Forma sugerida de citar:
Tillería, Leopoldo (2020). Homo Sloterdijk: filosofía de la tecnología en la Posmodernidad. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 28(1), pp.67-92.
Introducción
Peter Sloterdijk ha sido declarado persona no grata por el ala izquierda del establishment filosófico y por buena parte de la elite intelectual alemana. Tal como afirman Sordo y Guzmán (2013), se ha hecho un superstar de la filosofía incursionando en terrenos considerados ‘oscurantistas’ y enarbolando una nueva ontología no unitaria que arremete con alto poder de fuego contra el individualismo metafísico occidental. Con el mismo entusiasmo, dirige sus misiles literarios tanto al fascismo de entretenimiento como a la política estadounidense.
Como bien observa Duque (2002), Sloterdijk se enfrenta a la izquierda de Habermas, Apel, Tugendhat, que queda obsoleta ante los progresos tecnológicos, biotecnológicos y la globalización. Sugiere al mismo tiempo un cambio de principios: crianza en vez de educación, biología en vez de política, raza en vez de clase. En Sloterdijk todo es historia: no hay un solo hombre, como ni un solo y mismo humanismo, y como tampoco ha habido ni habrá una única manera de enfrentar y comprender la técnica. Esta idea será fundamental en su concepto de antropotécnica.
Margarita Martínez (2010) expresa muy bien esta historicidad:
Ahora bien, en la nueva interpretación de la historia post-renacentista que ofrece Sloterdijk, estas tres vejaciones planteadas por Freud obedecen a una primera vejación primordial: la vejación a través de las máquinas o la idea de sistema. Pues el giro copernicano implica considerar que la tierra forma parte de un sistema cuyas reglas no domina, la vejación darwiniana supone (con el antecedente de la vejación vesaliana) la disección del cuerpo humano como máquina perfeccionada a partir de modelos previos (animales). La vejación psicoanalítica, en tanto, implica el establecimiento de un sistema no controlado (incluso si se interviene sobre él) de consecuencias directas sobre la conducta. La irrupción de la máquina se produce exactamente en el momento en que se descubren nuevas tierras a conquistar en el exterior y dominios íntimos a indagar en el interior (p. 128).
Ahora, teniendo en mente esta comprensión de la técnica planteada por Sloterdijk, su pensamiento debiera entenderse en realidad como una fórmula posmoderna en la que conviven diversas filosofías alojadas en un mismo postpesimismo mediático, de modo que su irreverente y en ocasiones farandulesca crítica (estética, tecnológica, financiera, política, por no nombrar otros tantos aspectos de la cultura posmoderna, en especial europea) responde precisamente a esa cualidad camaleónica que hace preguntarse, más de alguna vez, quién es realmente Peter Sloterdijk.
Se debe partir por situar a Sloterdijk en el terreno de la filosofía de la tecnología, más allá de que sus principales detractores lo quieran situar (suponiendo que ello constituye algún tipo de descrédito) en el campo de la literatura. En tal sentido, y parafraseando a Floralba Aguilar (2011), su tarea preferente debe ser entonces “la aprehensión del ser, del sentido y del significado del fenómeno tecnológico” (p. 134). Justo lo que Sloterdijk acomete.
En lo que sigue, se emprenderá la no fácil tarea de presentar encadenadamente estas perspectivas filosóficas en Sloterdijk, teniendo especial cuidado de no caricaturizar su pensamiento, por mucho que su prolífica obra nos haya llegado apostillada en un gigantesco caleidoscopio de ideas y contraideas. Probablemente la mejor forma de entender a Sloterdijk es considerándolo un verdadero oráculo, solo que este vaticinador, que se ha hecho experto en el análisis histórico de Occidente, lo único que parece anunciar del futuro es la crisis de la coexistencia en el seno de una sociedad del pesimismo. Más aún, la idea de futuro tiende a funcionar como una suerte de ‘obsesión antropológica’, en el sentido de que para el filósofo de Karlsruhe vivimos en un mundo que se futuriza cada vez más y que —y esto es lo crucial— el sentido profundo de lo que él llama ‘ser en el mundo’ reside precisamente en el futurismo.
Metodológicamente, el artículo se construye a partir del enfoque de una hermenéutica filosófica (centrada preferente y obligadamente en la teoría de la tecnología de Sloterdijk y parcialmente en la ontología existencial de Martin Heidegger) y del análisis documental de comentaristas autorizados sobre los desarrollos del filósofo germano-neerlandés. La noción de hermenéutica que se tiene en consideración (especialmente por tratarse la filosofía de Sloterdijk de su principal objeto de estudio) se sitúa más bien en la crítica de Gadamer (en Hermanus, 2013), para quien “el arte pertenece al dominio del conocimiento y que no se le pueda desligar de actividades prácticas como la decoración, el trabajo técnico y artesanal y la misma perfección a que apunta la tecnología” (p. 49).
El trabajo se estructura en cinco acápites y una conclusión. En el primero de ellos se desarrolla el concepto de antropotécnica, una suerte de tesis antropológica mediante la que Sloterdijk define al hombre como producto de la técnica. En el segundo, se aborda la idea de sistemas inmunitarios, algo parecido a un blindaje adaptativo del hombre en su devenir como especie. El tercer acápite trata de las técnicas protésicas como núcleo cínico del Homo protheticus, una suerte de Prometeo posmoderno. Enseguida, se analiza el concepto de thymos, que en Peter Sloterdijk funciona como una especie de ira heroica u orgullo ontológico, algo así como el impulso fundamental que permitiría hacer cohabitables las tendencias lúdicas y éticas del Homo technologicus. El último acápite, antes de la conclusión, discute la idea neonietzscheana de animalidad genética como crítica a la Posmodernidad.
Antropotécnica
En Esferas (2006), su opus magnum, y tal como lo refieren Sordo y Guzmán (2013), Sloterdijk desarrolla una completa weltanschauung, una especie de crítica del mejoramiento de la humanidad, que intenta sintetizar una renovada filosofía animal nietzscheana con sus propias anticipaciones en tradiciones místicas y magológicas. En la recepción de Reyes (2019), la interpretación de Sloterdijk es “un híbrido medio extraño entre Heidegger y Nietzsche” (p. 218).
Lo que ocurre es que Sloterdijk —en una extraña mezcla de cinismo e intelectualismo— aparece invirtiendo una serie de paradigmas (el heideggeriano, por lo pronto) que, a su vez, han consistido precisamente en invertir al mismo tiempo otros paradigmas que había arrastrado un poco moribundamente la Modernidad (el cartesianismo y el neoplatonismo, por nombrar solo dos). Sin ir más lejos, el propio concepto de heroísmo, enarbolado tan mesiánicamente por las tendencias fascistas de izquierdas y derechas, es completamente desmontado por Sloterdijk, para arrojar por sus fauces frisio-germanas el único elemento que puede garantizar de algún modo la sobrevivencia de la ‘razón tecnológica’: la tonalidad del humor. Sí, como se ha leído.
Desde el punto de vista de la crítica ontológica, el ser-en-el-mundo de Heidegger es sustituido por Sloterdijk por el ser-en-esferas, justo en el corazón de su teoría de las antropotécnicas, donde las esferas representarían hábitats específicos, inmunizados, inciertos, frágiles y, al mismo tiempo, terapéuticos. Las antropotécnicas quieren decir en Sloterdijk un sistema de entrenamiento del ser-en-el-mundo, justamente para sobrevivir en un ambiente no solamente hostil, sino que derechamente amenazante (atmoterrorismo). De aquí que la paranoia o la esquizofrenia sean escenarios que pueden arribar en cualquier momento si el sujeto posmoderno no se hace ‘experto’ en el ejercicio de la elusión, de la ironía y de la acrobacia (maniobras terapéuticas por antonomasia). Las esferas de Sloterdijk parecen ser más bien una carlinga blindada que el individuo debe construir y ocupar para protegerse de la dictadura de la aristocracia ‘sin virtud’, capa dominante que, según el filósofo, se ha encargado de instalar la cultura como reglamento.
En palabras de Castro-Gómez (2012):
Sin estas cúpulas artificiales, sin este “efecto invernadero” producido técnicamente, sin estos caparazones inmunológicos, jamás habrían podido los hombres devenir lo que son. Para Sloterdijk, estar-en-el-mundo significa ya desde siempre formar esferas, de tal modo que el ser-en-esferas constituye la relación fundamental para el ser humano (p. 66).
De modo que lo que Sloterdijk entiende por antropotécnicas (y esto es sumamente relevante desde el punto de vista no solo filosófico, sino sobre todo antropológico) no es más que la verdadera ‘naturaleza’ del hombre, vale decir, la condición sociohistórica que lo define y determina. Llegamos a un punto de la filosofía de la tecnología donde la técnica ha logrado remplazar a la naturaleza como esencialidad de la especie. Álvarez (2015) parece pensar lo mismo, cuando reconoce que en la antropotécnica de Sloterdijk el ‘ser’ es reemplazado por el movimiento de un dasein histórico en la construcción técnica de su entorno y de sí mismo.
Tal es la idea central de la teoría de Sloterdijk: que las antropotécnicas son consecuencia del teorema que considera al ser humano como producto, el cual solo puede ser entendido comprendiendo su relación con la técnica durante el proceso hominizador. De manera que la idea de antropotécnica, vista al mismo tiempo como ‘mejora del mundo’ y ‘mejora de uno mismo’, no significa otra cosa sino concebir al hombre como esencial y originariamente técnico, entendida esta técnica como un cierto grado de control sobre su propia dotación pulsional. El propio Sloterdijk especifica esta idea en Sin salvación: tras las huellas de Heidegger (2001):
Este término fue recientemente mal entendido en un amplio debate como sinónimo de biopolítica humana concebida de un modo central-egoísta y estratégicamente planificado, y provocó irritaciones que serían más propias de una batalla por el hombre religiosamente motivada. Pero, en el contexto del trabajo aquí desarrollado, la expresión “antropotécnica” responde a un teorema claramente perfilado de la antropología histórica: según él, el “hombre” es en el fondo un producto, y solo puede ser entendido —dentro de los límites del saber actual— examinando analíticamente sus métodos y relaciones de producción (p. 100).
Así pues, las antropotécnicas son aquellas prácticas inmunológicas a partir de las cuales los hombres de diferentes culturas intentan protegerse sistemáticamente de los golpes del destino y del riesgo de la muerte. De ahí que, con cargo a esta esencialidad técnica del hombre, toda posible perspectiva de optimización tecnológica (incluidas la ingeniería y la clonación, por no hablar de la criogenia) resultan finalmente inevitables.
Cabe atender con un poco más de detalle al mismo Sloterdijk (en Der Tagesspiegel, 2017) sobre esta idea crucial a su antropotécnica, la de considerar —incluso bíblicamente— al hombre como el animal que carece de algo:
Existe cierta evidencia que hace referencia al relato bíblico de la pérdida del paraíso como el comienzo real de la conversación occidental sobre el hombre. Ciertamente, no representa la antropología en el sentido más específico de la palabra, pero al principio pone el acento en el hecho de que el hombre es un ser que tuvo que sobrevivir a un cambio de lugar temprano. No se puede apreciar su posición si no se tiene en cuenta el trauma de una procesión original: en su psique se imprime una diferencia topológica, la de paraíso y no paraíso, una diferencia que forma una cicatriz más o menos profunda en el individuo (p. 2).
Lo que implica en el análisis de Sloterdijk la idea de cicatriz, o para decirlo de otro modo, la figura de un sujeto ‘caído’ en un mundo ‘técnico’ que no es de él, es justamente el punto de diferencia que se pudiera advertir respecto del superhombre nietzscheano. En efecto, si la acrobacia cínica del übermensch fue la respuesta del filósofo del Zaratustra ante el nihilismo consagrado por la Modernidad (la obra de Sloterdijk, El pensador en escena: el materialismo de Nietzsche, de 1986, es un referente obligado de este relato), en Sloterdijk la idea de ‘eugenesia’ parece ocupar similar estatuto como principio operativo y postideológico, en un escenario planetario —parafraseando al mismo Sloterdijk— donde lo único definitivo parece ser la finitud de nuestras reservas energéticas.
Resumiendo: lo que aparece en la superficie de la teoría sloterdijkiana, como bien dice Consoli (2015), es un conjunto de técnicas formativas (antropotécnicas) que el hombre aplica sobre sí mismo una vez completada la antropogénesis como forma de producción a partir del animal prehombre. Sin embargo, lo fundamental está ocurriendo en la antropotécnica actual, donde un ser humano concentrado compulsivamente en sí mismo (fitness, consumismo, tecnología del sí), obliga cada vez más al desarrollo de una ‘filosofía privada’ en retardo de una ‘filosofía pública’. Consoli (2015) afirma: “La intervención sobre uno mismo adquiere cada vez más la forma del enhancement [mejora], de la potenciación física, cognitiva, protética” (p. 139). Se sigue de esto que la protésica y las técnicas biológicas, como enseguida se verá, representan el estado más eficiente de las nuevas antropotécnicas en cuanto a ingeniería del hombre operable. Asevera el propio Sloterdijk (en Paredes, 2016): “Las biotecnologías y las nootecnologías nutren, por su propia naturaleza, a un sujeto refinado y cooperativo, y con tendencias a jugar consigo mismo” (p. 154). Puesto en las palabras de Méndez (2013), la dimensión antropotécnica viene a ser una historia social de los amansamientos que pone en evidencia la manera como los hombres se recogen (en el sentido de crear cultura, pero también de refrenarse, de contenerse) para corresponder al todo.
Pareciera no haber dudas que en los confines de esta filogenia antropotécnica se hallaría, en una fase de transmutación definitiva, el paso del ser humano al ser tecnológico, linaje sobre el que cabría potencialmente todo por esperar.
Sistemas inmunitarios
Paradójicamente, y tal como lo expone Martínez (2010), dado que el ‘humanismo desvalido’ es el paradigma que ha vehiculizado los estados tradicionales y bidireccionales de lenguaje y escritura (propios del logo-fono-centrismo europeo ampliamente tratado por Derrida), “el diagnóstico final de Sloterdijk es que hay que convertirse en tecnólogo para poder ser, hoy, humanista” (p. 7).
Pero no se trata de cualquier humanismo (o al menos no uno de los tantos que la boutique de la filosofía puede mostrar, sobre todo durante la primera mitad del siglo XX). El humanismo al que se refiere el filósofo germano es el humanismo técnico, en el que precisamente la técnica provee al hombre de una colección de sistemas inmunitarios que le permiten integrarse de manera equipada a su entorno. En otras palabras, un conjunto de técnicas terapéuticas y de blindaje físico y espiritual de carácter adaptativo respecto de una naturaleza para la cual la especie humana no ha nacido preparada. Perfectamente, pues, la antropotécnica (vale decir, la idea que explica esta ‘nueva’ naturaleza del hombre) puede ser vista como una ascetología general fundada en una interpretación biosófica del hombre, de donde los sistemas inmunitarios, si puede decirse así, refieren a una virtual política de climatización.
Observa Consoli (2015):
La práctica ascética —entendida en el sentido foucaultiano de “un ejercicio personal sobre uno mismo, a través del cual el hombre intenta elaborarse, transformarse y adquirir una determinada manera de ser”— representa no solo la forma de la epimeleia heautou (el “cuidado de sí”), sino también —de manera menos evidente— de las demás formas de subjetivación, siendo formas de repercusión sobre uno mismo por medio de ejercicios no declarados, “costumbres escondidas de entrenamiento” (p. 136 ss.).
Este entrenamiento psicodinámico, este ‘cuidado de sí’ o ascetismo que refiere Consoli, debe entenderse —si se sigue con detención la hebra del discurso de Sloterdijk— como una técnica de producción de un medio ambiente artificial adecuado para asegurar el desarrollo del individuo-especie, considerando como principio operativo (pudiera decirse incluso, propiamente eugenésico) todas aquellas transformaciones que el sujeto deba hacer sobre sí mismo y sobre sus propios productos. Es decir, se trata de la idea de sistema inmunitario como esfera de protección, pero al mismo tiempo de sistemas de adaptación y supervivencia artificial.
Reiterando el argumento, los sistemas inmunitarios de este tipo actúan virtualmente como una segunda naturaleza en el hombre, algo semejante a una corteza adaptativa que el ser humano ha ido modificando mediante diversos mecanismos de entrenamiento durante todos estos siglos (el homo faber y el homo religiosus son casos típicos en la historia de este hombre entrenado). No puede quedar más claro en las palabras de Bordeleau (2009): “Es una postura ilustrada [la de Sloterdijk], que trata de combatir en su propio terreno la hediondez massmediática con la ayuda de una teoría crítica del aire que asuma la tarea de climatizar el espacio público” (p. 6). Para decirlo de otro modo: una teoría de sistemas inmunitaria que propulsa el desarrollo de espacios psíquico-simbólicos (biopolíticos, ethopoiéticos, domésticos) en el escenario farisaico de las filosofías políticas del poder cínico (la Posmodernidad).
Lo evidente es que Sloterdijk aspira a diseñar un sistema inmunitario global (una co-inmunidad o un co-inmunismo) donde estén incluidos no solo todos los hombres, sino todo el ecosistema (para ser exactos, la ecósfera). En efecto, para Consoli (2015): “El proyecto de un design inmunitario global debería llegar a ser planetario, donde el globo, rodeado de redes y espumas, se considere como propio, y el exceso de explotación dominatoria como ajeno” (p. 141). Son estos sistemas inmunitarios —si se entiende bien a Sloterdijk— los que le permitirán al Homo immunologicus sobrevivir y desarrollarse en esta última antropotécnica, completando —mitad artística, mitad tecnológicamente— el ejercicio inacabado del übermensch nietzscheano.
Como sea, hay un acento explícito de Sloterdijk (probablemente su idea más agresiva en cuanto al impacto de su teoría esferológica en el Estado contemporáneo) en la cuestión de la maternidad extendida como fenómeno de la Modernidad. La imagen que mejor representa esta preocupación es justamente la de la extensión de la esfera maternal (protección, mimo, cuidado) hacia un nuevo límite: la formación de una nueva capa inmunológica, esta vez de responsabilidad del Estado. Lo que hay, en definitiva, es la figura de las prestaciones alomaternales, es decir, una virtual incubadora de protección zoopolítica a manos del mismo Estado.
Explica el mismo Sloterdijk (2006b):
El núcleo sociotécnico de la Modernidad consiste en la protetización explícita de prestaciones maternales. La “concepción, que marca época, de madre artificial” no es sólo un capricho de medicina alternativa, del que se mofa un literato suizo presuicida; es el principio empresarial ocultado, pero fácilmente reconocible para una mirada sin prejuicios, de la sociedad del bienestar. El Estado —ahora obligado a la “burogamia” o a la política del mimo—, desde su reforma como agencia de beneficencia y asistencia, funciona como metaprótesis, que pone en manos de los constructos materno-protésicos concretos, de los servicios de asistencia sociales, de los pedagogos, de los terapeutas y sus innumerables organizaciones, los medios para el cumplimiento de sus tareas (p. 605).
Esta condición de neoinmunización respecto de un individuo-beneficiario, que busca los mismos mimos maternales ahora en el dominio de la sociedad de la opulencia, ha posibilitado, a juicio de Sloterdijk, la gran paradoja del Estado posmoderno: implicar esta lógica de justicia en el acceso a los sistemas de mimo y bienestar (a decir verdad, a la dinámica del consumo) en la idea política de acceso a los derechos humanos. Dice Sloterdijk (2006b): “Desde el giro al bienestar de las ‘masas’ en el interior del gran invernadero se puso en vigor la igualdad entre derechos humanos y derechos de confort” (p. 606). En efecto, resulta bastante paradójico pretender incluir al otro carenciado (emocional, financiera, políticamente) en la propia esfera de protección del sujeto, es decir, darle garantías de acceso a las ventajas del sistema de bienestar (como dice Sloterdijk, abrirle también el acceso al mundo de la abundancia), y al mismo tiempo considerarlo un rival directo en el campo del consumo. En todo caso, no es de extrañar para Sloterdijk esta configuración asimétrica de la macroesfera; de hecho, es su fundamento. Cuando se atreve a llamar a este Estado de confort ‘construcción tensional sociotemática’, lo que está haciendo el filósofo es justamente revelar la esencia de este invernadero: la tematización continua de la irritación y el descontento respecto de reclamaciones urgentes que nunca son satisfechas. Esta es, con toda precisión, la génesis de los únicos discursos que van quedando disponibles como discursos de la distopía (donde curiosamente el estrés de la guerra sería, en este caso, una sincronización excepcional).
Conviene detenerse en la idea de sistema de esferas como obra de arte (por decirlo así, en la estética de la artificialidad de Sloterdijk). Efectivamente, los individuos que comparecen a esta macroesfera, como gran invernadero, desarrollan un sinfín de estrategias discursivas en pos del mimo, del aligeramiento, del consumo e incluso del lujo (todo lo que viene a ser la teoría del confort), poniendo en juego, cual más cual menos, sus pulsiones de carencia. No obstante, el escenario disponible para estas operaciones de descarga es el más artificial de todos: la totalidad de las circunstancias ya no puede designarse con el concepto de naturaleza. Esta hiperartificialidad obliga a recurrir a la estética como jalón conceptual a la hora de una mejor definición de los movimientos de este gran museo. Se rompe el sentido, quiere decir Sloterdijk (2006b), de la oposición entre arte y no arte:
En tanto que las formas de vida de la affluent society encarnan el prototipo de artificiosidad, no es plausible prestar más atención en ella a objetos individuales, destacados como obras de arte, que a objetos cualquiera no-destacados. Ningún objeto individual puede ser más digno de consideración que la instalación entera; en consecuencia, a la exposición de obras de arte le hace competencia la exposición de artificios que hasta ahora quedaban fuera del concepto de arte e, incluso, en definitiva, la exposición del propio lugar de las exposiciones (p. 612).
Esta referencia es trascendental desde el punto de vista teórico de la filosofía de Sloterdijk, pues verdaderamente marca en el estado final de su meditación (si de veras fuera posible hablar de aquello) una inclinación más o menos decidida, aunque no por ello menos problemática, hacia una sorpresiva filosofía del arte.
La premisa es la siguiente: es tan importante el sistema desde el punto de vista de la reconstrucción y climatización de las relaciones humanas, que a la postre, aquel termina siendo tan o más determinante que estas en su propia dinámica clientelista y social-burocrática. Objeto individual e instalación completa (es decir, ser humano y esfera global que lo contiene) son dignos de la misma consideración ontológico-estética desde el momento en que ambos encarnan el mismo prototipo de artificiosidad: envolvente, confortable, autorreferente y extraordinariamente mimética. Tal afirmación hace posible incluso la evidente similitud entre los conceptos de arte presentados por Luhmann (particularmente en su obra El arte de la sociedad de 2005) y el mismo Sloterdijk, en especial si se piensa en la identificación entre las ideas de ‘sistema de sociedad’ y ‘sistema de arte’. Como lo refiere Valenzuela (2014), para Luhmann (sin entrar un ápice en su teoría sociológica) el arte tomará la forma de redes intertextuales de obras que limitan el ámbito de posibilidades y el sentido de obras futuras que pasan a conformar las mismas redes, evaluadas y reevaluadas según criterios que activarían un extenso código binario. En otros términos, el arte considerado como un sistema funcional de la sociedad moderna en el que el papel de la obra ha sido traspasado como arte aplicado al concepto de comunicación (bastante lejos de los sistemas institucionalizados de arte clásico, ornamental, popular o inclusive contemporáneo).
Sobre lo mismo, es bien decidora la reflexión de Sloterdijk (2006b) en torno al papel de alguna manera hermenéutico de la filosofía en esta fase de la instalación total:
El museo del presente, comisariado filosóficamente, posee la extraña capacidad de mostrar el fin permanente del arte por su ocaso en la artificiosidad de la superinstalación. Es el único lugar del sistema en el que puede observarse como tal su cualidad primaria: ser la instalación de lo envolvente o la “situación total” artificial (p. 613).
Entonces: es la filosofía de la esfera como filosofía del arte (como agotamiento de la filosofía, parafraseando a Sloterdijk) la que le permite a nuestro autor operar una cierta transmutación de los valores artísticos (al menos de la obra, por no hablar del valor editorial del crítico) en aquello que denomina “sistema bursátil del arte”. Dice Sloterdijk, en El arte se repliega en sí mismo: presentación de una exposición singular (2007):
La ampliación de concepto de arte es imagen especular de la expansión de la subjetividad del artista creadora de valor. Por último, todo cuanto toca la vida del artista ha de ser transformado en arte. El rey Midas está por todas partes. Si hubiera sido jurídicamente posible, Andy Warhol habría vendido a coleccionistas con sólidas finanzas calles enteras de edificios de Nueva York que había transformado en obras de arte al pasear por ellas (p. 104).
De modo que esta visión espumosa de Sloterdijk lo que hace finalmente es descentralizar el poder artístico del arte, para configurar a este último en un estado de restitución de la acción. Esta cuestión del arte y de la acción, si se ve bien el diálogo (a veces más álgido de lo que se supondría) entre Sloterdijk y Heidegger, expone justamente la diferencia esencial entre ambos filósofos alemanes, o para ponerlo con un grado mayor de dramatismo histórico, el salto fundamental desde la ontología heideggeriana a la antropotécnica sloterdijkiana: el asunto del espacio. El argumento de Sloterdijk (en Gimeno y López, 2018) es bastante sencillo, aunque no menos contundente: “En Ser y tiempo, el espacio es simplemente tematizado como mundo, pero no se profundiza en qué consiste ese espacio, ni cómo lo habitamos (o debemos habitar)” (p. 225). Al respecto, ya Rincón (2014) advirtió con toda lucidez el resabio de las filosofías orientales que ha permitido a Sloterdijk reinterpretar la relación entre filosofía y arte, camino que en el entrecruce con la meditación de Nietzsche solo podía provenir del florecimiento de una filosofía corporal:
[Sloterdijk] absorbe elementos de las filosofías orientales, marcada por dos características fundamentales: primera, la concepción de que el pensamiento requiere un cuerpo en condiciones óptimas para el ejercicio de la contemplación del cosmos y, segundo, el lenguaje es siempre insuficiente para representar el cosmos en su totalidad (p. 316).
En definitiva, la idea de lenguaje, o si se quiere, de discurso, como forma psicopolítica por antonomasia del arte. No es de extrañar, por tanto, que arte e inmunización aparezcan en la teoría de Sloterdijk formando parte, por decirlo así, de la misma noción de esfera. Todo el periplo filosófico que ha sobrellevado Sloterdijk, montando y desmontando una y otra vez las implicancias técnicas que advierte en la civilización del hombre (vale decir, y solo para escoger una dimensión esencial a su proyecto, en la esfera política), adquiere consistencia si se acepta, aunque sea a regañadientes, que su propósito no deja de ser mesiánico: dotar al individuo de una inmunología general frente al derrumbe inevitable del actual estado de cosas.
Esto explicaría, en cierto modo y recurriendo a un guiño archiconocido, el ‘giro’ de Sloterdijk desde un nada solapado nietzscheanismo a un cinismo palmariamente más cercano al del Diógenes (el perro), demostrado sobre todo en una filosofía más alegre y absurda, y, por lo mismo, con un sentido más afirmador de la civilización.
Prótesis
Ahora bien, en esta extraña filosofía de la tecnología que propone Sloterdijk, la artificialidad, como se dijo, pasa a jugar el papel de una segunda, o si cabe decirlo así, de la ‘verdadera’ naturaleza del hombre. De ahí que todos aquellos movimientos encaminados a fortalecer, adaptar u optimizar dicha artificialidad constituyan maniobras adaptativas fundamentales de la evolución humana. Es precisamente el caso de la prótesis. En Crítica de la razón cínica (2003), Sloterdijk hará justamente una suerte de desenmascaramiento de la ideología nazi, la que ve encubierta en un delirante espíritu de la técnica expresado en la imagen de los soldados alemanes mutilados que vuelven de la ‘gran guerra’. Allí se analizan las técnicas protésicas como núcleo de un cinismo médico, militar e ideológico, que estratégicamente llega a imponer la voluntad de lo que el filósofo llama Homo protheticus. Para Sloterdijk, el cinismo del Reich manipuló no solo el uso, sino en particular el sentido de una técnica transformada en ‘orgánica’, que abarcó desde la prótesis como restauración del muñón residual hasta la organización de la comunidad militar. Se lee en esta obra:
El optimismo con el que los instructores de inválidos de entonces infundían a sus protegidos sentimientos positivos y alegría de vivir y les instaban a continuar trabajando nos parece hoy paradójico. Con extrema seriedad, médicos patriotas, iracundamente joviales, se dirigían a los lisiados: “También en el futuro la patria necesitará vuestros servicios, incluso los mancos, los cojos o los que llevan prótesis pueden seguir luchando en el frente de la producción”. La gran maquinaria no se preguntaba si la accionaban “individuos” o unidades humano-protésicas. Un hombre es un hombre. En los manuales para inválidos y en los escritos de técnica médica se constituye una figura humana de enorme contemporaneidad: el Homo protheticus, que debe decir un feroz “sí” a todo aquello que diga “no” a la “individualidad” de los “individuos” (2003, p. 632).
Si se comprende bien la idea de fondo sobre el estatus de la prótesis, se cae en cuenta de que lo relevante para los procesos inmunitarios no está relacionado ni con la calidad o la complejidad, ni menos con la usabilidad de la prótesis, sino en realidad con la estructura social que esta técnica requiere y determina. En otras palabras, con el ejercicio mismo que la prótesis demanda como añadido ‘natural’ al cuerpo. Vista así, la protésica de Sloterdijk representa por antonomasia la probabilidad de conectar cuerpo-artificio en una misma unidad ontogénica, posiblemente en la combinación más exitosa que la naturaleza pueda proveer para cualquier sistema viviente. La distinción de Martínez (2010) es, pues, muy aclaradora, cuando indica que “Sloterdijk define el éxito inmunitario de un individuo como el desarrollo de un narcisismo poderoso que es signo de una integración exitosa de ese individuo en su colectivo moral” (p. 3).
De manera que la prótesis que describe Sloterdijk pasa a cumplir una función virtualmente optimizadora (es decir, terapéutica) de la viabilidad biopolítica del hombre, sobre todo en una sociedad donde las biotecnologías han pasado a configurar, como quien dice, la ‘nueva anatomía’ de la Posmodernidad. En este sentido, el salto conceptual que provoca Sloterdijk a partir de la idea de prótesis, se introduce de lleno en su propuesta ontológica de una ascética de la Posmodernidad. En efecto, esta especie de instrumentación adicional que supone lo protésico, no debe, sin embargo, jugar ningún papel en un sentido heroico, ni en una consideración lastimera, ni menos aún en un ensalzamiento épico de corte nietzscheano. Al contrario, la prótesis solo debiera garantizar un devenir auténticamente civilizado justamente porque con Sloterdijk se trata de una metafísica ‘posmiserabilista’, que piensa al sujeto en realidad como el sujeto de la imposibilidad (idea precisamente prefigurada en la tesis de la prótesis como ‘naturaleza’).
De esta forma, la prótesis, lejos de aparecer como prototipo de la desnaturalización o de la artificialidad, se impone como una suerte de artilugio técnico-natural más cercano al estoicismo que a los fundamentalismos políticos, tecnocráticos o religiosos de los últimos cien años. Es decir, el mejor truco del funambulista posmoderno. Expone Sloterdijk, a guisa de la idea de ‘imperativo absoluto’ (en Ríos, 2013):
Todo individuo tendrá que admitir, si se analiza seriamente, que ha hecho de sí mismo menos de lo que según su capacidad, debiera haber hecho, exceptuando los pocos momentos en los que podría decir que ha prestado oídos al deber de ser un animal bueno. Como un animal mediocre, espoleado por ambiciones, infestado de símbolos excesivos, el hombre queda muy por detrás de lo que se pide de él, incluso cuando se enfunda el maillot de vencedor o los ropajes del cardenal (p. 13).
Paradójicamente, esta filosofía protésica tiene una peculiar similitud con la teoría de la máquina de Lewis Mumford, para quien la máquina es una proyección de los órganos humanos y el objetivo de la tecnología es satisfacer las aspiraciones superorgánicas del hombre. La prótesis fascista parece, pues, equivaler a la megamáquina de Mumford, una maquinaria compleja, dúctil, transformable y multifuncional. Ahora, el fondo filosófico del programa de la prótesis parece hallarlo Sloterdijk en las ideas de Friedrich Dessauer. Para Sloterdijk (2003), Dessauer representa la afirmación ingenieril de la técnica, afirmación que el Reich rápidamente transformó en voluntad de dominación:
En este doble sí se mueve el sujeto de acero del futuro; esto es inseparable de un elevado dominio de este sujeto sobre sí mismo: por eso, la teoría dominante de aquella época habla incesantemente de lo heroico. Esto no significa otra cosa que una intensa autosugestión: la retórica del coraje significa en este caso atreverse a un grado más alto de autodeformación (p. 643).
Cualquiera sea el caso, Sloterdijk verá en el programa de Dessauer apenas algo más que una filosofía de la técnica como remedo de una inacabada filosofía kantiana de la ciencia. Lejos de concebir, al modo de Dessauer, el operar de la técnica como una extensión de la obra del Creador, Sloterdijk delineará un acercamiento, si puede decirse así, marcadamente ultraliberal sobre sus posibilidades.
En resumen, para Sloterdijk la máquina no será más máquina (o al menos no puramente máquina) si se mira desde una nueva ontología; si lo fuera, sería volver a la univalente y desgastada ontología del alma versus cosa. De acuerdo al filósofo, las máquinas son por naturaleza prótesis y en tanto que tales, están hechas para completar y reemplazar a la primera construcción de máquinas (la que entrega la naturaleza) por una segunda, surgida del espíritu de la técnica. Hay que cuidarse, por tanto, de no entender por ‘prótesis’ solamente a los sucedáneos primitivos de los órganos ya terminados; por el contrario, la naturaleza de la protésica supone sustituir órganos más imperfectos por máquinas más eficaces. Así pues, para Sloterdijk (2000) la calidad ofensiva de estos remplazos aparece justo en el momento en que se hace abstracción de las prótesis reparadoras y se considera, desde una genealogía de la técnica, a las prótesis expansivas como las prótesis determinantes.
Thymos
Pues bien, para Sloterdijk la Modernidad es —como no se ha cansado de repetirlo— puro estancamiento antropológico, estado patológico del que culpa a un variopinto número de factores: el legado de la Ilustración, la escuela de Frankfurt, el psicoanálisis, Heidegger, Sartre, la tradición autoritario-absolutista de las imposiciones monárquicas de los Estados premodernos, el Estado de bienestar y un largo etcétera. En todo caso, lo que importa acá es que, como pensador de lo estético, Sloterdijk cree ver en la pareja thymos-Eros la actualización de los impulsos vitales nietzscheanos Dionisos y Apolo. Dice más o menos esto: que el hombre tiene por naturaleza un conjunto de impulsos vitales encaminados a la autoafirmación, es decir, fuerzas interiores encargadas de privilegiar el sentimiento de orgullo como parte de un sistema inmunológico general (mediante la indignación, la venganza, el arrojo, la exigencia de justicia, la soberbia). Dicha timótica, sugiere Reyes (2019), “abre a los hombres caminos por lo que ellos son capaces de afirmar lo que tienen, pueden, son y quieren ser” (p. 213).
Muy nietzscheanamente afirma Sloterdijk (en Reyes, 2019):
Los griegos pensaban que ver era el hecho más importante. El que ve es rico, esto era una convicción aristotélica. La palabra “cosmética” está emparentada con cosmos, el que ve el cosmos esta ante el cofre del tesoro del ser como tal y es per se poseedor del mismo. Así que a la vez puede alegrarse y estar orgulloso de existir. Esto implica que no deberíamos querer esas cualidades sino verlas como algo que está a nuestro lado (p. 214).
Dicho en español castizo: la Modernidad ha hecho que en la historia del ser la guerra ceda terreno a Eros. Es lo mismo que decir que en la fase actual de la historia, los impulsos eróticos (que hasta ahora habían sido confrontados con una abundante literatura centrada en el logos cuando no en el ethos) han dejado al hombre en un estado de completa indigencia ontológica, sobre todo teniendo en cuenta la idea platónica de que el erotismo es esencialmente el deseo de lo que no se tiene. Pero se trata, según Sloterdijk, de todo lo contrario: no de fijarse en lo que hace falta (y mucho menos llegar a padecerlo), sino que de considerar lo que se es y lo que se puede ser desde un punto de vista de un irreductible orgullo ontológico, vale decir, bajo la premisa de que, tal como apunta Reyes (2019), “existir no implica ninguna carencia, sino, por el contrario, la satisfacción de pertenecer al cosmos” (p. 214).
En realidad, se trata de la ira. Entonces, no debiera sorprender que el texto donde Sloterdijk vierte su idea sobre los impulsos timóticos sea precisamente Ira y tiempo (2010), título que por sí mismo ya habla de su intento de barrer con el dasein heideggeriano. Sin embargo, hay que aclarar que lo que postula el filósofo de Karlsruhe, aun cuando a veces un poco contradictoriamente, es la restauración de la ira antigua de los griegos (plasmada, como lo enfatiza, en la primera página de Ilíada: “Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles”). Esta ira helénica no tiene nada que ver con la ira sistematizada por el cristianismo en sus versiones vetero o neo testamentaria. Mucho menos con la ira administrada más recientemente por el comunismo o el fascismo nacionalista. Ni qué hablar del sadismo cinematográfico colgado en internet por el Estado Islámico.
La ira del impulso timótico que ve el filósofo germano-holandés es la ira en sentido heroico, aquella que exalta la existencia como un derecho anterior a cualquier otra consideración psicopolítica o antropológica, y que en ningún caso tiene que ver con la ira del resentimiento o con la de la venganza cobarde. Esta última es definida por Sloterdijk como un ‘sentimiento reactivo’ hacia el ‘orgullo herido’, una suerte de rencor acumulado que sigue agudizando nuestra actual patología del ser. Pasa que Sloterdijk hace una revaloración de esta idea de beligerancia helénica y la exporta a la situación posmoderna, no ya ubicándola en la venganza pura del guerrero hoplita, sino en el modo de reaccionar que tenemos cuando vemos amenazada nuestra zona de confort al interior del uterotopo (como espacio de protección o realidad topológica en que nos realizamos fuera del útero materno).
Afirma Sloterdijk en Ira y tiempo (2010):
¿No es “mundo” la palabra para un lugar en el que los hombres acumulan de forma inevitable recuerdos de heridas, injurias, humillaciones y todos los posibles episodios contra los cuales posteriormente quisieran apretar con ira los puños? Y todas las culturas ¿no son siempre, de manera abierta u oculta, archivos de colectivos traumáticos? De reflexiones como esta se puede deducir que a las reglas de la astucia de toda civilización pertenecen las medidas para borrar o contener los inflamados recuerdos de las aflicciones (p. 62).
Ahora bien, cuando esta ira no logra expresarse terapéuticamente, es decir, restaurando o sanando estas heridas colectivas, morales o psíquicas (por ejemplo, en las hazañas de victorias y derrotas propias de una historia de la guerra), se produce algo parecido a una ira castrada, cancerosa, política. Sloterdijk completa el argumento, sugiere Huerta (2016), indicando que la ira comienza a desaparecer de los carismas cuando las virtudes heroico-guerreras se tornan cualidades ciudadano-burguesas, con lo cual solo quedaría manifiesta en ‘entusiasmos fantasmales’ hasta finalmente ser excluida del ámbito de la cultura.
Del mismo modo como lo hiciera Nietzsche mediante su transmutación de los valores, Sloterdijk emprende a través de su filosofía timótica un complejo ejercicio de transvaloración que supone fundamentalmente enfrentarse a dos enemigos: por un lado, las religiones doctrinarias de la humildad (las cristocéntricas de preferencia), y por otro, las teorías psicoanalíticas y eróticas que han reemplazado los impulsos guerreros y vengativos por los complejos neuróticos (Tánatos) y libidinosos (Eros). Esta hostilidad valórica justificaría precisamente en Sloterdijk su descripción de la Modernidad como un amplio experimento antigenealógico. Sloterdijk se revela en su teoría del thymos como el caleidoscopio de filosofías que es: impulso timótico y biopolítica, se funden en el concepto fundamental de una tendencia ‘antigravitatoria’. Dicha tendencia lo que hace, en cierta medida, es conectar las esferas éticas, biofísicas y económicas en el metadiscurso de una inmunología general, vale decir, en el diseño simultáneo de los movimientos individuales y las determinaciones fiscales y empresariales con vistas a lo que se ha dado en llamar ‘altruísmo civilizatorio’, detrás del que Sloterdijk ubica como una suerte de sanctasanctórum el principio de propiedad privada. La tesis es bastante simple: la propiedad privada garantizará al individuo la afirmación de sí mismo, sencillamente porque ‘el que tiene da, y solo el que da se afirma a sí mismo’.
De alguna manera, Sloterdijk desnuda una nueva dialéctica (podría incluso decirse, un nuevo materialismo histórico) justamente como motor de su teoría psicodinámica: las fuerzas timóticas y las eróticas siguen resultando indispensables en la estrategia de autoafirmación. En tal sentido, la dialéctica de Sloterdijk parece estar más cerca de la dialéctica de Georges Gurvitch (en Ogaz, 2012), para quien “la dialéctica es solo aplicable a la sociedad y a la historia y parcialmente a la naturaleza” (p. 90). Sloterdijk parece coquetear con la idea de sí-mismo de Jaspers, aunque nunca lo reconoce. Sin embargo, queda a la vista cuál es su fórmula: los impulsos eróticos (individuales, codiciosos y apropiadores) deben ser sustituidos por las energías timóticas (generosas, prestigiosas y donantes), si es que de verdad se tiene como horizonte una sociedad ‘materialmente’ más democrática.
Dicho alegóricamente, el impulso timótico parece ser el dado que cambie en el tablero del juego (para eficacia del sistema) la ficha de la indignación por la de la generosidad.
Animalidad
La tesis de este artículo sugiere la existencia de varias filosofías cohabitantes en la meditación sloterdijkiana. Es necesario retener esto, pues es la única manera de poder comprender, al menos con un grado mínimo de certidumbre, el tránsito aparentemente arbitrario desde una filosofía animal a otra fundada en la idea de esfera, o el de una centrada en la técnica (o como se ha llamado acá, de la prótesis) a otra constituida por sistemas inmunitarios, o incluso a una basada en impulsos timóticos.
Sloterdijk, en El hombre operable: notas sobre el estado ético de la tecnología génica (2006a), describe una nueva forma de cultura, fundada en el papel de las microredes de información como tensoras de la aclimatación biotécnica a partir de espacios preferentemente domésticos. Esto significa que la clave de los sistemas de conexión antropotécnicos es el principio de información: “En la frase ‘hay información’ hay implicadas otras frases: hay sistemas, hay recuerdos, hay culturas, hay inteligencia artificial” (p. 8). Y agrega el pensador germano, en la que se diría su idea ontológica primordial: “Incluso la oración ‘hay genes’ sólo puede ser entendida como el producto de una situación nueva: muestra la transferencia exitosa del principio de información a la esfera de la naturaleza” (p. 8). Debe insistirse en que lo fundamental de estas observaciones es que desempeñan una nueva subjetividad (que agrega elementos del entorno natural) y, al mismo tiempo, una nueva objetividad (constituida esencialmente como ‘materia informada’). Tales desempeños, dice Sloterdijk, pueden incluir la aparición de inteligencia planificadora, capacidad dialógica, espontaneidad y libertad.
Así, la información coproducida homeotecnológicamente determinará esta nueva relación hombre-máquina mediante la interacción con textos complejos y contextos hipercomplejos. Según esta nueva ontología de la información (especificada en el concepto de genoma como dato disponible para la totalidad de la especie y no solo para el empresario biotecnológico cínico), los datos dejan de verse como un trofeo estratégico, para pasar a situarse en el contexto de la inteligencia productiva como ‘autooperación’ tecnológica.
Es palmario que la crítica de Sloterdijk sitúa a la tecnología en el centro de la cultura, como una especie de hiperconector de multiplicidades de inteligencias, sin márgenes para la dominación, esclavización u ocultamiento de la información y el conocimiento. Pensado así, la contienda se desarrolla en estos mismos instantes. Por un lado, la alotecnología, como tecnología avanzada, en su uso estratégico y dominante como ratificación de la afirmación pascaliana de que el hombre asciende interminablemente más allá del hombre; por otro, la homeotecnología, fundada en soportes de información polivalentes y en una ecología de la inteligencia. Sentencia Sloterdijk (2006a): “Desarrollar tecnologías significará en el futuro: leer las partituras de las inteligencias encarnadas, y contribuir a las interpretaciones subsiguientes de sus propias obras” (p. 17).
Dicha ingeniería, se quiera o no, es una teoría de las máquinas, que pone al objeto técnico dentro de la idea de una naturaleza humana y no fuera o contra el hombre, como lo había pontificado el humanismo. Esto explica por qué Sloterdijk, continuando la crítica de Nietzsche a la Modernidad, deje entrever en su Reglas para el Parque Humano (2000) derechamente una animalidad genética humana, que, domesticada por la cultura y el adiestramiento, no habría logrado aún desarrollarse, mostrando así nuestro fracaso como especie.
Sobre esto, el análisis de Martorell (2013) no deja de ser sugerente. Para él, lo que hace Sloterdijk lisa y llanamente es decretar que “la biotecnología debe reemplazar al periclitado humanismo” (p. 174) o en su feliz analogía literaria, que “sólo la ingeniería genética podrá adiestrar, tal vez aniquilar, a Míster Hyde en los estadios venideros” (p. 174). Por cierto, es muy aceptable la crítica de Martorell al determinismo tecnológico de Sloterdijk, que presupone “que dadas unas técnicas no totalitarias tendremos automáticamente unas relaciones democráticas” (p. 177). Ahora, no es que el desarrollo tecnológico no pueda darse en los términos que Sloterdijk lo observa. Todo lo contrario: la actual deriva tecnológica le entrega al hombre posibilidades de intervención en procesos génicos, médicos, económicos y militares que, como nunca, pueden alterar dramáticamente el sentido y configuración del concepto de especie. Solo que cuesta pensar (si se sigue al dedillo a Sloterdijk) en un grupo de hombres de ciencia que acuerdan bona fide un estatus de manejo bioético responsable, colaborativo, simétrico y controlado de sus prácticas tecnológicas.
Concediendo la posibilidad de la hipótesis Mr. Hyde como esencial a la naturaleza humana (la tesis innatista de la violencia), no hay evidencia de cómo sensatamente pueda funcionar, atendiendo el argumento de Martorell (2013), “la sugerencia, abiertamente neo-eugenésica, de pacificar al hombre mediante la ingeniería genética” (p. 171). La duda principal de Sloterdijk, siguiendo al mismo Martorell, parece caer en una visión idílica de la tecnología: “Mientras que en antropología se muestra pesimista en el sentido que he ido describiendo, en lo concerniente a los desarrollos recientes de la tecnología su optimismo roza la credulidad” (p. 177).
Como sea, esta crítica no destruye el argumento central del proyecto ontológico de Sloterdijk, el que entiende a la tecnología como un destino dentro de la historia del ser. Por mucho que no se comparta su pregunta acerca de si el género humano sufrirá una transformación desde el fatalismo de la natalidad a un nacimiento opcional y la selección prenatal, nada autoriza a desecharla o minimizarla solo porque no es del gusto de algunos. De hecho, no será en el terreno de la ontología, sino en el de la bioética (vale decir, muy ‘antisloterdijkianamente’), donde los detractores del filósofo teutón desenfundarán sus mejores arcabuces para intentar abatir a la bête noire de la filosofía actual y enterrar todo vestigio de Mr. Hyde.
Conclusión
Hasta acá se ha logrado incubar lo que la investigación ha determinado como las piezas claves de la filosofía de Peter Sloterdijk. Así, las nociones de antropotécnica, inmunización, protésica, timótica y animalidad, lejos de ser colecciones conceptuales para una especie de traducción del ‘código’ Sloterdijk, han resultado ser (muy en la línea de Luhmann) sistemas de distinción respecto de las funciones psicodinámicas del individuo. Tanto la idea de un hombre esencialmente técnico (y transformado, por tanto, en Homo immunologicus) como la de una nueva dialéctica de la autoafirmación (que sustituye el egoísmo erótico por la generosidad timótica, de cara a una democracia más centrada en lo civil que en la verticalidad de las instituciones), ponen en juego la figura de un nuevo animal que, pudiera decirse, ‘mejora’ la ontología tan discutible del übermensch de Nietzsche. Desde un cinismo en todo caso más cercano al de Diógenes de Sínope, Sloterdijk reelabora la idea del übermensch nietzscheano y lo transmuta en un acróbata de la creatividad y de la superación, portador del nuevo fuego de los dioses: el imperativo ético-estético de la Posmodernidad.
El proyecto de filosofía futura de Sloterdijk puede verse como la continuidad de una línea que nace con la filosofía del arte de Nietzsche, sigue con la filosofía de la técnica del segundo Heidegger y entronca más tarde con la doctrina de las multiplicidades de Deleuze. Sin embargo, su radicalidad y novedad consiste en borrar de un plumazo esta metafísica y teoría social de la totalidad para dar significancia al recorte ontológico de la espuma como verdadera posibilidad de inmanencia de lo real. En efecto, las espumas son procesos biogenéticos en cuyo caótico interior se producen constantemente saltos, transformaciones y cambios de formato. Esperablemente, sostiene Acevedo (2013), con la imagen de la espuma Sloterdijk se sumerge en la propuesta de una nueva filosofía, teoría del conocimiento, ontología, teoría lingüística y forma de apropiación del mundo. En todo caso, la cantidad de preguntas que quedan en pie es abrumadora. Se indicarán al menos dos.
Primero, ¿quiénes definirán (en un mundo donde prácticamente se hacen indiscernibles naturaleza y cultura) los límites e implicancias ontológicas de las especies (androides, ginoides, ciborgs, hombres-prótesis, transhumanos, replicantes) que pretenden convivir ‘dialógica’ y ‘no dominantemente’ con el ser humano? ¿Cómo y con qué argumentos se decidirán los protocolos, reglas o deontologías en un ‘siglo biotecnológico’ conformado como ‘mundo-red condensado interinteligentemente’? Y eso, sin considerar la discusión sobre algunas posturas que tienen en su fundamento justamente la tesis del mejoramiento genético (o incluso la idea de inmortalidad) y que parecen haber sido certificadas por proyectos postliberales como el de Sloterdijk (baste con mencionar al transhumanismo y su defensa de la crioconservación). Bonet (1999) lo sintetiza con toda claridad: “Sloterdijk se ampara en Platón para defender una sociedad en la que la filosofía sea la disciplina, que dicte a los expertos en tecnología genética las reglas éticas para utilizar su ciencia” (p. 3).
Segundo, la cuestión de la verdad. El problema pudiera traducirse en que no hay una sola y definitiva verdad, y no la hay simplemente porque la verdad es inesencial al proyecto psicopolítico de Sloterdijk. Su teoría de una realidad fundamentada en un modelo de espumas, a decir de Goycolea (2017), no necesita categorías permanentes ni no contradictorias de pensamiento, de manera que lo que hay es una nueva epistemología, que ve en el humanismo una expansión epistemológica de la humanitas romana. Lo que interesa al proyecto de Sloterdijk no es el estatuto de los enunciados de verdad, sino simplemente la materialización de la autoafirmación del individuo, en una arista absolutamente rectilínea respecto de las mejores políticas de sobrevivencia. De cualquier modo, la cuestión enunciativa de la realidad (en el marco de una ética global) queda resguardada por los propios sistemas inmunitarios de Sloterdijk: el biológico, el de las prácticas sociales y el de las prácticas simbólicas o psicoinmunológicas.
Al respecto, el soberbio análisis que la profesora Cordua (2008) hace del concepto de verdad en Sloterdijk deja en claro este alcance veritativo. Habrá verdades tanto de legos como de expertos: “Nunca ha habido un pueblo que no desarrolle al menos rudimentariamente un ‘sistema bicameral’ de acceso a la verdad” (pp. 181 ss.). Así pues, es esperable que una realidad que funciona y se explica bajo el modo esférico, muestre múltiples formas de verdad en cada punto de contacto y desaparecimiento de sus junturas y bordes, precisamente un discurso frágil que está en las antípodas de los programas de los fascismos de derechas e izquierdas. En una segunda idea de Cordua (2008): “En vez de ligar la historicidad de la verdad al problemático conjunto del saber humano, Sloterdijk prefiere verla asociada a acontecimientos decisivos que inauguran épocas del proceso histórico, afectando por igual al hombre y a su mundo” (p. 187). Dicho en otras palabras, la verdad de Sloterdijk no es ningún asunto enunciativo o declarativo, sino más bien de índole psicodinámica: propio del hábitat cultural de un espacio determinado. De ahí que lo que realmente le importe a Sloterdijk no sea exactamente qué es la verdad, sino en realidad cómo es que la verdad acontece y se relaciona con quienes la experimentan.
Dicho esto, no cabe sino preguntarse: habiendo tantas verdades posibles y naturales, pensada una nueva fenomenología de lo marginal y lo doméstico, y convertida la tecnología en elemento coevolutivo esencial del ser humano, ¿no era acaso de esperar que el siguiente paso fuera en la dirección de una eugenésica como normalidad? Sloterdijk no solo no ha traicionado su forma de interpretar el mundo, sino que ha sido muy cuidadoso en destrabar el problema antropotécnico de la Posmodernidad sin recurrir a los recursos de la metafísica (ser, conciencia, cosmos, etc.). Sin embargo, lo que sigue estando en juego es la condición cínica del hombre. Tanto así, que la crítica política de Sloterdijk parece mostrarse como el desenmascaramiento de una macroesfera del poder (militar, económico, periodístico, fiscal) que busca eternizarse en un sistema sin tensiones ni contradicciones.
Vista de esta forma, la ofensiva biotecnológica presentada en las Reglas para el Parque Humano debe entenderse como una suerte de manifiesto de un quinismo que ha sido históricamente invisibilizado e inviabilizado por el cinismo de elite, cuya ayuda de cámara ha sido casi siempre desvergonzadamente la prensa amarilla. Por lo mismo, habrá que reconocer en esta desinhibición quínica puesta en juego por el desplazamiento biotecnológico de Sloterdijk, el mérito de intentar retornar a la simpleza del cinismo originario. A decir de Bordeleau (2009): “su anhelo por desarrollar una filosofía por él llamada ‘integrante’ y anti-esquizoide” (p. 4), cuestión que, por lo demás, como lo señala el mismo Bordeleau, le ha valido sistemáticamente a Sloterdijk la crítica de reducir lo político a la esfera doméstica. La fisonomía de una filosofía de la diferencia parece en Sloterdijk, pues, evidente.
Consistentemente, el filósofo de Baden-Wurtemberg ha cortado el nudo gordiano de la ontotecnología con las armas que ha preferido: un quinismo encubierto en la mediática figura del ‘agente doble’, parapetado en tantas filosofías como fuera posible, signo inequívoco de su posmodernidad.