipadora, inclusiva y participativa (Martínez Bonafé, 2008; Rogero Anaya, 2016; García Gómez & Escudero, 2021; Díez Gutiérrez et al., 2023; Hargreaves, 2022).
Como contrapunto de lo dicho hasta aquí, es pertinente revisar experiencias en contextos situados, a partir de propuestas silenciosas pero comprometidas con los entornos sociales que dotan de sentido a los proyectos de renovación de los centros educativos, la cuales nos pueden poner sobre aviso de una apertura al encuentro con procesos ya actuantes auténticamente innovadores. Eso sin omitir el hecho de que hayan sido originalmente incentivadas por esa “fiebre innovadora promovida desde arriba” (Rogero Anaya, 2016, p. 7) y sin excluir que proviniendo del ámbito empresarial -como las más recientes metodologías activas de aprendizaje- son creativamente resignificadas en prácticas de educación transformadora.
Pese a que en la actualidad el aprendizaje activo sigue sin ser una realidad generalizada en la educación superior, no son escasos los estudios que vienen poniendo de manifiesto sus beneficios a corto y largo plazo. Algunos trabajos han constatado consecuencias positivas en la mejora de estrategias y enfoques del aprendizaje en el alumnado universitario (Barboyon Combey & Gargallo López, 2022), así como mayores rendimientos en el desempeño académico: calificaciones finales, eficiencia terminal de la asignatura y desarrollo de competencias (García Merino et al., 2016; Pino & Fernández, 2016; Carcelén, 2019; Deslauriers et al., 2019). También los resultados de Robledo et al. (2015) sugieren que aquellas metodologías activas con mayor demanda, actividad y autonomía del alumnado promueven el desarrollo de sus competencias. Más aun, como decimos, la innovación con consecuencias sociales también ha sido demostrada, por ejemplo, en Theobald et al. (2020), quienes concluyen que en entornos donde se promueve el activismo disminuyen exponencialmente las brechas de rendimiento y permanencia entre estudiantes universitarios miembros de minorías y el resto del grupo, siendo especialmente significativo en asignaturas STEM. Aumentar el éxito en el aprendizaje requiere que el alumnado dedique la mayor parte del tiempo a resolver tareas complejas y significativas; que se viva una cultura de la inclusión que provea de los apoyos necesarios a los jóvenes con necesidades específicas; que se retroalimente de forma inmediata y así se traslade interés genuino y confianza en sus posibilidades de éxito hacia los estudiantes (Theobald et al., 2020).
A continuación, exponemos brevemente algunas de las metodologías activas, enfatizando sus características para promover el diseño de innovaciones educativas dirigidas al abordaje del currículo de forma integrada, a promover el aprendizaje globalizado y a estimular el grado de participación, compromiso y aprendizaje:
•Aprendizaje-servicio: metodología que promueve el desarrollo de competencias sociales y cívicas mediante el servicio a la comunidad que realiza el alumnado con base en su formación académica. La finalidad es la toma de conciencia y responsabilidad de la comunidad educativa sobre su papel en la transformación y mejora del entorno (Martínez et al., 2018), haciendo del aprendizaje una consecuencia y a la vez un medio para ello. Se caracteriza por promover la proactividad, cooperación, problematización, relación, reflexión y transformación (Martínez Usarralde, 2014; Santos Rego et al., 2015 en Álvarez Castillo et al., 2017). Esta metodología ha demostrado su utilidad, tanto en el avance del aprendizaje como en la atención a necesidades sociales, a la vez que incrementa las redes de colaboración y la corresponsabilidad, tan necesarias en contextos de creciente crispación y desigualdad.
•Aprendizaje basado en problemas: las situaciones problemáticas constituyen una poderosa herramienta para aprender, pues despiertan interés y curiosidad por comprender y dar respuesta a la situación planteada, favoreciendo la motivación, implicación y compromiso a lo largo de fases que lleven a los participantes hasta un aprendizaje significativo. Esta metodología ha sido muy utilizada a partir de los años 60, especialmente en estudios de salud, teniendo como principales ventajas la relevancia que adquiere la formación relacionada con problemáticas actuales, aumentando la motivación y la responsabilidad con el propio aprendizaje (Jones, 2006).
•Aprendizaje basado en proyectos: se realiza a partir de las preguntas e interrogantes del alumnado sobre distintos hechos, fenómenos y necesidades de su entorno social. Aprovechando su interés y motivación, se favorece la implicación del alumnado en un proceso sistemático y a la vez flexible, que incluye distintas experiencias, tareas y producciones educativas dirigidas a responder a sus preguntas y a producir un resultado, que normalmente consiste en un objeto tangible para solucionar una necesidad o problemática particular (Pozuelos & García, 2020).
•Aprendizaje basado en retos: es la propuesta más reciente y la que aglutina lo mejor de las anteriores; permite plantear una situación problemática o reto para generar a partir de él un diseño complejo y totalizante acerca de cómo alcanzar la solución a través del aprendizaje y la práctica de distintas competencias. El reto seleccionado se relaciona con necesidades sociales reales en el contexto del alumnado, de manera que el proceso de innovación dinámico que se pone en marcha hace efectivas las características de la innovación necesaria para el siglo XXI: relación con las necesidades del contexto, vínculo entre personas e instituciones, significatividad de las experiencias, implicación y práctica compartida de competencias complejas. Este aprendizaje es relevante para dar respuesta al interés central de este trabajo acerca de la necesidad de abordar críticamente la noción de innovación y su rol en el ámbito educativo, ya que este método ha pasado de ser un concepto acuñado por una compañía tecnológica multimillonaria (Apple), a ser una metodología cuya aplicación en la educación superior está en crecimiento. Coincidimos con Leijon et al. (2021, p. 616) en la idea de que cuando este enfoque es usado como un marco para intervenciones educativas y no para el impacto social, un componente central de esta metodología se pierde. Incluso si este último puede ser el aspecto más difícil de impulsar, las instituciones de educación superior como promotoras de conocimiento en una sociedad del aprendizaje deberían aceptar el desafío.
Universidad y activismo en la educación superior”
En nuestras sociedades actuales, y retomando los diagnósticos con que se iniciaba el trabajo, se hace cada vez más necesario que los profesionales universitarios actúen de forma competente, respondiendo éticamente a los grandes desafíos que se enfrentan, tanto de orden global como local. Por esto, y sin excluir otras estrategias innovadoras orientadas por similares compromisos, la propuesta de reforma pedagógica basada en metodologías activas pudiera ofrecer herramientas adecuadas para encarar las amenazas mencionadas, en tanto actuarían como potenciadoras de la implicación activa del alumnado para el abordaje de situaciones reales, muchas de ellas problemáticas (Arruda et al., 2017).
Por medio de estas metodologías se pretende construir una serie de experiencias en las que el estudiante está en el centro del proceso (Gutiérrez Pozo, 2023), implicándose de manera individual y grupal en cada una de las fases, construyendo significados para la atención a una necesidad o la resolución de una situación que despierta su interés y motivación (Silva & Maturana, 2017). Son varias las técnicas y recursos posibles para el fortalecimiento y diversificación de las actividades propuestas (problemas, proyectos, servicios, retos) con la finalidad de atender a las necesidades de los jóvenes y la comunidad, incentivando el interés y la implicación de los participantes en la toma de decisiones y el desarrollo de las tareas, pudiendo contar con el soporte de las TIC, en tanto facilitadoras de la comunicación, la búsqueda y gestión de información, así como la creación de respuestas con medios digitales. Cabe insistir en la propuesta de concebir las metodologías activas desde su vinculación con la amplia tradición de renovación pedagógica que le precede (Marín Ibáñez, 1976; Rodríguez, 2000; Luelmo del Castillo, 2018) para pensar y ensayar su aclimatación a las complejas y cambiantes coyunturas. Desde esta posición dialéctica, que se lava las manos frente a conceptos estereotipados (Reboul, 2009, p. 17), y que asume la tensión entre continuidad y ruptura, podemos pensar precisamente la innovación educativa y las propuestas de metodologías activas, como un proceso más complejo y comprometido que el que nos ofrecería su sola ubicación en el paradigma tecnocientífico y el modelo lineal.
Rodríguez (2000) propone que el permanente fracaso de la innovación educativa por medio de la implementación del activismo en la educación, tiene como principal factor la difusión de modelos activos a través de mecanismos pasivos, como pura percepción, lectura y solicitud de fe por parte de quienes deben ponerlo en práctica dentro y fuera de las aulas. De nuevo, resulta necesaria la implicación del cuerpo docente en la toma de decisiones, así como la participación en experiencias reales en las que los resultados de estas actuaciones son sentidos y asumidos, tras procesos de negociación, como beneficios para todos los implicados. Otro aspecto que puede reforzar la creación y proliferación de espacios y ambientes educativos propicios para la generalización del activismo educativo, es erradicar la insistencia en los beneficios individuales cuantificables como la meta del aprendizaje. En sintonía con el giro social del paradigma de la innovación que se propone, el énfasis en lo colectivo, como factor determinante para el bienestar humano, habría de regular los discursos y prácticas innovadoras en educación. Se trata de volver la mirada hacia el horizonte axiológico de la formación, especialmente la universitaria: la sociedad y la autonomía personal. Esta última solo cobra sentido en el espacio de la interacción social, donde se desenvuelve y progresa, moral y materialmente, y a la que sirve desde y a partir de sus competencias profesionales. Esto supone poner al centro el valor de la innovación educativa como componente clave para lograr el compromiso universitario de mejora social. Igualmente, fortalecer la mirada crítica y compleja sobre el fenómeno de la educación desde lo social, lo antropológico y lo filosófico, ha de contribuir a construir el sentido y la motivación moral necesarios para tejer las redes de relaciones humanas y de compromisos compartidos que posibilitan el tipo de innovación que pueda ser auténticamente transformadora.
Algunas conclusiones
Al igual que el concepto genérico de innovación ha evolucionado hacia un modelo sistémico que entiende que el impulso innovador nace de interacciones complejas entre individuos, organizaciones y entornos operativos (Echeverría & Merino, 2011), entendemos que han de converger esfuerzos teóricos y prácticos para que la innovación educativa siga este mismo curso socializante, con modelos educativos más participativos, interdisciplinarios y prácticos (Michavila, 2009). Quedan muchas dificultades por afrontar para que la innovación educativa cumpla, como lo propone la UNESCO, con las ambiciosas perspectivas depositadas en su potencial transformador hacia un futuro colectivo sostenible y más humano. Pero esta tarea no puede abordarse con solvencia y legitimidad si se evita el tratamiento y respuesta a las preguntas sustantivas y radicales por los fines de la educación y, particularmente, por la condición compleja de la idea de innovación y los valores que la movilizan en el campo de lo educativo. Sin embargo, “la reflexión filosófica sobre la innovación está todavía en su infancia” (Blok, 2021, p. 74). Asumiendo esta dificultad, hemos tratado de contribuir con este trabajo al esfuerzo colectivo en marcha que busca dar respuesta a esta carencia teórica en el ámbito de los estudios de innovación, pero igualmente entendiendo que la reflexión ha de abrirse al encuentro problemático con su pretensión de dar fundamento a prácticas innovadoras, y que ha de revertir críticamente sobre sí misma en función de que los resultados operen en aras de esa transformación social.
Una de las fortalezas de este trabajo ha sido por tanto avanzar en la demostración de que el empeño de construir una filosofía de la innovación educativa puede encontrar espacios de operatividad práctico-metodológica en el activismo pedagógico y en las más recientes metodologías activas de aprendizaje. El sector educativo, como parte de la sociedad civil, al ser lugar de encuentro de distintos actores sociales (incluyendo científicos, organizaciones, empresas…) puede cumplir un papel preponderante en la generación e impulso de innovaciones necesarias para el cambio social. Un espacio de interacciones complejas en el que, gracias al aprendizaje activo y las metodologías relacionadas con él, lo solo educativo es trascendido para contribuir al esclarecimiento y desarrollo de innovaciones que generen capital social (Lundström et al., 2017). Este sería un verdadero cambio en el paradigma de la innovación, que iría en la línea de una educación que asumiera los ambiciosos logros que la Modernidad le encomendó y a los que quizá, a pesar de fracasos y dificultades, y menos ahora que nunca, no debiera renunciar. La educación se erigiría no solo como un ámbito de innovación más, sino como esa fuerza básica que estimula, dinamiza y sostiene las innovaciones que las sociedades del siglo XXI, democráticas, pluralistas e interculturales, necesitan.