Introducción
En una era caracterizada por la interconexión global y la rápida evolución del conocimiento, los sistemas educativos enfrentan el reto de preparar a los individuos para un mundo en constante cambio y aumento de complejidad. Esta situación ha llevado a una reevaluación crítica de las metodologías pedagógicas existentes, destacando la urgencia de adoptar enfoques más flexibles. En este entorno, la transición de los métodos educativos convencionales -a menudo basados en principios simplistas- a modelos de aprendizaje más complejos, se ha convertido en una imperiosa necesidad, marcando un punto de inflexión para la filosofía educativa contemporánea.
El desafío central identificado en este trabajo es la persistente adherencia a métodos tradicionales de enseñanza y aprendizaje, los cuales, frecuentemente, resultan insuficientes para abordar las necesidades de un mundo que evoluciona rápidamente. En el presente artículo se defiende la idea de que abrazar la complejidad en la educación trasciende el mero beneficio y se convierte en una necesidad para el desarrollo holístico, tanto de los estudiantes como de los modelos educativos mismos. La importancia de este tema se intensifica en un contexto donde la adaptabilidad y la innovación son claves para lograr el éxito educativo.
En el contexto educativo actual, marcado por cambios significativos tras la pandemia, la rápida digitalización de la educación (CIDH, 2021) y la incorporación de tecnologías avanzadas como la inteligencia artificial (Kim, 2022), se ha revelado una necesidad imperiosa de evolucionar los modelos de aprendizaje. Esta transformación va más allá de una mera respuesta a desafíos circunstanciales, más bien refleja un cambio sustancial en la manera de interactuar con el conocimiento y en la concepción misma de la enseñanza. En esta era de interconexión global y evolución constante, adaptar los sistemas educativos para preparar a los individuos para un mundo en cambio y complejidad creciente es decisivo.
El objetivo de este artículo es examinar cómo la transición hacia modelos de aprendizaje interestructurantes y complejos desafían y reconfiguran las concepciones tradicionales de simplicidad en la educación, resaltando la importancia de estas transformaciones en las prácticas educativas contemporánea y enfatizando la necesidad de adaptación y flexibilidad para abordar efectivamente las nuevas exigencias de la realidad educativa.
La metodología empleada integra el análisis bibliográfico, centrado en una revisión crítica de literatura académica relevante, incluyendo estudios teóricos y revisiones en el campo de la pedagogía y la filosofía de la educación. Paralelamente, se emplea la hermenéutica para la interpretación contextual de textos y discursos, con el fin de desentrañar las complejidades inherentes en la evolución de los modelos de aprendizaje.
Este documento está estructurado en tres secciones fundamentales. En la primera sección, titulada “La dinámica de los paradigmas en la configuración educativa”, se analiza cómo la simplicidad, la dialogicidad y la complejidad han moldeado el entorno educativo, destacando su influencia en la formulación y evolución de los métodos de enseñanza y aprendizaje. La segunda sección, “Enfoques epistemológicos que sustentan los modelos de aprendizaje”, examina la transición en la integración disciplinaria, desde enfoques más tradicionales hacia la transdisciplinariedad, evidenciando la trayectoria hacia modelos de enseñanza más integradores y holísticos. Finalmente, la tercera sección profundiza en los “Modelos de aprendizaje: heteroestructurante, autoestructurante e interestructurante”, centrándose en cómo la evolución de los mismo desafía las nociones tradicionales de simplicidad en la educación y orienta las prácticas pedagógicas adaptándola a las nuevas necesidades y dinámicas educativas.
La dinámica de los paradigmas en la configuración educativa
Al comenzar la discusión en este apartado, resulta esencial precisar el significado de “paradigma”, un término con amplia polisemia en el ámbito académico. Proveniente del griego παρά (al lado de) y δειγμα (modelo, ejemplo), considerados como ejemplos a seguir y servir como referentes en contextos interpretativos específicos (Ferrater, 1994). Con el tiempo, el concepto ha experimentado una evolución semántica, extendiendo su alcance para incluir tanto marcos teóricos como metodológicos, y, en el contexto educativo, para designar los conjuntos de prácticas, creencias y metodologías que dan forma y definen sus modelos educativos.
Los paradigmas, enmarcados en contextos epistémicos y ontológicos, se definen como estructuras conceptuales que los individuos emplean para interpretar y comprender la realidad, tal como expone Audi (2004). La tendencia a adoptar marcos de referencia comunes se origina en la naturaleza social del ser humano. A través de la interacción y la comunicación lingüística, las personas no solo asignan significados y generan sentido en su entorno, sino que también contribuyen a la configuración de sistemas y estructuras de complejidad creciente.
Estos sistemas se entrelazan con el tejido social, ejerciendo una influencia significativa en las interacciones humanas y en las múltiples facetas que conforman la sociedad. Actuando como referentes colectivos, los paradigmas no solo modelan la percepción individual de la realidad, sino que también juegan un papel crucial en la configuración de las sociedades humanas, adaptándose a su dinámica cambiante, como señala González (2005). En el sector educativo, su influencia es especialmente notable, ya que contribuyen a la forma y desarrollo de las prácticas pedagógicas.
En la Grecia clásica, filósofos como Platón emplearon el término “para designar un instrumento de mediación entre la realidad y su ideación” (p. 18), ya en su modelo dualista se hace presente esta idea al remitirse a un “mundo inteligible”, que se convierte en el referente ideal y perfecto sobre cómo debe interpretarse la realidad, y un “mundo sensible”, material e imperfecto, que experimenta el hombre terrenal. Con la “Alegoría de la caverna” de Platón (1998), se pone de manifiesto la incidencia de los paradigmas en la interpretación de la realidad y la orientación del actuar del ser humano, explicitados en un dualismo epistemológico entre episteme (saber) y su separación de la simple doxa (opinión), así como en el dualismo ontológico con el ya mencionado mundo de las ideas y su separación del mundo sensible.
Dentro de este marco, varios pensadores han postulado sus teorías sobre cómo constituir los horizontes de interpretación, algunos enfocados a la construcción del conocimiento y la verdad desde la correspondencia entre el elemento sensible y su referencialidad en la consciencia, como son Aristóteles (2003) y el hilemorfismo o Locke (2020) y Hume (2020) con el concepto de impresiones proporcionadas desde la experiencia material. Otros, enfocados desde la tradición idealista y racionalista, interpretan la realidad en referencia al desarrollo lógico de la consciencia como: Descartes (2012) y la duda metódica, el principio de razón suficiente en Leibniz (2022) o el idealismo de Hegel (2017), que lo describe con la dialéctica el motor de la transformación social y cultural.
Independientemente de la postura adoptada, diversos pensadores coinciden en que el origen de todo conocimiento se encuentra en un marco referencial específico, que facilita la comprensión del mundo de distintas maneras. Estos marcos son fundamentales para el desarrollo teórico y su evolución representa un avance en el modelo que no necesariamente implica una mayor veracidad, sino una mejor adaptación a las dinámicas y discursos de la época y la sociedad. En este contexto, González (2005) destaca a Thomas Kuhn como una figura clave en el campo científico por su desarrollo del concepto de paradigmas, definiéndolos como sistemas complejos que incluyen “creencias, principios, valores y premisas, los cuales son esenciales para moldear la percepción de la realidad de una comunidad científica específica” (p. 32).
En su examen de La estructura de las revoluciones científicas, Masterman (1970) aborda cómo ciertos marcos teóricos afectan todas las facetas del saber humano. Destaca la variedad de formas en que se define “paradigma”, lo que hace imprescindible una definición de este término desde uno de sus máximos exponentes, Thomas Kuhn (1922-1996). En el concepto propuesto por Kuhn (2000) se puede distinguir dos tipos de progreso científico: el “normal” y el “revolucionario”. La ciencia normal, también denominada basada en paradigmas, representa ese intervalo de tiempo durante el cual una disciplina científica experimenta evolución, respaldada por la aceptación comunitaria de un trabajo científico de considerable relevancia (Kuhn, 2000). Ejemplos emblemáticos de esta ciencia incluyen los Principia de Newton (1972), que sientan las bases de la mecánica de Newton-Euler, y la obra de Carnot (1963) en termodinámica clásica, que establece el marco de la termodinámica del calórico.
La adopción de un paradigma en un período de ciencia normal constituye la premisa o base del trabajo científico, incluso define el campo de estudio, de modo que abandonarlo “es dejar de practicar la ciencia que la define” (Kuhn, 2019, p. 75). Estas ideas que Kuhn aporta en su concepción del desarrollo científico en períodos de ciencia normal, se generalizan posteriormente en diversas direcciones, una de esas direcciones es su extensión al campo educativo y al ámbito social en general.
En contraste, la ciencia revolucionaria ocurre cuando las teorías dominantes son rechazadas y reemplazadas por otras (Kuhn, 2000). Una “revolución científica” es el resultado de un “cambio de paradigma”, lo cual usualmente ocurre cuando la comunidad científica identifica un conjunto de “anomalías” en las teorías predominantes hasta el momento. Esto es, un conjunto de fenómenos que los marcos referenciales deberían explicar de un modo convincente, pero no lo hacen, o un conjunto de fallas que pueden tomar diversas formas incluyendo una complejidad excesiva, paradojas, ambigüedades o dificultades no resueltas.
Una anomalía, dice Kuhn (2019), surge “reconociendo que la naturaleza ha violado de algún modo las expectativas inducidas por el paradigma que gobierna la ciencia normal” (p. 103). Este concepto se ilustra con la transición desde la teoría del flogisto, repleta de anomalías, hacia la teoría de la combustión del oxígeno, propuesta por Lavoisier alrededor de 1777. Este cambio significó una revolución científica en la comprensión de la combustión. Similarmente, el descubrimiento de los rayos X desafió las expectativas arraigadas en la comunidad científica, a pesar de no contravenir directamente la teoría dominante de la época, evidenciando el dinamismo y la contingencia de las teorías científicas (Kuhn, 2019). Otro ejemplo es el tránsito de la astronomía ptolemaica a la copernicana (Copernicus, 1965), que pone de manifiesto cómo los desarrollos revolucionarios pueden transformar radicalmente nuestra comprensión del mundo.
Al igual que un marco teórico en la ciencia dicta el enfoque y el ámbito de estudio, un modelo conceptual en el ámbito social ejerce una influencia comparable en el tejido social y las interacciones comunitarias (González, 2005). Sin embargo, para que un paradigma se consolide como el arquetipo esencial en una sociedad, este debe ser compartido e interiorizado ya sea de manera voluntaria o involuntaria por toda la comunidad. A partir de esta adopción, se orientarán diversas dinámicas sociales, culturales, científicas y educativas.
En el contexto de la adopción y transmisión de marcos referenciales, la función de la educación es fundamental para la conformación del tejido social. Esta actúa como un medio para impartir los conceptos y herramientas necesarios que permiten descifrar y comprender la compleja matriz de significados, valores y percepciones inherentes a una cultura. Además, desempeña un papel decisivo en el fortalecimiento de la identidad colectiva y en el desarrollo holístico de la sociedad, preparando el terreno para una adaptación efectiva ante futuros retos y cambios. Seguidamente, se examinarán los paradigmas determinantes en la evolución de la educación y los modelos de aprendizaje.
Paradigma de la simplicidad
En el ámbito de la educación, la influencia de los paradigmas es esencial para definir los modos, diseño y construcción de los enfoques y métodos pedagógicos. Un ejemplo es el de la simplicidad, prevalente en el modelo educativo tradicional que, caracterizado por su preferencia hacia procesos educativos claros y secuenciales, marca profundamente las prácticas pedagógicas convencionales (Aguayo et al., 2021). Con sus raíces en el positivismo, el marco de la simplicidad actúa como una guía rectora, tanto para la estructuración del conocimiento disciplinar como para el enfoque heteroestructurante en el aprendizaje.
Dado que el positivismo subyace en este enfoque, su exploración es esencial para comprender su influencia en la formación y evolución de los modelos educativos. El término “positivismo” nace en el siglo XIX con Henri de Saint-Simon, pero toma fuerza con Augusto Comte y sus obras Curso de filosofía positiva de 1830 y Discurso sobre el espíritu positivo de 1844. Comte lo utiliza para hacer referencia a la forma de analizar los hechos físicos en el ámbito del quehacer de la ciencia, aludiendo a los estudios empiristas y las concepciones de filósofos como Bacon, Hume, Locke y Condillac, para quienes todo conocimiento se comprende como producto de la experiencia sensible (Dos Santos, 2017).
El positivismo pondrá especial énfasis en todo el conocimiento que provenga de la experiencia, y que sea observable, manipulable y corroborable mediante el uso de metodologías ligadas a las ciencias exactas, con el fin de desmantelar el pensamiento mítico, dado en la teología o la metafísica, para reformularlo desde la racionalidad humana que aspira a la máxima objetividad (Marquisio, 2017).
Como corriente filosófica, el positivismo se propone establecer los parámetros determinantes del conocimiento científico, bajo un criterio metodológico unificado que incluye y orienta a todas las ramas disciplinarias y del saber (Guamán et al., 2020; Hizmeri, 2011). Para Comte y Sanguineti (1987), las disciplinas estarán interpeladas por el carácter científico-positivista, siempre y cuando esclarezcan un objeto de estudio (cuestión gnoseológica) y un modo concreto para abordarlo (cuestión metodológica). Desde esta concepción, afirma Malinowski (2007), todo intento de fundamentar metodológicamente los conocimientos deberán basarse en:
El principio analítico descrito por Descartes en el Discurso del Método, y resumida dos siglos antes por el filósofo escolástico inglés Guillermo de Ockham mediante el principio de parsimonia, o de “Navaja de Ockham” en la explicación y construcción de teorías: entre dos explicaciones, la mejor es la más simplificada o la más reducida (p. 30).
La fundamentación epistemológica del positivismo plantea una separación entre la relación del sujeto con el objeto, un “dualismo y objetivismo, en donde el investigador y el objetivo de estudio son totalmente independientes” (Ramos, 2015, p. 11), buscando controlar dicha interacción a fin de poder proporcionar generalizaciones que objetiven y simplifiquen el conocimiento científico. En adición a esto, es importante destacar que el positivismo se fundamenta en el principio de la simplicidad, el cual, en línea con la visión cientificista, promueve procesos de descomposición o reducción de los temas extensos y complejos a sus componentes más individuales para comprenderlos de mejor forma. En palabras de Morin (1998), la simplicidad es comprendida como:
Un paradigma que pone orden en el universo, y persigue al desorden. El orden se reduce a una ley, a un principio. La simplicidad ve a lo uno y ve a lo múltiple, pero no puede ver que lo Uno puede, al mismo tiempo, ser Múltiple. El principio de simplicidad o bien separa lo que está ligado (disyunción), o bien unifica lo que es diverso (reducción) (p. 55).
En este orden de ideas, la simplicidad adopta un enfoque práctico y accesible del conocimiento, apoyándose parcialmente en la noción tradicional de “análisis” como “descomposición”, tal como lo expone Beaney (2014). Este paradigma también se basa en la aplicación de principios de razonamiento que no requieren necesariamente el desarrollo de ideas profundas o abstractas. Según Aguayo et al. (2021), promueve un método de pensamiento y resolución de problemas que privilegia la simplificación y la reducción. En el ámbito educativo, este enfoque no solo acelera la obtención de resultados, sino que también facilita el aprendizaje de conceptos básicos por parte de los estudiantes, ya que un principio conciso es más fácil de comprender que un análisis complejo.
La enseñanza y el aprendizaje basados en conceptos originados a partir de un paradigma mecánico han dominado la tradición educativa occidental desde la primera revolución industrial. Este tipo de tradición educativa se caracteriza, entre otras cosas, por su mentalidad reduccionista y lineal, que ha llevado a una generación de conocimiento aislada y desconectada (p. 368).
La descomposición de la información y los temas complejos en sus componentes singulares (rasgo esencial de la concepción tradicional de análisis) tiene sus propias limitaciones, especialmente en el ámbito científico y académico, debido a su propensión -en muchos casos- hacia el aislamiento disciplinar y -en última instancia- a la fragmentación de los saberes (Aguilar et al., 2019). La separación y/o reducción de los conocimientos en parcelas impide que los estudiantes comprendan la interconexión entre las diferentes disciplinas y sus aplicaciones (Balietti et al., 2015). Esto, a su vez, puede llevar a una pérdida de la comprensión holística del saber y a reducir su comprensión a principios fundamentales y pragmáticos.
Paradigma de la dialogicidad
Este paradigma se ha gestado, esencialmente, como un movimiento de intercambio de ideas “entre varios sujetos cognoscentes, que fluye entre, dentro y a través de las [ciencias]” (Hernández y Quintana, 2018, p. 26), lo cual posibilita la transmisión de creencias y conocimientos, facilitando la búsqueda de la verdad y la construcción del saber en una dinámica participativa, colaborativa y democrática. La premisa central de este enfoque es que los marcos de referencia, a través de los cuales interpretamos la realidad, son construcciones colaborativas que evolucionan con el discurso social (Leistyna, 2001). Este proceso dialógico ha llevado al desarrollo de enfoques epistemológicos como el pluri-, multi- e interdisciplinar, mismos que, adaptándose a las cambiantes necesidades y dinámicas del conocimiento y la sociedad, dan paso al modelo educativo de aprendizaje autoestructurante.
La dialogicidad se manifiesta como un método de enseñanza en la educación de la Grecia clásica, particularmente en las filosofías de Sócrates y Platón. Ambos filósofos empleaban el diálogo como un medio esencial para la búsqueda del conocimiento o la verdad, identificando en su dinámica las “falsas creencias y saberes para erradicarlos y emprender una búsqueda de la verdad” (Molina, 2021, p. 39). Sócrates llamó a este método dialógico “mayéutica” (dar a luz), ya que, mediante la confrontación surgida a través de la interacción de preguntas y respuestas en el diálogo, se lograba revelar la verdad.
Por su parte, Platón utilizó en sus famosos Diálogos el recurso dialógico para la construcción de categorías filosóficas como “la bondad, la templanza, la valentía, el amor, la sabiduría, su visión sobre la política, las guerras, la economía, la religión, etc.” (Hernández y Quintana, 2018, p. 28), útiles para la educación social como la construcción del autoconocimiento en sus aprendices.
El paradigma de la dialogicidad también tiene sus raíces en los Tópicos de Aristóteles, que se constituyen en una contribución clave en este enfoque de la argumentación y el razonamiento. Una interesante confluencia posterior se produce con el surgimiento de la lógica interrogativa (Zerpa, 2011), el análisis estratégico por parte de la teoría matemática de juegos en los años 40, el enfoque constructivista en filosofía de la matemática y el enfoque pragmático en semántica (asociado a Wittgenstein). Dicha confluencia da lugar a la “lógica dialógica” (dialogical logic) (Clerbout Y McConaughey, 2022).
La importancia de la dialogicidad ha ido evolucionando a lo largo de la historia, profundizando en aspectos esenciales relacionados con la generación del conocimiento, la ciencia, la estructuración social y la educación. Ha madurado este enfoque hasta incorporar sus estructuras y principios en los desarrollos teóricos de pensadores influyentes como Martin Buber (1973), en el siglo XIX, quien conceptualizó la existencia humana como intrínsecamente dialógica y relacional:
No es el individuo en cuanto tal ni la colectividad en cuanto tal. Ambas cosas, consideradas en sí mismas, no pasan de ser formidables abstracciones. El individuo es un hecho de la existencia en la medida en que entra en relaciones vivas con otros individuos; la colectividad es un hecho de la existencia en la medida en que se edifica con vivas unidades de relación (p. 146).
Las unidades de relación señaladas por Buber (1973) se inscriben dentro de la dialogicidad, lo que implica una comprensión del yo y del otro como entidades interconectadas y mutuamente dependientes, tanto en el proceso del conocimiento y en el de la existencia. La relevancia del diálogo con otros individuos radica en su potencial para promover el crecimiento personal y la comprensión del mundo. Este enfoque, como señala Vázquez (2013), se perfila como “la única posibilidad humana de acceso al Ser” (p. 144), subrayando su papel crucial en el entendimiento y desarrollo humano.
De esta manera, se enfatiza cómo las dinámicas dialógicas promueven una comprensión efectiva de la interacción entre las personas y su proceso de construcción del conocimiento. En el ámbito ontológico del lenguaje, el diálogo se define como “el espacio donde convergen las interacciones humanas” (Sánchez, 1984, p. 133). Una esfera en donde los participantes se comunican e influyen mutuamente con el fin de construirse y comprenderse a sí mismos.
En la visión de este paradigma, aparece el aporte de Lévinas (2002) sobre el diálogo como una experiencia a través de la otredad. Es en la experiencia dialógica que se comprende al otro, pasando de la interioridad del ser, hacia la exterioridad, ya que “en la relación con el rostro en la fraternidad en la que otro parece a su vez como solidario de todos los otros, constituye el orden social, en referencia de todo diálogo con el tercero” (p. 287), lo que significa que las individualidades se encuentran para trascender la individualidad. Lévinas, sugiere que mediante el diálogo se puede concebir una ética universal, entendiendo que “la universalidad de la razón surge de la superación de la subjetividad encerrada en sí misma, algo que evidentemente se consigue a través de las relaciones de la alteridad” (Acosta, 2016, p. 276) producidas mediante las dinámicas dialogales.
A través del diálogo se logra comprender al otro, yendo de la interioridad a la exterioridad del ser. En este proceso se manifiesta la solidaridad entre los individuos, dando lugar a un orden social fundamentado en la relación con los demás y su trascendencia.
Siguiendo este razonamiento, la dialogicidad ofrece una interpretación del mundo fundamentada en las relaciones interpersonales, una idea que Lévinas (2002) expande al integrar una ética y una racionalidad universales que trascienden la simple interacción comunicativa. En esta visión, la racionalidad se extiende más allá de la subjetividad del individuo, enriqueciéndose en el proceso dialógico con otros (Crowell, 2012). El paradigma de la dialogicidad se ha establecido como un espacio de encuentro, facilitando el reconocimiento y la integración de diversos puntos de vista que surgen del pensamiento individual. Esta aproximación fomenta una comprensión del conocimiento y una forma de interactuar con el mundo que prioriza la diversidad, contrapuesta a la homogeneidad y simplicidad.
Con respecto a las características de las dinámicas de dialogicidad para trascender la homogeneidad, resulta relevante acudir al pensamiento de Hans-Georg Gadamer (1900-2002), para quien la dialogicidad se genera en el encuentro entre los sujetos y el mundo, a lo que denominó “fusión de horizontes”. Gadamer (1993) sostiene que esta fusión es una experiencia dialógica esencial en la cual los participantes amplían su comprensión del mundo y de sí mismos a través de un intercambio mutuo de concepciones. En sus palabras, “en esta forma de diálogo el otro se hace comprensible en sus opiniones desde el momento en que se ha reconocido su posición y horizonte” (p. 189). Este proceso permite superar la homogeneidad, ya que facilita la incorporación de distintos puntos de vista y fomenta una comprensión más profunda y enriquecedora del tema en cuestión.
Considerando esta óptica, se puede inferir que la estructura de la dialogicidad se establece mediante la combinación de horizontes que surgen de las propias dinámicas dialógicas. Estas dinámicas no son estáticas ni inflexibles, por el contrario, constituyen una realidad activa que se transforma y evoluciona a medida que el diálogo se desarrolla, pues “puede ocurrir que el horizonte no se mueva, pero esto depende de si la persona está dispuesta a caminar; mientras una persona camina, su horizonte cambiará” (Demon 2013, p. 53). De esta forma, el sujeto se aproxima a nuevos mundos y horizontes desconocidos en los que el diálogo actúa como un agente integrador, fusionando los distintos horizontes generados.
Al abordar este paradigma en el ámbito de la filosofía de la educación y sus aplicaciones prácticas, es relevante mencionar a Paulo Freire (1921-1997), quien enfatiza la acción dialógica centrada en la pregunta como un instrumento liberador y catalizador de cambios en la educación humana. La acción dialógica encausada por la pregunta será un instrumento de liberación frente a la educación tradicionalista, que busca reproducir los conocimientos sin ponerlos en duda ni validarlos. La pregunta, en este contexto, genera ese encuentro de pares, en el que:
El sujeto deja de ser un mero objeto, pues ya no es un recipiente vacío a ser llenado, sino que, en tanto que sujeto, va a ser sometido a desafío para que logre un conocimiento crítico de su situación como sujeto activo de la praxis y transformador de la realidad social (Velasco y González, 2008, p. 464).
Dicho esto, la dialogicidad para Freire (2005), humaniza al sujeto, puesto que, en el diálogo se produce “un encuentro que solidariza la reflexión y la acción de sus sujetos encauzados hacia el mundo que debe ser transformado y humanizado” (p. 108) en la búsqueda del otro, no como una imposición o conquista de una idea sobre otra, sino como caminos que se abren en la pronunciación del mundo como actos de libertad.
De Zubiría (2010) por su parte, destaca la importancia de las dinámicas dialógicas en la formación del ser humano como condición esencial para su desarrollo integral. Estas dinámicas no solo contribuyen a la humanización del individuo al permitirle comprender el mundo que le rodea, sino que también tienen como objetivo “garantizar mayores niveles de pensamiento, afecto y acción” (p. 216). Al fomentar una mentalidad crítica, el desarrollo emocional y la capacidad de actuar con responsabilidad y consciencia, las dinámicas dialógicas permiten a los seres humanos enfrentarse y adaptarse a un contexto caracterizado por la diversidad y la complejidad.
La dialogicidad no solo enriquece la comprensión del conocimiento y promueve el intercambio de ideas, sino que también fomenta un aprendizaje más humano y colaborativo. Al abrazar la dialogicidad, la educación se convierte en un espacio dinámico donde se valoran las múltiples perspectivas y se cultiva un entendimiento más profundo del mundo y de nosotros mismos. En este entorno, la enseñanza y el aprendizaje trascienden la mera transmisión de información, convirtiéndose en un proceso interactivo y enriquecedor que prepara a los individuos para participar activamente en una sociedad cada vez más diversa.
Paradigma de la complejidad
La complejidad ha emergido como una alternativa a las limitaciones inherentes a los enfoques tradicionales y simplificados que prevalecen en el ámbito científico y educativo. Al hablar de complejidad se hace alusión a un entramado de procesos interconectados y multidimensionales, que demandan un enfoque holístico y contextualizado para abordar adecuadamente los desafíos de la realidad (Capra y Luisi, 2014). Este enfoque se contrapone al reduccionismo y al pensamiento lineal que caracterizan a los paradigmas basados en la simplicidad y la monodimensionalidad.
Edgar Morin (2003) es una figura fundamental en el desarrollo y la promoción de la complejidad en el ámbito filosófico. De acuerdo con este autor, el pensamiento complejo “es un pensamiento que no separa, que no disocia, que no fragmenta, que no simplifica, sino que integra, relaciona, contextualiza y, sobre todo, que no pierde de vista la globalidad” (p. 30). Esto implica desarrollar habilidades para reconocer y abordar la incertidumbre, la ambigüedad y la interconexión presentes en el mundo real, y para ello, sugiere siete saberes esenciales que deben ser enseñados en la educación del siglo XXI (Morin, 1999), incluyendo entre estos la capacidad para contextualizar, cuestionar, relacionar y conectar diferentes conocimientos.
La complejidad impulsa un enfoque interpretativo que fomenta la generación de conocimientos relacionales e integradores. Estos posibilitan a los individuos abordar los fenómenos de la realidad en su totalidad, manteniéndose en un proceso constante de revisión y enriquecimiento conceptual, impulsado por el entorno y las transformaciones del mundo cambiante. Como señala Moreno Guaicha (2023), “no plantea un modelo esquemático y rígido con conocimientos irrefutables, pues comprende que el conocimiento se construye a la par que lo hace el sujeto” (p. 158). Reflejando esta flexibilidad y adaptabilidad, el paradigma de la complejidad establece un marco de aprendizaje que evoluciona dinámicamente con el crecimiento y las experiencias de los individuos.
Otro destacado teórico para entender la teoría de la complejidad es Basarab Nicolescu (2010), un prestigioso físico teórico y filósofo rumano, que ha jugado un papel fundamental en el fomento y desarrollo del enfoque transdisciplinario con el fin de trascender las fronteras disciplinarias y propiciar la creación de un conocimiento integrado y holístico. En consonancia con Morin, Nicolescu (2002) caracteriza el pensamiento complejo como “un pensamiento que no se conforma con el saber parcial ni con la visión limitada, sino que se esfuerza por integrar la totalidad de la realidad, superar las dicotomías y vislumbrar la unidad profunda subyacente a la diversidad aparente” (p. 10).
Nicolescu (2002) introduce el término “transdisciplinariedad” como una metodología destinada a trascender las fronteras disciplinarias y abordar la complejidad de los desafíos contemporáneos desde una perspectiva compleja. Este enfoque concibe la realidad como una red intrincada de niveles y dimensiones interrelacionadas que interactúan e influyen mutuamente, lo cual demanda una apreciación profunda de las interconexiones entre las distintas áreas del conocimiento. La meta radica en destacar la unidad implícita en la aparente diversidad, comprendiendo la dinámica complementaria de los opuestos.
Sumando a ello, la especialista en estudios interdisciplinarios Julie Thompson Klein (2004) ha llevado a cabo amplios estudios sobre la integración del conocimiento y la enseñanza interdisciplinaria, expandiendo la discusión en relación al “uso sistemático de múltiples métodos provenientes de diversas disciplinas [con el fin de] generar perspectivas distintas y alternativas” (p. 34). Según Klein (2008), una solución efectiva trasciende la mera combinación de sus componentes individuales, lo que implica la necesidad de un cambio de enfoque que aborde de manera más holística y coherente las diferentes partes involucradas en el proceso. El pensamiento complejo conlleva:
Un cambio de paradigma que desafíe las concepciones tradicionales del conocimiento y la realidad, y que requiere una apertura a nuevas formas de pensar y abordar los problemas. Este cambio de paradigma implica una transformación no solo en el conocimiento, sino también en la forma en que se produce y se comparte (p. 12).
En este marco, Klein (2008) defiende la necesidad de implementar programas educativos que fomenten la colaboración entre distintas disciplinas, uniendo diversas teorías y metodologías, y promoviendo la integración de conocimientos. Este enfoque hace hincapié en la importancia de desarrollar habilidades de pensamiento crítico-reflexivo y de estimular la creatividad y la innovación para abordar con éxito los retos complejos de la sociedad contemporánea. En consonancia con esta idea, Chesley et al. (2018) destacan la importancia de:
Aplicar habilidades y conceptos esenciales de los campos de las humanidades y STEM a problemas globales realistas en un esfuerzo por brindar a los estudiantes una experiencia fundamentada y basada en el contexto que practica el diseño empático y centrado en el ser humano y el pensamiento crítico (p. 3).
De esta forma, se busca preparar a los estudiantes para abordar de manera efectiva y coherente los retos intrincados que presenta el mundo contemporáneo.
Al comprender el paradigma de la complejidad, se obtiene una visión más clara de su influencia en el modelo de educación transdisciplinaria, reconociendo que aborda de manera coherente e integral la naturaleza diversa y en constante evolución del ser humano (Morin, 1998). La implementación de este enfoque en el ámbito educativo se presenta como una respuesta adecuada a los desafíos multidimensionales de la sociedad actual. No obstante, conlleva una revisión de las prácticas pedagógicas, las estructuras curriculares y la evaluación del aprendizaje, haciendo hincapié en la promoción de entornos colaborativos, la adopción de estrategias didácticas adaptables y la incorporación de contenidos provenientes de diversas disciplinas.
Con esta comprensión de la complejidad y su relevancia en el contexto educativo actual, se cierra este segmento del análisis. A continuación, se abordarán los modelos epistemológicos de aprendizaje, profundizando en la influencia de los mismos sobre la evolución y adaptación de las prácticas pedagógicas, así como su papel en el fomento de los modelos de aprendizajes.
Enfoques epistemológicos que sustentan los modelos de aprendizaje
Este apartado se enfoca en los modelos de aprendizaje heteroestructurante, autoestructurante e interestructurante. Se analizará cómo diferentes enfoques epistemológicos -desde el nivel monodisciplinar hasta más integradores como la multi-, pluri- e interdisciplinariedad- contribuyen a la conformación de dichos modelos, pues reflejan las variadas maneras de entender y estructurar el conocimiento, demostrando cómo la transición hacia enfoques más complejos y holísticos constituye un desafío para las concepciones simplistas tradicionales.
Enfoque epistemológico monodisciplinar
En el enfoque de la disciplinariedad o monodisciplinariedad, una única disciplina científica ofrece su conjunto exclusivo de métodos, teorías y marcos conceptuales para abordar campos de conocimiento específicos. Esta metodología, al centrarse en una especialización detallada, promueve una comprensión rigurosa y metódica, reflejando su influencia tanto en los paradigmas pedagógicos como en la construcción de conocimiento (Quintanilla, 2013). A través de esta aproximación, se facilita un aprendizaje enfocado y especializado, aunque con la implicación de que puede limitar la apertura hacia una visión más integradora del conocimiento.
De acuerdo con Moreno (2014), un ejemplo práctico de este tipo de organización disciplinar se encuentra en las universidades, cuya distribución es “por áreas y departamentos, y sus sistemas de control de calidad son internos, o sea, mediante revisión de pares y basados en el sistema de publicación en revistas especializadas” (p. 7). Además, puede ser útil en situaciones en las que un problema específico debe ser resuelto a través del conocimiento especializado y de la aplicación de técnicas específicas de una sola disciplina; como se observa en los diagnósticos de las disciplinas médicas, los cálculos de la estadística, los análisis de componentes de la química, entre otras.
Se debe destacar que, aunque el abordaje monodisciplinar posee ciertas ventajas, también presenta algunas limitaciones (figura 1):
Primero, la “limitación de perspectivas” obstaculiza una comprensión cabal de temas complejos, ya que se confina a un único campo disciplinar, restringiendo la posibilidad de alcanzar nuevas comprensiones (Beaney, 2014). En segundo lugar, la “falta de enfoque integrado” limita la exploración de temas que requieren una visión holística o la colaboración entre distintas disciplinas (Moreno, 2014). En tercer lugar, la “exclusión de conocimientos” omite otras formas de saber o habilidades que no se alinean estrictamente con una disciplina específica, lo cual puede resultar en una visión parcial del conocimiento. Finalmente, la “rigidez y falta de adaptabilidad” de este enfoque impide la incorporación de nuevos métodos, cambios o ideas innovadoras. Este último aspecto se traduce en una tendencia a adherirse estrictamente a los procesos, métodos y enfoques propios de una disciplina particular, incluso cuando estos pueden ser obsoletos o inadecuados para abordar problemas actuales o emergentes (Quintanilla, 2013). La adhesión rígida a un único marco disciplinar puede, por tanto, limitar significativamente el alcance y la relevancia del conocimiento generado.
Sobre estas limitaciones, señala Morin (1998), las prácticas monodisciplinares orientan hacia una “inteligencia ciega”, que “destruye los conjuntos y las totalidades, aísla de todos sus objetos de sus ambientes” (p. 17). El nivel epistemológico monodisciplinar acarrea varias restricciones en la comprensión holística, ya que excluye ciertos tipos de conocimientos y habilidades, y se presenta rígido e intransigente para abordar la complejidad y las dinámicas emergentes que requieren un enfoque más integrado y adaptable.
Enfoques epistemológicos de integración: multi-, pluri- e interdisciplinariedad
Como se mencionó previamente, la dialogicidad desafía la tendencia a la homogeneización del conocimiento y la fragmentación del saber, al promover la integración de enfoques epistémicos diversos que permiten alcanzar los niveles de multi-, pluri- e interdisciplinariedad (Moreno Guaicha, 2023). Esto conlleva trascender la simplicidad y el modelo epistemológico disciplinar, dando paso a una visión alternativa de la racionalidad. Según Candioti (2009), implica abarcar la realidad epistémica en su complejidad e interconexión, reconociendo la importancia de las dimensiones comunicativas y discursivas para la construcción y transmisión de conocimientos.
Pérez Wicht (2013) destaca que la reconsideración dialógica expande significativamente las posibilidades de exploración del conocimiento, trascendiendo los límites de una única ciencia aislada. En lugar de ello, se adoptan enfoques epistémicos variados que promueven la integración de diversas disciplinas. Este enfoque interdisciplinario requiere un diálogo comunicativo e intersubjetivo, que pueda superar las barreras de especialización propia y dialogar con otros campos del saber en la búsqueda de la verdad (Aguilar et al., 2023). De hecho, como se ha destacado anteriormente, la fusión del razonamiento formal en lógica simbólica, el análisis estratégico en teoría de juegos y la argumentación en lenguaje natural, ilustra de manera ejemplar la integración disciplinaria. En ámbitos como la inteligencia artificial basada en lógica, Zerpa (2000) identifica una integración similar de disciplinas, demostrando la versatilidad y profundidad de este enfoque.
La apertura hacia la integración propicia la construcción de puentes entre campos del saber que, en un enfoque más tradicional, podrían permanecer separados y aislados (Morin, 1999). A través de la colaboración y el diálogo entre disciplinas pueden generarse soluciones más innovadoras y holísticas para enfrentar los desafíos del mundo actual. Al reconocer la importancia de la comunicación y el discurso en la construcción del conocimiento, se fomenta una mayor comprensión y apreciación de la diversidad de enfoques para enriquecer y fortalecer el avance científico y académico.
Con el propósito de identificar las particularidades específicas de cada nivel de integración disciplinaria, autores como Quintanilla (2013), Fuentes y Collado (2019) y Moreno Guaicha (2023) han realizado análisis detallados de los principales modelos de colaboración interdisciplinaria. Entre estos se encuentran la multi-, la pluri-, la inter- y la transdisciplinariedad. En relación con el modelo disciplinar -característico de la educación tradicional y el cientificismo positivista- no se lo incluye dentro de los niveles de integración por su configuración fragmentaria. Esta exclusión se debe a su resistencia a la construcción colaborativa del conocimiento y su enfoque en la hiperespecialización y fragmentación del saber en áreas que no mantienen una conexión entre sí.
En relación con la multidisciplinariedad, Paoli Bolio (2019) y Moreno Guaicha (2023) argumentan que este enfoque promueve la colaboración entre diferentes disciplinas que abordan un tema común, aunque los participantes permanecen dentro de los límites metodológicos y epistémicos de sus respectivas disciplinas. A nivel educativo, este modelo presenta limitaciones debido a la necesidad de contar con expertos de cada disciplina y la capacidad de los individuos para asimilar e integrar nuevos conocimientos.
En cuanto a la pluridisciplinariedad, Fuentes Canosa y Collado Ruano (2019) afirman que este enfoque impulsa la convergencia entre dos o más disciplinas, estableciendo redes de colaboración y complementariedad, aunque sin alcanzar una integración completa. Al igual que la multidisciplinariedad, la pluridisciplinariedad preserva los métodos y procedimientos propios de las disciplinas involucradas.
Por otro lado, la interdisciplinariedad, que es uno de los niveles de colaboración más altos, se diferencia de la multidisciplinariedad al perseguir una integración más profunda, logrando acuerdos en aspectos teóricos y metodológicos comunes entre las disciplinas implicadas (Pérez Wicht, 2013). Este enfoque requiere un mayor grado de integración conceptual, moviéndose y desarrollándose en las fronteras compartidas por las disciplinas participantes.
Como enfoque epistemológico, la interdisciplinariedad defiende una visión innovadora y holística de la generación y comprensión del conocimiento, rechazando la idea de que el mismo se encuentra circunscrito a las fronteras de disciplinas individuales; en cambio, postula la necesidad de una integración disciplinaria para abordar problemas complejos (Repko, 2008; Klein, 1990). Desde esta perspectiva el conocimiento es considerado como una entidad dinámica y en constante evolución, alimentada por la sinergia entre diversas disciplinas. La interdisciplinariedad proporciona un marco teórico para analizar la colaboración disciplinaria, facilitando la construcción de un conocimiento que trasciende las fronteras disciplinarias y los paradigmas tradicionales, promoviendo una práctica académica más inclusiva y diversa, capaz de enfrentar de manera efectiva los desafíos complejos y multifacéticos de la contemporaneidad.
Indudablemente, tanto la dialogicidad como los diversos niveles de integración multidisciplinaria, pluridisciplinaria e interdisciplinaria, ofrecen valiosas interpretaciones útiles para abordar los desafíos complejos y construir conocimiento de manera holística. Al reconocer la importancia de la comunicación, el discurso y la interacción entre disciplinas, se promueve una visión más integradora y enriquecedora en la búsqueda de la verdad. Por ello, resulta esencial que educadores, investigadores y profesionales adopten dichos enfoques, y colaboren en la construcción de un conocimiento más profundo, holístico y contextualizado, capaz de abordar eficazmente los desafíos del mundo actual.
Enfoque epistemológico transdisciplinar
El imperativo de desafiar los paradigmas tradicionales es una realidad inherente al progreso científico y social, que, dicho de paso, postula a la academia y la educación en general como actores en este proceso de superación. Para ello, un primer paso es reconocer que ciertos temas exceden la capacidad de un enfoque monodisciplinario, y dar paso a la colaboración en la construcción del conocimiento, que promueva la integración disciplinaria y que abrace propuestas innovadoras como la transdisciplinariedad. De esta forma, se podrán revelar aspectos que, de otro modo, podrían permanecer ocultos o inaccesibles desde disciplinas separadas.
La propuesta transdisciplinaria emerge como una innovación epistemológica que busca trascender las fronteras convencionales de la ciencia y, simultáneamente, revelar nuevos conocimientos que se entrelazan de manera transversal en los diversos campos del saber. Al promover una comprensión basada en la interdependencia recíproca y en la estructuración sistémica del conocimiento, se enriquece el entendimiento de fenómenos complejos, permitiendo una aproximación epistemológica rigurosa e integradora.
La transdisciplinariedad impulsa la colaboración y sinergia entre diversas disciplinas y áreas del conocimiento, superando las limitaciones disciplinarias e integrando concepciones emergentes de múltiples contextos académicos, culturales, sociales, económicos y políticos, entre otros (Aguilar et al., 2023). Este enfoque abarcador y cooperativo enriquece la comprensión de la complejidad, a la vez que promueve el desarrollo de soluciones más integrales y efectivas en un mundo que se transforma rápidamente.
Existe una relación estrecha entre la transdisciplinariedad y la complejidad (Morin, 1999; Nicolescu, 2010), ya que ambos enfoques abogan por una visión integradora y contextualizada del conocimiento. La transdisciplinariedad proporciona una base epistemológica para enfrentar problemas complejos desde una perspectiva más amplia y holística, mientras que la complejidad ofrece un marco teórico y filosófico para el enfoque transdisciplinario, destacando la importancia de reconocer y abordar la interconexión, la incertidumbre, la emergencia y la autoorganización en la realidad (Morin, 2008; Cilliers, 1998; Capra y Luisi, 2014).
Morin (2019) sostiene que la transdisciplinariedad debe mantenerse receptiva al diálogo de saberes y al pensamiento complejo, con el propósito de lograr conocimientos relacionales e integradores que posibiliten a los individuos entender la realidad en su totalidad. Siguiendo esta línea de pensamiento, Moreno Guaicha (2023) y Aguilar et al. (2019) resaltan que la epistemología de la complejidad debe ser dialógica, estableciendo puentes entre el conocimiento científico y los saberes no convencionales, tales como aquellos de índole ancestral, trascendental, emocional o cultural.
Frente a los desafíos y la complejidad que la sociedad contemporánea enfrenta, el enfoque epistemológico transdisciplinario se erige como una solución para abordar la fragmentación y la falta de integración de estos saberes (Nicolescu, 2002; Gibbons et al., 1994; Klein, 2010). Bajo este prisma, la generación de conocimiento se transforma en un proceso enriquecido por su complejidad, ya que integra modelos como el constructivista, cognitivista y conceptual, y se fundamenta en una dinámica dialógica entre el ser, el conocer y el actuar. De esta manera, el enfoque da lugar a aprendizajes significativos, memorables y prácticos para la vida cotidiana.
En referencia al modelo constructivista, propuesto por Piaget y Vygotsky, este enfatiza la figura del individuo como protagonista activo en su propia “construcción de conocimiento, basándose en esquemas, ya sean innatos o adquiridos, que orientan el aprendizaje” (Casañas, 2011, p. 224). En la visión constructivista, tanto el avance del conocimiento como la comprensión de los fenómenos educativos, emergen desde las estructuras inherentes al individuo, considerando aspectos esenciales como las habilidades del sujeto, el contexto que lo rodea y los niveles de madurez alcanzados en su proceso de desarrollo.
Bajo esta premisa, se destaca el argumento de Garrido y Alvarado (2007), quienes contemplan la epistemología constructivista como un elemento “disidente frente a los paradigmas que cuantifican la realidad” (p. 487). Tal comprensión invita a examinar las interacciones dialógicas entre los individuos y cómo interpretan sus circunstancias para construir su conocimiento. Por su parte, Casañas (2011) sostiene que la dinámica dialógica del constructivismo otorga a los individuos procesos dinámicos no lineales, los cuales permiten abordar la complejidad social desde la singularidad de cada actor dentro del proceso educativo. El conocimiento del mundo real, por tanto, se edifica mediante procesos de interaccionismo social y representacionales, lo que se entrelaza con las dinámicas dialógicas que conciben el conocimiento como un fenómeno continuo, progresivo y en constante evolución (Berger y Luckman, 2003).
En lo que respecta a la incorporación del modelo cognitivista, este emerge como un pilar epistémico esencial para examinar cómo se genera el conocimiento y cómo se desarrolla el proceso de aprendizaje del individuo. Poniendo un énfasis particular en los “cambios en el contenido y organización estructural de la mente” (Mila y Martínez, 1991, p. 149) y otorgando una importancia primordial a las estructuras cognitivas. Esto implica una revaloración de la mente como una entidad dinámica y adaptable, capaz de reconfigurarse en respuesta a los desafíos cognitivos que emergen en el trayecto del aprendizaje.
Según Bruner (1991), la epistemología cognitivista busca “reivindicar el estudio de la mente en las ciencias humanas después de un largo período dominado por el objetivismo riguroso” (p. 22). Este enfoque no limita el aprendizaje únicamente a procesar información o a resolver conflictos, más bien pretende que el individuo comprenda el mundo y a sí mismo, mediante un constante redescubrimiento de nuevos sentidos y significados en colaboración con otros y en distintos contextos culturales (Vázquez Gómez y Bárcena Orbe, 2011). En este marco, la epistemología cognitiva, al integrar la dialogicidad en sus interacciones, “permite manifestar el carácter dialéctico que el sujeto cognoscente otorga a sus percepciones” (Meza, 2015, p. 5). Este atributo habilita al individuo a interpretar y modelar la realidad en un proceso que abraza la complejidad del contexto, alejándose de los reduccionismos o la simplicidad.
Siguiendo la línea de reflexión inherente a la pedagogía cognitiva, se contempla la inclusión del modelo de la pedagogía conceptual, cuyo enfoque cobra una significativa importancia en el ámbito formativo. Aquí, el diálogo se erige como un elemento primordial en la trama de relaciones que se teje entre el estudiante, el saber y el educador, y que centra sus esfuerzos en garantizar que los estudiantes “adquieran los conceptos y las redes conceptuales fundamentales de las ciencias y las artes. Es necesario dotarlos de los conceptos, que son los ladrillos sobre los que se arma toda la estructura académica de las ciencias” (De Zubiría, 2010, p. 227).
El mismo autor enfatiza que el diálogo “es una condición esencial para garantizar una mediación efectiva por parte del maestro, facilitando de manera intencionada, mediada y trascendente el desarrollo integral del estudiante” (p. 196). Este planteamiento permite sortear la tendencia de centrar el proceso formativo meramente en el aprendizaje, redireccionándolo hacia una interacción significativa con el entorno, la comunidad y a la apreciación de las repercusiones sociales derivadas de dichas interacciones. Para este propósito, señala De Zubiría (2010), la epistemología conceptual se debe desarrollar en tres dimensiones de competencias que favorezcan e impulsen el desarrollo integral del ser humano: las competencias cognitivas o analíticas, las socioafectivas y la praxeológicas o valorativas.
La primera dimensión está ligada con el pensamiento, la segunda con el afecto, la sociabilidad y los sentimientos; y la última, con la praxis y la acción, en función del sujeto que siente, actúa y piensa […]. En un lenguaje cotidiano, diríamos que el ser humano piensa, ama y actúa; y que es obligación de la escuela enseñarnos a pensar mejor, arpar mejor y actuar mejor (p. 197).
La evolución de estas dimensiones, a través de interacciones dialogantes, aspira a que los conocimientos adquiridos en el aprendizaje no sean meramente implantados en las mentes, como si de un depósito se tratase. En cambio, se busca que estos saberes lleguen a interactuar y coexistir con los valores y emociones de cada individuo. Persiguiendo que la formación se contextualice en función de las condiciones de su desarrollo, tanto a nivel individual como social.
En síntesis, la confluencia de los enfoques constructivista, cognitivo y conceptual posibilita enfrentar la complejidad valiéndose de interacciones dialógicas en un enfoque integrador que amalgama la estructuración de operaciones mentales con la interacción social proporcionada por el lenguaje. Según Guerrero y Henao (2019), esto conduce al individuo a “manejar, representar y reproducir información nueva, ocasionando una modificación en las estructuras cognitivas” (p. 23). De esta manera, se facilita el tránsito del pensamiento de la simplicidad al pensamiento complejo.
Indudablemente, la dialogicidad se consolida como el fundamento clave en el desarrollo de estructuras complejas, dando lugar a una “interdependencia [que se presenta como] principio en virtud del cual los elementos y acontecimientos se hallan estrechamente integrados y organizados en un proceso interrelacionado” (De Zubiría, 2010, p. 198), que se estructura y se desenvuelve tanto en el plano individual como en el ámbito social, permitiendo una comprensión más profunda y holística de los fenómenos de estudio.
En síntesis, la transición desde la precisión del monodisciplinarismo hacia la riqueza colaborativa y holística de la transdisciplinariedad ilustra un cambio fundamental en los modelos de aprendizaje. Este progreso, esencial en una época definida por su complejidad y entrelazamiento, resalta la necesidad de superar las barreras disciplinarias y de valorar la diversidad epistemológica. Así, se enfatiza la relevancia de adaptarse a un entorno educativo y científico en constante transformación, donde la integración y flexibilidad epistemológicas se presentan no solo como opciones, sino como requisitos esenciales para el desarrollo y avance en múltiples esferas de la sociedad.
Avanzando en esta discusión, el siguiente apartado profundizará en los modelos de aprendizaje hetero-, auto- e interestructurante, explorando cómo estas modalidades reflejan y se nutren de la evolución epistemológica, ofreciendo enfoques prácticos para abordar los retos educativos.
Modelos de aprendizaje: hetero-, auto- e interestructurante
Este apartado amplía la comprensión de cómo los paradigmas y enfoques epistemológicos se materializan en modelos de aprendizaje y prácticas pedagógicas concretas. Aquí se explora cómo los modelos de aprendizaje hetero-, auto- e interestructurante reflejan distintas maneras de interacción entre el educador y el educando, la estructura de la información y el proceso de construcción del conocimiento. A través de esta lente, se examina el impacto de cada modelo en la profundización y enriquecimiento del aprendizaje, evidenciando su relevancia y aplicabilidad en distintos contextos educativos.
Modelo de aprendizaje heteroestructurante
El modelo educativo que va en consonancia con el marco de la simplicidad es de tipo tradicional y heteroestructurante, que, en palabras de Zubiría (2010), es típico de una educación en la que se “privilegia el rol del maestro y lo consideran el eje central en todo proceso educativo” (p. 16), siendo el estudiante un ente pasivo en el proceso de aprendizaje. Tradicionalmente, este estudiante era percibido como un a-lumine, un individuo “sin luz propia” o “apagado”, una vasija vacía o tabula rasa, lista para ser llenada de conocimiento. En esta concepción, el maestro era considerado el poseedor absoluto de un saber incuestionable e inmutable.
De acuerdo con García y Fabila (2011), el modelo de aprendizaje heteroestructurante alude a la repetición y la memoria, “incitado por motivadores de carácter extrínseco, el cual busca la equiparación de aprendizaje con conducta” (p. 4). Tácticas disciplinarias, como el uso de incentivos externos (recompensas o castigos) para estimular a los estudiantes, son comunes en este modelo, cuyo principal propósito es incentivar la adopción de conductas específicas, moldeando la forma en que los estudiantes interactúan con la información. Adicionalmente, este modelo de aprendizaje subraya la utilización de razonamientos analíticos en el proceso de adquisición del conocimiento. A pesar de que este enfoque busca descomplicar el proceso de aprendizaje, también alberga limitaciones inherentes; como expone Besteiro (1994), estos razonamientos “son puramente explicativos y, en relación con el contenido, no aportan nada adicional” (p. 135).
El aprendizaje heteroestructurante, a pesar de facilitar una comprensión inicial del contenido, puede resultar insuficiente en cuanto a profundidad y riqueza del conocimiento (Fischetti, 2019). Este modelo, centrado en la memorización y organización de la información, no garantiza un enriquecimiento significativo del aprendizaje. Por tanto, puede limitar la habilidad de los estudiantes para analizar críticamente la información, relacionar conceptos y generar conclusiones bien fundamentadas.
La conveniencia de emplear métodos receptivos se convierte en la base del modelo de aprendizaje, haciendo de la clase magistral su estrategia metodológica por defecto. En consonancia con su propuesta metodológica, “presupone que hay que recurrir a la enseñanza, al autoritarismo y a la instrucción para garantizar la asimilación del acervo cultural en el aula de clase” (De Zubiría, 2010, p. 16). Con ello, se asegura que los aprendizajes vayan más allá de los simples contenidos conceptuales, promoviendo y reforzando normas y estructuras del sistema imperante. Lo que se persigue es una equiparación entre el aprendizaje y la conducta del estudiante, de tal forma que se alcancen los objetivos establecidos por el modelo pedagógico impuesto.
García y Fabila (2011) destacan también que los modelos de enseñanza heteroestructurantes ponen énfasis en el proceso de enseñanza y en la transmisión de información y normas, haciendo uso de técnicas como la repetición y la copia para afianzar los conocimientos. Al respecto de los roles que juegan los agentes educativos, se resalta que los estudiantes se convierten en agentes pasivos y receptivos, cuestión que ya ha sido altamente criticada, pues restringe la creatividad, el pensamiento crítico y la participación del estudiante en la construcción del conocimiento. Asimismo, el papel del docente es criticado en este modelo, pues su enfoque pedagógico ubica al maestro en el centro del proceso educativo, como único transmisor de conocimiento y poseedor de la verdad (De Zubiría, 2010), excluyendo las necesidades y habilidades del estudiante.
En síntesis, puede argumentarse que este modelo carece de flexibilidad para ajustarse a las demandas específicas de cada estudiante, lo que termina obstaculizando su capacidad de aprender efectivamente. Un enfoque centrado en el docente y basado en la repetición no es el más indicado para el panorama educativo actual. Es por esta razón que los modelos de enseñanza se adaptan a las características y necesidades particulares de los estudiantes, solo de esta manera pueden alcanzarse aprendizajes significativos y memorables.
Modelo de aprendizaje autoestructurante
El modelo autoestructurante emerge como una propuesta pedagógica innovadora, en consonancia con los principios del paradigma de la dialogicidad y los enfoques de integración disciplinaria. Su propósito esencial es trascender las limitaciones de la simplicidad, la disciplinariedad y el aprendizaje heteroestructurante, confiriendo a los estudiantes un rol activo y autónomo en la adquisición y construcción de conocimientos, a partir de la experiencia y sus centros de interés (Dewey, 1938; Montessori, 2003).
En concordancia con esta idea, Gómez (2013) sostiene que el enfoque pedagógico autoestructurante se basa en la idea de que el aprendizaje es un proceso activo, individualizado y autoorganizado, en el cual el objetivo de la educación es pasar de una enseñanza “intelectual guiada desde el exterior a un proyecto donde el alumno se convierte en el elemento activo de un conjunto de procesos en los que él mismo tiene que asegurar la dirección” (p. 9).
Esta idea es respaldada por Biesta (2015), quien argumenta que la educación autoestructurante debe enfocarse en crear espacios para que los estudiantes puedan “explorar, experimentar y construir conocimientos de manera autónoma y colaborativa” (p. 45). Por consiguiente, se enfatiza la importancia de fomentar ambientes de aprendizaje flexibles y dinámicos, que permitan a los alumnos desarrollar habilidades y competencias para enfrentar los desafíos y problemáticas reales en sus contextos específicos.
Con respecto al proceso que orienta la acción educativa entre docente y estudiante, cabe mencionar la transposición didáctica (Mejía et al., 2021), que se erige como uno de los elementos fundamentales en las teorías autoestructurantes, debido a que el proceso educativo se enfoca en el estudiante, tomando en cuenta sus particularidades, matices y acepciones, lo que sitúa al alumno en el núcleo mismo de dicha transposición. En consecuencia, el docente tiene la responsabilidad de adecuar su enfoque pedagógico al perfil individual del estudiante, buscando optimizar la asimilación del conocimiento.
En el contexto del enfoque autoestructurante, es fundamental destacar que el alumno se convierte en el agente principal de su propio proceso de aprendizaje, asumiendo un papel de autorregulación. Este modelo fomenta que los estudiantes organicen su aprendizaje de manera autónoma, guiándose por sus intereses, necesidades y contextos específicos. De hecho, el espíritu que caracteriza a la pedagogía dialogante, según Moreno Guaicha et al. (2022), impregna la esencia del aprendizaje autoestructurante, recuperando la consigna clave de la Ilustración: “Pensar por sí mismo”, el sapere aude, que busca cuestionar todo tipo de instituciones que dificulten el desarrollo del potencial humano. Este lazo con la Ilustración subraya el énfasis del enfoque autoestructurante en el empoderamiento del individuo y el uso de la razón como herramienta de aprendizaje.
El aprendizaje autoestructurante se enriquece al integrar y aprovechar una variedad de marcos pedagógicos reconocidos. Entre ellos se incluyen la pedagogía activa, el constructivismo, la pedagogía cognitiva, el enfoque centrado en el alumno y la pedagogía dialogante. Estos enfoques, que han sido robustecidos y moldeados por la contribución de notables psicólogos educativos y pedagogos como Montessori (1870-1952), Lev Vygotsky (1896-1934), Jean Piaget (1896-1980), David Ausubel (1918-2008), Carl Rogers (1902-1987) y De Zubiría (1951-), expanden y dan profundidad al alcance y a las posibilidades que ofrece el aprendizaje autoestructurante, en un marco pedagógico holístico que potencia el crecimiento y desarrollo individual de los estudiantes.
En el desarrollo del aprendizaje autoestructurante, señala De Zubiría (2010), es importante profundizar la actividad dialógica para otorgar a los estudiantes oportunidades en la toma de decisiones, la definición de metas y la reflexión crítica acerca de su propio proceso de aprendizaje, impulsando la responsabilidad y el compromiso en su desarrollo personal y académico. Con ello, fomenta la habilidad de los estudiantes para escuchar y valorar los puntos de vista de sus compañeros, lo que contribuye a un ambiente de respeto, inclusión y diversidad en el ámbito educativo.
La pedagogía dialogante no solo impulsa la responsabilidad y el compromiso en el desarrollo académico, también promueve su formación integral, como individuos críticos y reflexivos, capaces de enfrentar los desafíos de un mundo en constante cambio. Este enfoque “enfatiza en la construcción de estructuras mediante las dimensiones práctica, afectiva y cognitiva, apoyándose en la teoría de la modificabilidad cognitiva de Reuven Feuerstein, quien considera que la inteligencia es dinámica, relativista, optimista y contextual” (Contreras et al., 2019, p. 174) y destaca el rol de la cultura como intermediaria, la cual posibilita la plasticidad y maleabilidad del conocimiento, como también su progreso.
En esta dirección, es oportuno resaltar la estrecha relación entre el aprendizaje autoestructurante y el desarrollo del razonamiento dentro de la estructuración de los juicios sintéticos para el autodescubrimiento y el aprendizaje por inducción, procesos en línea con la visión de Kant (1977). Aquí la verdad no está meramente contenida en el concepto del sujeto, como sucede en los juicios analíticos utilizados en los razonamientos del modelo heteroestructurante, sino que se extiende más allá, aportando nueva información y propiciando la participación activa del sujeto en el proceso del conocer:
En los juicios sintéticos existen dos posibilidades: pueden ser a priori si surgen del entendimiento puro y de la razón pura y por lo mismo su verdad es necesaria, o pueden ser a posteriori y su valor veritativo se determina apelando a otro tipo de instancias como por ejemplo la experiencia. Por esta razón la verdad de un juicio sintético a posteriori será contingente al depender de factores que pueden o no ser el caso (Castro, 2015, p. 8).
En el ámbito educativo, los estudiantes no se limitan a asimilar conocimientos preexistentes, también contribuyen activamente en su construcción mediante su propia exploración y análisis, basados en sus experiencias personales. Según De Zubiría (2010), este enfoque, que fomenta un aprendizaje más profundo y significativo, refleja fielmente el espíritu inherente a la pedagogía dialogante.
La concepción del estudiante como sujeto activo y participante en su aprendizaje resuena en distintas disciplinas y establece un nexo con la lógica dialógica, la cual -siendo una subdisciplina de la lógica simbólica arraigada en la teoría de juegos y el constructivismo matemático (Clerbout y McConaughey, 2022)- provee un marco conceptual adecuado para profundizar en la comprensión de la dinámica del aprendizaje autoestructurante, afianzando el hilo conductor de este discurso.
Con respecto a la interacción entre el modelo de aprendizaje autoestructurante y el paradigma de la dialogicidad, resulta claro que ambos enfoques impulsan la colaboración, la comunicación y la comprensión intersubjetiva en distintas áreas del saber (Contreras et al., 2019). Por un lado, la dialogicidad favorece el desarrollo de habilidades relacionales y discursivas en los estudiantes, quienes se convierten en agentes activos de su propio proceso de aprendizaje, asumiendo la responsabilidad de construir su conocimiento a través del diálogo y la reflexión. Por otro lado, los niveles de integración disciplinaria multi-, pluri- e interdisciplinar proporcionan un marco epistemológico que permite a los estudiantes explorar y conectar conocimientos procedentes de diversas disciplinas. Esta aproximación fomenta la construcción de un conocimiento integral y contextualizado, que se ajusta a dichas necesidades e intereses particulares de cada alumno.
En última instancia, el modelo de aprendizaje autoestructurante emerge como una metodología pedagógica integral, fusionando eficazmente la dialogicidad con un enfoque epistemológico que prioriza la integración de diversas disciplinas, incluyendo aspectos multi-, pluri- e interdisciplinarios. Este enfoque fomenta no solo la autonomía y autorreflexión, sino también la construcción colaborativa del conocimiento (Hernández y Quintana, 2018). Aquí se alienta a los estudiantes a participar activamente en la búsqueda de la verdad, mediante el diálogo y la colaboración entre disciplinas, y valorando la diversidad epistémica en los ambientes educativos.
Modelo de aprendizaje interestructurante
El modelo de aprendizaje interestructurante se sustenta en la pedagogía conceptual propuesta por Miguel de Zubiría (2006), cuyo enfoque aspira a fomentar un desarrollo íntegro del estudiante, abarcando aspectos afectivos, cognitivos y praxológicos. Villegas (2017) profundiza en esta idea, al mencionar que dicho modelo se edifica sobre “tres factores interrelacionados: el pensamiento (lo cognitivo); lo emocional o socioafectivo (sentimientos, sociabilidad), y la praxis (la acción)” (p. 3). El aprendizaje se concibe como un proceso dinámico y versátil, donde los estudiantes tienen la oportunidad de estructurar y reestructurar sus conocimientos de manera continua, promoviendo en ellos habilidades de pensamiento crítico, creatividad y adaptabilidad a distintos contextos y situaciones.
El aprendizaje interestructurante se distingue por la importancia que otorga a la dialogicidad en la educación. De Zubiría (2010) subraya que “debe prevalecer un modelo dialogante e interestructurante que, además de aceptar el papel activo del estudiante en el aprendizaje, reconozca el rol esencial de los mediadores en este proceso; un modelo que proporcione una síntesis dialéctica” (p. 15). Este enfoque supone una comunicación y colaboración estrecha entre estudiantes, docentes y otros actores educativos y sociales, fomentando el intercambio de saberes, la innovación y el enriquecimiento del conocimiento a través de la reciprocidad, lo que culmina en un aprendizaje más comprensivo y efectivo (Aguirre y Godoy, 2020).
El aprendizaje interestructurante tiene una afinidad significativa con la complejidad y el enfoque epistemológico transdisciplinario -como ya se dijo- promoviendo la conciencia de la intrincada red de conexiones que conforman la realidad e instando a abordar los desafíos desde un enfoque sistémico y transdisciplinario (Morin, 2008; Nicolescu, 2002). De esta forma, se propicia el desarrollo de una comprensión amplia y penetrante de los fenómenos que los estudiantes enfrentan, equipándolos para tomar decisiones informadas y actuar de manera responsable y ética en un mundo de creciente complejidad e interconexión.
Contrastando con los modelos hetero- y autoestructurante, el aprendizaje interestructurante emerge como un enfoque educativo más holístico, diseñado para afrontar los desafíos del siglo XXI (Aguirre y Godoy, 2020). El aprendizaje heteroestructurante, marcado por su naturaleza fragmentada y simplificada, difiere del autoestructurante, el cual enfatiza la integración disciplinaria y la construcción de conocimientos significativos. Sin embargo, el aprendizaje interestructurante trasciende estos enfoques, ya que apuesta por el desarrollo integral del ser humano y no se limita únicamente al aprendizaje académico, englobando “contenidos cognitivos, valorativos y práxicos, lo que obliga a la escuela a definir propósitos y contenidos que garanticen mayores niveles de inteligencia intra e interpersonal” (De Zubiría, 2006, p. 7).
En consecuencia, el aprendizaje trasciende el espacio del aula y el contexto escolar, incorporando una construcción del conocimiento que se da de manera activa e interrelacionada, tanto dentro como fuera de los confines educativos. De acuerdo con Benítez (2019), este conocimiento se edifica:
Por fuera de la escuela, pero es reconstruido de manera activa e interestructurada a partir del diálogo pedagógico entre el estudiante, el saber y el docente. Teniendo en cuenta el desarrollo de las dimensiones humanas, como son el pensamiento; el afecto, la sociabilidad y los sentimientos; la praxis y la acción, en función de un sujeto que siente, actúa y piensa (p. 103).
Para una implementación eficaz de la pedagogía transdisciplinaria en el contexto del aula, es imperativo cultivar la sensibilidad y el compromiso de los estudiantes hacia la importancia de una educación integral. Dicha educación está en sintonía y refleja las distintas necesidades y contextos educativos, pero también toma en cuenta las particularidades y respeta los puntos de interés propios del sujeto en el proceso de construcción del conocimiento.
Según Aguirre y Godoy (2020), el modelo de aprendizaje interestructurante constituye un avance significativo en la manera en que el individuo interactúa con los elementos de su entorno que son relevantes para su aprendizaje. El conocimiento adquiere significado y valor en tanto se puede asociar de manera directa a su existencia y experiencias personales. Por esta razón, el proceso debe iniciar con la toma de conciencia sobre el rol protagónico del estudiante en el proceso de construcción del conocimiento, integrando en este las diferentes dimensiones constitutivas que lo conforman, seguido por la implicación activa de los agentes educativos en la tarea de trascender las prácticas tradicionales y los distintos desafíos que persisten en la educación.
El aprendizaje interestructurante establece un constante diálogo pedagógico entre el estudiante, el saber y el docente, que coadyuva a una construcción y reconstrucción activa del conocimiento (García y Fabila, 2011). Proceso en el cual, “tanto mediadores como estudiantes cumplen papeles esenciales, pero diferenciados; el aprendizaje es un proceso activo y mediado en el que se debe usar diversidad de estrategias que garanticen reflexión, aprendizaje y diálogo” (p. 14). De esta manera, el enfoque no solo posibilita la comprensión de los desafíos que caracterizan esta era, sino que promueve estrategias eficaces para enfrentar las dinámicas cambiantes y las constantes transformaciones de la realidad contemporánea.
Definitivamente, el aprendizaje interestructurante representa una evolución significativa en la educación, cuyo enfoque procura la creación de un entorno de aprendizaje dinámico y versátil que permite a los estudiantes estructurar y reestructurar continuamente sus conocimientos, promoviendo habilidades de pensamiento crítico, creatividad y adaptabilidad en diversos contextos y situaciones (Aguirre y Godoy, 2020; Benítez, 2019). A lo largo de esta discusión, se ha subrayado la relevancia de la dialogicidad en el proceso de aprendizaje, lo cual se traduce en una estrecha comunicación y colaboración en el intercambio de conocimientos.
En este contexto emergen metodologías de enseñanza que complementan y potencian el aprendizaje interestructurante. Entre ellas destacan el aprendizaje basado en problemas (ABP) y el método STEAM, por nombrar solo dos. Como señala Mena Zamora (2023), “para concebir un uso adecuado de una o varias metodologías […], que permitan abordar la transdisciplinariedad, es necesario que estas muestren una postura integradora de los conocimientos y saberes, con una visión crítica y contextualizada” (p. 319). Por esta razón, los métodos pedagógicos -al integrar múltiples campos de conocimiento- impulsan la participación activa de los estudiantes en su aprendizaje, promoviendo la colaboración, la creatividad y la innovación. Esto desarrolla en ellos habilidades y competencias transversales como el pensamiento crítico, la resolución de problemas y la comunicación efectiva (Thomas, 2000).
La metodología del ABP se centra en los intereses y experiencias de los estudiantes, consiguiendo con ello aprendizajes más significativos y oportunos para la resolución de conflictos por medio de una participación activa. El propósito que persigue el ABP radica en “fundamentar el conocimiento desde la epistemología de la complejidad para el abordaje y análisis, de tal forma que se consideren todos los aspectos que lo componen, para trascender los límites del saber específico” (Mena Zamora, 2023, p. 334).
En esta misma línea se inserta la metodología STEAM, centrada en “las ciencias (S), la tecnología (T), la ingeniería (E), las artes (A) y las matemáticas (M)” (García Fuentes et al., 2023, p. 192) y que surge como una propuesta interdisciplinaria con potencial transversal, que apuesta por un proceso educativo integrado y creativo. De acuerdo con Yakman (2008), STEAM busca dar resultados con una formación sólida y completa en el pensamiento crítico, la creatividad y -como en el enfoque anterior- la resolución de conflictos en diversas áreas del conocimiento.
Estos tipos de metodologías permiten a los estudiantes ver y comprender el mundo de manera integrada y sostenible, abordando los desafíos desde múltiples disciplinas (Stevenson et al., 2007). Para estos autores, estas metodologías proporciona un escenario propicio para aplicar la filosofía del aprendizaje interestructurante. En este contexto, los estudiantes son alentados a explorar y entender la complejidad de los sistemas naturales y humanos, utilizando sus habilidades y conocimientos adquiridos en diversas disciplinas para proponer y evaluar soluciones que puedan requerirse en un contexto determinado.
El aprendizaje interestructurante, alineado con los principios de la transdisciplinariedad, se establece como una propuesta educativa innovadora y relevante que entrelaza la dialogicidad con el de la complejidad y el nivel epistemológico superior de la integración disciplinaria (Aguirre y Godoy, 2020; García y Fabila, 2011). Este enfoque otorga a los estudiantes las competencias y habilidades necesarias para abordar y resolver desafíos complejos, promoviendo la construcción de conocimientos integradores, la adaptabilidad y la responsabilidad ética.
Con el propósito de formar individuos holísticos, capaces de interactuar y prosperar en un mundo de creciente complejidad e interdependencia, el enfoque interestructurante busca generar un aprendizaje que trascienda las fronteras físicas del aula, para convertirse en parte integrante de la existencia cotidiana del estudiante. Este aprendizaje satisface las necesidades educativas actuales y las habilidades y competencias necesarias para el futuro, proveyendo un marco sólido y versátil para el crecimiento integral de los estudiantes en un mundo cada vez más interconectado y complejo.
Para cerrar este análisis de los modelos de aprendizaje, se destaca su contribución esencial en cuestionar la simplicidad en la pedagogía contemporánea. Frente a los modelos tradicionales, arraigados en enfoques lineales y reduccionistas, los modelos emergentes como los interestructurantes y transdisciplinarios representan un cambio paradigmático. Estos nuevos modelos desafían los métodos convencionales al promover una integración y conexión más profundas entre diversas áreas del conocimiento, reflejando la complejidad inherente del mundo actual. Impulsan un pensamiento crítico y analítico más enriquecido, equipando a los estudiantes no solo para absorber información, sino también para sintetizarla, cuestionarla y aplicarla de manera práctica.
La transición hacia estos modelos de aprendizaje más complejos y holísticos es esencial, no solo como un desafío a los enfoques simplistas, sino como una respuesta necesaria y estratégica para preparar a los estudiantes para prosperar en un mundo cada vez más interconectado y complejo. Este cambio representa una etapa fundamental en la evolución de la educación, sentando las bases para las conclusiones de este estudio y subrayando la importancia de adaptar las prácticas a las demandas de un entorno educativo en constante evolución.
Conclusiones
Esta exploración ha subrayado la trascendental evolución de los modelos de aprendizaje, desde enfoques tradicionales anclados en el paradigma de la simplicidad hacia modelos más complejos y transdisciplinarios, marcando un cambio paradigmático en la filosofía de la educación. La transición hacia estos modelos emergentes refleja una respuesta a las necesidades de una sociedad dinámica, reconociendo la interconexión y multidimensionalidad del conocimiento en un mundo cada vez más interconectado.
Este análisis sugiere que el panorama educativo contemporáneo, aún arraigado en la primacía de la razón instrumental, el conocimiento tecnocientífico y el paradigma de la simplicidad, necesita una reflexión crítica sobre los marcos referenciales que subyacen a las prácticas y estructuras educativas actuales, y una orientación hacia enfoques que valoren la complejidad humana y sus procesos de aprendizaje.
Siguiendo la trascendental evolución de los modelos de aprendizaje, se ha analizado el dominio la simplicidad en la configuración de la epistemología monodisciplinaria y los modelos de aprendizaje heteroestructurantes. Aunque este paradigma ha sentado las bases de muchas prácticas educativas convencionales, se observa que su enfoque, centrado en elementos aislados del conocimiento, presenta desafíos considerables en el contexto de una sociedad que demanda un aprendizaje más integral y conectado. La exploración de estas prácticas revela que, a pesar de su utilidad histórica, se queda corto ante la necesidad de abordar la complejidad creciente y la interconexión del conocimiento actual.
En el progreso hacia modelos de aprendizaje más integrados, la dialogicidad emerge como un escalón crucial, dando paso a formas de aprendizaje autoestructurantes. Este paradigma enfatiza la colaboración, el diálogo y la integración disciplinaria, y reconoce al estudiante como protagonista activo en su proceso educativo. Sin embargo, a pesar de representar un avance significativo en comparación con la simplicidad, la dialogicidad aún no alcanza completamente la profundidad requerida para abordar integralmente la complejidad y los retos multifacéticos del aprendizaje humano.
En última instancia, se resalta la necesidad de ir más allá de la dialogicidad y sumergirse en la esfera de la complejidad. Adoptar este enfoque implica abrazar una epistemología transdisciplinaria y un modelo de aprendizaje interestructurante, los cuales promueven un desarrollo educativo integral y multidimensional. Esta orientación favorece una educación que trasciende los límites de lo puramente académico, considerando al individuo en su totalidad -sus capacidades cognitivas, valores y prácticas- y apuntando a una formación que sea holística y transformadora. Dado el ritmo de los avances en ciencia y los desafíos emergentes en la sociedad, el paradigma de la complejidad no solo se revela como relevante, sino también como esencial para una educación adaptada a las realidades del mundo actual y futuro.
Al trascender los confines del aula, esta revisión destaca el potencial impacto de estos cambios paradigmáticos en el avance científico, el bienestar social y el desarrollo humano, abogando por una visión de la educación no como un simple producto de consumo, sino como un pilar fundamental para la construcción de una sociedad más equitativa.
En conclusión, se destaca que, aunque la transición hacia modelos de aprendizaje más complejos e integradores representa ciertos desafíos, es una evolución necesaria y alcanzable dentro del ámbito educativo. La educación desempeña un papel crucial en este cambio, no solo adaptándose a las nuevas realidades, sino también liderando la transformación hacia prácticas pedagógicas que fomenten un aprendizaje integral y profundamente conectado con la experiencia humana. Por tanto, se hace evidente la necesidad de redefinir y reestructurar los modelos educativos actuales, para que el aprendizaje se convierta en una experiencia trascendental y humanamente enriquecedora.