Forma sugerida de citar:
Fabelo, José (2021). Verdad y universalidad: ¿una antinomia necesaria? Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 31, pp. 41-63.
Introducción
La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen. (José Martí (1975, 139).
¿Tu verdad? No, la Verdad. Y ven conmigoa buscarla. La tuya, guárdatela. Antonio Machado (2017)
Entre las múltiples formas de violencia mediante las cuales los opresores han impuesto históricamente su lógica propia a un universo humano cada vez más amplio, una de ellas, tal vez la más velada y a la vez imprescindible para ellos, es la que podría calificarse como ‘violencia epistémica’. Esa violencia se basa en el control monopólico de la ‘verdad’ y en el secuestro de la ‘universalidad humana’ por parte de aquellos que, encarnando intereses propios y particulares, gracias precisamente a ese control y a ese secuestro, hacen pasar por verdadera y universal su propia visión del mundo.
Por supuesto que la violencia epistémica no es independiente de otras formas de violencia —económica, política, militar—, pero tampoco estas serían sostenibles indefinidamente sin aquella. Las ‘victorias’ económicas y políticas hoy alcanzadas por el capital trasnacional, a veces acudiendo a la violencia físico-militar, en otras ocasiones mediante toda suerte de artimañas ‘demo-liberales’, buscan ser legitimadas y solidificadas en el tiempo. De ello se encarga la violencia epistémica. Sus sujetos hacedores deben convencer a todos y a sí mismos del carácter absoluto de sus supuestas verdades, de la universalidad cuasi-natural de sus maneras de pensar, de vivir, de organizarse socialmente.
‘Verdad’ y ‘universalidad’ se convierten así en insoslayables objetos disputables entre las fuerzas conservadoras y los empujes emancipadores de los pueblos. El escenario de esta disputa alcanza hoy dimensiones globales y va incluso más allá de la contradicción capital-trabajo. Lo que está en juego es la vida misma. Es obvio que, sin echar abajo las ‘verdades’ opresoras y los ‘particularismos depredadores’ vestidos de ‘universalidad’, la emancipación social no sería factible. Como tampoco sería posible la conservación de la vida humana. La lógica del capital se desencuentra cada vez más con la lógica auto-reproductora de la vida. El crecimiento ilimitado, la propensión permanentemente acumulativa de riquezas, la vocación hacia la maximización a toda costa de ganancias, hacen tendencialmente incompatible al capital con la vida. Es preciso desmontar las falsas ‘verdades’ que han convertido en sentido común la centralidad supuestamente inevitable del mercado, que han transformado al capitalismo en ‘el modo natural’ de convivencia humana. La epistemología ha de aportar también lo suyo para la salvaguarda de la especie.
Como es conocido, la epistemología centra su atención en el conocimiento y tiene como problema básico el estatus de verdad de ese conocimiento. Siguiendo fundamentalmente el método lógico-deductivo, este trabajo habla críticamente de la verdad, pero no negando su existencia, sino intentando develar las condiciones sociales de su posibilidad, de cómo puede y debe vivir la verdad si aspira a ser libre y descolonizada en un marco social como el de nuestra América. En resumen, se refiere a cómo luchar contra la muchas veces invisible violencia epistémica.
Para ello, hemos estructurado el ensayo en tres partes. Una primera dedicada a elucidar aspectos fundamentales de la relación entre conocimiento y colonialidad, profundizar en el vínculo entre el contenido del conocimiento y su lugar de enunciación y, al mismo tiempo, alertar sobre los peligros que entraña la negación de la verdad universal a la que a veces conduce incorrectamente el reconocimiento de ese vínculo. En una segunda parte se abordan los modos fundamentales de existencia de lo humanamente universal como fundamento para estrategias epistemológicas diferenciadas en su aprehensión. Teniendo a las dos primeras como premisas; finalmente, la tercera parte del trabajo busca dar respuesta a su problema principal: ¿puede ser verdadero el conocimiento sobre lo universal?, ¿en qué condiciones?
Conocimiento y colonialidad
El tema en sí mismo es relativamente antiguo. Se trata de esa ya vieja preocupación por la relación entre el contenido del conocimiento y el contexto sociocultural en el que se inscribe. Como se sabe, en la modernidad predominó el paradigma clásico del conocimiento, signado por un ideal de objetividad científica que presuponía la reproducción cabal de la realidad, un reflejo incontaminado en relación con cualquier interés o elemento de subjetividad, una imagen que pretendía la revelación del mundo tal y como este supuestamente es, al margen de la pertenencia a ese mundo del propio sujeto del conocimiento.
Ese paradigma moderno tiende a ser superado cada vez más en nuestros días y la idea de que puede evitarse cualquier interferencia subjetiva en el proceso de conocimiento ha sido hoy a todas luces cuestionada. Vista más como una pretensión un tanto romántica de la época clásica, la aspiración a un conocimiento puro no parece tener posibilidades reales de mantenerse hoy como ideal epistemológico.
En la misma medida en que hace crisis ese paradigma clásico, se va imponiendo un sustituto que reconoce el condicionamiento del conocimiento desde el lugar en que este es enunciado. Ese lugar de enunciación no se refiere estrictamente a un lugar espacial (aunque también lo incluye), sino, sobre todo, a un lugar social, un lugar histórico. Se trata de un conjunto de coordenadas temporales, espaciales, sociales, clasistas, geo culturales o geopolíticas que moldean el contenido de ese conocimiento.
¿Cuál es ese lugar en el caso de América Latina? El de naciones y pueblos que vivieron, cuando menos, tres siglos de colonialismo político directo y que han seguido viviendo hasta hoy otras formas de colonialismo más solapadas, como indirectas y no declaradas. Es un hecho que el colonialismo perdura más allá de las independencias políticas, no solo en la relación neocolonial (política y económicamente asimétrica) entre antiguas (y nuevas) metrópolis y sus excolonias, sino también en el plano cultural, epistémico.
Para designar ese colonialismo cultural surgió un concepto: el de ‘colonialidad’. Fue creado en 1992 por el peruano Aníbal Quijano y apareció en sendos trabajos suyos al calor de los debates sobre el significado de los 500 años del llamado ‘descubrimiento’ de América. Esos trabajos se titularon Colonialidad y modernidad-racionalidad (1992) y La americanidad como concepto, o América en el moderno sistema mundial (1992), este último publicado junto a Inmanuel Wallerstein.
El concepto de ‘colonialidad’ ha tenido desde entonces múltiples desarrollos, no solo por parte del propio Quijano hasta su fallecimiento en 2018, sino también por parte de muchos otros autores. Hoy se puede hablar de toda una teoría alrededor de este concepto: ‘la teoría de la colonialidad/decolonialidad’. Este último concepto —decolonialidad— se incorporó más tarde y alude al pensamiento y a las prácticas alternativas a la colonialidad.
¿Cómo definir de manera sucinta y entendible a la ‘colonialidad’? Como respuesta a esta pregunta, se acude a un fragmento de un trabajo publicado hace algunos años por el mismo autor de estas líneas. Allí se puede leer:
La colonialidad […] abarca lo que podría considerarse como la lógica cultural que forma parte, acompaña, complementa y sobrevive al colonialismo mismo. Se disfraza de verdades supuestamente absolutas, de valores supuestamente universales, de una supuesta superioridad humana y/o cultural por parte del colonizador. Apela a la autoridad de religiones que excluyen el derecho a existir de cualquier otro credo, de teorías científicas que se presentan como irrebatibles, de normativas éticas que moralizan la desigualdad, la opresión y hasta el exterminio, de expresiones artísticas que se presentan como las únicas capaces de satisfacer el más depurado juicio de gusto y marcan su diferencia en relación con todo aquello que, a lo más, comienza a codificarse como el folclor y la artesanía de sociedades exóticas. La colonialidad conquista el sentido común, el de los colonizadores, pero también el de los colonizados (Fabelo, 2013, p. 92).
Se respira la colonialidad a cada paso. Al encender la televisión y escuchar las noticias internacionales, las más de las veces elaboradas desde la perspectiva de las grandes trasnacionales de la información; al ir al cine a ver casi siempre una película estadounidense en la que sutilmente hacen percibir el mundo como lo ven ellos y hacen adorar a los ‘héroes’ o ‘superhéroes’, por supuesto estadounidenses, que fabrican para sí mismos y también para el espectador. Hay colonialidad cuando los propios políticos de naciones del sur rinden pleitesías a modelos sociales supuestamente exitosos diseñados en el norte global o cuando subordinan las políticas propias a dictados imperiales. Es una muestra de colonialidad cuando se asume que una obra de arte producida en el sur global es buena porque es reconocida o expuesta en alguna de las capitales europeas; o cuando se le atribuye excelencia académica a un producto porque fue publicado en otro idioma y en otro país central, aunque ninguno de sus conciudadanos lo lea; o cuando se toma un programa de alguna materia de humanidades —nada menos que de humanidades— de las que se imparten en las universidades no localizadas en el norte global y, al revisar la bibliografía, toda es europea o estadounidense, aunque sus autores no tengan idea de las características propias de la humanidad que no pertenece a ese grupo y asuman las particularidades de la suya como si fueran la universalidad misma.
Todo ello es expresión de una sutil violencia epistémica. La colonialidad es algo así como gafas a través de las cuales se ve el mundo sin percatarse, las más de las veces, que se llevan puestas.
Incluso la autoimagen que tiene el propio sujeto (ex)colonizado, en mucho depende del discurso que sobre él ha construido Europa, Occidente. Desde el Orientalismo de Said (2008) hasta La idea de América Latina de Mignolo (2007), la idea es la misma: el otro, el no-europeo es una especie de invento discursivo de Europa.
Claro que aquí hay excesos. Más que un invento discursivo y antes de serlo, ‘Oriente’ o ‘América Latina’ son el resultado de una construcción práctica. Más que invento es construcción y más que el discurso es la práctica histórica colonial la que constituyó a los latinoamericanos y a los pueblos del ‘Sur Global’ como una nueva realidad histórica. Esos excesos han sido tratados en otros momentos (Fabelo, 2014, 2016).
Este trabajo se refiere en lo fundamental, sin embargo, a lo que se considera la fuente de otro innecesario exceso: la referida precisamente al estatus epistemológico en el que queda la verdad después de realizar esta justa crítica de la colonialidad.
El evidente secuestro histórico de la verdad que impusieron las epistemologías colonialistas hegemónicas exige, sin duda alguna, la búsqueda de alternativas. A la resistencia política a la perpetuación del colonialismo hay que agregar la ‘resistencia epistemológica’, como bien señala Boaventura de Sousa Santos (2009, p. 49).
¿Qué significa esa resistencia? Algunos, como Lyotard (1987), la han entendido en el sentido posmoderno del ‘fin de los metarrelatos’ o, lo que es lo mismo, como la renuncia a cualquier verdad con pretensiones de universalidad. Presuntamente ningún sujeto puede atribuirse la centralidad en el conocimiento de la universalidad. La historia del eurocentrismo epistémico es tomada como argumento más que elocuente al respecto.
La base teórica de esta idea parecería ser la siguiente: debido a que todo conocimiento es valorativo y está condicionado por su lugar de enunciación, entonces su validez se remitiría exclusivamente a los marcos existenciales de su sujeto enunciante, no habría ni podría haber verdades universales. Este sería el fundamento epistemológico del enunciado posmoderno sobre el ‘fin de los metarrelatos’.
Pero ¿es esa la alternativa? Del hecho constatable de que los diferentes sujetos tienen prismas divergentes y, por consiguiente, modos distintos de ver lo universal, ¿se deduce entonces que lo universal mismo es, cuando menos, incognoscible y, cuando más, inexistente? ¿No será esta una aún más velada forma de violencia epistémica?
Se ve de inmediato que aquí hay dos cuestiones a resolver: una, ‘el tema de la existencia real y objetiva’ de la universalidad humana y el del modo en que ella existe; dos, asumiendo que se reconozca su existencia, ‘el problema de si es aprehensible o no esa universalidad’ por el conocimiento y, además, en qué condiciones sociales es mejor captable.
Sobre los modos de existencia de lo humanamente universal
Es conveniente empezar reconociendo la existencia de lo universal que nos une como ‘especie’ y como ‘género’, algo que no necesariamente está reñido con la infinita diversidad de lo humano. Basado en ello, se podría afirmar que somos, cada uno, al mismo tiempo, singularidades irrepetibles y representantes de un mismo universo humano. Parece obvia la veracidad de esta afirmación. Sin embargo, la ausencia muchas veces de un pensamiento mínimamente dialéctico ha llevado en no pocas ocasiones a una falsa disyuntiva. Si se acepta nuestra identidad común universal como humanos, se tiende a desconocer las diferencias colectivas o individuales. Por el contrario, si se le da reconocimiento a lo diverso, entonces se niega lo común, lo general y lo universal.
Hay que decir que, a pesar de su unilateralidad, las dos posturas aquí descritas tienen su fundamento epistemológico real. Por un lado, ese fundamento radica en el hecho de que el ser humano es una especie más que, al igual que otras, posee una serie de atributos comunes que le permiten identificarse como tal y diferenciarse de cualquier representante de otras especies no-humanas. En esta característica real de lo humano pone el énfasis la primera postura. Pero, por otro lado, el ser humano es también un producto bio-socio-cultural individual y socialmente diferenciado, a lo cual se asocia una inmensa gama de variantes que hacen virtualmente imposible su repetición exacta de individuo a individuo y de cultura a cultura. En esta peculiaridad de lo humano centra su atención la segunda manera de comprenderlo.
Como tendencia, el pensamiento occidental moderno, clásico, eurocéntrico y colonial, de manera explícita o tácita, asumía la primera alternativa. Sus estudios sobre lo humano-particular, fundamentalmente sobre lo propio y europeo, eran presentados como el conocimiento de lo universal humano. Sus particulares experiencias eran elevadas al rango de conocimiento universal, aun cuando en su construcción dejaran de tener en cuenta múltiples expresiones concretas de lo humano.
La segunda variante, negadora de la universalidad misma, es bastante típica del pensamiento posmoderno y está presente también en no pocos representantes de las teorías poscoloniales y decoloniales. Al centrar la atención en lo diverso y en la inmensa variedad existente de expresiones humanas, se tiende a negar, tanto lo general, que nutre las identidades colectivas, como lo universal, que cualifica a lo humano mismo. Como se verá más adelante, esta forma de (no) comprender lo universal conduce (de manera o no consciente por parte de los autores que la promueven) a una ‘nueva variante de violencia epistémica’ que equívocamente llega a presentarse como ‘emancipadora’ en relación con ella.
En atención a esto último resulta de gran importancia mostrar, una vez más y a pesar de su aparente obviedad, la existencia misma de lo humano-universal como realidad constituida y los modos en que se constituye. Para ello vale la pena distinguir entre lo que podría calificarse como ‘universalidad de especie’ y ‘universalidad de género’.
La distinción entre especie y género puede ofrecer la clave metodológica para resolver el problema de la ausencia de dialéctica que muchas veces caracteriza la manera en que se aborda la relación entre lo diferente y lo común de los seres humanos y, a la vez, los distintos tipos de universalidad en que estos pueden vivir.
El concepto ‘especie’ apunta a un tipo de universalidad asociada a la ‘diferencia específica’ que permite distinguir a lo humano de lo que no lo es. Su existencia es un resultado evolutivo y su admisión debía ser ya, a estas alturas, incuestionable. En ella se basan aquellas ramas del saber que necesitan distinguir a la especie humana de otras especies: ciencias biológicas, evolucionistas, antropológicas, etc.
Más problemático resulta el concepto de ‘género’, poseedor de una polisemia significativa1. Particularmente aquí se utiliza el concepto en la acepción que semánticamente significa la posesión de características generales comunes, como obviamente es el caso del ‘género humano’, y no precisamente como este concepto es utilizado cuando se habla del ‘enfoque de género’, haciendo alusión al conjunto de características usadas en la sociedad para distinguir entre masculinidad y feminidad. El concepto de ‘género’ (‘humano’), no obstante, tal y como aquí se utiliza, alude primordialmente a cierto resultado histórico-evolutivo, a un producto que incluye también, en una dosis muy importante, a lo cultural, a lo construido práctica y espiritualmente por el propio ser humano.
Las leyes de especie son más cercanas a la naturaleza biosocial humana. Las leyes genéricas son abarcadoras también de lo sociocultural y, por lo tanto, diferenciadas para grupos humanos desconectados. Son un resultado de su propia y particular evolución histórica, muchas veces dependiente, a su vez, de factores coyunturales, de especificidades medioambientales, climáticas, de particularidades de la flora, la fauna, la altura, la cercanía al mar, las fuentes de agua potable, la fertilidad de los suelos, etc.
En tanto especie, el ser humano nace ya, independientemente del marco cultural o temporal en que lo haga, como portador real o potencial de una serie de atributos universales. Se alude a ‘real’ o ‘potencial’, porque algunos de esos atributos no están listos al nacer y requieren de un desarrollo ontogenético en un medio socio-cultural para su despliegue2. Ellos son tanto de orden biológico (información genética, estructura anatómica y fisiológica), como de orden psicológico (conciencia, capacidad reflexiva, sensibilidad especialmente humana mediada por procesos conscientes) y de orden social (vida en comunidad, intercambio de actividades y de sus productos en forma de trabajo social, comunicación lingüística, etc.).
Sin embargo, estos atributos universales del ser humano como ‘especie’ no cubren todo el espectro posible de la universalidad humana. Ellos identifican al ser humano como ‘ser biosocial’, alcanzando para distinguir a este de otras especies y delimitar así su ‘diferencia específica’. Pero no son suficientes para explicar, por ejemplo, el funcionamiento de la ley del valor en el mercado mundial, ley que hoy, de hecho, alcanza una dimensión universal. Esta segunda es una universalidad diferente. El mercado mundial es un ‘producto histórico’ que nace del desarrollo y universalización de un mercado que no siempre fue mundial, que antes fue local.
Pero ¿cómo se ha llegado a esa nueva universalidad como producto histórico? Habrá que ir a los inicios. La historia del ser humano actual arranca siendo una. Esa que comenzó en África, a partir de un mismo tronco asociado a la descendencia de una progenitora común, la llamada simbólicamente como ‘Eva mitocondrial’3.La universalidad de especie, garantizada inicialmente por el origen común, fue derivando en universalidad de género en la medida en que incorporaba elementos socio prácticos, ya de naturaleza histórica. Pero esa historia, en la medida en que los descendientes de aquella simbólica ‘Eva’ se mantenían concentrados e interactuando en un mismo espacio social, era en lo fundamental todavía la misma para los representantes de la especie. Por ello, especie y género coinciden básicamente para entonces con un mismo universo humano.
Las sucesivas oleadas migratorias desde ese lugar original que hoy geográficamente se identificaría con la región de Tanzania, hacen nacer historias particulares. Con ellas, aunque la especie permanece, el género se dispersa y disgrega. Cada historia particular va forjando su propia versión de lo genéricamente humano. Hay una especie, pero ya no hay un único género. La dimensión genérica inicial de lo humano universal se va extinguiendo en la misma medida en que su praxis e historia pierden la universalidad con la que habían nacido.
Cada oleada migratoria a partir de aquel núcleo humano original, los asentamientos disímiles en nuevas regiones hasta ir abarcando casi todo el planeta, van fomentando un proceso de diversificación cultural. Como señala el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro (1992), este “proceso, de carácter diversificador, responde a la necesidad de adaptación ecológica diferenciada que matiza con cualidades particulares la cultura de cada sociedad, especializándola en cierto ambiente o desviando el rumbo de su desarrollo en virtud de acontecimientos históricos particulares” (p. 9). Nacen así múltiples historias locales cada vez más desconectadas entre sí y del tronco común que les dio origen. Cada una fomenta su propia particularidad cultural.
Distintas trayectorias, como son las de los pueblos históricamente pre-universales (anteriores al proceso de (re)universalización de la historia que arranca en 1492) no podían dar como resultado un mismo producto histórico. Los productos culturales diversos, así engendrados, tienen una cantidad indefinida de mediaciones que, debido a su complejidad, hacen prácticamente imposible su reproducción exacta en diferentes contextos, mucho menos si estos se mantienen sin contactos entre sí. La diversificación alcanza tal grado que cuando, transcurridos los siglos, unas culturas se encuentran con otras, muchas veces se pone en duda incluso que los otros pertenezcan a la misma especie.
Pero la diversidad nunca llega a romper del todo con la universalidad de partida. El hecho de pertenecer a la misma familia humana marca ya la necesidad de respuestas comunes a estímulos externos similares. Además, incluso en esta etapa de la evolución cultural, marcada por la diversificación, hay factores que tienden a convertir en generales y comunes las maneras humanas de actuar. Para Darcy Ribeiro (1992), ello se debe a “la actuación de una serie de fuerzas causales uniformadoras, entre las cuales debemos incluir un imperativo general […]” (p. 9). De acuerdo con este autor, el ‘imperativo general’ radica en:
La uniformidad de la propia naturaleza sobre la cual el hombre actúa y que lo obliga a ajustarse a regularidades físico-químicas y biológicas externas a la cultura. El papel homogeneizador de este imperativo se expresa principalmente en la tecnología productiva que, por su directa relación con la naturaleza, debe atenerse necesariamente a sus requerimientos. Como respuesta a este imperativo, en todas las culturas encontramos un cuerpo mínimo de conocimientos objetivos y de modos generalizados de hacer. Vale decir que la lógica de las cosas se impone a las culturas, desafiándolas a desarrollarse mediante la percepción y ajuste a sus principios (1992, p. 10).
Gracias a este imperativo y al hecho de tratarse de una misma especie con necesidades y capacidades básicas comunes, la diferenciación no llega a ser nunca absoluta, aun cuando diversos grupos humanos no tengan contacto alguno entre sí durante largos períodos de tiempo. Resulta en tal sentido llamativo y casi asombroso que compartan maneras comunes de actuar, de pensar y de decir, incluso con el uso de similares reglas lógicas en el pensamiento y de sintaxis parecidas en lenguas que aparentemente tienen muy poco en común. Como bien señala Ribeiro (1992):
Toda la bibliografía antropológica comprueba […] el carácter reiterativo de las respuestas registradas en el transcurso de la historia para los diferentes desafíos causales a los que se han enfrentado las sociedades, expresadas estas en la presencia de tantas formas comunes de estratificación social, institucionalización de la vida política, conducta religiosa, etc. […] (p. 11).
La mayor comunidad de rasgos entre diferentes grupos humanos no conectados entre sí se da en la esfera de la producción y reproducción de las condiciones materiales de vida, asociada a sus respectivas necesidades y capacidades básicas, así como a su consecuente ‘lógica común’ de acción práctica y de pensamiento. Obviamente, en la medida en que el análisis se aleja de esa esfera, crece a ojos vistas la diferenciación, los rasgos particulares de las diferentes culturas, y tiene mayor protagonismo su ‘lógica histórica propia’. Por eso, a nivel de cultura espiritual y de los valores de la conciencia colectiva, las diferencias son más sustanciales, sobre todo, en estas etapas ‘pre-universales de la historia’.
Esas ‘lógicas históricas propias’ a las que se ciñen los diversos decursos históricos de las sociedades históricamente ‘pre-universales’ son las máximas responsables de toda la inmensa diversidad de lo humano. Más allá de la unidad de partida en tanto especie y de la unidad del propio mundo natural con el que interactúa el ser humano, la historia y sus lógicas particulares responden a leyes sociales que son, en sí mismas, un producto histórico, que presuponen alternativas y la elección ‘libre’ por parte del actor humano. La muy llevada y traída ‘necesidad histórica’ de la que, con toda razón habla Marx, es ella misma un producto histórico concreto. Las leyes sociales no se hacen sin sujeto, sin subjetividad, y no hay manera en que pueda haber uniformidad en las subjetividades humanas como totalidad en poblaciones que han seguido cursos históricos distintos. Una diferencia subjetiva, por insignificante que pueda parecer, puede conducir a líneas históricas totalmente divergentes.
Ninguna de esas historias particulares es en sí misma más universal que las otras, ninguna es más humana que las otras. La evolución sociohistórica y cultural de lo humano no transcurre por un carril fatalistamente pre-determinado. La historia va naciendo de su propia realización práctica y solo dará productos universales cuando ella misma se universalice. Entenderlo así, dialécticamente y evitando los extremos representados tanto por el relativismo cultural como por el evolucionismo teleológico radical, es la única manera de asumir la existencia de lo universal genérico como producto histórico. Y, a la vez, evitar el etnocentrismo que tiende a tomar una historia cultural particular como ‘la clásica’ y ‘universal’, al tiempo que considera a los pueblos que no han seguido su curso como ‘fuera de la historia’, ‘bárbaros’ o ‘incivilizados’.
Ahora bien, de la misma manera que las formas estandarizadas de conducta cultural son mucho menos probables entre sociedades desvinculadas unas de otras, se presentan, por el contrario, con alta frecuencia entre sociedades orgánicamente vinculadas por la historia. Los procesos de integración histórica, aun a través de guerras imperiales de conquista y colonización, tienden a fomentar estandarizaciones culturales, producto no solo de la imposición cultural de los vencedores a los vencidos, sino también como resultado de la asimilación, por parte de los primeros, de productos culturales de sus víctimas que consideran aprovechables.
Solo a partir de 1492, con el inicio del contradictorio proceso moderno de universalización de la historia y la aparición de lo que Wallerstein califica como ‘primer sistema-mundo moderno’ (1974-1989), reaparece la posibilidad práctica e histórica de un retorno genérico universal del ser humano. La nueva universalidad genérica solo podía ser producto de una historia universalizada. Si antes las distintas historias fomentaban un proceso predominantemente de diferenciación, ahora, el nuevo proceso de universalización histórica entrañaba una tendencia a la intervinculación, resultado de un intercambio cultural que incluyó también mucho de imposición. Las diferencias arrastradas por los disímiles conjuntos humanos que fueron víctimas de la conquista y la colonización no desaparecieron, pero tuvieron que subordinarse, las más de las veces, a la cultura impuesta. Nace la colonialidad y, con ella, el secuestro de la universalidad por la cultura colonizadora.
Pero reconocer ese secuestro, real y deplorable, no significa negar las bases prácticas reales de un nuevo tipo de universalidad. Una cosa es lo que significa en términos de universalidad real la puesta en contacto e interacción práctica de grandes grupos humanos, acaecida a partir de la conquista y colonización de América por Europa, y otra es la manera en que se interpreta y se instituye desde el poder imperial esa nueva universalidad. También aquí es preciso un enfoque pluridimensional de este hecho4.
Lo que evidencia la reflexión llevada hasta aquí es que, de atenerse a lo que se podría calificar como ‘la dimensión real’ y ‘objetiva de la universalidad humana’, está solo en parte es resultado de lo que Maturana (1995) describiera como ‘deriva filogenética’ (pp. 120-122). Hay un componente muy importante de esa universalidad que es resultado histórico, producto de la praxis, de la construcción práctica de un mundo humano de dimensiones cada vez más identificables con las del planeta mismo, con toda la biosfera.
Es esta una universalidad no garantizada por el mero hecho de nacer humanos, es una universalidad construida históricamente y, por lo tanto, posterior al surgimiento del ser humano mismo, es una universalidad dinámica, cambiante, concreta en cada uno de sus momentos. Los ingredientes que la componen no son eternos, por ser precisamente históricos; surgieron en un momento determinado y pueden desaparecer en otro y ser sustituidos por nuevos atributos también universales. El mercado mundial como forma fundamental de vincular socialmente a toda la humanidad no tiene por qué ser eterno, al menos, no con ese papel protagónico, desconocedor abstracto de la vida concreta de cada ser humano.
Ser ‘humano’ no significa lo mismo en toda época ni en toda cultura, precisamente porque sus atributos no son solo el resultado de una evolución filogenética, sino también de un transcurrir histórico que durante una buena parte del tiempo de existencia de la humanidad ha transitado por canales diversos, en los marcos de etnias, culturas y civilizaciones sin pleno contacto mutuo.
Solo conjuntando la universalidad filogenética (como especie) con la universalidad histórica se obtendrá la universalidad genérica del ser humano, el concepto de género humano. El ser humano, genéricamente entendido, es, al igual que en el caso de otras especies, un resultado de la evolución filogenética, pero, a diferencia de otras especies, es también un producto histórico constituido por el propio ser humano mediante su praxis acumulada. Esa universalidad histórica, en tanto componente del género humano, se trasmite de generación a generación y de cultura a cultura a través de medios propiamente humanos de trasmisión de experiencias: la herencia sociocultural, que encuentra su síntesis en los objetos humanos, resultados de la praxis, y en el lenguaje, que permite la sustitución simbólica de aquellos en el proceso de trasmisión de experiencias.
Quiere decir, entonces, que se ha de reconocer la existencia objetiva de lo universal humano, en sus dos versiones, como ‘especie’ y como ‘género’. Al caracterizarla como objetiva, se está aludiendo al hecho de que su existencia no depende de que alguien la asuma, sino que es real, un producto evolutivo e histórico.
¿Puede ser verdadero el conocimiento sobre lo universal? ¿En qué condiciones?
Ahora bien, ya reconocida la existencia de esa universalidad, cabe preguntarse: ¿es aprehensible por el conocimiento? Ha de aclararse que con esta pregunta no se hace referencia solo a la forma en que es interpretada subjetivamente esa universalidad (dimensión subjetiva), ni al modo en que cierta interpretación suya es impuesta institucionalmente al universo humano a través del poder (dimensión instituida). Ambas dimensiones son obviamente investigables mediante encuestas sociológicas, en el primer caso, o estudiando a las instituciones encargadas, en el segundo. La pregunta que interesa aquí es si es posible una relación de verdad o de adecuación entre la dimensión subjetiva, por una parte, y la dimensión objetiva, por otra; en otras palabras, si es posible un conocimiento verdadero de la universalidad real, en tanto producto evolutivo que desemboca en la aparición de nuestra especie y que es, más tarde, objetivada por la propia praxis histórica que nos constituye como género.
Con esta pregunta la cuestión central se traslada del plano ontológico (del problema del ser de la universalidad) al plano epistemológico (al tema de la posibilidad de su conocimiento verdadero). De lo que se trataría primero es de aceptar o no la posibilidad misma de ese conocimiento verdadero y, segundo, ver qué condiciones epistemológicas y/o sociales serían necesarias para que un determinado sujeto logre captarla en su verdad.
Ha de reconocerse que el tema es complejo. Lo es, primero, por la propia complejidad del objeto a reproducir como verdad. La humanidad se encuentra apenas en la arrancada de una verdadera historia universal, llena aún de enormes contradicciones, sin pleno reconocimiento todavía del ‘otro’ como perteneciente al mismo universo humano. En la historia de la humanidad mucho se ha avanzado formalmente en ese reconocimiento, desde la igualación de todos los hombres ante Dios en el cristianismo, pasando por la aceptación de la humanidad del ‘indio americano’ en la bula papal de 1537 y continuando con la anunciada igualdad ante la ley de todos los seres humanos en el ideario liberal de la Revolución francesa. Sin embargo, lo cierto es que la humanidad tiene todavía pendiente transitar a la igualación real (y no solo formal) de todos los humanos en cuanto a sus oportunidades, la posibilidad del desarrollo ilimitado de sus capacidades y el despliegue pleno de su personalidad.
Pero ya esto no es totalmente posible dentro de una sociedad opresora como el capitalismo, que cada vez muestra más su incompatibilidad tendencial con el sostenimiento de la vida humana. El capitalismo, hay que decirlo, es también un producto histórico, ciertamente universal hoy, pero transitorio, efímero, finito, sea porque termine él con la humanidad y su historia, sea porque la humanidad lo liquide históricamente y lo sustituya por una nueva forma de convivencia universal, por un nuevo sistema-mundo.
Ahora bien, debido precisamente a esas contradictorias relaciones que, al interior de una sociedad opresora como la del capital, están presentes en el seno del universo humano, la relación hacia la universalidad es diferente y hasta contraria entre los diversos grupos que integran ese universo. La explotación, las desigualdades, la propiedad privada sobre los medios de producción son los causantes principales del choque de intereses entre esos diversos grupos y entre ellos y el género que los incluye. Movida por intereses hegemónicos, de clase o imperiales, la sociedad puede, incluso toda ella, conducirse en contra del interés genérico de la especie, desviarse del curso que más necesitaría, asociado hoy, como nunca antes, a la salvaguarda de la vida.
En estas condiciones, signadas por profundas asimetrías sociales, no es posible identificar la universalidad humana, en un sentido práctico-genérico, como lo que se da absolutamente igual en todos los individuos que integran el género. Los intereses universales de la humanidad no son los que, de común, tienen todos los seres humanos. Nacen del sistema social e histórico de las relaciones sociales. No son abstractos, sino históricos y concretos. Por esa razón, cuando Marx (1980b) reflexionaba sobre la esencia humana en un mundo plagado de contradicciones sociales, señalaba que esa esencia (y lo mismo podría decirse de la identidad universal de lo humano) “no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es en su realidad el conjunto de las relaciones sociales” (p. 3) en las que ese, y todos los demás individuos, están insertos.
¿Es posible, bajo esas condiciones, un discurso verdadero sobre lo universal? Si la respuesta es que no, entonces se tendría que asumir como recomendación práctica derivada, la renuncia a toda pretensión de captar algo que de por sí no es captable y la aceptación como válida de cualquier conducta práctica que se derive de la percepción propia de la universalidad, aunque esta difiera diametralmente entre diferentes sujetos. Pero, en realidad, ¿es eso practicable? ¿Habrá alguien que realmente renuncie a toda cosmovisión o le niegue toda veracidad con tal de complacer a aquellos filósofos que piden olvidarse de lo universal?
Puede verse en el plano práctico a qué esto conduciría. Si en la arena internacional se dieran —como de hecho se están dando— opiniones francamente encontradas sobre un asunto global que involucra a todos los seres humanos, como lo es el cambio climático, y una de las partes (la que expresa los intereses de las trasnacionales del capital) lo niega o lo minimiza (o dice que es un ‘invento chino’, como señaló en su momento Donald Trump), mientras que la otra busca a toda costa proteger la naturaleza y detener el cambio climático, ¿a quién habría que darle la razón? Si nadie puede captar lo universal, nadie tiene la razón, ambas posiciones las decretaríamos igualmente válidas, aunque de una se derive el auto exterminio de la humanidad. Esa no puede ser la salida. La verdad es relativa, es concreta, es contextual, pero es real y, sobre todo, es necesaria a la vida.
El ser humano, en tanto ser consciente, jamás renunciará, en el plano práctico, a la consecución de una verdad en el conocimiento de lo universal. Poseer una concepción del mundo es una exigencia de la propia conciencia como atributo psíquico humano. Tampoco podrá deshacerse de su medio social particular en el momento en que se erige como sujeto de su conocimiento. La solución a este conflicto teórico-práctico, por otro lado, no puede estar tampoco en un divorcio aún mayor entre ambos componentes del hacer humano, el teórico y el práctico. Ni el teoricismo abstracto, ni el practicismo pragmático arrojarán luz, por sí solos, al problema. La simbiosis teórico-práctica que este asunto reclama lleva a plantear que la salida al evidente centrismo que ha acompañado siempre al conocimiento no está en la aceptación acrítica de un supuesto descentramiento teórico, que relativice y termine por aniquilar a la verdad, al tiempo que deje en el plano práctico las cosas como están —bien amenazantes para la vida de la especie y para el futuro de la humanidad—, sino en el reconocimiento de un protagonismo, tanto epistémico como práctico, a aquellos sujetos sociales que, precisamente por el lugar de enunciación de su pensamiento, están en condiciones preferentes de alcanzar una verdad que lo sea no solo para sí mismos, sino también para lo genéricamente humano. Como exigiera Antonio Machado (2017) en aquellas palabras que se reproducen como epígrafe al inicio de este trabajo: “¿Tu verdad? No, la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.
De Sousa Santos (2018) no por casualidad recurre al concepto de ‘Nuestra América’ de José Martí cuando se empeña en fundamentar la necesidad de ‘nuevos paradigmas emancipadores’ y ‘nuevas epistemologías del Sur’, ciertamente plurales, democráticas, pero ‘del Sur’), lo cual apunta a un sujeto (complejo, pero definible y preferencial) en el conocimiento de lo universal. Hasta tal punto puede ser universal ese sujeto que el pensador portugués nos habla de esta centuria que estamos viviendo como la de un posible ‘Siglo de Nuestra América’ (pp. 84-106), aludiendo con esa calificación a las potencialidades universales de nuestra región como lugar de enunciación y de praxis, lugar cuyo prisma no solo permitiría una mejor captación de lo universal, sino también una más probable proyección práctica emancipadora, algo de lo que está urgido el universo humano ante la encrucijada entre vida y muerte en que lo ha colocado la lógica del capital.
No se está queriendo decir con esto que tenga alcance universal solo la praxis emancipadora. De hecho, la universalidad es un resultado histórico muchas veces de otras prácticas que no necesariamente son emancipadoras, en el caso de los pueblos de nuestra América, de las prácticas que los sometieron como pueblos colonizados. Paradójicamente fue la acción práctica colonizadora de Europa la que unió a sus víctimas como colonizados y la que hizo articulables sus respectivas demandas de emancipación. Es el mismo camino metodológico que siguió Marx. Es el capitalismo el que une como proletarios a todos los obreros. Hoy iríamos más allá: es el sistema de dominación múltiple del capitalismo, incluido su ingrediente colonial, el que une a sus dominados, como subalternos, como oprimidos, como ‘Sur global’.
Es en muchas ocasiones la carencia de objetos satisfactores de las más comunes y universales necesidades que todos los seres humanos tienen, la que hace nacer, como intereses materiales concretos y compartidos esos que son, de hecho, intereses universales. Lo que los une como sujetos que necesitan conocer y cambiar la universalidad misma no es alguna especie de razón metafísica en abstracto, sino, en todo caso, la razón histórica, es decir, el hecho real de que en determinadas condiciones históricas determinados sujetos, al actuar en dirección a la consecución de sus propios intereses, expresan con ellos intereses que los trascienden, intereses de un universo humano mayor que el de ellos mismos.
La superación de la auto atribuida centralidad epistémica de Occidente pasa necesariamente por su negación mediante la asunción del privilegio epistémico de su contrario, como paso necesario previo para una epistemología descentrada que solo puede sobrevenir después de que el mundo hoy subalterno imponga el poder de ‘su verdad’, no solo y no tanto en términos epistemológicos, sino, sobre todo, en términos prácticos, mediante la transformación revolucionaria de las condiciones materiales de existencia de la humanidad toda. A ese lugar no se llega negando toda verdad, sino haciendo valer universalmente la propia, para lo cual es imprescindible otorgarle los marcos institucionales adecuados, incluidos los académicos.
Ello significa que también es imprescindible, desde el punto de vista epistemológico y práctico, reconocer y reforzar —y no disolver, que es lo que a veces se pretende desde posiciones posmodernas— las identidades colectivas que unen en reconocimiento y en acción a esos sujetos con intereses emancipatorios comunes, o incluso diferentes, pero articulables entre sí. Luchar por la identidad propia no significa luchar por el no-cambio —como a veces se insinúa—, no es buscar que el oprimido, el subalterno, el colonizado, lo siga siendo, sino todo lo contrario, es procurar los cambios necesarios para que esa identidad y su esencia, siendo cambiantes y relacionales, al mismo tiempo, hagan conscientes, en los sujetos involucrados, los objetivos necesarios a su lucha.
Cuando se sustenta la necesidad de reconocimiento y reforzamiento de la identidad de un determinado sujeto colectivo, no se hace invocando un (im)posible retorno a algún ámbito civilizatorio perdido en el pasado, pero sí en el sentido de su reafirmación como oprimido, como explotado, como subalterno, en tanto condición de posibilidad para dejar de serlo. Si se asume que las identidades, siendo las mismas, cambian, como en verdad ocurre, esto no entraña una complacencia con el estatus de víctima en que se encuentran esos sujetos. Nociones como ‘pedagogía del oprimido’5, ‘opción preferencial por los pobres’6, incluso la llamada ‘civilización de la pobreza’ de Ignacio Ellacuría7, buscan reafirmar identidades y al mismo tiempo cambiarlas. No hay nada extraño en ello si se le ve desde una perspectiva dialéctica.
Cuando Marx asume la pertinencia de promulgar la ‘dictadura revolucionaria del proletariado’, como etapa transicional necesaria en el camino hacia una nueva sociedad8, ese concepto de por sí implica un ‘proletariado’ que ya ha empezado a dejar de serlo en su expresión prerrevolucionaria. No es ya un sujeto carente de propiedad sobre los medios de producción, ni una clase que sea víctima de la opresión sistémica de la burguesía, pero Marx lo sigue identificando como tal porque esa nueva cualidad identitaria suya (como dueño colectivo de los medios de producción y emancipado de la opresión burguesa) tiene que aparecer ya como horizonte de sentido de su lucha en un programa político como el que pretendía ser el de Gotha. La razón última del uso del vocablo no está en expresar una identidad inamovible, sino en mostrar la identidad de llegada del mismo sujeto. El sentido es mucho más práctico que epistemológico o, para decirlo mejor, es el que se corresponde a una epistemología práctica en el sentido de la tesis XI de Marx sobre Feuerbach9.
En otras palabras, se necesita reconocer la particularidad propia para salir de ella. Así de sencillo. El paso a la universalidad necesaria, deseada y aspirada, solo se realizará a través de la lucha práctica de todos los sujetos que tienen que ganar con ella lo que les falta como sujetos oprimidos. Si no hay plena conciencia de esa opresión jamás se convertirán esos sujetos en luchadores contra la opresión.
Por eso, lo primero que tienen que hacer es reconocerse como oprimidos. Es el paso preliminar para dejar de serlo. Deben verse a sí mismos como oprimidos para que puedan divisarse en algún futuro como no oprimidos y así tener la conciencia necesaria para luchar por la consecución de ese fin.
Cuando Marx y Engels apelan a la unión de todos los proletarios al final del Manifiesto Comunistacomunista 10, no era para que lo siguieran siendo eternamente, es obvio, sino para que tomarán conciencia de que lo son y lucharán por dejar de serlo. Y para ello necesitarían, ni más ni menos y de forma transitoria, de una ‘dictadura revolucionaria del proletariado’.
El término ‘dictadura’, hoy por supuesto controversial en un contexto como el latinoamericano, significaba en Marx el derecho y la necesidad de que la nueva clase en el poder hiciera valer su verdad, en lo práctico y en lo epistemológico, a todo el universo social. Ni más ni menos que lo mismo que han hecho, a lo largo de la historia, todas las clases que se han adueñado del poder.
Pero con una diferencia raigal: ahora el propósito tendencial no es la mantención de la opresión, sino su eliminación; no es imponer una falsa interpretación de la universalidad al universo humano en pleno, sino permitir a todos acceder a las verdades universales que entre todos habrán de construir; no es perpetuarse como grupo elegido en el poder, sino procurar su propia desaparición como clase social, junto a todas las demás, aproximándose cada vez más a una sociedad autogestora. Autogestora, tanto en su praxis como en su conocimiento de la verdad sobre la universalidad histórica humana.
Conclusiones
Queda evidenciado, como resultados de las reflexiones aquí presentadas, que se hace necesario el enfrentamiento crítico de aquellas posturas teóricas que, ‘anunciando una decolonialidad epistémica’, llaman a rechazar todo tipo de universalidad por identificarla, sin más, con lo que han sido hasta ahora las particularidades europea, occidental o estadounidense, impuestas como universales. Tal vez sin plena conciencia por parte de sus sostenedores, esta posición apunta a un nuevo tipo de violencia epistémica, esa que les niega a los sujetos alternativos, históricamente oprimidos, que nunca han pasado de ser el ‘alter ego de la centralidad europea’, convertirse ahora en el sujeto central, conocedor y hacedor, de la nueva universalidad que toda la humanidad necesita.
Más que teóricamente, esta postura necesita ser rechazada desde la propia praxis. Y es que la negación de toda universalidad choca con la necesidad práctica de integrar los esfuerzos emancipatorios de las diferentes particularidades alternativas, sin cuya articulación y unidad, como sujetos del conocimiento y de la acción, sería imposible el cambio necesario. Se coincide en este punto con Castro-Gómez (2018), cuando señala:
Se argumenta que toda pretensión de universalidad debe ser abandonada por completo a fin de procurar la liberación de las particularidades sometidas […]. El resultado de esto […] es la incapacidad de articular una voluntad común que vaya más allá de los particularismos. La universalidad no preexiste a las prácticas articulatorias que la hacen posible […], sino que es un efecto de las mismas (p. 38).
Ello presupone unas ‘Humanidades Otras’, que tengan una relación de subsunción crítica con toda la tradición humanística occidental, que no la niegue, pero que tampoco la asuma acríticamente. Que la cuestione y tome de ella todo lo que realmente exprese –más allá de un lugar de enunciación particular– una verdad genéricamente humana. Y que, simultáneamente, se dispongan a construir las verdades propias, sin prejuicio alguno, sin complejo alguno. Hace rato que la genética ha demostrado la inexistencia de las razas. Mucho menos existe superior capacidad natural de conocimiento en ser humano alguno.
Si de privilegios epistémicos temporales se habla, no es por superioridad natural alguna, sino por ser la verdad, en último término, una necesidad bio-lógica o, lo que es lo mismo, una necesidad de la lógica de la vida, tanto más necesaria para aquellos que más en peligro tienen la suya. De ahí la frase de Martí (1975) con la que comenzaron estas reflexiones: “la verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen” (p.139).