Forma sugerida de citar:
Orozco, C. (2023). Las grandes corporaciones agroindustriales y la agricultura contractual: Aproximaciones teóricas. La Granja: Revista de Ciencias de la Vida. Vol. 37(1):58-74. http://doi.org/10.17163/lgr.n37.2023.05
1 Introducción
Inicialmente, antes de dar paso a la presentación y desarrollo argumentativo de las perspectivas teóricas que estudian la agricultura por contrato (AC), es necesario realizar una serie de aclaraciones conceptuales que permitan especificar el análisis.
En primer lugar, una pequeña y mediana producción agraria —la parte contratada o integrada— está conformada específicamente por productores campesinos, cuya base material de su reproducción social se fundamenta en la propiedad y uso de un espacio relativamente mediano o pequeño de tierra cultivable, y en la fuerza de trabajo familiar (Óman y Rama, 1986).
En segundo lugar, una gran corporación o empresa agroindustrial (GCA) —la parte contratante, integradora o ancla del contrato agrícola— es una compañía de capital nacional, extranjero o mixto que ostenta en el mercado en el que opera una posición de preeminencia y dominio, generalmente, aunque no siempre en un contexto donde predominan las formas de competencia monopsónicas u oligopsónicas, específicamente en el sector agroalimentario, dedicándose a una o más de las siguientes actividades: producción, industrialización y comercialización de mercancías agrícolas, ganaderas, forestales, piscícolas, entre otras relacionadas con recursos naturales biológicos.
En tercer lugar, siguiendo los razonamientos de Barker1972, (citado en Soria, Rodríguez y Langreo, 1988, p. 225), se entiende a la AC como:
un sistema para la producción y oferta de productos agrícolas bajo contratos futuros, siendo la esencia de tal sistema un acuerdo para suministrar un bien agrícola de características determinadas, en el momento y la cantidad requeridos por un comprador conocido. Tal sistema, a menudo, incluye una transferencia de algunas responsabilidades empresariales y algún grado de transferencia del riesgo comercial (p. 225).
2 Vertientes interpretativas de la agricultura por contrato
Así, teniendo claros estos conceptos; la estructura de este apartado obedece a las aportaciones en torno al rol de las GCA en el crecimiento de la AC basadas en las corrientes mencionadas inicialmente, a saber: la corriente francesa, con ciertas influencias marxistas; la corriente anglosajona; y, la corriente latinoamericana, muy influida por las teorizaciones de la primera escuela, es decir, la de origen francés (Posada, 1999).
2.1 La corriente francesa
Desde esta corriente el análisis de las GCA y sus estrategias empresariales parte de la denominada «teoría de la agroindustrialización», así, en base a Fenollar (1978) se puede interpretar esta como:
Aquella que pretende desvelar la «ley económica» del desarrollo agrícola dentro de un proceso de crecimiento de industrialización y urbanización, así como mostrar la «especificidad» de las relaciones agricultura/ industria y la profunda inserción del mundo rural en la sociedad global, lo que conduce a la consolidación de un sistema de producción, transformación y distribución de los productos agrarios (S.A.I) [sistema agroindustrial] que tiene como objetivo la satisfacción de las necesidades de nutrición, y que se caracteriza por una contribución cada vez menor de la propia agricultura en la formación del producto alimentario final, por un crecimiento de las grandes firmas agroalimentarias, por el desarrollo de las relaciones contractuales de éstas con las ramas más «industrializadas» del sector agrario y por la articulación de la agricultura familiar parcelaria en dicho sistema (…) La teoría de la agroindustrialización nos viene a decir que el carácter capitalista de la agricultura se acentúa no en función del desarrollo específico del MPC [modo de producción capitalista] en el interior mismo de la agricultura (...), sino en función de las interrelaciones entre la agricultura y el sistema capitalista en su conjunto (pp.173-174).
Se trata, por tanto, de una teoría que en términos generales intenta aprehender sobre los procesos de integración de la economía campesina en el desarrollo del capitalismo en general, y del capitalismo agrario en particular —definiendo este último como un modo de producción basado en la propiedad privada de la mayoría de los medios empleados para producir, el carácter mercantil de la producción y la apropiación privada de la producción y el beneficio, donde «las relaciones sociales que dan origen y finalidad al proceso económico son las que se establecen entre los propietarios de las empresas y los asalariados que carecen de medios para producir» en el ámbito agrario (Palazuelos, 2017, p. 123)—.En este sentido, específicamente la AC, entonces, se entiende como un instrumento más —dentro de una amplia variedad de estrategias empresariales —para subsumir y subyugar al sector campesino en ese desarrollo de corte capitalista —adoptando las características propias del régimen alimentario corporativo desde la década de los ochenta— (Porter y Phillips-Howard, 1995).
Desde esta perspectiva, y en la línea del enfoque marxista clásico —Lenin (1981) y Mandel (1969, citado en Lebossé y Ouisse, 1979)—, el desarrollo del capitalismo agrario se ha teorizado empleando los mismos marcos analíticos procedentes del estudio del capitalismo industrial, es decir, aquellos empleados para estudiar el paso de la subsunción formal a la subsunción real del proceso de trabajo en el capital (Marx, 1975), originando un proceso prácticamente absoluto de proletarización (McMichael, 2013). Entonces, a partir de este punto se considera que el sector campesino, cuyo eje central es la pequeña producción familiar rural, sigue existiendo como tal porque la agricultura, por una serie de razones que van a ir desapareciendo, mantiene un cierto retraso temporal en su proceso de industrialización, y todo lo que ello implica (Posada, 1999).
En este sentido, autores como Malassis (1979) han considerado que el desarrollo del capitalismo agrario —entendido como capitalización del agro— puede seguir dos vías diferentes. La primera estaría dirigida por parte del sector industrial, las cuales controlarían e invertirían en la propiedad agraria. Este es el caso de la llamada integración vertical. La segunda sería una vía indirecta de inversión y control por parte del sector industrial al agrario, a través, por ejemplo, de la AC. Cabe resaltar que ambas vías de desarrollo del capitalismo agrario tienen en común el hecho de que el actor proactivo del proceso es el sector industrial, o, más específicamente, la burguesía industrial —sobre todo internacional, pero también autóctona— a través de sus empresas.
Se entiende, por tanto, que esta segunda vía presenta ostensibles ventajas sobre la primera —y explicaría en gran medida el creciente protagonismo que la AC ha cobrado en las últimas décadas— en la medida en que esta le permite al capital industrial sortear el problema axial del control de la tierra; la AC resulta económicamente más lucrativa que la integración vertical puesto que, generalmente, los campesinos son muy reticentes a la hora de vender sus tierras, dando lugar a inversiones onerosas y a tasas de ganancia menores (Posada, 1999). Así pues, esta estrategia empresarial protagonizada por las GCA puede incluirse en el concepto de acumulación por desposesión (Harvey, 1984, citado en Bernstein, 2016, p. 626), un elemento axial del régimen agroalimentario corporativo.
Desde esta misma perspectiva, Lebossé y Ouisse (1979) sostienen que la AC:
integrada en un conjunto alimentario y controlada por el Estado capitalista es la que mejor sirve a los intereses esenciales de los capitalistas... En todos los dominios agrícolas el mantenimiento de un artesano transformado permite, en las condiciones actuales, una explotación mayor al beneficio del sector capitalista, es decir, una transferencia de valor mayor que la explotación directa de una fuerza de trabajo asalariado en una agricultura capitalista (p.203).
Es decir, las empresas capitalistas prefieren la AC siempre y cuando el mantenimiento de elementos precapitalistas incrustados en el modo de producción dominante, «en el seno de la esfera alimentaria», aseguren un mayor nivel de explotación hacia el agricultor; por lo tanto, en esta situación se produce una transferencia de valor mayor cuando este agricultor es campesino —es decir, cuando su subsistencia no solo depende de los ingresos que le proporciona su participación en proyectos de AC, sino también de la producción agrícola para el autoconsumo y, además, cuente con el apoyo laboral de su familia—, que cuando es netamente un trabajador agrícola asalariado de la empresa. Así, con referencia a lo anterior, se entiende que el mantenimiento de estructuras agrarias clasistas basadas en pequeños y medianos productores agrícolas —«agricultura artesanal», según Lebossé y Ouisse (1979)— es preferible al desarrollo del capitalismo agrario —un esquema basado en una masa de trabajadores asalariados libres por una parte, y empresarios capitalistas propietarios de la tierra y los medios de producción agrícola por otra—, solo cuando la primera condición se cumpla, es decir, cuando haya una mayor extracción de valor.
En concreto, esta tesis se sostiene en base a dos postulados. El primero, la cuasi-integración — cristalizada en la forma de AC— asegura una transferencia importante del excedente integrado (Etges, 1991; Da Costa, 2003). Por ello:
el interés de la empresa integrada es, pues, de realizar una cuasi-integración, ya que se asigna así una parte del excedente agrícola, sin tener que soportar inversiones suplementarias. La integración total, por el contrario, permitiría tener todo el plustrabajo agrícola, pero implicaría una fuerte carga de inversiones suplementarias. Sería entonces el conjunto del grupo capitalista el que obtendría tasas de beneficio más bajas de la «normal» (Lebossé y Ouisse, 1979, p. 210).
Pero ¿cómo se efectúa la transferencia del excedente? Pues bien, desde esta perspectiva teórica se sostiene que el precio de venta del producto final es inferior al «coste capitalista de producción». De forma que los empresarios que pueden pagar salarios más reducidos utilizan este proceso de la cuasi-integración. Lebossé y Ouisse (1979) sostienen que la falta de rentabilidad de los pequeños y medianos agricultores integrados en la AC no depende de su «incapacidad técnica», ni a las dimensiones escasas de sus parcelas, sino que se debe a que GCA integradoras les «confiscan los aumentos de productividad de su explotación», aunque sean los primeros los que suministran la fuerza de trabajo, la tierra, y los equipos en muchas ocasiones. En este sentido, se deduce que el derecho de propiedad del integrado es limitado en la medida en que el objetivo último del «contrato es hacerlo desaparecer en tanto que sujeto económico», es decir, de transformarlo en una pieza técnica más de la gran empresa integradora. Fenollar (1978) lo plantea «como una forma de sumisión de la agricultura familiar al capital», de forma que, por una parte, como propietario formal de tierra, este debe cuidarla y mantenerla en las mejores condiciones productivas posibles, y por otra parte, como «agricultor-artesano integrado», este no puede conservar su excedente generado (p.211).
En este sentido, este primer postulado significa, además, el despliegue de un doble movimiento: un mayor grado de «dependencia de los agricultores»—incluso en el caso de que estos se encuentren integrados en asociaciones— que refuerza la independencia de las GCA integradoras. Este hecho se hace patente al constatar que estas, en la abrumadora mayoría de los casos no están obligadas a garantizar la parte correspondiente a la amortización de los equipos utilizados durante el proceso productivo —coste que corre a cargo, por ende, de los mismos pequeños y medianos agricultores integrados a través del contrato—. En estas circunstancias tan favorables para las GCA, estas consiguen un mayor margen de maniobra de cara al manejo de sus recursos financieros, puesto que pueden transferir sus fondos a otras producciones u otras zonas geográficas, en la medida en que los contratos firmados previamente son generalmente de corto plazo, y casi en su mayoría su duración es menor a la «vida económica» de los equipos utilizados por los pequeños y medianos productores contratados.
Más aún, en un reducido número de casos, en los que la GCA se ve obligada a asumir la «carga financiera de las inversiones», este hecho no altera «en nada la transferencia de excedente por medio de los precios», en la medida en que el alquiler —retenido sobre los ingresos de los pequeños y medianos productores contratados— garantiza un nivel «normal» de rentabilidad de los capitales inmovilizados. En última instancia, el mayor cambio con respecto a la situación descrita anteriormente es la referente al menor margen de maniobra por parte de las empresas contratantes, puesto que ante estas condiciones contractuales, estas no pueden optar por desplazar íntegramente sus recursos financieros hacia otras actividades antes del fin de la vida útil de los equipos involucrados en la producción agrícola sujetos al contrato, ya que la parte integradora se ha comprometido a sostener los costos de las amortizaciones de estos (Lebossé y Ouisse, 1979, p. 212).
Por otra parte, el segundo postulado nos indica que la cuasi-integración asegura la transferencia de los riesgos técnicos y económicos del sujeto económico integrador al sujeto jurídico integrado, puesto que esta «permite controlar suficientemente al integrado, reducir su libertad de acción especializándole totalmente, imponiéndole la exclusividad del aprovisionamiento, y creándole, con frecuencia, una posición deudora respecto al integrador» (Lebossé y Ouisse, 1979, p. 214).
En el caso de los primeros, es decir, de los costes asociados a la prevención contra los riesgos técnicos —por ejemplo: sequías, inundaciones, plagas, enfermedades, etc.—, estos son normalmente asumidos por los agricultores-propietarios de la tierra. Estos asumen todos los riesgos, salvo ocasiones excepcionales en las que estos pueden demostrar que no han sido los responsables —siempre y cuando esta circunstancia esté incluida en el contrato—. De tal forma que la alternativa más viable que asumen mayoritariamente los pequeños y medianos productores contratados frente a estas desavenencias es la de pagar un seguro voluntario para prever este riesgo, siempre latente en la producción agrícola.
En cuanto a los riesgos económicos, Lebossé y Ouisse (1979) afirman que:
hay que destacar que resultan de la política del integrador: este lleva cierta política elegida libremente y el sistema de cuasi- integración le permite reflejar, en todo o en parte, las consecuencias de los errores de su política sobre los agricultores artesanos que integra (pp. 112-113).
Los riesgos económicos, a su vez, se pueden presentar a corto y largo plazo. Así, a corto plazo se presentan los siguientes elementos. En primer lugar, «los precios asegurados al integrado» si bien constituye un elemento positivo de la AC, esto es solamente imputable de forma parcial al integrador, puesto que, en lo sustancial, esto se debe a «un sistema de igualación de precios entre productores y entre diferentes periodos de tiempo». La intervención de la GCA integradora es débil, ya que «sus cotizaciones no representan más que una pequeña parte de las cotizaciones de los integrados». Por tanto, se entiende que su principal desempeño se ve limitado a desarrollar tareas contables y a «anticipar ciertas cantidades». Desde esta perspectiva, incluso la AC basada en contratos «protectores» o contratos «a riesgos compartidos», el pequeño y mediano agricultor integrado «se ve obligado a financiar la mitad de las pérdidas resultantes de los errores del integrador (mala política anticíclica, malas anticipaciones...)» (Lebossé y Ouisse, 1979, p. 213).
En segundo lugar, «la rectificación de las cantidades a entregar» supone que durante el periodo de producción agrícola, en el momento en el que la GCA contratante se percata de un fallo en su estrategia comercial o intuye un cambio previsible en las expectativas del mercado que le pudieran ocasionar dificultades en sus negocios pueden — si esta circunstancia está recogida en el contrato, y generalmente lo está— imponer una reducción o retraso de las entregas por parte de los productores agrícolas integrados. Además, este tipo de cláusulas contractuales se combinan con otras, como la de exclusividad, por la cual, los agricultores contratados solamente pueden vender su producción a las empresas contratantes; traduciéndose en una caída arbitraria de los ingresos de los agricultores integrados —incluso, cabe recalcar, en aquellos pocos casos en los que se prevén ciertas indemnizaciones para los pequeños y medianos agricultores— (Lebossé y Ouisse, 1979, p. 213).
Por otra parte, los riesgos económicos a largo plazo están asociados a la caída tendencial de los precios de los productos agrícolas; esta reducción es asumida por los pequeños y medianos productores contratados, «ya que la mayor parte de los contratos prevén una remuneración fundada sobre el valor medio de las ventas, en un periodo determinado». En este contexto, cabe inferir que estas remuneraciones tenderán a evolucionar «con el mercado», de tal forma que no supondrán ninguna garantía sobre los precios efectivos en periodos de largo plazo —cuatro o cinco años—. Y en la medida en que es necesario amortizar los equipos e instalaciones, el productor contratado estará ligado a «cualquiera que sea la evolución de los precios durante este periodo». De esta forma, la GCA contratante puede, en un momento determinado, modificar discrecionalmente la actividad porque la mayor parte de sus medios de producción son adaptables —por ejemplo: elementos de transporte, almacenamiento, conservación, red de comercialización, etc.—, y, además, poner en hombros de la parte contratada los costes de esta modificación o «de su reducción de actividad sobre el agricultor integrado», el cual mantiene «sus equipos relativamente inadaptables que, sin embargo, tiene que amortizar» (Lebossé y Ouisse, 1979, p. 214).
Así pues, después de las consideraciones anteriores, es lógico sostener que la estructura social-agraria que surge de esta modalidad de integración genera «un fuerte sustento» en la medida en que son las mismas GCA los que los crean y fomentan —entre otros impulsores—, y, por tanto, «sus perspectivas temporales son duraderas» (Posada, 1999, p. 108).
En resumen, desde esta corriente teórica, las GCA constituyen el principal determinante del crecimiento de la AC, donde esta modalidad productiva y comercial asume un papel instrumental, es decir, esta se plantea como una herramienta de los capitalistas para «refuncionalizar» en su favor «la estructura social-agraria hegemonizada por las explotaciones a pequeña escala» —y, de hecho, lo consiguen hasta tal punto que durante el régimen agroalimentario corporativo la forma dominante de capital es la vinculada con los agronegocios corporativos financiarizados (Bernstein, 2016, p. 632)—, que es una estructura de propiedad de la tierra muy característica en la mayoría de los países europeos, ostensiblemente diferente a los elevados niveles de concentración de las tierras fértiles en contextos como el latinoamericano en general, y de Ecuador en particular. Por ello, analizar la estructura de propiedad de la tierra y cómo esta evoluciona a lo largo del tiempo se torna necesario para entender el fenómeno de la AC en el marco de las estrategias empresariales desarrolladas por las GCA en toda su complejidad, particularmente en economías periféricas-dependientes con altos niveles de concentración de la tierra agrícola.
2.2 La corriente anglosajona
Desde la perspectiva anglosajona, a diferencia de la perspectiva francesa y latinoamericana, la AC constituiría una modalidad más en la que se cristalizan las relaciones comerciales de las GCA. El eje principal del que parten prácticamente todos los estudios de esta corriente relacionados con el rol que desempeñan las GCA en el impulso a la AC es la denominada «teoría de la organización industrial», la cual estudia cómo se organizan los productores en los mercados (Runsten y Nigel, 1996; Posada, 1999; García, Oreja y González, 2002; Kirsten y Sartorius, 2002). En este sentido, el estudio de la industria agroalimentaria basado en la teoría de la organización industrial ha supuesto la formulación de un marco analítico focalizado en la siguiente premisa.
El mercado abierto presenta deficiencias en la transmisión de información entre las sucesivas etapas de la cadena de comercialización de los productos, con respecto a la cantidad, la calidad y el tiempo de expedición, así como en lo que concierne a la demanda futura de los consumidores. (Posada, 1999, p. 109).
Desde esta corriente, el conjunto de la cadena agroalimentaria es «la unidad básica de análisis», comenzando desde la etapa primaria, continuando por las fases intermedias, hasta el consumidor final. En relación con los orígenes y fuentes de esta escuela, cabe destacar el artículo de Davis y Goldberg (1957, citado en Posada, 1999), en el cual ambos autores estudian el subsector agroindustrial, profundizando en un análisis sistémico de la cadena, haciendo especial hincapié en los flujos de información en sentido vertical que se materializan entre las diferentes etapas de la cadena, en continuos procesos adaptativos frente a las transformaciones estructurales del sector, especialmente vinculados a desarrollos de la tecnología, y sus efectos o resultados sobre el funcionamiento generalizado de los mercados.
Específicamente, alrededor de la teoría de la organización industrial han surgido destacadas formulaciones teóricas. En esta línea fue Bain (1968) quien sintetizó las distintas aportaciones procedentes de numerosos autores, estableciendo las bases del paradigma conocido como estructura-conducta-resultados —E-C-R— (Morales, 2000) como una herramienta teórica básica y central para examinar y evaluar el comportamiento de los mercados y para profundizar en el estudio de las relaciones que se establecen entre la estructura industrial y los resultados obtenidos por el subsector correspondiente.
Así, desde esta perspectiva, se entiende que «la estructura del mercado influye pero no controla absolutamente la conducta de las firmas, interviniendo ambos factores en los resultados obtenidos» (Posada, 1999, p. 109).
Según el paradigma E-C-R las variables de estudio que se deben analizar para estudiar la estructura del mercado son las siguientes. En primer lugar, en relación con la estructura —E—, esta está conformada por un conjunto de variables —el grado de concentración de la oferta, el grado de concentración de la demanda, la diferenciación del producto, la naturaleza del producto, la tecnología disponible, y las barreras de entrada— que permanecen relativamente estables a lo largo del tiempo e influyen en el comportamiento tanto de los oferentes como de los demandantes. En segundo lugar, la conducta —C—hace referencia a la forma en cómo los oferentes y demandantes se comportan entre ambos agentes y en el interior de estos. Entre las variables que se estudian en este punto están: las estrategias empresariales, el grado de inversión en I+D+i, los niveles de marketing y publicidad, las colusiones, etc. Y respecto al tercer elemento, los resultados —R— se miden comparando los resultados de la empresa con los del resto de la industria en términos de eficacia y eficiencia, empleando diferentes ratios para valorar los distintos grados de rentabilidad. En este caso, las variables a considerar son el precio, la cantidad, la calidad del producto, la distribución de los recursos, el reparto del excedente entre los consumidores y los productores, el grado de eficiencia en la producción, la tasa de introducción de nuevos productos, entre otras (Iglesias, 2000).
En cuanto a la aplicación del paradigma E-C-R —asociado a la teoría de la organización industrial— al ámbito del sistema agroalimentario y a la implantación de estrategias empresariales basadas en la AC, este ha aplicado ampliamente. No obstante, esta teoría presenta una serie de considerables limitaciones. Primero, se trata de una perspectiva «estática en su planteamiento», esto se explica porque la relación que sobresale es de «causa-efecto entre la estructura del sector y sus resultados», excluyendo a la conducta, y en que «el papel del directivo es una pasiva adaptación al entorno» (Cuervo, 1996, citado en García, Oreja y González, 2002; Machado, 2019). De forma que este paradigma debe ajustarse y adaptarse a un contexto de empresas activas y con visión estratégica que constantemente está analizando a sus potenciales consumidores, los productos sustitutivos y el poder de negociación que poseen los proveedores y clientes, elementos que conforman la estructura del sector y definen su rentabilidad potencial, «mientras que la competencia real dentro del sector representa a la conducta» (Mili, 1980; Porter y Phillips-Howard, 1995, citado en García, Oreja y González, 2002). La segunda debilidad de este paradigma se encuentra en el hecho de que este se centra en compañías que compiten entre sí, ofreciendo productos a los mismos demandantes, es decir, ha sido aplicado desde el punto de vista de la competencia entre empresas que producen productos sustitutivos —analizando, sobre todo, los problemas que emanan de la competencia horizontal—, prestando poca atención a las dificultades presentes en la competencia vertical, es decir, entre las compañías que forman parte de las distintas etapas de un determinado sistema (Mili, 1996; Iglesias, 2000). Finalmente, la tercera limitación a la que se enfrenta el paradigma E-C-R es el problema de la definición de «mercado». El mercado debe incluir a todas las compañías y productos que influyen en el precio del bien. Así, la definición de mercado presenta un componente de producto y otra geográfica. La dimensión de producto implica determinar aquellos que son sustitutos del lado de la demanda. Y, por otra parte, la dimensión geográfica implica determinar la localización de las empresas que producen el mismo producto —sustitución por el lado de la oferta—. Sin embargo, las medidas de concentración son muchas veces obtenidas de estadísticas que no siguen la definición económica y geográfica de mercado —por ejemplo, se suele hacer referencia al mercado nacional— (Machado, 2019).
Frente a estos problemas y limitaciones que presenta la teoría de la organización industrial, se ha planteado que un correcto análisis del funcionamiento de la AC pasa por comprender que esta debe estudiarse desde un «contexto teórico más amplio», es decir, más allá de las dinámicas económicas de funcionamiento del sector agrario, entendiendo que la subcontratación de procesos productivos específicos abarca un abanico amplio de industrias y sectores —primarios, secundarios o terciarios—. Y, por lo tanto, comprendiendo también aspectos como «por ejemplo las decisiones relativas a fabricar o comprar, los costes de transacción, las fallas del mercado y todas las consideraciones de riesgos que normalmente toman en cuenta los agentes económicos» (Runsten y Nigel, 1996, p. 2). En este sentido, en el seno de la nueva economía institucional o neoinstitucionalismo se recuperan las teorías fundamentales que se presentan a continuación: «los costes de transacción» —siendo Coase (1937), Coase (1960) y Bartra (1994) y Williamson (1979), Williamson (1985) y Williamson (1988) sus máximos representantes—; «la teoría de la Agencia» —Jensen y Meckling (1976) son sus más destacados exponentes—; y, la teoría de los «derechos de propiedad» —Alchian y Demsetz (1972)— (Iglesias, 2000).
De este modo, a partir de la conjugación de estas teorías se ha reformulado y reinterpretado la perspectiva de Coase (1937), transitando de «un enfoque transaccional a un enfoque contractual» (Williams, 1985), puesto que la transacción está sostenida en un contrato. Estas teorías, definidas habitualmente como «teorías contractualistas» suponen la introducción de una serie de aportes analíticos al estudio de los mercados agroindustriales en general y a las estrategias empresariales de las GCA en la AC en particular que cabe comentar en este momento.
En primer lugar, en relación con los costes de transacción, el objetivo principal de esta teoría consiste en estudiar cuál es la mejor alternativa posible para organizar los intercambios de tal forma que esta elección se adapte a las características de cada transacción, es decir, que minimice los riesgos, y, sobre todo, los costes que llevan aparejados (Shelanski y Klein, 1995, citado en Iglesias, 2000). Así, una compañía en ciertas condiciones opta por desarrollar internamente las actividades inherentes al proceso productivo; en otras circunstancias las externaliza en el mercado; y en otras puede decantarse por posiciones intermedias como la suscripción de contratos y, estos a su vez pueden acordarse con agentes atomizados o integrados en asociaciones (Kirsten y Sartorius, 2002) (Figura 1). Resumiendo, las empresas y el sistema económico en su conjunto tienden a organizarse de forma que se minimicen los costes de efectuar transacciones (Williamson, 1996).
En segundo lugar, la «información asimétrica» importante en la AC y en las estrategias que adoptan las GCA (Kirsten y Sartorius, 2002). Esta describe la divergencia en la información que existe entre el oferente y el demandante. En esta misma línea argumental, desde el neoinstitucionalismo —vinculado con la rama de la Economía del Desarrollo—, Bardhan (1989) sostiene que «la formación de instituciones» constituye una reacción lógica, en espacios de «riesgos generalizados» e incertidumbre para los agentes económicos, o de «mercados incompletos» y donde la información se genera y circula de forma marcadamente asimétrica —marcada, como señala Morales (2000) y Bijman (2008), por conductas o comportamientos oportunistas y una racionalidad limitada—. En esta línea, desde esta perspectiva teórica se ha intentado demostrar qué aspectos como la conformación de asociaciones agrícolas, las relaciones laborales, la propiedad y tenencia de la tierra, y las instituciones agrarias existentes pueden ser explicados como el resultado de un «comportamiento económico racional en un contexto de mercados inexistentes o imperfectos». Por tanto, la principal aportación que esta corriente plantea respecto al entendimiento de la AC y las GCA contratantes es la siguiente: «hay importantes costos no sólo en la producción, sino también -debido a la existencia de mercados imperfectos- en las transacciones» (Runsten y Nigel, 1996, p. 3).
En líneas generales se puede afirmar que desde las teorías contractualistas se conceptualiza la integración vertical como un soporte práctico esencial que hace posible la circulación de flujos de información relacionados con «la calidad, el tiempo y el precio futuro de los productos dentro del sistema agroalimentario». Así pues, como se puede intuir, la AC constituye, desde esta perspectiva, «una posición coordinadora intermedia». Es decir, una situación en la que desaparece el problema nodal de la integración vertical agroindustrial, «como es la de complementar escalas productivas muy diferentes», un mecanismo más eficiente cuanto mayor sea la reducción de «la efectividad de un determinado subsector del mercado abierto» (Posada, 1999, p. 109).
2.3 La corriente latinoamericana
Finalmente, desde América Latina se postula que los elementos determinantes del desarrollo de la modalidad productiva y comercial del «contrato» en el sector de la agricultura están íntimamente vinculados al propio desarrollo del capitalismo agrario (López, 1976); los ejes fundamentales de análisis son «la extensión del capitalismo a escala universal» y la constatación de la existencia de una jerarquía dentro del sistema económico capitalista a escala mundial. Desde esta perspectiva, muy influenciada por otras postulaciones teóricas coetáneas como la del intercambio desigual (Arghiri, 1972), el fenómeno en cuestión estaría relacionado con el hecho de que la fuerza de trabajo en las economías periféricas presenta niveles retributivos menores a los que se pueden encontrar en economías centrales. A partir de este punto neurálgico, esta corriente se nutrió de nuevas aportaciones, como, por ejemplo, la cuestión de la distribución de las ganancias fruto del comercio internacional, que le otorgarían mayor cuerpo teórico a esta perspectiva (Posada, 1999).
Así pues, en base a este entramado analítico se han planteado distintos estudios sobre la conformación y desarrollo del sistema agroalimentario en las economías periféricas en general, y particularmente del rol de las GCA en el impulso a la AC. Entre ellos se puede encontrar los siguientes trabajos: Glover (1983), Glover (1984) y Glover (1987), Glover y Kusterer (1990), Feder (1984), Goldsmith (1985), Williams (1985), Giarracca (1983) y Giarracca (1985), Kesteren y Gutman (1981), Rama (1984), Rama y Vigorito (1979), Bartra (2006).
Desde este punto de vista, se considera que las GCA —en este caso, transnacionales—, cuando alcanzan un cierto nivel de desarrollo, las políticas de diversificación geográfica y económica suponen un eje central de ventaja frente a la competencia. Sin embargo, este expansionismo se produce especialmente hacia economías periféricas —donde casi siempre logran controlar y organizar la producción y las cadenas agroalimentarias—, puesto que hacerlo en el seno de las economías centrales les supone mayores dificultades —tales como: mayores niveles salariales e impositivos, relativamente elevados niveles de organización sindical, menor capacidad de negociación con los Estados, etc.—. Así pues, en este contexto se abrió un profundo debate en torno a las limitaciones y potencialidades asociados al hecho de que Latinoamérica fuera uno de los territorios más susceptibles a recibir este tipo de inversiones. En esta lógica, Feder (1984), manifiesta:
los capitalistas extranjeros en busca de inversiones agrícolas remunerativas fuera de sus países se encuentran en el tercer mundo con una peculiar serie de elementos que, solos o combinados, les permiten ganar y repatriar beneficios sustancialmente mayores que los que les reportarían inversiones parecidas en las naciones industriales. Los inversores extranjeros ocupan una posición dominante, cuando no monopólica, en la economía local. Se benefician del valor escaso o las rentas bajas de la tierra, del agua barata, de los bajos costos de construcción, de los salarios bajos y archibajos de los obreros del campo o de las fábricas y de los bajos costos de servicios como el transporte y los servicios de utilidad pública. A esto deben añadirse dos elementos cruciales: la abundancia de recursos no empleados, o no plenamente, sobre todo la tierra, el agua y la mano de obra; y la posibilidad de irse a otro lado siempre que les resulte remunerativo (p. 371).
Retomando las investigaciones de Malassis (1981), se sostiene que las grandes corporaciones transnacionales, en el marco del régimen alimentario corporativo, controlan «la fase agraria de manera directa o indirecta». Así pues, la forma directa se materializaría mediante la propiedad de la tierra y de los medios de producción agrícolas. Un ejemplo de esta modalidad de agricultura son las plantaciones de distintos tipos. Por otra parte, la forma indirecta consiste en la participación de distintas explotaciones agropecuarias en el seno de los complejos agroindustriales. La producción de estas unidades agrarias es controlada y se enfoca a la concesión de los objetivos marcados por las GCA. En este caso, los nexos entre los agentes económicos que participan de esta modalidad de agricultura pueden objetivarse por distintas vías, no obstante, la AC es la más importante y expandida. En consecuencia, la característica más relevante de estas relaciones contractuales es el elevado nivel de delegación de las responsabilidades empresariales hacia la mediana o pequeña explotación agraria «desde la fase primaria», y «ha resultado un medio eficaz para asegurar a los elaboradores [las GCA] un abastecimiento adecuado que satisface las normas de calidad sin necesidad de incurrir en riesgos superiores de inversión en la producción agrícola» (Goldberg, 1974, p. 52). De ello se infiere que es comprensible que las GCA hayan impulsado de manera creciente la modalidad de la AC en este tipo de escenarios. A este respecto, Feder (1984) sostiene que:
el problema de los proveedores [de los países] en desarrollo más allá de las fronteras nacionales es más complejo. Al principio, las compañías internacionales escogieron la coordinación por medio de la integración vertical, conocida pero cada vez menos aceptada y más irritante. A medida que los países en desarrollo iban conformando una fuerza política y económica contrapuesta precipitaron el empleo más extendido de los métodos contractuales de coordinación, como la otorgación de licencias, los contratos de gestión, las franquicias y los contratos de producción (p. 364).
A modo de síntesis se puede decir que, para estos autores, las GCA impulsan el desarrollo de la AC a través de una serie de resortes en distintos ámbitos. En primer lugar, desde el punto de vista del mercado, en la medida en que la producción por contrato constituye una fuente de abastecimiento altamente segura, ya que el pequeño y mediano productor contratado realmente no puede disponer de su producción sino para entregársela a la empresa agroindustrial contratante intentando no incumplir las cláusulas de su contrato —hecho sumamente improbable por distintas razones, por ejemplo, climáticas—. Más aún, esta dependencia de los productores (López, 1976) —especialmente de los más pequeños productores contratados—crece de forma considerable debido al papel oligopólico y monopólico de las GCA en los territorios en los que operan, de tal manera que éstas últimas cuentan con los resortes necesarios para «oponerse a la producción y comercialización de los productos que ellas no manejan y eliminarla, de modo que un productor no tenga salida para su producción si no la contratan las compañías» (Feder, 1984, p. 365). Ahora bien, la contraparte de este hecho es la relativa estabilidad económica que obtienen en general los productores contratados en base a los considerables niveles remunerativos fruto de la AC.
En segundo lugar, desde el punto de vista contractual-informal, Feder (1984) afirma que, en base a «la observación sobre el terreno», se sostiene que los productores contratados no conservan en absoluto su autonomía e independencia, hecho que se desprende en gran medida de lo «vago y parcial» que resultan los contratos entre las compañías y los productores. Vago en la medida en que las condiciones más importantes en las que los pequeños y medianos productores contratados deben traspasar su producción agrícola no se encuentran señaladas de forma minuciosa, sino que dependen de decisiones discrecionales de la GCA contratante. En gran medida esto se explica por el hecho de que los productores casi nunca están organizados y por tanto no tienen ninguna capacidad de negociación, y, además, las compañías contratantes fomentan de manera artificial conflictos y enemistades entre ellos para evitar que estos se organicen —con la connivencia de las autoridades nacionales y regionales en no pocas ocasiones—. Más aún, como Óman y Rama (1986) argumentan:
el sistema contractual permite a las empresas beneficiarse de los bajos salarios sin tener que hacer frente a los conflictos laborales y los problemas sociales que las aquejarían si operasen conforme a la modalidad tradicional (...) Los agricultores lugareños son a menudo más capaces que los propietarios de plantaciones para restringir las exigencias salariales y las tendencias hacia la sindicalización, en parte debido a que los pequeños agricultores casi siempre trabajan junto con sus asalariados y las relaciones laborales son más personales. Además, en el régimen de contratos la fuerza de trabajo está mucho más descentralizada. Por otra parte, si en las plantaciones laboran sobre todo trabajadores adultos del sexo masculino, los agricultores por contrato emplean a menudo a mujeres y a niños (p. 890).
Y parcial puesto que las obligaciones del contrato son todas referidas a la parte contratada, pero ninguna para las GCA contratantes; en este sentido, se habla de «contratos leoninos». Feder (1984) defiende que:
esto implica que la aceptación o el rechazo de la producción no los determina el contrato sino las condiciones económicas (demanda y oferta) del país o mundiales, de modo que los riesgos de cualquier fluctuación en los precios y mercados pueden recaer directamente sobre los productores. Las condiciones en que se aceptan o se rechazan las están decidiendo esas compañías con métodos tortuosos, disimulados y a menudo crueles, independientemente de que se trate de productores grandes o pequeños, aunque estos últimos, por la fuerza de las cosas, son los primeros en padecer de la actitud arbitraria y anticampesina de las compañías internacionales. (...) En realidad, lo que éstos [pequeños y medianos productores] hacen es casi convertirse en meros labradores y braseros de tales compañías (p. 367).
En tercer lugar, desde el punto de vista tecnológico, en términos generales, el papel de las GCA de transferidores de tecnología es muy limitado, tanto en el contenido como en extensión, aunque no en duración. Las GCA contratantes mantienen «su papel de innovadoras una función permanente», ya que renunciar a su papel de innovadoras se traduciría en debilitar sus resortes esenciales de control de los sistemas de producción-comercialización agroindustrial —sobre todo, es un factor preponderante de las GCA originarias de las economías centrales, mientras que mayoritariamente las GCA de la periferia se encargan solamente de la distribución a nivel nacional—. Fundamentalmente esta ventaja se hace «permanente» a través de al menos tres prácticas o circunstancias. Primero, limitar las transferencias tecnológicas —conocimiento técnico— a determinadas regiones, excluyendo otras. Segundo, transformar las transferencias tecnológicas en «una fuente continua de ganancias» —las semillas alteradas genéticamente son un buen ejemplo de ello, puesto que cada nueva siembra requiere la compra de un nuevo paquete de semillas, abonos y pesticidas específicos—. Y, tercero, discriminar la calidad de la tecnología que se decide transferir por parte de estas compañías. Por consiguiente, si se interpreta que uno de los objetivos fundamentales de las GCA es buscar la combinación menos costosa posible de insumos —semillas, fertilizantes, pesticidas, madurativos, etc.—, es lógico que las transferencias tecnológicas a pequeños y medianos productores contratados sean de tal forma que eleven indebidamente los costos, «sin invertir en más conocimientos técnicos y tecnología que los estrictamente necesarios y transfiriendo sólo lo suficiente para que la producción y la elaboración continúen sin elevar los costos arbitrariamente» (Feder, 1984).
Así pues, a partir de las conclusiones a las que llegan los estudios de Voll (1980), Freeman y Karen (1982), Goldsmith (1985) y Vigorito (1994), se puede intuir que en la AC existe «un polo integrador» o «core», conformado por la gran corporación agroindustrial, la misma que establece prácticamente todas las condiciones de producción de los agricultores contratados o «satellites». Esta posición asimétrica de poder le permite a la parte contratante obtener una rentabilidad mayor que la que obtendría en una modalidad de integración vertical —es decir, en aquella en la que la GCA es la propietaria de facto de la tierra y los demás medios de producción empleados en el proceso productivo—. Desde esta perspectiva, se considera que las GCA efectúan una «apropiación de los excedentes» generados por los campesinos y «una transferencia de riesgos a largo plazo». En consecuencia, cabe esperar que tendencialmente los grandes complejos agroindustriales sustituyan la modalidad agraria de plantaciones por la AC (Óman y Rama, 1986, citado en Posada, 1999).
Finalmente, desde esta escuela de pensamiento económico cabe resaltar las aportaciones del economista Armando Bartra (2006), quien señala que, a partir de las características del régimen alimentario actual, para entender el rol de las GCA en el impulso a la AC es necesario abandonar toda visión mecánica y simplista que plantee una correspondencia lógica entre el desarrollo del capitalismo en la agricultura y un proceso de «descampesinización » de esta, es decir, no se puede afirmar taxativamente que la penetración del capitalismo en el medio rural conduzca de forma ineluctable y generalizada a la proletarización de la fuerza de trabajo. «Son numerosos los ejemplos de desarrollo del capitalismo agrario que no se expresa en un proceso lineal de proletarización sino como una dialéctica de expropiación/revinculación» (p. 357). Así, a pesar del aumento relativo del trabajo asalariado fruto de una modernización de la producción agropecuaria —«cuando se desarrolla en un medio precapitalista»—, esto no debe ofuscar las especificidades de la producción agraria y de la demanda de fuerza de trabajo que genera. En este sentido, Bartra (2006) sostiene que en el sistema capitalista una parte significativa del trabajo y de los medios de producción agrarios pueden mantenerse «subordinados al capital» por medio de «mediaciones y con modalidades consideradas “atípicas”» —como, por ejemplo: el trabajo cuentapropista, la producción de corte mercantil no empresarial, la economía de subsistencia, el trabajo asalariado a tiempo parcial, la AC, entre otras—, todas ellas totalmente funcionales al sistema y plenamente incrustados a la lógica de acumulación capitalista — —caracterizada como una «acumulación flexible» por Goodman y Watts (1994) ——, y donde «el capital “apenas crea riqueza adicional; simplemente aprovecha la riqueza producida localmente para concentrarla y reutilizarla de acuerdo con su propia lógica”»; una característica que se acentúa durante el régimen agroalimentario corporativo a partir de los años ochenta hasta la actualidad (McMichael, 2013, p. 674).
Por esta razón, Bartra (2006, pp. 103-104): argumenta en relación con la AC, lo siguiente:
la pequeña y mediana producción campesina, insertada en el ciclo del capital y sometida a una relación de explotación [...], constituye por lo menos una de las alternativas del modo de producción capitalista a la onerosa extensión de sus propias relaciones de producción en el ámbito del sector agrario. La apropiación formalmente directa de la tierra por parte de los campesinos, subsumidos sin embargo de manera real al ciclo del capital, se presenta como la alternativa a la apropiación del suelo de carácter capitalista-terrateniente. Si la extensión plena de la producción capitalista al sector agrícola entraña una renta que recorta la tasa general de ganancia del capital, la conservación refuncionalizada (o la reproducción) de unidades campesinas, representa la posibilidad de una “renta al revés” [...] una transferencia de plusproducto metamorfoseado en valor que eleva la cuota general de ganancia. Si la ley de la máxima valorización del capital global ha de imponerse no hay duda de cuál será la elección.
En pocas palabras, la corriente latinoamericana entiende el crecimiento de la modalidad productiva y comercial de la AC en la misma lógica expansionista y colonizadora —en términos económicos y geográficos— del sistema capitalista —a pesar de ser una modalidad que no desemboca automáticamente, como hemos visto en las aportaciones de Bartra, en la conformación íntegra y generalizada de una masa de trabajadores asalariados—. Constituyéndose la AC, adicionalmente, como un mecanismo de control efectivo de las GCA hacia los pequeños y medianos productores contratados a través de múltiples resortes, específicamente de mercado, contractual-informales y tecnológicos.
3 Discusión y conclusiones
A lo largo de estos apartados se han analizado los principales estudios y aportaciones procedentes de distintas escuelas que se han considerado relevantes para los factores que han contribuido de forma decisiva en el desarrollo de la modalidad productiva y comercial del contrato en la agricultura, especialmente desde la perspectiva de las GCA. Entonces, en el transcurso de la investigación se han expuesto las aportaciones de tres corrientes diferentes: i) la corriente francesa; ii) la corriente anglosajona; y, iii) la corriente latinoamericana. A continuación, se exploran los puntos de divergencia y confluencia entre estas corrientes (Tabla 1).
En primer lugar, tanto la corriente francesa como la corriente latinoamericana entienden que la economía agraria en general, y las estrategias empresariales desplegadas por las GCA en particular, no se puede estudiar de forma independiente de las lógicas impuestas por el sistema capitalista — por eso su constante expansión a escala mundial—. En este sentido, las GCA a través de la AC, en el marco del régimen agroalimentario corporativo, «refuncionalizan» la economía agraria de tal forma que en lugar de transformar a los pequeños y medianos campesinos en proletarios completos —es decir, sin medios de producción y dependientes para sobrevivir de un salario fruto de la venta de su fuerza de trabajo— estos asumen un papel de «propietarios-proletarios» o, como afirma Watts (1994) la AC «proletariza sin desposeer» a los agricultores (citado en Dubb, 2018), es decir, su remuneración procede de dos fuentes distintas: la primera de la venta de su fuerza de trabajo, y la segunda de la propiedad de los medios de producción agrarios —aperos de labranza, tierra, agua, etc.—. La corriente anglosajona-norteamericana, por su parte, asume de forma natural que la economía agraria es capitalista per se, sin entrar a valorar los aspectos históricos-estructurales que explican esta caracterización tan específica de la agricultura.
En segundo lugar, cabe mencionar que las tres corrientes coinciden —con ciertos matices— en la afirmación de que las estrategias de expansión desarrolladas por las GCA son, en términos generales, tres. Primero, la integración vertical o directa, es decir, la compañía incorpora nuevas fases de la cadena agroalimentaria en propiedad —por ejemplo, las plantaciones—. Segundo, la externalización, es decir, la empresa acude al mercado abierto para adquirir los insumos necesarios en su proceso productivo. Y, tercero, la integración indirecta o cuasi-integración, en este caso, la estrategia empresarial consiste en la conformación de acuerdos o pactos —especialmente materializados en contratos— con medianos y pequeños productores agrícolas para el suministro de productos agrícolas. ¿Por qué esta última estrategia empresarial presenta una serie de ventajas sobre las anteriores y se ha expandido tanto en los últimos años? En el último punto se encuentran las respuestas que ofrecen las distintas escuelas.
En tercer lugar, en relación con los elementos con los que cuentan las GCA para incrementar los niveles de AC en los territorios, prácticamente las tres corrientes coinciden en apuntar a los mismos elementos —aunque cada escuela le otorga mayor peso a una ventaja en particular—. Así, estos elementos se pueden sintetizar en los siguientes. Primero, una mayor apropiación del excedente extraído en el proceso productivo —excedente como sinónimo de plusvalía en el caso de las corrientes francesa y latinoamericana; excedente como sinónimo de beneficio empresarial para la corriente anglosajona—. Segundo, transferencia del riesgo hacia los pequeños y medianos productores contratados —según las dos corrientes de inspiración marxista—, minimización del riesgo y la incertidumbre desde la escuela neoinstitucionalista. Y, tercero, desde la corriente latinoamericana se plantean dos elementos adicionales, uno contractual-informal —resaltando la pérdida de autonomía formal y real de los campesinos contratados, y a lo laxos que son los contratos para la parte contratante, es decir, para las GCA—; y otro tecnológico — relacionado con la escasa y limitada transmisión de tecnología desde el core a los satellites—.