Forma sugerida de citar:
Shapiro Donato, Carmina (2022). Relaciones políticas entre la metáfora filogenia-ontogenia y el “ser adulto” como télos escolar. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 32, pp. 299-321.
Introducción
Este trabajo buscará analizar los supuestos que dan sustento a una metáfora epistémica que ha resultado clave tanto en el desarrollo de la ciencia moderna, como en la construcción de posiciones de poder, esto es, la metáfora de la homologación filogenia-ontogenia. Partiendo del análisis esgrimido por Fallilone (2017), se puede sostener que esta metáfora constituye un mojón en la formación del relato mítico de la Modernidad eurocéntrica, y que desmontar su andamiaje puede contribuir a pensar una ‘Trans-Modernidad’ desde América Latina. Las consecuencias del desarrollo de la mencionada metáfora abarcan desde la antropología hasta la biología, pasando particularmente por el campo de la educación; ha dado lugar a la construcción de saberes efectivos y ‘científicos’ acerca de la educación y la escolaridad, que a su vez tienen consecuencias concretas en lo que sucede en las aulas. Es por esto que se buscará, además, establecer algunas perspectivas políticas —en sentido amplio— para pensar las prácticas educativas. Para lograr esto, se apelará al análisis de fuentes históricas y bibliografía especializada; el recorrido podrá parecer algo errático por momentos, pero todo tiende a un punto común de confluencia.
Se iniciará con una revisión histórica de algunos elementos que fueron clave en la construcción de una escala imaginaria del desarrollo evolutivo del ser humano y su cultura, poniendo especial foco en la decisión político-colonialista de colocar una figura particular como télos de esa escala, y no otras. Luego, se analizará un ejemplo muy significativo de las marcas que esta metáfora puede imprimir en lo educativo. Para finalizar, con las categorías de obstáculo epistemológico y pedagógico se articularán unas últimas consideraciones sobre el tema, procurando brindar algunos elementos que puedan eventualmente contribuir a consolidar un campo de filosofía política de la educación.
Metáforas epistémicas y educación
El uso de recursos literarios, como metáforas y analogías, para explicar fenómenos complejos no es algo extraño ni infrecuente desde la modernidad; su valor literario es innegable. Es imposible hablar de los fenómenos sin hacer uso de adjetivos e imágenes descriptivas. Generalmente se han consentido o tolerado en los discursos científicos porque presumiblemente ayudarían al lector no especializado a comprenderlos mejor, con la consecuencia de que esos discursos despojados de toda parafernalia se consideran ‘más científicos’. Pero la presencia de estos recursos expresivos hace algo más que solamente aportar un valor literario o decorativo a las explicaciones; por el contrario, permiten a cualquier lector aumentar sus posibilidades de comprensión del mundo y de la realidad. Si las metáforas e imágenes fueran removidas por completo, muchas explicaciones científicas no se sostendrían, puesto que ellas aportan efectivamente un valor cognoscitivo, es decir, tienen una significación propia que no depende de otras expresiones ‘más literales’. Precisamente, el profesor e investigador Héctor Palma (2014; 2015) se ha dedicado a examinar este aspecto del uso de metáforas en ciencias, que él nombra como función epistémica.
El uso de metáforas en la divulgación científica o en la enseñanza se tolera en tanto mero recurso didáctico-pedagógico y la filosofía estándar de la ciencia, en el siglo XX, ha reconocido en las metáforas, a lo sumo, un papel heurístico sin valor cognoscitivo. Sin embargo, la profusión de metáforas en las ciencias permite sospechar que su presencia es más la regla que la excepción. Solo a modo de ejemplo: el universo es un organismo, o una máquina; la sociedad es un organismo; el conflicto social es una enfermedad [...]. Difícilmente pueda atribuirse a las expresiones precedentes tan solo funciones didácticas, heurísticas o retóricas. Primero porque las consecuencias teóricas, prácticas e instrumentales de esas metáforas forman parte de la ciencia y, segundo, esas expresiones no sustituyen a ninguna otra expresión literal que el científico tendría para sí y para sus pares. Quizás, entonces, deba repensarse el estatus epistémico y las funciones cognoscitivas de estas verdaderas ‘metáforas epistémicas’ […] (Palma, 2014, p. 107-108).
Hay ocasiones en que en las ciencias se apela a recursos explicativos que no provienen de la actividad científica misma1, en lugar de apelarse a un lenguaje referencialmente riguroso, formalizado, pautado y controlado. Así van creándose metáforas que se vuelven paulatinamente parte del léxico corriente de la ciencia al ser eficaces para aumentar las posibilidades de comprensión del mundo y de la realidad. De acuerdo con Palma (2014), ocurre con estas metáforas que lo que comienza siendo una novedad discursiva, un recurso que presenta un punto de vista novedoso e inesperado, con el tiempo se vuelve una expresión considerada literal y propia del discurso científico, y entonces pasan a ser analizadas epistemológicamente en vez de literariamente. En este sentido, Palma (2014) afirma:
Una cualidad importante de las ME [metáforas epistémicas] es que restringen fuertemente el campo de lo posible y, sobre todo delimitan claramente el campo de lo imposible, de aquello que ya es desechado porque no puede ser pensado en términos de racionalidad de la época (p. 112).
La llegada de los vecinos europeos al continente americano contribuyó a la formación de una de esas metáforas, una que tuvo gran y largo impacto en teorizaciones posteriores, dando lugar a la construcción de un corpus teórico mayor. El objetivo de este trabajo es hacer un aporte para considerar los efectos de esta metáfora y el alcance que ha tenido en un ámbito no siempre puesto en relación con la misma, como es la educación escolarizada, ya que la metáfora y su corpus asociado contribuyen, siguiendo los señalamientos de Fallilone (2017), a reducir la educación “a una transmisión acrítica de conocimientos y la adaptación a una serie de normas para ser promovido” (p. 234), ocultando toda “referencia que nos haga particulares” (p. 234). Desandar el camino de las construcciones cristalizadas mediante el uso de esta metáfora epistémica resultará en un aporte para elaborar, como propone Fabelo Corzo (2021), una ‘resistencia epistemológica’.
La mirada europea sobre América
En un trabajo sobre las representaciones gráficas que los europeos hacían del ‘Nuevo Mundo’, Alfredo Bueno Jiménez (2015) sostiene que los primeros contactos de cronistas y conquistadores, al momento de ser representados por los ilustradores europeos, fueron asimilados a los elementos más extraños que la imaginación europea admitía. Entre el contacto directo que los viajeros europeos tenían con las poblaciones locales y las ilustraciones que se hacían en las tierras europeas, tomaba lugar la mediación de las narraciones que los primeros elaboraban. Bueno Jiménez (2015) sostiene al respecto:
Debido a la dificultad que existía para describir la realidad americana, a menudo cronistas y conquistadores catalogaban de ‘monstruoso’ o ‘extraño’ lo desconocido y recurrían a la imaginación para convertir la realidad en algo diferente que los artistas se encargarían de ilustrar. La representación del monstruo no era solamente aquello que excedía de lo normal en cuanto a lo físico, sino también a las costumbres sociales y culturales del hombre occidental (p. 108).
Lo que estos hombres europeos experimentan en las tierras americanas es el encuentro con sociedades y culturas radicalmente otras, y en consecuencia necesitan dar sentido a esas diferencias. Estas marcas iniciales de la relación colonial, teñidas de monstruosidad, bestialidad y misticismo, lejos de ser refutadas o cuestionadas, van a ser consolidadas en el tiempo. El análisis de Bueno Jiménez da pie para pensar que, en principio, las explicaciones tuvieron un tono más mágico que empírico. En el trabajo referido, Bueno Jiménez hace un recorrido muy preciso por ilustraciones que los artistas hacían —o los editores encargaban— a partir de las cartas y diarios de viaje que recibían desde el ‘nuevo’ continente. Luego, examina esas ilustraciones a la luz de mitos y leyendas europeas tradicionales o historias populares de la época, a fin de mostrar cómo los huecos y faltantes en las descripciones y narrativas de los viajeros eran completados con elementos propios de aquellas otras historias. Por mencionar un solo ejemplo, cuando analiza las ilustraciones realizadas por Levinus Hulsius en 1599 para representar a las habitantes de la región que llamaron ‘el Amazonas’2, Bueno Jiménez (2015) señala cómo las representaciones de las mujeres americanas se asemejan a las representaciones de las diosas greco-romanas e incluso de la Eva bíblica. En los tres casos coinciden los cuerpos desnudos, las líneas y proporciones, y los cabellos largos y ondulados (pp. 95-101).
Si bien muchos de estos elementos mágicos fueron abandonados a medida que se profundizaba el contacto y las potencias europeas consolidaban su dominio sobre América, cabe señalar que las marcas de esta primera mirada sobre el ‘Nuevo Mundo’ sobrevivieron y se perpetuaron en explicaciones posteriores. Fabelo Corzo (2021) pone el énfasis en la violencia epistémica que esto implicó, en tanto “el pensamiento occidental moderno, clásico, eurocéntrico y colonial” (p. 48) presentaba “[s]us estudios sobre lo humano-particular, fundamentalmente sobre lo propio y europeo, […] como el conocimiento de lo universal humano. Sus particulares experiencias eran elevadas al rango de conocimiento universal” (p. 48).
Una idea en especial tuvo un fuerte impacto, la idea de que la vida en América representaba la vida ‘primigenia’, es decir la vida como habría sido en el pasado, despojada de ‘civilización’ en los primeros tiempos humanos, como niños infantes que aún no habrían ‘aprehendido la cultura’. Inclusive hubo quienes pensaron que la América representaba el paraíso bíblico3. Sin embargo, sostenido desde una perspectiva universalista de la cultura, eso tampoco les valió un mejor status a los americanos, tal como lo señala Adriana Puiggrós (2003):
Los españoles se instauraron a sí mismos como los únicos con derecho a educar, tarea que identificaban con la evangelización. No solamente consideraban a la hispánica una cultura superior, sino la única formación digna de tal nombre. Sentían que era un deber imponerse a los indígenas, como habían hecho con los moros y los judíos (p. 27).
¿Cómo operaron esas explicaciones, años después, para continuar teniendo repercusiones en la manera de entender dar sentido a las diferencias culturales? Realizar este análisis no es una tarea sencilla, en particular porque se cristaliza como visión de una época, visión en la que confluyen teorizaciones de diversas disciplinas. Abordar este punto solo ameritaría un trabajo más extenso. Este escrito se limitará a mencionar algunos aspectos fundamentales para entender esa visión de época, visión que se impregnó en las fibras latinoamericanas, causando que, como sostiene Fabelo Corzo (2021), “[i]ncluso la autoimagen que tiene el propio sujeto (ex)colonizado, en mucho depende del discurso que sobre él ha construido Europa, Occidente” (p. 46). Especialmente se abordarán aquí tres cuestiones: el espíritu de progreso indefinido que llevaba consigo el positivismo; el recurso explicativo al estudio de ‘el hombre salvaje’ para entender el presente; y la consolidación de las relaciones coloniales.
La perspectiva positivista con su idea de progreso indefinido, florecida en los siglos XVII y XVIII4, estableció una manera propia de pensar la historia, no solamente para imaginar el futuro, sino también para imaginar el pasado. Si bien en ese momento primaba el interés por figurarse el futuro, era la misma lógica la que a la vez proyectaba eventos futuros y daba sentido a los eventos pasados. De modo que, si se podían hacer predicciones y especulaciones acerca del futuro, era a razón de saber que la humanidad había ido por un camino de mejoras continuas, es decir, había progresado. En otras palabras, el estado actual de la humanidad se explicaba por la concatenación ordenada de causas en el pasado, causas que no habían sido aleatorias sino teleológicas, y cuyo efecto implicaba una mejora respecto del estado de cosas anterior, desembocando en el hombre ilustrado, industrial y republicano europeo. Ahora bien, ¿cuál sería el estado de cosas anterior?
El hombre era pensado como atado, igual que todas las cosas, a las ‘leyes de la naturaleza’, leyes de funcionamiento perfecto y sincronizado, como un mecanismo de relojería. La certeza que se tenía sobre las leyes naturales y su causalidad era lo que permitía reconstruir el imaginado estado de cosas anterior. Se hablaba, entonces, de ‘el hombre salvaje’ y se proporcionaban análisis y descripciones de cómo había sido la vida y cómo había sido la humanidad en esos tiempos ya olvidados para explicar —y claramente justificar— el modo de ser y vivir del hombre contemporáneo —léase, el hombre europeo. Ejemplos de esto son los relatos como el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres de Rousseau, o las descripciones que realizan Hobbes o Locke entre sus reflexiones políticas. Esas reconstrucciones resultaron de vital importancia porque permitían revestir de naturalidad a los cambios sociales y productivos que se iban desarrollando, a la vez que permitían resaltar como defecto o virtud alguna característica en particular. Si una característica había permitido y favorecido el ‘avance’ de la cultura en esa concatenación causal teleológica, entonces esa característica era considerada esencial, y debía ser protegida y salvaguardada. En cambio, si una característica había sido abandonada en ‘el camino del progreso’, entonces habría de ser considerada indeseable, atávica, primitiva, incivilizada, y por ende ‘ser superada’ o ‘corregida’ en caso de constatarse en el presente. El ‘Nuevo Mundo’ confrontaba a Europa con modos de organización social bien diferentes de los conocidos por ellos hasta entonces. Y toda característica diferente fue captada con esa mirada de progreso.
Así confeccionada la figura del ‘otro’, estos relatos sobre un pasado originario de la humanidad ofrecieron una justificación de la superioridad de unas culturas sobre otras, según poseyeran o no esas características ‘de avanzada’. En la argucia argumentativa, era necesario contar con este ‘otro’ para consolidar la dominación productiva. Pero no hay que olvidar que es, al fin y al cabo, un artificio.
Las construcciones teóricas parecían encontrar su apoyo en la realidad, en el contacto con estas ‘nuevas evidencias’, y la consolidación de las relaciones coloniales terminó de ordenar el mundo con este criterio, plasmando una meticulosa jerarquía de los pueblos. Todo esto se tradujo eventualmente en una ‘división internacional del trabajo’, una asignación de tareas y funciones, de permisos y prohibiciones, de posibilidades y limitaciones a cada pueblo y a cada región geográfica según su forma de vida en relación con esos relatos originarios5, consolidando, conforme Fallilone (2017) lo plantea, el relato del ‘mito moderno’.
A los ojos de los europeos de aquel momento estas maneras de pensar no presentaban mayores inconvenientes, y los relatos derivados de ellas eran considerados perfectamente científicos. Sin embargo, como se puede notar con facilidad, estos relatos no cumplen ni con su propio criterio de cientificidad, puesto que no hay realmente evidencias de que la vida haya sido alguna vez como la describe, por ejemplo, el mito contractualista. Todas estas explicaciones se basan en elementos de alta carga epistémico-metafórica y literaria, no reconocidos como tales, por supuesto.
Esta manera de pensar la cultura podría parecer muy ajena a nuestros tiempos, sin embargo, falta todavía señalar una cuestión más que contribuyó a la unificación de esta perspectiva, que a tal punto le dio solidez y fuerza que todavía hoy, a pesar de que han sido cuestionados y ampliamente discutidos, encontramos políticas y opiniones públicas fundamentadas en los mismos supuestos. A las tres cuestiones mencionadas se sumó una cierta interpretación de la teoría de la evolución. Es necesario aclarar que cuando se hable aquí de ‘evolucionismo’ o ‘teoría evolucionista’ no se estará haciendo referencia a la obra de Charles Darwin, sino, siguiendo a los antropólogos Boivin, Rosato y Arribas (1989), a la interpretación antropológica abierta por E. Tylor y H. Morgan6.
Boivin et al. (1989) señalan que fue a finales del siglo XIX que comenzaron a difundirse estas interpretaciones que, mediante explicaciones que hacían uso de criterios y mecanismos tomados de la evolución biológica, se proponían dar sentido a las diferencias observadas entre las distintas agrupaciones humanas de las que se tenía registro. En el marco de estas perspectivas, y a diferencia de lo planteado por Darwin, la evolución era cargada con un fuerte peso teleológico. La hipótesis era que ciertos individuos entre los grandes monos fueron creando una diferenciación por un proceso de evolución, variación genética y selección natural que finalmente hizo que sugiera la humanidad como una especie bien diferenciada de los grandes monos. De este modo, siguiendo el análisis de los autores, se podía afirmar que la especie humana constituía una unidad uniforme en su crecimiento y aspectos biológicos.
Pero los aspectos animales fisiológicos no resultaban suficientes para definir la especificidad del hombre, y, según señalan Boivin et al. (1989), Tylor propuso que lo que diferencia a los hombres de los grandes monos es la capacidad de generar cultura. Esto, además de incluir al hombre entre la generalidad de los animales, quitándole toda dignidad especial o divina, ponía en relación el ser natural del hombre con su ser espiritual, pretendiendo explicar el desarrollo cultural como una rama de las ciencias naturales. De modo que el hombre sería más propiamente humano, y menos animal, cuanto más floreciera su capacidad de generar cultura. De acuerdo con esta perspectiva, se imagina que el proceso de evolución que habría seguido la humanidad iría desde los grandes monos sin comportamientos o creaciones más allá de los instintos de supervivencia, hasta el humano actual, creador de la ciencia y las artes. Y como la gran multiplicidad de individuos conforman una especie sola, con una misma naturaleza, la evolución humana es una, unificada y única, tanto en lo fisiológico como en lo cultural. Por lo tanto, la evolución sigue un único camino que toda la humanidad recorrerá eventualmente, como un desplegar, desenvolverse de la propia especificidad humana. En consecuencia, podríamos conocer el nivel de evolución de los grupos humanos según el desarrollo cultural presente en ellos. Midiendo de algún modo la ‘cantidad’ de cultura generada, se podría fácilmente ubicar a los diferentes grupos humanos en una ‘escala evolutiva’, según estuvieran más cerca de lo meramente animal o más cerca de lo específicamente humano.
Boivin et al. (1989) señalan tres criterios con los que se clasifican a los grupos humanos dentro de esta escala evolutiva (p. 29), a razón de una complejización creciente de los ‘niveles de cultura’, es decir un aumento o multiplicación de productos culturales y una mayor especialización y diferenciación. El primer criterio es el grado de acumulación de cultura, según el cual la mayor cantidad y complejidad de las producciones culturales denotan una cultura ‘más avanzada’. El segundo criterio es de una cierta acción causal en ese supuesto camino de la evolución cultural. Esto es, las formas culturales ‘simples’ y ‘primigenias’ son causa del grado siguiente e inmediatamente superior. Las ‘nuevas’ producciones culturales de un grupo humano, y su consecuente acumulación, producen una suerte de salto cualitativo hacia grados mayores y posteriores de cultura. El tercer criterio de clasificación es la relación temporal, que ubica esa causalidad en el marco del tiempo cronológico sucesivo. Así, los grupos humanos ‘primigenios’ serían antecedente y pasado de los ‘avanzados’. Implica a su vez que todos los grupos humanos que hoy presentan características ‘avanzadas’ en algún momento fueron necesariamente ‘primigenios’. En el mundo colonial del siglo XIX, sostienen los autores, “el ‘otro’ contemporáneo, lejano en el espacio, representa las huellas del pasado en el presente (noción de supervivencia). La lejanía espacial y cultural relata en vivo la lejanía temporal” (Boivin et al., 1989, p. 29). Es decir, estas teorías les hacen pensar a los europeos que en América —o bien en otras colonias— se encuentran cara a cara con el pasado primigenio de sí mismos y de la humanidad.
A partir de estas reflexiones, es posible ubicar tres puntos clave en esta supuesta escala evolutiva. En un extremo, el grado cero sería el origen de la humanidad, lo más primitivo, simiesco o animalado. En algún punto más cercano al extremo opuesto de la escala, estaría el hombre actual. Entre esos dos puntos se ubicarían cualificadas, jerarquizadas y ordenadas todas las sociedades americanas y de las otras colonias. A las antiguas culturas griega y romana también se les asigna un lugar en la escala, en un punto bastante posterior a las sociedades del ‘Nuevo Mundo’. Como se trata de un enfoque teleológico, el tercer punto clave de la escala, el extremo opuesto al cero, representa el ideal de humanidad, o modelo ideal de realización humana. En efecto, esta manera de concebir las diferencias entre grupos humanos solo cobra sentido al colocar un modelo al final de esa escala, al cual se supone que tiende toda la escala. Ese extremo ideal podría o no coincidir con el hombre europeo colonizador, pero lo que es seguro es que la cultura europea es la que se encuentra más avanzada en la escala.
Sirva esto para resaltar cómo la selección de quién o qué sea que ocupe el puesto final, puede modificar la interpretación y el sentido de la escala. Por ejemplo, no sería lo mismo poner como modelo ideal-final a un guaraní del siglo XV que a un inglés del siglo XIX; la escala se vería totalmente resignificada. Y no es casual la elección de términos. Decimos ‘modelo ideal de realización humana’ e ‘ideal-final’ porque las explicaciones de este tipo tienen unas marcadas resonancias aristotélicas. ‘Realización’ va de la mano con la idea de que cada cosa posee una ousía o forma esencial que debe desplegarse en todo su ser. En este caso, aquello esencial que debe desplegarse para ser plenamente humanos es la cultura, y en particular la cultura ilustrada. Se volverá sobre esta cuestión un poco más adelante.
En tanto este esquema explicativo, por ponerlo en términos aristotélicos, hace coincidir la causa formal con la causa final, no es suficiente hablar de ‘ideal’ o ‘final’ por separado, y la expresión ‘ideal-final’ cobra sentido. Es decir, ese ideal es concebido como la expresión cabal o acabada de la esencia humana (causa formal). Pero a la vez, haciendo una lectura filogenética, ese ideal es colocado como la versión más evolucionada de la especie, como el objetivo al que tendería la evolución (causa final). De este modo quedaría justificada la ‘natural disposición’ de todos los grupos humanos a ser alguna vez como ese ideal, en el camino evolutivo de desplegar totalmente o realizar los rasgos esenciales de la humanidad.
Entonces, aunque los grupos ‘primigenios’ o ‘primitivos’ todavía no hubieren realizado o alcanzado ese ideal, es decir no fueren aún plenamente humanos, sí se podría decir que poseerían en sí mismos ese ideal de humanidad en potencia. Y esa causa final-formal es la que mueve a estos grupos más ‘primigenios’ por el camino de volverse o convertirse en ese ideal. Así como una semilla de roble es un roble en potencia, un agrupamiento humano ‘primigenio’ es una sociedad plenamente humana en potencia. En este punto resulta claro cómo se resignifica la cadena de desarrollo según se piense ese ideal-final de humanidad de una manera u otra, como guaraníes del siglo XV o como ingleses del siglo XIX. Pues bien, por factores históricos y de poder —que exceden a la extensión de este trabajo—, el puesto de humanidad ideal fue ocupado por la cultura occidental judeo-cristiana europea, de las Revoluciones Industriales, la Revolución Francesa y el Giro Copernicano, y dentro de ella, por el humano masculino, caucásico e ilustrado.
Pero hay todavía otro aspecto del asunto que es ciertamente muy conocido, pero en ocasiones olvidado. Se trata de una característica que se cuela en la descripción de ese ideal de humanidad junto con la de ser ilustrados. Llegar a ser ilustrados implica para los individuos alcanzar la mayoría de edad. Y junto con esta valoración de la ilustración y la mayoría de edad, se juega una valoración implícita de la adultez en detrimento de la niñez o la infancia. Algunas de las consecuencias políticas de esta valoración implícita no han sido aún elaboradas de todo. Será necesario un pequeño rodeo para abordar esta cuestión.
En el trabajo de Auguste Comte Curso de filosofía positiva se encuentra una versión bien conocida de lo que se está tratando aquí. En el mencionado Curso, Comte recurre a la llamada ‘analogía entre filogenia y ontogenia’. Es decir, el origen y desarrollo evolutivo de la especie humana (filogenia) es puesto en paralelo con el origen y desarrollo evolutivo del individuo (ontogenia). Tómese un solo fragmento a modo ejemplificativo:
Esta revolución general del espíritu humano puede ser ampliamente constatada, de una manera sensible, aunque indirecta, al considerar el desarrollo de la inteligencia individual. El punto de partida, al ser forzosamente el mismo en la educación del individuo y en el de la especie, hace que las diversas fases principales de la primera deban representar las épocas fundamentales de la segunda. Así, cada uno de nosotros, al examinar su propia historia, ¿no recuerda haber sido sucesivamente, en lo que respecta a sus nociones más importantes, un teólogo en su infancia, un metafísico en su juventud y un físico en su madurez? Esta verificación será fácil para todos aquellos espíritus que sientan al unísono con el nivel de su siglo (Comte, [1830-42] 2004, p. 24).
Según esto, las diversas fases de la inteligencia del individuo representan las épocas fundamentales de la especie, en tanto el espíritu humano es uno solo en todas sus manifestaciones. La mirada evolucionista que sostiene Comte creía que habría una ‘niñez’ de la humanidad, una ‘juventud’ y una ‘madurez’. Más adelante en el mencionado capítulo, el autor va poniendo más detalles a todo esto. Un ser humano nace bebé, sabe poco, es dependiente, no posee autonomía ni capacidad de decisión propia. Todos estos rasgos los va incorporando a medida que crece. Incorpora el lenguaje, la capacidad de razonar correctamente, la comprensión poética. Pero, siendo todavía joven, no puede controlar las pasiones y es impulsivo. Tampoco puede, según esta mirada, diferenciar la fantasía de la realidad, o sea las explicaciones míticas o religiosas de las científicas. Poder diferenciar y apreciar estas últimas es uno de los rasgos fundamentales de la madurez racional del individuo. La participación política, el desarrollo de la ciencia, el cultivo de las artes, son otros rasgos propios de la adultez. Desde este punto de vista, el origen y desarrollo evolutivo de los niños y las niñas es nacer para convertirse en adultos, y del mismo modo, según esta analogía, la humanidad en su conjunto nació para ser científica, republicana y mercantilista —tal como son los países europeos más pujantes. Siguiendo este razonamiento evolucionista teleológico, la adultez y la cultura europea ocupan la misma jerarquía, por lo que se las hace coincidir y se les atribuyen los mismos rasgos a ambos. Así, los hombres europeos, caucásicos, científicos, ilustrados resultan la mejor y más fiel expresión del ideal de humanidad; ellos resultan más plenamente humanos porque han desarrollado más cabalmente esas características que se piensan esenciales de la humanidad.
A nivel de la filogenia, esto sería: los grupos humanos comienzan a producir cultura ‘infantilmente’, para llegar a convertirse en algún momento en grupos humanos con cultura ‘madura’ o ‘adulta’. El efecto lateral de la analogía entre ontogenia y filogenia es que las características de la niñez empiezan a ser consideradas como indeseables porque son asociadas a las formas de cultura ‘simples’, ‘toscas’, ‘mágicas’, ‘bárbaras’ e ‘involucionadas’. Y al mismo tiempo las características de la adultez pasan a ser valorizadas como modelo ideal de humanidad, porque son las que se atribuyen a las culturas ‘complejas’, ‘finas’, ‘científicas’, ‘civilizadas’ y ‘evolucionadas’.
Para comprender las consecuencias de esta analogía, no se debe perder de vista otro movimiento valorativo que produce, que es acompañar la ‘falta de evolución’ con una atribución de inferioridad. En este punto vale retomar las palabras del investigador indio Ashis Nandy (1985), quien analiza las relaciones entre las metáforas de infancia y el imperialismo colonial:
En la medida en que la adultez misma es valorada como símbolo de completitud y producto final del crecimiento o desarrollo, la infancia es vista como un estado transicional imperfecto en el camino a la adultez, la normalidad, la socialización y humanización plenas. [...] El resultado es el uso frecuente de la niñez como figura de la inmadurez o, lo que es lo mismo, inferioridad, política y cultural (p. 360). (La traducción es nuestra7).
El movimiento valorativo al que se hacía referencia más arriba pone a la niñez a la par de los estadios ‘primigenios’ de la escala evolutiva. Así, ya sea entre grupos humanos o entre edades, la diferencia es percibida como inferioridad, y además como una inferioridad natural, en tanto las desigualdades entre grupos humanos serían consecuencia de un ‘orden natural de las cosas’. Al cabo, ser niño resulta algo tan poco digno de estima como ser ‘indígena’.
Nandy (1985) también hace referencia al filósofo escocés James Mill (1773-1836), quien formara parte de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, como el mejor ejemplo para mostrar cómo se legitima la intervención imperialista británica en India. Una curiosidad que Nandy destaca es que, aunque Mill brinda un marco intelectual para justificar y defender indirectamente al imperialismo británico, no lo hace con un especial sentimiento de xenofobia. Antes bien, Nandy sostiene que Mill se posicionaba en una perspectiva patriarcal. Según la misma, así como los padres tienen autoridad y responsabilidad en encaminar la vida de sus hijos, del mismo modo las sociedades ‘más maduras’ tienen una autoridad y responsabilidad en encaminar la vida de las naciones ‘más jóvenes’ e inmaduras. Con esto, no es necesario explicar demasiado la legitimación del sistema colonial que esta perspectiva produce. Baste agregar que la intervención se realiza en nombre de la humanidad, en nombre de la cultura y el progreso, pero no con sentimientos de odio o menosprecio, sino con la superioridad y benevolencia de un padre que sabe qué es lo mejor para el hijo. Por supuesto, no se espera otra cosa del hijo más que aceptar gustoso el gesto paternalista.
Un poco más adelante, Nandy agrega una consideración respecto de la metáfora de infancia en la Europa pos medieval. Nandy (1985) considera que el calvinismo y el espíritu protestante también jugaron un papel muy importante en esta configuración de la niñez. Por un lado, difundieron la visión de “el adulto varón como la mejor creación de Dios y como estado mundano final para todos” (Nandy, 1985, p. 361)8. Esta es, como se vio antes, la mirada evolutiva y teleológica. Y, por otro lado, sostiene Nandy, calvinismo y espíritu protestante consolidaron la idea de que la debilidad o fragilidad física de los niños y las niñas va de la mano de una debilidad moral y emocional. Esto nuevamente legitima la intervención imperialista-colonialista, ya que semejantes debilidades deben ser ‘corregidas’ y ‘enderezadas’ con la ayuda de personas ‘más maduras’. En palabras de Nandy (1985), “sin esta corrección, se creía que el niño se quedaba a mitad de camino entre los animales ‘inferiores’ y la humanidad” (p. 361)9.
Filogenia y ontogenia en educación
Algunos aspectos de las posibles relaciones entre la analogía filogenia-ontogenia y la educación han sido ya trabajados por importantes investigadores. Se ofrecerá a continuación un breve repaso para aportar otros elementos al análisis aquí realizado.
Siguiendo investigaciones realizadas algunos años antes por Adriana Puiggrós (1990) y Pablo Pineau (1997)10, Marcelo Caruso e Inés Dussel (1999) muestran las grandes influencias que los pedagogos ‘normalizadores’ y las posturas positivistas han tenido en el sistema educativo argentino. Entre los referentes de los normalizadores cabe destacar a Herbert Spencer, quien en sus Ensayos sobre pedagogía de 1861 exponía los siguientes principios pedagógicos:
1) ir de lo simple a lo compuesto;
2) de lo indefinido a lo definido;
3) de lo concreto a lo abstracto;
4) la educación del niño debe concordar, en su modo y orden, con la marcha de la humanidad. El supuesto es que la ontogénesis (desarrollo de un individuo) repite la filogénesis (desarrollo global de la especie), y que la ciencia sigue los mismos pasos para avanzar en el niño que en la historia social;
5) ir de lo empírico a lo racional;
6) estimular el desarrollo espontáneo del niño, diciendo lo menos posible y obligándole a encontrar lo más posible, confiando en la disciplina de la Naturaleza;
7) guiarse por los intereses y excitaciones del niño: si un conocimiento es agradable para él, es el indicio más seguro de que vamos por camino correcto. Si esto no surge espontáneamente, debe fomentarse su interés, motivándolo para la experiencia (Spencer, 1983, en Caruso y Dussel, 1999, p. 153).
En el punto 4 se encuentra unas primeras consecuencias de la analogía filogenia-ontogenia en la escolaridad, ya que expone muy claramente cómo debe ser el principio ordenador de la educación. Yuxtapuesto al punto 6, cabe preguntarnos qué es lo que se pretende nombrar como ‘espontáneo’ en este contexto, siendo que el desarrollo de la niñez estaría atado a unas leyes universales de la historia y de la naturaleza. Entonces, ¿qué es realmente lo que quedaría librado a decisiones espontáneas? El punto 7 dice indirectamente al lector que, si un niño no gusta de un conocimiento por sí mismo y ‘espontáneamente’, si encuentra dificultades o le produce rechazo, entonces es un indicio más que seguro de que vamos por el camino incorrecto y, en consecuencia, el docente debe fomentar y motivar al niño para que se interese. Y no solo debe fomentar y motivar al niño para que se interese, sino que debe instarlo a que experimente empíricamente y por sí mismo. Hay una confianza en que el contacto con el mundo y con la naturaleza encauzará al niño por el camino de la evolución del espíritu, ‘espontáneamente’. Esto implica que habría cosas que han de interesar al niño ‘naturalmente’, y si algún individuo no encontrara en sí mismo ese interés ‘espontáneo’, entonces ese individuo estaría en desarreglo con la naturaleza y su desviación admitiría la aplicación de correctivos. Así planteado parece que la espontaneidad se limita a seguir y asumir como propio —o por el contrario no hacerlo— el camino del espíritu y de la ciencia, el camino de la madurez de la humanidad que son representados por el docente y el currículum en el aula.
Resulta interesante resaltar además otra cuestión. En el fragmento citado, Spencer señala abiertamente que el supuesto con el que él trabaja es ‘que la ontogénesis repite la filogénesis’ (punto 4). Sin embargo, puede hallarse que hay un supuesto previo operando de manera subyacente en esa afirmación. Ese supuesto es el camino de progreso que se mencionaba más arriba en este trabajo. Es decir, para poder sostener aquel supuesto es necesario suponer antes que una cierta causalidad enlaza diferentes estadios humanos, de modo que los estados consecuentes resultan ‘superadores’ de los estados antecedentes y por eso ‘mejores’. Este supuesto de causalidad es fundamental para explicar por qué quienes se encuentren en los estados consecuentes estarían autorizados para conducir, evaluar y normalizar a quienes se encuentren en estados antecedentes. Esta explicación, puesta en el marco cronológico de la existencia humana, lleva a la conclusión que invita a pensar Nandy (1985): que, sin la intervención adulta e ilustrada, los niños y las niñas se quedarían a mitad de camino entre la animalidad y la humanidad.
Entre los pedagogos normalizadores, Caruso y Dussel destacan también a Rodolfo Senet (en Caruso & Dussel, 1999), quien supo introducir algunas variaciones sobre el método del aula global:
[...] apareció un énfasis muy fuerte sobre la necesidad de adaptar la pedagogía a la psicología del educando, no solo en términos de su interés, como decía Herbart, sino de mediciones más sofisticadas sobre cuál es el umbral de atención de un niño (20 minutos, entre los 7 y 10 años, y 25 minutos, entre los 10 y 14, decía Senet), qué memorias puede ejercitar, qué imágenes deben estimularse (p. 151).
Esta puntualización de los autores resulta interesante porque pone de relieve cómo los recursos científicos —las mencionadas ‘mediciones más sofisticadas’— vienen a colaborar en la construcción de un cuerpo de conocimientos sobre los niños y las niñas, que existe a priori de cualquier contacto que un docente pudiera tener. La psicología es enfocada desde el espíritu positivista con la misma impronta que veíamos en Spencer, es decir, con la idea de que unas leyes universales rigen el orden ‘correcto’ de los intereses y los aprendizajes. A tal punto se superpone la psicología a la pedagogía, que Senet indica ordenar y organizar los contenidos y actividades escolares de acuerdo con el umbral de atención correspondiente a cada edad, suponiendo que esos umbrales expresan la evolución natural del espíritu en tanto han sido medidos con herramientas científicas sofisticadas. En consecuencia, la lógica escolar se hace con todo un conjunto de saberes sobre los niños y las niñas, validados y garantizados por su impronta científica, incluso antes de que cualquier sujeto de carne y hueso ingrese a sus recintos. Antes de conocer a cualquier grupo de niños y niñas, el docente así formado ya sabe qué esperar de ellos, qué y cuánto pueden aprender y a qué velocidad.
Estos conocimientos a priori terminan funcionando como obstáculos epistemológicos en la mirada docente. Como afirma Bachelard ([1948] 2013), “es caer en un vano optimismo cuando se piensa que saber sirve automáticamente para saber” (p. 17). En otras palabras, ese saber que parece inmediato y espontáneo en algunas ocasiones puede más ocultar que iluminar. Se presenta certero en sí mismo por la facilidad con que emerge ante nuestros sentidos o nuestras conciencias, pero oculta el hecho de que fue alguna vez la hipótesis para resolver un problema, la respuesta para una pregunta. En el momento en que esa relación pregunta-saber se desdibuja, se difumina, se deshace en afirmaciones ‘evidentes’ y se pierde el problema que le dio sentido inicialmente, entonces ese saber empieza a funcionar más como un obstáculo que como incentivo para las futuras investigaciones. Es que “entre la observación y la experimentación no hay continuidad, sino ruptura” (Bachelard, [1948] 2013, p. 22). Y en el sitio de esa discontinuidad es donde se instalan los obstáculos, que pueden ser tanto los saberes de la ciencia, como los saberes de la vida cotidiana, generando una aparente sensación de continuidad.
Cuando Bachelard ([1948] 2013) habla del obstáculo pedagógico como un tipo de obstáculo epistemológico, analiza el caso de la enseñanza de las ciencias. Y afirma que uno de los principales errores de parte de los profesores de ciencias es creer, al diseñar sus clases, que el trabajo comienza ‘de cero’, o sea, con estudiantes que no poseen ningún conocimiento acerca de lo que se va a enseñar, como tabulas rasas. Pero no es así, los estudiantes poseen conocimientos fundados en la vida cotidiana y en transmisiones orales, y la enseñanza de las ciencias encuentra cada vez dificultades similares. Bachelard ([1948] 2013) lo explica del siguiente modo:
No han reflexionado sobre el hecho de que el adolescente llega al curso de Física con conocimientos empíricos ya constituidos; no se trata, pues, de adquirir una cultura experimental, sino de cambiar una cultura experimental, de derribar los obstáculos amontonados por la vida cotidiana (p. 20).
Esto hace necesario pensar en la formación docente, donde la enseñanza puede demasiado fácilmente centrarse en resolver las vicisitudes del quehacer práctico en detrimento del análisis acerca de los supuestos que cada docente asume para encarar su tarea. Centrarse solamente en desarrollar las actividades planificadas y cumplir los contenidos curriculares, postergando una y otra vez las preguntas acerca de todas aquellas ideas que dan base a las decisiones pedagógicas en el aula, conlleva el riesgo de creer que se están transformando algunas cosas que en realidad están siendo afirmadas y reificadas subrepticiamente al ser los supuestos sustentadores.
Se puede afirmar que sucede algo muy similar a lo que describe Bachelard en el momento en que se está preparando a un joven adulto para ser profesor. Se olvida que esos jóvenes ya tienen unas ideas acerca de la educación, elaboradas a partir de sus experiencias extraescolares, pero también —y muy especialmente— a partir de sus experiencias escolares como estudiantes de primaria y secundaria. Partiendo de la consideración de que los supuestos antropológicos y epistemológicos evolucionistas y positivistas, abordados más arriba, forman parte no solo de los fundamentos que estructuran la división escolar en años, niveles y ciclos, sino que además forman parte de conocimientos y opiniones populares acerca de la educación, debería tenerse en cuenta que es ése el punto de partida para la formación docente y no una suerte de ignorancia inaugural. La idea de ‘formar adultos’ —idea que inspira el título de este trabajo— está fuertemente impregnada por las teorías e ideas revisadas. Y como “frente al misterio de lo real el alma no puede, por decreto, tornarse ingenua” (Bachelard, [1948] 2013, p. 16), resulta necesario comenzar el trabajo derribando, o al menos interrogando, los obstáculos adquiridos por los estudiantes en los años previos. Resulta necesario que los futuros docentes al menos sepan que esas ideas están condicionando la mirada, para que puedan adquirir ‘el sentido del problema’ al que hace referencia Bachelard.
Conclusiones
Podría parecer que el argumento aquí elaborado pretende deslegitimar o tirar abajo la estructura educativa tal como es hoy en día, pero no es esa la intención. Son bien conocidos los muchos cuestionamientos que se realizan a la manera en que la escuela enseña hoy; y, sin embargo, a pesar de todo, ella continúa funcionando. La institución escolar perdura en el tiempo y se mantiene, alimentada de esperanzas sociales e incluso estando atravesada por problemas académicos, gremiales y de financiamiento —porque hay algo que sí continúa pudiendo hacer. Es menester insistir en que no se busca aquí desacreditar la escolaridad actual ni derribarla con una crítica radical. Antes bien, se busca señalar algunas cuestiones que impiden una reflexión más profunda acerca de qué se entiende por educación y acerca de las condiciones de existencia de la institución escolar. Mediante un examen un poco más amplio de la lógica escolar, se ha buscado aquí realizar un aporte para identificar algunos de los supuestos profundos que la componen.
La teoría evolutiva nació del estudio de la naturaleza, brindando un marco fructífero para explicar los cambios en las especies y su variedad. Y engendró al mismo tiempo unos conceptos percibidos como naturales, objetivos e independientes de las subjetividades de quienes investigaban precisamente por originarse en el estudio de la naturaleza. Cuando la lógica o racionalidad de esta teoría fue extrapolada al campo de lo social y lo cultural, produjo importantes consecuencias. En particular, fue clave en la formación de una de las metáforas epistémicas que condiciona la mirada contemporánea sobre la infancia, la metáfora filogenia-ontogenia. En sus orígenes históricos, emergió para dar sentido a las diferencias culturales que América planteaba a Europa, poniendo en relación los cambios culturales con los cambios que experimenta cualquier ser vivo al crecer. Según esta metáfora o analogía, lo que ocurre con inevitabilidad para un cachorro (crecer hasta convertirse en adulto), habría de ocurrir para la cultura también de manera inevitable. Supone esto que de algún modo el ser-adulto ya está contenido en el ser-cachorro, al menos en forma latente como causa final. En el caso del desarrollo fisiológico es difícil discutir y/o rebatir el desarrollo del crecimiento, pero en el caso de las culturas son muchas las preguntas que emergen con esta perspectiva. ¿Es que hay algo equivalente al ser-adulto en las culturas? De haberlo, ¿qué garantizaría que ese ser-adulto adopte una sola caracterización, unívoca y universal, cual expresión de una esencia?
En la fisiología animal, los humanos no pueden elegir o decidir voluntariamente cuál sea el ser-adulto que ocupe el final de un proceso de crecimiento. Es decir, los mecanismos específicos por los cuales un renacuajo se convierte en rana, un pichón en águila o un bebé humano en un humano adulto no están —al menos por ahora— ni bajo el control ni poder humanos. Sin embargo, aunque la fuente fisiológica de la metáfora no lo admite, en términos culturales los investigadores realizaron una decisión artificiosa al concebir qué o quiénes eran colocados en cada uno de los extremos de la cadena de desarrollo cachorro-adulto. Semejante acción fue la que luego dio sentido y legitimación a las relaciones de poder que se estaban construyendo. La consecuencia de todo esto fue que las diferencias culturales fueron investidas de una fuerte valoración moral y política, que no solo tuvo consecuencias en el campo teórico, sino también en las decisiones económicas y comerciales, sociales e incluso en las educativas. Puesta en el marco cronológico de la existencia humana, lleva a la conclusión que invita a pensar Nandy (1985), esto es que, sin la intervención adulta e ilustrada, la niñez se quedaría a mitad de camino entre la animalidad y la humanidad. El mayor problema de esta perspectiva es que despoja de subjetividad política a todo aquel que o bien no esté escolarizado, o bien sea menor de edad. Tal vez más que despojar de subjetividad política, habilita una sola posible.
El ser-ciudadano es considerado como uno de los rasgos del adulto completo, por lo que no se podría decir de los niños y las niñas —o de los no escolarizados— que sean ciudadanos, y merece la pena pensar qué consecuencias produce esta situación. La pregunta en jaque es qué lugar tienen los niños en la pólis. Si no se quiere asignar a la infancia un mero lugar pasivo de aceptar gustosa los gestos paternalistas, la alternativa que primero se presenta es que sean los niños y las niñas quienes tomen sus propias decisiones. Pero no parece que esta sea una alternativa real ni valedera, ya que, por lo general, como sostienen Dussel y Quevedo (2010), ante el retiramiento de las figuras adultas cercanas, quien ocupa el lugar de referencia no es una supuesta ‘naturaleza pura de los niños y las niñas’, sino la razón de mercado, la lógica del consumo, el marketing y las industrias culturales a través de las pantallas y los dispositivos electrónicos. Y entonces los niños y las niñas son considerados ‘inmaduros’ para discutir ciertos temas, para pensar, preguntar y tener ideas sobre ciertas cuestiones, pero son despreocupadamente expuestos a estímulos de alta significación política y simbólica (como son las publicidades comerciales, los juicios morales de las grandes productoras audiovisuales para niños y niñas entreverados sutilmente en historias coloridas y alegres, o las apreciaciones histórico-culturales mezcladas en los videojuegos11, por nombrar solo algunos). Al fin y al cabo, la pregunta por el lugar político de la infancia es una pregunta por la identidad, por el grado de involucramiento que se le permita tener a los niños en el juego cultural de su propia cultura.
Desde otro punto de vista, se puede decir que la metáfora filogenia-ontogenia funciona dando un sentido retroactivo a la formación/educación. Teniendo a la vista el estado actual de las sociedades humanas y cuál es el ‘estado más evolucionado’ que deberían alcanzar, se podría saber con una simple y rápida revisión qué cosas cada una necesita cambiar, poner o quitar para no trabar ‘el natural desarrollo’. Lo mismo se plantea en relación con la moral; se pretende hallar las causas de los malestares adultos en la formación recibida de niños, y como la conexión entre esos estados es concebida de una manera lineal, el desarrollo de la niñez comienza a ser un factor explicativo del presente. Primero se elabora esta explicación desde el presente hacia el pasado, argumentando que los adultos de hoy son tal o cual cosa porque de niños fueron tal o cual cosa, y luego se invierte la dirección del discurso desde el pasado hacia el presente, considerando que si logramos que los niños y las niñas sean de una cierta manera entonces obtendremos o resultarán adultos de esa manera. Así, la niñez se vuelve casi el único blanco de políticas y juicios sociales morales.
Precisamente lo que se buscó hacer aquí es interrogar todo eso que se cree saber con certeza acerca de niños y de niñas, todo ese conocimiento que se presenta como inmediato y que no permite hacer otras preguntas y pensar otros debates necesarios en la actualidad. El problema de estos conocimientos a priori es que están tan naturalizados, tan incorporados a los saberes presuntamente intuitivos de un docente, que se olvida que son construcciones culturales, históricas, teóricas, políticas, situadas y complejas, pero construcciones al fin. Valga decir que no son un problema en sí mismas y por sí solas, y hasta valdría el atrevimiento de decir que este tipo de afirmaciones son inevitables en la vida político-social de las instituciones, las cuales se constituyen basándose en diversos supuestos sin los que no podrían existir. Pero pedagógica y filosóficamente es pertinente tomarse el tiempo para ponerlas en perspectiva y pensar y analizar el juego simbólico que producen, qué permiten nombrar y qué queda oculto. No es pertinente, sino también necesario. Porque cuando esos saberes toman el carácter de obstáculos epistemológicos tienen el efecto de obturar ciertas preguntas sobre la escolaridad y sobre la infancia, sobre la ‘ilustración’ y la adultez, y por ende de limitar toda capacidad de pensar realmente otras alternativas, pedagógicas o institucionales, a los problemas que carga la escolaridad actual.
En el momento en que se deja de percibir la hechura de estas posiciones como hechura, queda implicada y olvidada la compleja trama de sentidos, prácticas y significados que sostienen el estado de cosas. En este sentido, Collado Ruano (2017) sostiene:
La repercusión del sistema de educación formal no puede ser considerada neutra, puesto que todos estos elementos de poder y saber albergan la capacidad de colonizar epistémicamente a los individuos con el fin de sostener los propósitos del fundamentalismo económico [...] (p. 77).
Siguiendo a Palma (2014), cabe resaltar que mientras que las metáforas literarias no pierden del todo su sentido expresivo con el paso del tiempo, las metáforas epistémicas tienen éxito y se instalan en un contexto determinado, en una época determinada. Por lo tanto, debido a las objeciones que se han presentado hasta ahora, se puede decir que habría llegado la hora de revisar y replantear esta metáfora evolucionista, no tanto para hacerla funcionar en un contexto renovado, sino para buscar nuevas maneras de pensar las relaciones con la infancia, el crecimiento y la educación. Desarmar la metáfora y todas sus implicancias, requiere una larga y ardua tarea. Una tarea que ciertamente no concluye aquí, pero que, con suerte, se enriquezca con este trabajo.