INTRODUCCIÓN
Andrés de Eguiluz, abogado arequipeño, señaló en una causa iniciada en 1789 en el sur del Perú que “la cárcel es para un hombre una especie de tormento, y una semejanza de la muerte; y para ser entregado a ella necesitan que se examine primero, con la mayor circunspección y escrupulosidad, la causa que la exija” (Belan, 2020, p. 526). Como se afirmó en otra ocasión, el abogado Eguiluz recogía, en un rincón del orbe indiano, como lo era Arequipa a finales del siglo XVIII, el común sentir sobre las prisiones que ya habían expresado con anterioridad muchos juristas peninsulares: Bernardino de Sandoval (1564), Diego de Simancas (1552), Tomás Cerdán de Tallada (1574), Antonio de la Peña (c. 1580), Cristóbal de Chaves (1622) o Jerónimo Castillo de Bovadilla (1759) como se citó en Belán (2020). En esa medida, el clamor contra las penurias de la cárcel en tierras americanas tuvo eco en los escritos del mexicano Manuel Lardizábal y Uribe (1782), ya influenciado por las ideas ilustradas, que tuvieron en Beccaria (1764) su exponente más reconocido.
Más tarde, la prisión se constituyó en aquel lugar privilegiado de las reflexiones de juristas, políticos y moralistas de todas las épocas y lugares. Ellos, volcándose para escrutar los límites y penurias de la condición humana entre sus paredes y rejas, buscaron conjurar los demonios que se esconden en sus celdas. Por su raíz humana, la discusión sobre la prisión no se restringió en los ámbitos jurídicos y académicos. En esa medida, una de las más ricas perspectivas se ha planteado desde la ficción; por ejemplo, como señaló Nussbaum (1995), la imaginación literaria es parte de la racionalidad pública y es un ingrediente esencial en cualquier toma de posición ética, puesto que pide la participación con el bien de personajes - ya sean reales o ficticios-, cuyas vidas transcurren a gran distancia del propio mundo.
El elemento ético subyacente a toda reflexión jurídica del signo que fuere es, por tanto, el nexo entre las ciencias penales y la literatura. De ahí que los saberes penitenciarios se nutran de los verdaderos clásicos sobre la vida en prisión que la literatura universal ha producido.
Entre estos clásicos, se destacan las obras de autores rusos que, con novelas autobiográficas del nivel de La casa de los muertos (1861) y Archipiélago Gulag (1973), de Fiodor Dostoievski y Aleksander Solzhenitsyn, respectivamente, reflejaron las condiciones políticas, jurídicas y humanas de las cárceles rusas de los pasados dos siglos. Asimismo, otras obras maestras escritas desde y sobre la prisión y el cautiverio serán Balada de la cárcel, de Reading (1898) de Oscar Wilde, Papillon (1969) de Henri Carrière, Si esto es un hombre (1947), de Primo Levi y Sin destino (1975), del húngaro Imre Kertesz; estas dos últimas ambientadas en campos de exterminio nazis.
En el Perú, país donde la realidad carcelaria fue -y es- de las más violentas y dolorosas, no han faltado obras de manifiesto valor que se han referido a la prisión. De hecho, la obra literaria más importante escrita en estas tierras y que actualmente cumple 100 años de haber sido publicada - Trilce, de César Vallejo- se concibió, escribió y publicó en la cárcel de Trujillo, durante la triste estadía del mayor vate entre sus muros.
Asimismo, la literatura peruana ha producido una novela icónica del género penitenciario, es el caso de El Sexto (1961), de José María Arguedas; novela de la que, por otra parte, esta investigación se ocupará parcialmente más adelante. En ella el autor relató su propia experiencia en la prisión homónima y, además de ser una obra autobiográfica -tal como la mayoría de las obras de este género o las que indirectamente refieren a la cárcel como espacio-, es una novela política (Vargas, 1996). El Sexto, la cárcel, sería para Arguedas un símbolo del propio Perú, tal como lo señalara él mismo: una maestra tan despiadada como su propia madrastra que, sin embargo, le enseñó a conocer el país en su faceta más humana.
En ese sentido, la obra de Vargas (1996), atravesada siempre por la reflexión social y destacada por su denuncia contra la opresión y el poder, no podía verse al margen de la realidad carcelaria.1 Si bien no ha desarrollado una novela íntegramente dedicada a la vida en prisión, muchas de sus obras aluden a la prisión al inscribirse en el realismo urbano que caracterizó la literatura peruana en la década de 1950 y 1960. Una en particular se aboca con mayor detalle al tema, al exhibir en su capítulo décimo una rica descripción de la vida en el penal de Lurigancho, en la década de los 80. En efecto, se trata de Historia de Mayta (1984), novela de corte político que ha sido calificada por el propio MVLL en el prólogo de la edición del 2000 como la “más literaria de todas las que he escrito”.
Esta novela pertenecería, según José Miguel Oviedo, al segundo periodo novelístico de MVLL (2001). Este ciclo narrativo se caracterizaría por dos vertientes: una paródica, representada por Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977); y otra autorreflexiva y política. En ese sentido, Historia de Mayta formaría parte de esta segunda vertiente (Oviedo 2001); según Oviedo (2001), esta novela sería un thriller político que no excluiría una “distorsión burlesca del anterior modelo realista» de la producción novelística vargasllosiana” (p. 340).
Para Caballero (2011), sería precisamente mediante un análisis de esta novela que una de las principales afirmaciones del novelista, en relación con su propia obra y al ejercicio literario en general, parecería no corresponderse con la realidad:
Queda desvirtuada la tesis vargasllosiana de que sus creaciones ficcionales (novelísticas y dramáticas) sean propiamente discursos literarios desideologizados, habida cuenta que Historia de Mayta es un ejemplo de cómo a través de una novela se sostiene una mirada política acerca de las posibilidades de la izquierda en el Perú. (p. 260)
De modo que estas reflexiones críticas revelan que Historia de Mayta, lejos de ser una “novela menor”, constituye un espacio de reflexión significativo en los estudios sobre la obra del novelista arequipeño. Sobre esta obra, su impacto y alcance artístico versarán las siguientes líneas; para ello, se reflexionó de forma especial en el particular tratamiento de la realidad carcelaria que insinúa el texto; igualmente, se indagó sobre el marco legal y doctrinario de la ciencia penitenciaria aplicable a la época en que se situó la narración.
LA NOVELA
Historia de Mayta abordó la vida del activista político trotskista Alejandro Mayta, personaje real que inspiró la obra, luego que MVLL conociera de su existencia -y su frustrada insurrección- gracias a una nota del diario Le Monde, en 1958. A propósito de esta asonada que pretendió tomar la cárcel de Jauja con la ayuda de un reducido grupo de militantes en los que destacaba el alférez Vallejos, Vargas Llosa se centró en la acción guerrillera e ideológica que caracterizó la época romántica de Javier Heraud y Luis de la Puente Uceda. Por lo tanto, la obra tomó la forma de una investigación periodística-literaria que realiza el narrador-investigador- autor sobre la vida de este dirigente. Con su pesquisa, el autor no solo busca conocer más de Mayta, sino que profundiza en sus propias convicciones políticas e ideológicas.
Dicho esto, la obra refleja el peculiar mundo de los revolucionarios peruanos en la década de 1950 y 1960 (Lust, 2022); sin embargo, también en ella aflora el desconcierto social producido por la violencia terrorista de los años 80, época en la que ubica temporalmente la narración. De igual modo, la descripción del penal de Lurigancho se abordó en el Capítulo X del texto. En este apartado, el narrador-investigador-autor realizó una visita a la prisión en busca de Alejandro Mayta, que permanecía interno por sus actividades subversivas.
EL AUTOR Y SU ÉPOCA: LA CRÍTICA Y OCASO DE LAS UTOPÍAS
Vargas Llosa al referirse a Historia de Mayta señaló que es una de sus obras más “incomprendidas” y más injustamente criticada por asuntos extraliterarios, sobre todo por cuestiones ideológicas.2 Efectivamente, la crítica que se le ha hecho a esta novela de forma mayoritaria viene desde la izquierda y, tal como lo señala MVLL, se centra en el abandono de paradigma de la “novela total” que mantuvo el autor, muy acorde con su visión comprometida con la perspectiva social que caracterizó a su producción anterior. Desde Pantaleón y las visitadoras (1973) Vargas Llosa rompió con esa visión literaria y, ajustándose a sus nuevos paradigmas liberales, acogió la sátira, la fragmentariedad de la narración y el cuestionamiento al autor y narrador omnisciente -lo que le llevó a adoptar, en el texto, la nueva figura del narrador-investigador-autor parcializado e incluso extraviado- con el fin de criticar las visiones totalizantes afines a la utopía de la que ahora estaba desencantado (Cornejo-Polar, 1989; De Vivanco, 2011, 2013; Castañeda, 2015; Caballero, 2011; Oviedo, 2001).
Por su parte, los críticos progresistas que le reprocharon su apostasía de aquella fe secular dudaron de la calidad de la obra imputándola al cambio de perspectiva. En esa línea, Sobrevilla (1991, p. 64) reclamó a MVLL que su “novela ya no representa más la realidad, sino que la distorsiona a partir de las obsesiones y creencias personales del novelista”. Algunos otros críticos, aunque basándose en criterios también ideológicos, justificaron más bien la falta de solidez en la construcción de los personajes y de la propia dinámica de la trama en una supuesta vena “jocosa o burlona” que desde la “precariedad discursiva” quería poner en tela de juicio el paradigma de novela total (Angvik, 2004).
Finalmente, la siguiente investigación coincidió con la crítica mayoritaria y el propio MVLL cuando señalaron que esta es una novela de transición ideológica del autor, y que constituye una exploración en sus propios -fallidos y añorados- paradigmas utópicos. Por lo tanto, y tal como el propio autor manifestó en el prólogo de la edición del 2000, Mayta es un ejercicio de desborde de inconsciente, de psicoanálisis mediante la escritura. En ese sentido, transcurre de la culpa sobre la admiración pueril -ese término puede definir toda la novela- a la “utopía precaria” del Perú de los 60 y 70 (y que él insiste en salvar de algún modo) a la violenta realidad de la violencia senderista de los 80.
En la línea de Chrzanowski (1986), se habla de un texto exorcístico de los demonios del autor. De modo que en sus líneas se destila la tensión entre la vergüenza por una admiración que no quiere revocar del todo, a pesar del peligro inminente que representaba en esos años, así como la imposibilidad de aceptar su ingenuidad y poca profundidad en el análisis político que lo llevaron a adscribir una ideología vulgar y sangrienta. De igual modo, a través de la novela se confronta de forma literaria sus propios principios de escritor y se cuestiona sobre su oficio. Por ende, se trata de un boceto de confesiones, al estilo de San Agustín, en la siempre complicada realidad peruana.
LA CÁRCEL: FICCIÓN Y REALIDAD
Cárcel y literatura peruana
Por lo apremiante y humana que resulta la realidad carcelaria del Perú, la literatura nacional ha ocupado un espacio privilegiado para tratar este tema. Comúnmente, los relatos de prisiones han estado muy ligados a la literatura política y son -muchas veces- crónicas de intelectuales que fueron presos políticos. En esa línea, se resalta la literatura carcelaria aprista, compuestas por narradores y pensadores ligados a los ideales de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) que fueron puestos en prisión durante los años de la “gran persecución aprista” (1932-1956). Casi todos provienen de las experiencias sufridas durante “el año de la barbarie”: en 1932. En dicho año, y luego que un militante aprista fracasara en su intento de asesinar al presidente Sánchez Cerro en la iglesia de Miraflores, se desencadenaría la mayor persecución que viviera el partido de Haya de la Torre (Basadre, 2005).
Los títulos más notables de esa producción son seis. El primero y más conocido es Hombres y Rejas (1937), de Juan Seoane. Este activista aprista, hermano del célebre dirigente Manuel “el cachorro” Seoane, ingresara a la penitenciaría durante su juventud, acusado de estar comprometido con el intento de asesinato de Sánchez Cerro. Yves Águila consideró este texto como “la primera novela carcelaria latinoamericana escrita dentro de la prisión” (Aguirre, 2015, p. 165). Este libro contaría con prólogo del más grande escritor aprista: Ciro Alegría. De hecho, este mismo narraría sus propias experiencias carcelarias luego de la fallida rebelión de 1932 en Trujillo. Lo hizo en su novela autobiográfica inconclusa El dilema de Krause (1979), en la que indaga sobre todo en la realidad de la misma prisión capitalina.
Por otro lado, y también acusado junto a Seoane por la intentona fallida contra Sánchez Cerro, el poeta Reynaldo Bolaños, más conocido como Serafín Delmar, fue apresado en la penitenciaría de Lima. De esas experiencias tratarían dos de sus libros: Diario íntimo de un condenado (1940) y Sol: están destruyendo a tus hijos (1941), La tierra es el hombre (1942), publicados en Cuba, Argentina y Chile, respectivamente. Asimismo, Delmar fue esposo de la también poeta Magda Portal, quien de forma indirecta relataría algunos episodios de su vida en prisión en su novela La trampa (1956).
Otro texto que alude a la realidad carcelaria, pero que se manifiesta más como una reflexión sobre la condición de privado de la libertad será el relato “Insomnio” del libro La isla y los trabajos (1944). Este libro fue publicado en Chile, durante el destierro de su autor Oscar Bolaños, hermano de Serafín Delmar y quien, como su hermano, firmó sus textos bajo el seudónimo de Julián Petrovick. En esa medida, Bolaños fue, al igual que su hermano, un temprano militante aprista; por ello, fue confinado en una colonia penal de Madre de Dios y en la isla penal del Frontón, frente al Callao, durante la represión de Sánchez Cerro de 1932.
Del mismo modo, un texto que también alude al mismo periodo es Vagancia (1943), del sindicalista huanuqueño Miguel de la Mata Beraún. Este político, que había evolucionado del anarquismo al aprismo hacia 1930, trabajó en el complejo minero de Pasco desde muy joven. A consecuencia de su militancia, lo sometieron a diferentes detenciones en el Frontón, en la colonia penal del Sepa, en Ucayali y en la cárcel El Sexto, en Lima. Sobre desencadenaría la mayor persecución que viviera el partido de Haya de la Torre (Basadre, 2005).
Finalmente, Julio Garrido Malaver, poeta y militante aprista, que ya fuera desterrado del Perú en 1932, describió su estancia en la prisión del Frontón entre 1940 y 1944, durante el Gobierno de Prado. Esto lo hizo en un libro homónimo: El Frontón (1966). Basada en tiempos de la persecución aprista, aunque su autor ingresó a prisión por haber tenido parte en una revuelta estudiantil en San Marcos contra un delegado del Gobierno fascista italiano, es la ya aludida El Sexto (1961). Al decir de algunos críticos como Adsuar (2011), la obra de Seoane habría inspirado a la de Arguedas. En esta prisión Arguedas conocería al novel escritor José Ortíz Reyes, en 1937, quien relató sus experiencias -animado en gran parte por Arguedas- en un libro de relatos. Como señala Adsuar (2011):
[…] tan solo dos de esos relatos acabarían viendo la luz: Sosa, en la revista mexicana Romance en septiembre de 1940, y Espectros, que aparecería ese mismo año en el diario peruano Nuestra Voz -y cuatro décadas más tarde, en 1981 y con ciertas correcciones, en el diario peruano El Comercio. (p. 148)
Por su parte, la izquierda tiene el testimonio de sus luchas políticas en la novela-crónica de Genaro Ledesma El complot (1964). En ella, el líder de Izquierda Unida (IU) relató su paso y el de sus compañeros por diferentes prisiones -el Frontón, el Sepa- durante el Gobierno militar a inicios de los años 60. Años atrás, el libro La prisión (1951) del poeta arequipeño Gustavo Valcárcel discurriría sobre su experiencia en la prisión a causa de su militancia comunista durante la dictadura de Odría. La novela se escribió en México, país al que fue desterrado por sus convicciones políticas un año después de estar en prisión.
Otro escritor arequipeño comprometido con la causa de la izquierda y que tuvo un breve paso en prisión fue Edmundo de los Ríos. Estas experiencias, juntas con otras de su niñez y adolescencia, le servirían para escribir su premiada novela Los juegos verdaderos (1968), donde parcialmente se introdujo el tema de la vida en la cárcel. De igual manera, se tiene a Niebla en la Isla (1978), de Edmundo Bendezú Aybar, crítico y literato de izquierda, quien recreó su obra en la isla penal del Frontón.
Será, sin embargo, Prisiones junto el mar (1943) la primera novela de tema carcelario publicada por un militante marxista. En ese sentido, se habla del literato Armando Bazán, amigo y condiscípulo de César Vallejo, quien sufrió persecución y confinamiento durante la dictadura de Leguía, en 1927. Su estancia la pasaría en el Frontón, lugar donde escribiría la citada novela.
Ya en tiempos recientes, la década de la lucha contra el terrorismo (1980-1995) generó su propia literatura carcelaria, proveniente en su mayoría de sectores afines al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) y al Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso (PCP-SL), o escritores independientes que se recluyeron por una supuesta afiliación a esos grupos terroristas gracias al amplísimo margen de detención que generó la legislación anti-subversiva de la época de Fujimori, en especial por la figura de la Ley del arrepentimiento. El más conocido ejemplo fue Las cárceles del emperador (2002), de Jorge Espinoza Sánchez.
Igualmente, se tiene una rara avis. Se trata de Los hijos del orden (1973), de Luis Urteaga Cabrera. Esta novela, si bien pertenece al género carcelario y está inspirada de forma perentoria por sus predecesoras, no está basada en vivencias propias y alude a espacios y tramas ficcionales. Ella discurre por los tenebrosos escondrijos de un centro de rehabilitación de menores y, asimismo, Abelardo Oquendo la calificó como la novela más violenta del Perú. Esta se diferencia de los modelos del género por desmarcarse del género autobiográfico y político para zambullirse por entero a la ficción más opresivamente realista, aunque su filiación y compromiso progresista es resaltante.
Para terminar, hay que recordar que muchas grandes novelas que - como Historia de Mayta- sin abocarse por entero al escenario de la prisión, presentan descripciones y episodios de prisiones. Al respecto, se pueden citar dos obras de Manuel Scorza -La tumba del relámpago (1979), y La danza inmóvil (1983)- que recrean de forma parcial la vida en la colonia penal del Sepa. Por lo tanto, abocarse a ellas es una tarea titánica, pero necesaria.
La inhumanidad de la cárcel peruana: realidad y ficción
La narración de MVLL sobre la cárcel se abocó a describir un espacio en particular: el penal de Lurigancho, en Lima. El origen de esta cárcel está íntimamente ligado a la renovación del paradigma penitenciario operado a mediados del siglo XX, así como a solucionar el problema del hacinamiento que fue endémico en la prisión de finales del virreinato, tal como se señaló en otra ocasión (Belan, 2020, 2021), y persistió en los inicios de la república peruana (Aguirre, 2008).
En 1961, durante la gestión de Fernando Belaúnde Terry, se clausuró de forma definitiva la Penitenciaría de Lima, símbolo de los antiguos modelos disciplinarios. Un panóptico que, curiosamente, se había
establecido a inicios de siglo con la pretensión de hacer más eficiente y humana la prisión (Paz Soldán, 1863). Asimismo, para sustituir a la penitenciaría se iniciaría, un año después, la construcción de un penal que debía ser el epígono de las nuevas perspectivas penitenciarias. Esto hace referencia al penal de Lurigancho:
Respondiendo a los enfoques penitenciarios de entonces, sus diseñadores la pensaron para superar los clásicos conceptos de castigo y represión. Es decir, no solo incluyó espacios para el encierro total (como algunos modelos europeos de estricto control), sino también áreas dedicadas al estudio y trabajo. (El Peruano, 2017, párr. 1).
Este cambio de paradigma corrió en paralelo con la adscripción de estándares internacionales para la humanización de la vida en prisión. En ese sentido, el Estado peruano suscribió por esos años convenciones humanitarias sobre el tratamiento a los privados de libertad como la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanas y Degradantes de las Naciones Unidas (1984) o las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos (2015), conocidas como Reglas Nelson Mandela. Asimismo, la legislación vigente, como el Código de Ejecución Penal (CEP) de 1991 y su Reglamento, aseguró los derechos de la integridad, el bienestar físico y mental (CEP, art. 76; Reglamento del CEP, art. 11, inc. 1); a la salud, higiene y alimentación adecuada (CEP, art. 17; Reglamento del CEP, art. 11, inc. 2 y 3), y a la seguridad personal (CEP, título preliminar, art. III).
A pesar de las iniciales buenas intenciones, la vida en las prisiones peruanas reportó uno de los niveles más altos de violencia y miseria de la región. De modo que los principios garantistas adoptados por el Perú permanecen como letra muerta en los textos legales. De hecho, el relato novelado prevaleció como verdadero testimonio de la realidad, lo que mostró en carne viva la inhumanidad vivida en estos supuestos centros de readaptación social. Tales textos retratan la situación penitenciaria peruana recogida por los investigadores sociales:
El Instituto Nacional Penitenciario (INPE) enfrenta una crisis sin precedentes que abarca todos sus ámbitos; por un lado se observa: 1) un crecimiento significativo de la población penitenciaria, y por otro lado 2) las malas e insuficientes condiciones de la infraestructura de una buena parte de los establecimientos penitenciarios. Estos dos factores generaron: 1) el desborde en la capacidad de albergue de las establecimientos penitenciarios;
un deterioro progresivo de los servicios básicos, comprometiendo la gestión de la seguridad penitenciarias, con 3.5 incidentes de seguridad al día;
una reducción considerable de los ambientes para la adecuada puesta en práctica de los planes y programas de tratamiento, generando una tasa de reincidencia de 26%, comprometiéndose además la salud de los internos, que ya llegan a más de 16,000 internos con enfermedades como TBC y VIH. Es una realidad tangible el fracaso del actual modelo de gestión penitenciaria, a pesar de todos los esfuerzos y lo invertido por el INPE. (Haro, 2020, p. 8)
Posteriormente, los estudios resaltaron de manera fundamental tres problemas en las cárceles peruanas: el hacinamiento, la inseguridad y la insalubridad. Sobre estos tres puntos, que también destaca el texto de MVLL, se desarrollarán las siguientes líneas.
Salubridad
En el plano de la ficción literaria, de primera instancia, el aspecto que más resalta para el lector es la hediondez e inmundicia que rodea a los prisioneros. No por nada el testimonio de MVLL sobre el penal de Lurigancho inicia al subrayar lo siguiente:
Noté a todos desosegados, violentos, aturdidos. Mientras caminábamos, tenía, a la izquierda, la explicación de la sólida hediondez y las nubes de moscas: un basural de un metro de altura en el que debían haberse acumulado los desperdicios de la cárcel a lo largo de meses y años. Un reo dormía a pierna suelta entre las inmundicias. Era uno de los locos a los que se acostumbra a distribuir en los pabellones de menos peligrosidad, es decir a los impares. Recuerdo haberme dicho, luego de aquella primera visita, que lo extraordinario no era que hubiese locos en Lurigancho, sino que hubiera tan pocos, que los seis mil reclusos no se hubieran vuelto todos, dementes, en esa ignominia abyecta. (Vargas, 2005, pp. 327-328)
Todos ellos (los pabellones) deben ser, más o menos, como el que conocí: recintos de techo bajo, luz mortecina (cuando la electricidad no está cortada), fríos y húmedos, con unos ventanales de rejas herrumbradas y un socavón parecido a una cloaca, sin rastro de servicios higiénicos, donde la posesión de un espacio para dormir, entre excrementos, bichos y desperdicios, es una guerra cotidiana (Vargas, 2005).
Otros narradores, como Arguedas, conducen hacia un ambiente de podredumbre y enrarecimiento que caracteriza a los penales peruanos. En el Sexto, ya de saque, Gabriel se topa con esta realidad de suciedad y pestilencia, mientras que su compañero de celda -Cámac- le ayuda adaptarse a la nueva situación:
De lejos pudimos ver, a la luz de los focos eléctricos de la ciudad, la mole de prisión cuyo fondo apenas iluminado mostraba puentes y muros negros. El patio era inmenso y no tenía luz. A medida que nos aproximábamos, el edificio del Sexto crecía. Íbamos en silencio. Ya a unos veinte pasos empezábamos a sentir su fetidez.
[…] Se levantó de la cama, un colchón de paja reforzado con periódicos. Se puso de pie. -Mataremos los chinches -dijo- aunque son sonsitos. Después tenderemos tu cama. Con la vela empezó a quemar las chinches que estaban atracadas en los poros, celdillas y rajaduras del cemento. […] Yo tiendo tu cama, compañero. Hay que saber tomar la dirección del aire que entra por la reja, y del andar de estos chinchecitos. Aunque ahora con el frío, están cojudados (Arguedas, 1969, p. 7).
Al respecto, se podría decir que todo lo denunciado en estas novelas- testimonios se corrobora por los datos sobre la salubridad en los penales. Por lo tanto, la falta de infraestructura higiénica y sanitaria en Lurigancho y la mayoría de los penales del Perú son una realidad patente según los estudios de los que se han hecho referencia, y muchos otros.
[…] en el 2018, el número de internos con al menos alguna enfermedad es de 16,576, esa cifra sobre la población penitenciario de ese año de 90,934 nos da una tasa de 18.23 % […] lo que implica una variación porcentual de 117 %. (Haro, 2020, pp. 11-12)
Las enfermedades más frecuentes se relacionan con las que afectan al sistema respiratorio (de fácil propagación por el hacinamiento). De igual modo, la poca asepsia en la preparación de los alimentos y la deficiencia en los servicios higiénicos denota al Penal de Lurigancho, entre otros, como pletórico de enfermedades parasitarias. Aunado a esto, el medio carcelario es igualmente propenso a la violencia interna, lo que registra un alto índice de lesionados, puesto que, semanalmente, 15 o 18 casos diarios tienen que ver con heridas producidas por armas cortopunzantes (Castro, 2009).
En la narración de Arguedas, la falta de instalaciones sanitarias aunada con el abuso de los faites y matones de la prisión se convierten incluso en un medio de opresión y de control de los cuerpos al más puro estilo foucultiano:
La luz del día, un inusitado sol de invierno era ya triste allí abajo, en el primer piso, sobre la humedad, los escupitajos, las manchas verdes de la coca masticada, y más aún junto a los huecos de los excusados. El japonés corrió hacia uno de los huecos, se bajó el trapo que le servía de pantalón y, sin atreverse a quedar en cuclillas, agachado a medias, se puso a defecar. Los otros presos comunes que lo vieron le dejaron hacer. Algunos miraron hacia las celdas casi con el mismo terror que el japonés y se agruparon como formando una cortina; otros se reían y volvían la vista de los wáteres a las celdas […] El rostro del japonés del sexto, con su sonrisa inapagable, trascendía una tristeza que parecía venir de los confines del mundo, cuando “puñalada” a puntapiés, no le permitía defecar. -¡Hiroito carajo; baila! - le gritaba el negro. (Arguedas, 1969, pp. 22-23)
La realidad se condice con la ficción. Por consiguiente, las cifras - frías y muertas por la estadística- se convierten en tragedia si se relacionan con las líneas precedentes. Esta vez, la opresión al cuerpo se da mediante el contagio forzado de enfermedades incurables como el VIH, que se ha convertido en una verdadera epidemia en los penales peruanos, especialmente en Lurigancho:
En el Perú, entre fines del año 1998 y mediados de 1999, la organización no gubernamental (ONG) “Médicos Sin Fronteras” realizó una investigación sobre tuberculosis e ITS incluyendo SIDA, encontrando que en los penales existe hacinamiento, violencia, insalubridad, falta de acceso a preservativos, pobre atención médica y miseria entre la mayor parte de los reclusos. La infección por VIH en el penal de Lurigancho (Lima, Perú) se propaga rápidamente entre su población, debido a algunas características particulares encontradas, siendo el sexo sin protección el común denominador, debido a que en los días de visita las prostitutas tienen sexo con aproximadamente 40 hombres cada una, además, se practican las relaciones sexuales entre hombres, frecuentemente bajo la influencia de drogas o alcohol; también es común, la práctica informal de tatuaje y el uso de drogas intravenosas, por lo que estas personas constituyen un grupo vulnerable para la transmisión del VIH. Es importante señalar que la condición de portadores de VIH conlleva una marginación dentro del penal […] La prevalencia de VIH fue 1,1 % y de sífilis 4,1 %. […] Se encontraron importantes valores de prevalencia de VIH y sífilis en este grupo de personas. (Cárcamo et al., 2003, p. 9).
A pesar de que Lurigancho es el único penal que cuenta con un pabellón psiquiátrico, es posible afirmar que la salud mental de los internos está muy por debajo de los límites que plantean los estándares mínimos humanitarios. Dicho pabellón es insuficiente, puesto que solo tiene capacidad para 50 internos; igualmente, el Instituto Nacional Penitenciario identificó a 822 internos con enfermedades mentales (Tribunal Constitucional, 2021, mayo 5).
Seguridad
La inseguridad es la otra constante en la narrativa carcelaria peruana. En esa medida, la violencia brutal entre los internos tiene ribetes sádicos y enfermos. (El director del penal) me prestará su oficina para la entrevista, pues este es el único sitio donde estaré tranquilo. «ya habrá visto que aquí en Lurigancho no hay donde moverse con la cantidad de gente». Mientras esperamos añade que las cosas nunca marchan bien, por más esfuerzos que se hagan. Ahora los reclusos alborotados, amenazan con una huelga de hambre porque, según ellos, se les quiere limitar las visitas. No hay nada de eso, me asegura. Simplemente para controlar mejor a esas visitas que son las que introducen la droga, el alcohol y las armas, se ha dispuesto un día para las visitas mujeres y otro para los hombres. […] Si por lo menos se pudiera frenar el contrabando de cocaína, se ahorrarían muchas muertes. Porque es todo por la pasta, por los pitos, que se agarran a chavetazos. Más que por el alcohol, la plata o los maricas: por la droga. (Vargas Llosa, 2005, pp. 333- 334)
Por tal razón, se podría decir que la violencia no se limita al plano físico y psicológico, meramente, sino que se ceba sobre todo en la dimensión sexual de la persona. MVLL lo describe así en su Mayta:
Entre los pabellones corre el llamado, sarcásticamente, jirón de la Unión, un pasadizo estrecho y atestado, casi a oscuras de día y en tinieblas de noche, donde se producen los choques más sangrientos entre las bandas y los matones del penal y donde los cafiches subastan a sus pupilos. Tengo muy presente lo que fue cruzar el pasadizo de pesadilla, entre esa fauna calamitosa y como sonámbula, de negros semidesnudos y cholos con tatuajes, mulatos de pelos intrincados, verdaderas selvas que les llovían hasta la cintura, y blancos alelados y barbudos, extranjeros de ojos azules y cicatrices, chinos escuálidos e indios en ovillos contra las paredes y locos que hablan solos. (Vargas, 2005, pp. 328-329)
Por su lado, las descarnadas descripciones de la promiscuidad del Sexto -representada por Puñalada y Rosita- son tan crudas e impactantes que, a pesar de sí, Arguedas hizo de esta escabrosa historia el centro de su narración. Para ello, el novelista dejó de lado el relato político que, al parecer, era inicialmente su preocupación principal.4 Las narraciones de violencia y degradación sexual tan explícita que realizó Arguedas en El Sexto merecieron en La utopía arcaica (1996), el reproche de Mario Vargas Llosa. Censura que, por otra parte, parece extraña al advertir la propia violencia sexual que exhibe el propio MVLL en muchas de sus obras.
4 “Al amanecer del día siguiente escuché una armoniosa voz de mujer; cantaba muy de cerca de nuestra celda. Me puse de pie. Cámac sonreía. -Es Rosita -me dijo-, es un marica ladrón que vive sola en una celda, frente de nosotros. ¡es un valiente! Ya la verás. Vive sola. Los asesinos que hay aquí la respetan. Ha cortado fuerte, a muchos. A uno casi lo destripa. Es decidido. Acepta en su cama a los que ellos no más escogen. Nunca se mete con asesinos. Puñalada la ha enamorado, ha padecido. Ya verás a Puñalada. Es un negro grandote, con ojos de asno” (Arguedas, 1969, p. 10).
Al referirse a este tema, además de los párrafos ya aludidos, Vargas Llosa resalta explícitamente esta forma de violencia y explotación de corte sexual, abordándola dos ocasiones más: en el diálogo que mantiene el narrador-investigador-autor con Carrillo, un viejo empleado de prisiones; y, más tarde, con el propio Alejandro Mayta cuando el escritor le reveló que el personaje que creó con base en su figura es homosexual:
“Porque aquí, sí señor, hay mala gente, tipos que parecen nacidos solo para ensañarse hasta lo indescriptible con el prójimo. A lo lejos, rompiendo la simetría de los pabellones, está el recinto de los maricas.
¿Siguen encerrándolos ahí? Sí. Aunque no sirve de gran cosa, pese a las tapias y los barrotes se meten y los maricas salen y el tráfico es más o menos el de siempre. De todos modos, desde que tienen pabellón propio, hay menos líos. Antes, cuando andaban mezclados con los otros, las peleas y asesinatos por ellos eran todavía peores. Recuerdo, de mi primera visita, una breve conversación con un médico del penal, sobre las violaciones de los recién llegados. «El caso más frecuente es el de recto supurando, gangrenado, cancerizado». Pregunto a Carrillo si siempre hay tantas violaciones. Él se ríe. «Es inevitable, con gente que anda tan aguantada ¿no cree? Tienen que desfogarse de alguna manera»” (Vargas, 2005, pp. 336-337).
-Nunca tuve prejuicios sobre nada- murmura, luego de un silencio-
. Pero, sobre los maricas, creo que tengo. Después de haberlos visto. En el Sexto, en el Frontón. En Lurigancho es todavía peor. Queda un rato pensativo, La mueca de disgusto se atenúa, sin desaparecer. No hay asomo de compasión en lo que dice: -Depilándose las cejas, rizándose las pestañas con fósforos quemados, pintándose la boca, poniéndose faldas, inventándose pelucas, haciéndose explotar igualito que las putas por los cafiches. Cómo no tener vómitos. Parece mentira que el ser humano pueda rebajarse así. Mariquitas que le chupan el pájaro a cualquiera por un simple pucho… - resopla, con la frente nuevamente llena de sudor. Agrega entre dientes: Dicen que Mao fusiló a todos los que había en China. ¿Será cierto? (Vargas, 2005, p. 356)
Una vez más, y en la línea de lo descrito por el texto, se afirma sin duda que la violencia desatada en los penales es, en la actualidad, una realidad alarmante. En Lurigancho, por lo menos:
[…] se tiene que, en el 2009, en los 65 establecimientos penitenciarios intramuros se registraron 562 incidentes de seguridad, prácticamente 1.5 incidentes por día; cifra que en el 2018 pasa a 1,264 incidentes de seguridad en los 68 establecimientos penitenciarios intramuros, es decir a prácticamente 3.5 incidentes por día. Estas cifras muestran que del 2009 al 2018 los incidentes de seguridad crecieron en 125
%. (Haro, 2020, p. 9)
Uno de los problemas que desatan la violencia, tal como alude MVLL en su narración, es la falta de separación entre las diferentes clases de reos: procesados y condenados, primarios y reincidentes, comunes y políticos, sanos y enfermos. Del sistema expuesto por Arguedas en El Sexto -en el que el primer piso de la prisión era ocupado por los vagos, el segundo por los comunes, y el tercero por los políticos-, el relato carcelario de MVLL relató una realidad más caótica y, por lo tanto, más violenta. Actualmente, el problema se mantiene y es una constante en la vida carcelaria peruana desde sus orígenes. De modo que la realidad en Lurigancho no es la excepción:
En el establecimiento penitenciario los sentenciados están ubicados, sin distinción, con los procesados, lo que viola el principio de separación de categorías consagrado en las reglas mínimas de las Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos, que ha sido adoptado como principio básico en el régimen penitenciario Peruano […] en el mes de junio de 1,999, se encontraban recluidos seis mil, de los cuales el 3.6 % tenían condición de sentenciados, y 96.4 % de procesados. (Castro, 2009, p. 86)
Se podría señalar que Lurigancho, sobre todo en la década de los 90, es un espacio de violencia en ciernes que estalla esporádicamente. Esto se da, especialmente porque se ha producido lo que Pérez y Nuñovero (2023) denominaron gestión abdicada, que es en suma el autogobierno de los internos con abstención de la presencia estatal. Sin embargo, al parecer este modelo de gestión está variando por uno de gobernanza carcelaria desde 2015. Este modelo “si bien no llega a erradicar por completo los abusos entre internos, el tráfico de objetos prohibidos ni la corrupción de los funcionarios, sí logra reducir los niveles de violencia y mejorar las condiciones de la convivencia cotidiana de los detenidos” (p. 135).
Como consecuencia, estos avances no han impedido que la violencia siga presente en los penales en forma de enfrentamientos entre internos y contra la administración penitenciaria. En ese sentido, del 2005 al 2018 se produjeron 82 reyertas y 33 motines a nivel nacional (Pérez y Nuñovero, 2023).
Hacinamiento
El principal problema, origen de los anteriores, y que se arrastra desde época virreinal (Belan, 2020, 2021) hasta la temprana república (Aguirre, 2008), es el hacinamiento. Por ende, MVLL inició su descripción de su visita a la prisión de Lurigancho al aludir a este problema, justamente porque lo considera el principal, el más apremiante:
De esa primera visita [Lurigancho] recuerdo el hacinamiento, esos seis mil reclusos asfixiados en unos locales construidos para mil quinientos, la suciedad indescriptible y la atmósfera de violencia empozada, a punto de estallar con cualquier pretexto en refriegas y crímenes […] Al terminar aquella primera visita pensé: No es verdad que los reclusos vivan como animales; éstos tienen más espacios para moverse; las perreras, pollerías, establos, son más higiénicos que Lurigancho. (p. 328)
Por otro lado, las cifras más recientes sobre la población penitenciarias muestran una continua superpoblación, a pesar de que se pensaba imposible empeorar la realidad descrita por MVLL en los 80. Para octubre de 2021, los 69 establecimientos penales contaban con una población total de 89 915 internos, siendo que la capacidad de albergue de esos recintos solo era de 41 123 internos. Posteriormente, la sobrepoblación bordea el 120 %. Por otro lado, Lurigancho constituye el caso más extremo de hacinamiento. En efecto, es el penal más poblado del país y del continente. Así, con una capacidad de albergue de 3204 internos, alberga una población penitenciaria de 9356 personas. Luego, su sobrepoblación alcanza el 192 % (Pérez y Nuñovero, 2023).
Por consiguiente, la problemática del hacinamiento penitenciario ha venido agravándose durante las últimas décadas: […] se encontró que las “personas privadas de la libertad” bajo la custodia del INPE, pasaron de 20 899 (en 1995) a 77 801 (en 2016). En 21 años la población penitenciaria creció en un 372 %, lo cual es un crecimiento significativo, aun considerando que ese crecimiento se ha dado en 21 años. Sin embargo, cuando el análisis se centra solo en los últimos 6 años, se tiene que pasó de 45 021 (en 2010) a 77 801 (en 2016), un crecimiento de 173 % en esos 6 años, es decir un crecimiento significativo en un periodo de tiempo tan corto. (Haro, 2020, p.3)
En cuanto a las dimensiones, los ambientes son demasiado pequeños, sobre todo tratándose de una institución totalmente agresiva como es el establecimiento penitenciario, donde el espacio personal es fundamental para mantener la cordura. Además, el penal de Lurigancho se diseñó para mil ochocientos reclusos, pero alberga alrededor de los tres mil seiscientos. Debido a este hacinamiento, casi siempre el interno ha de compartir su ambiente con tres o más compañeros, independientemente de que se haya diseñado para una sola persona (Castro, 2009).
Esta realidad se ha llegado a extremos durante la coyuntura de la pandemia por la COVID-19, que afectó especialmente los penales. Ello y las reiterados llamados de atención del Tribunal Constitucional5, forzaron al Gobierno a promulgar el Decreto Legislativo 1585, el 22 de noviembre del 2023, para dictar medidas como penas alternativas o vigilancia electrónica a los internos (VEP) para permitir el deshacinameinto.
CONCLUSIONES
No cabe duda de que, en los últimos años, el debate sobre la realidad carcelaria en Latinoamérica se ha hecho más intenso. Aunado a esto, la emergencia humanitaria en las prisiones se vio agudizada por la pandemia por la COVID-19. Adicionalmente, la crisis de seguridad en el continente, que tuvo un punto neurálgico en muchas cárceles controladas por bandas organizadas y ligadas al narcotráfico, dio lugar a un cambio de paradigma carcelario.
En ese sentido, el modelo salvadoreño estremeció los principios liberales de la ciencia y política criminológica, unánime hasta hace poco. Por lo tanto, la construcción de más complejos penales y el endurecimiento del régimen penitenciario como salida al problema en prisión ha tenido un éxito mediático y efectista; algunos países como Ecuador y Argentina parecen querer seguir esa senda. No obstante, las justas críticas hechas a esta visión esencialmente represora, la defensa a ultranza de una política penitenciaria liberal que -respondiendo a condiciones de otras latitudes- pretende que la despenalización y la aplicación masiva del tercer grado son la solución al caos en las cárceles está absolutamente desenfocada. En el Perú, según la última reforma promulgada por Dina Boluarte, los esfuerzos se dirigen por esta línea. No obstante, pareciera que al tomar las banderas del garantismo liberal, esas políticas esconden una incapacidad real para hacer frente a la crisis carcelaria mediante la abdicación de la gestión penitenciaria.
Como fuera, las taras de la administración y gobernanza de las prisiones en el Perú vienen de larga data. Como consecuencia, los esfuerzos reformistas y humanitarios se dirigieron más a emular tendencias en boga en el hemisferio norte y fueron más bien fugaces y demagógicos. Como resultado, los primeros entusiasmos se enfriaron pronto y los proyectos se abandonaron. Aparejado a estos males, la represión política y la precariedad institucional y democrática marcaron la vida de la prisión. Este paradójico contrapunto entre la debilidad del Estado y su respuesta represiva está bien reflejado en la literatura peruana. De hecho, las novelas de trama carcelaria en el Perú fueron a la vez de las más importantes novelas políticas. En suma, la Historia de Mayta no fue la excepción.
5 “[…] el Tribunal Constitucional mediante la sentencia recaída en el Expediente Nº 05436- 2014-PHC/TC, declara un estado de cosas inconstitucional respecto del permanente y crítico hacinamiento de los establecimientos penitenciarios y las severas deficiencias en su capacidad de albergue, calidad de infraestructura e instalaciones sanitarias, de salud, de seguridad, entre otros servicios básicos a nivel nacional; exhortando dentro de su punto resolutivo 6 que el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos evalúe ampliar, modificar o replantear sustancialmente las medidas que resulten necesarias e indispensables para superar progresivamente dicho estado de cosas inconstitucional» (Decreto Legislativo 1585).
Sin embargo, algo más caracteriza a la literatura de cárcel en el Perú, así como a la novela abordada en este trabajo, se trata de la autorreflexión sobre el país -su proyecto, identidad y fracasos- y los límites de la propia reflexión y el alcance de ella. Según las líneas que conforman estas obras, las prisiones peruanas son los espacios de mayor inhumanidad posibles - insalubres, hacinadas, e inseguras- y, en esa medida, hablan del fracaso de un régimen penitenciario. Pero hay algo más, ellas apelan no solo a testimoniar la vida de la cárcel, sino también a describir un Estado fallido que ha cosechado los frutos de la violencia, la represión y la desigualdad. Por consiguiente, estas profundas consideraciones solo han podido traslucirse de la ficción. La aproximación teórica y técnica no ha podido -ni podrá, considero- translucir la honda trascendencia que tiene la vida en prisión para el propio debate nacional. En suma, la ficción, luego, será una fuente indiscutible para aproximarse de forma integral a una realidad como la cárcel.