1. Introducción
La cuestión ambiental nos pone en jaque. No sólo por el miedo a las catástrofes, las extinciones, los fines de mundo, sino también debido a que nos enfrenta con la ilusión de ciertas creencias modernas: ideas de producción ilimitada, de dominio de la naturaleza, de progreso, de lo urbano como norte. Lo ambiental atenta contra distinciones centrales en la constitución del pensamiento hegemónico: la separación entre naturaleza y cultura, la supremacía de lo humano, el crecimiento económico perpetuo y, junto a otros movimientos, encuentra en las relaciones de poder y en las separaciones dadas, espacios de resistencia. Desde diferentes sectores se ha planteado que estamos frente a un momento bisagra. La crisis socioambiental, expresada de formas múltiples, entre ellas también la reciente pandemia, nos obliga a repensar los modos de entender y valorar eso que solemos llamar naturaleza, de relacionarnos entre personas y con otros seres vivientes, y hasta a cuestionar las estructuras políticas, sociales y económicas sobre las que nos asentamos. De aquí que el pensamiento ambiental desestabiliza, pero además permite crear otros mundos posibles.
Es importante subrayar que tradicionalmente las ciencias naturales han sido la voz oficial de “lo ambiental” y que, en ese sentido, los “problemas de la naturaleza” suelen ser concebidos de manera escindida de otras problemáticas sociales y se han abordado desde saberes técnicos y expertos. Sin embargo, los abordajes técnicos no alcanzan. Desde diferentes perspectivas, se ha señalado al ambiente como un entramado diverso y complejo, una multiplicidad que desborda las categorías dadas. Por ejemplo, los ecofeminismos (Puleo 2011), la Ecología Social (Bookchin 1999) y diferentes movimientos indígenas por el Buen Vivir (Gudynas 2011), entre otros, concuerdan en la necesidad de pensar integralmente la cuestión ambiental, junto a las problemáticas de violencia, desigualdad, injusticia, androcentrismo y racismo, con miras a trazar y reafirmar modos de habitar diferentes al modelo patriarcal y extractivista. En esa dirección, los pensamientos ambientales latinoamericanos se han propuesto concebir la crisis ambiental como parte de una crisis civilizatoria que requiere cuestionar profundamente las estructuras éticas y sociopolíticas, en pos de habilitar otros mundos y otros modos de convivir (Tangencial 2002).
En los últimos años, emergieron variadas formas de introducir las problemáticas y los pensamientos ambientales en diferentes contextos educativos, y de multiplicar otros tipos de valoraciones y afectos sobre el mundo no humano, así como reflexiones más profundas sobre la diversidad naturo-cultural en la que participamos (p.e., Gudynas 2015; Haraway 2015b; Leff 1998; Naess y Jickling 2000; Sousa Santos 2019; Tsing 2021). A finales de la década de 1960 apareció un campo llamado educación ambiental, con orígenes en Europa y una primera impronta de carácter conservacionista, con enfoques orientados al cuidado de la “naturaleza prístina” (Novo 1996). Sin embargo, sobre todo desde finales de la década de 1980, ese campo ha integrado otros debates que articulan la crisis ambiental con diversas desigualdades e injusticias, sentando precedentes y disrupciones en diferentes lugares de Latinoamérica.
Existen diversos antecedentes sobre espacios formales, no formales e informales de la educación ambiental, pero es interesante cómo se ha vuelto un asunto cada vez más instalado. Por ejemplo, en Argentina, ha habido dos grandes hitos en la esfera estatal: en 2021 se aprobó la Ley de Educación Ambiental Integral (Ley 27621) y en 2020, la Ley Yolanda (Ley 27592). La primera busca establecer el derecho a la educación ambiental integral como una política pública nacional, en espacios formales y no formales. La segunda se propone una formación integral de ambiente y desarrollo sostenible para aquellas personas que se desempeñan en la función pública.
Los debates ambientales toman distintos matices y transformaciones; permean debates, políticas, espacios educativos y encuentros, afectándonos en múltiples ámbitos y de diferentes formas. A la par, los extractivismos se profundizan y los horizontes se difuminan. En un contexto de luchas, encuentros, angustias y desbordes, queremos presentar ciertas ideas de una pensadora estadounidense que puede entramarse y formar alianzas para abordar algunos desafíos en Latinoamérica, y también ayudarnos a generar nuevas configuraciones micropolíticas. El pensamiento de la bióloga y filósofa estadounidense Donna Haraway aparece a finales de la década de 1970, desestabilizando ciertas nociones comunes. Entrecruza ciencias, feminismos, ambientalismos, animales -y otras formas de lo viviente- e indaga sobre el rol de las instituciones, así como de la comunicación. Por ejemplo, en su Manifiesto Cyborg publicado en 1983, Haraway propone una ontología de tipo no dualista, capaz de reconocer la imbricación entre humanos, máquinas y animales.
En El Patriarcado del Osito Teddy (Haraway 2015a) parte de la historia de Theodore Roosvelt, el presidente estadounidense que promovió los primeros parques nacionales, para develar los sentidos que se crean en el museo de ciencias naturales, explorando las valoraciones, lógicas y estéticas de esas instituciones científicas. En Ciencia, Cyborgs y Mujeres (Haraway 1995), vuelve al problema de las ciencias, con la primatología como punto de partida para revisar los sesgos científicos, a través de una perspectiva situada y feminista. La dimensión ambiental, el modo en que nos vinculamos entre humanos y con otras formas de vida, es, siempre, el trasfondo de sus preguntas.
Con la reciente profundización de las heridas planetarias, Haraway se propone “seguir con el problema”: pensar y relatar vías posibles para otros hábitos ambientales, que vayan más allá de las utopías y de las catástrofes, “más allá de la esperanza y la desesperación” (Haraway 2020, 24). En sintonía con la antropóloga Anna Tsing, nos dice “lo que caracteriza a las vidas y muertes de todos los bichos terranos es la precariedad: el fracaso de las mentirosas promesas del Progreso moderno” (Haraway 2020, 69). Es en esta precariedad en la que podremos encontrar otras coexistencias posibles y armar estrategias de supervivencia colaborativa con otros “terranos” o seres de la tierra; pensamientos y relatos que posibiliten mundos colaborativos.
La figura de Haraway se consolida como una de las grandes pensadoras de este momento crítico. Nos interesa preguntarnos cómo estar más allá de la desesperación y de la esperanza, cómo construir otras formas de parentesco con humanos y otras especies y qué construcciones del concepto de naturaleza permiten vínculos distintos a la explotación y la preservación “prístina”. Asimismo, en vistas de la importancia de la dimensión afectiva y estética en nuestros lazos ambientales (Giraldo y Toro 2020), nos interesa indagar acerca del rol de las artes, tanto a partir de las obras que interpelan al pensamiento ambiental como de la creación artística como motor para armar otros relatos ambientales y conectar con otras afecciones y pensamientos.
Con el fin de generar algunos hilos que nos guíen en esas búsquedas, presentaremos algunas ideas centrales de la filosofía de Haraway que creemos necesarias para construir colaborativa y monstruosamente pensamientos, prácticas y educaciones ambientales, y que pueden hacer eco en las búsquedas del Sur. En los casos en que lo creamos conveniente, nos apoyaremos también en algunos autores y autoras que permitirán complementar el análisis. En particular, partiremos de cuatro ejes centrales en la obra de Haraway: el pensamiento tentacular (sección 2), los parentescos raros y otras formas de familia (sección 3), la monstruosidad (sección 4) y la necesidad de construir otras naturalezas (sección 5). Con base en ello, seguiremos la premisa de la autora de construir nuevos relatos para repensar el rol de las artes como un componente central en estas búsquedas y encuentros (sección 6).
2. Tejer pensamientos: tentáculos, diálogos de saberes, cuerpos y afectos
¿Con qué pensamientos pensamos? Esta pregunta, tan trivial como profunda, es central en el pensamiento de Haraway. Pensar, debemos pensar, repite una y otra vez la autora. Pero este pensar es a partir de pensamientos que debemos distinguir, entrelazar y cultivar. Al retomar a la filósofa alemana Hannah Arendt, Haraway (2020) plantea el desafío de cómo evitar ser Eichmann, el nazi apresado en Argentina y llevado a Israel por su participación activa en el Holocausto. Arendt observa en el juicio oral de Eichmann que él no encarnaba propiamente “el mal” (como ocurre con los malos de los dibujos animados de Disney donde “el mal” es voluntad de maldad), se trataba de alguien que actuó como un mero burócrata, alguien que “solamente” contó personas que subían a un tren. Para Arendt “el mal” se arma a partir del pensamiento burocrático, a partir de la abismal irreflexión sobre las consecuencias de nuestros actos. Estamos frente a la denominada “banalidad del mal”: la destrucción y la violencia, en la mayor parte de los casos no son actos de “maldad”, sino olvidos y despojos de nuestra reflexión ética y social. Entonces, debemos pensar para no reproducir la “banalidad del mal”, para no ser burócratas que profundizan un mundo en ruinas.
El pensar (y no sólo el actuar) es central para promover otros mundos posibles y habitables. Tenemos que elegir nuestros pensamientos porque no cualquier pensamiento da igual. Y para Haraway (2020), este pensamiento tiene que ser tentacular, un pensar que teje con distintos saberes, que se encarna e involucra (el falso par binario) cuerpo-mente. Esta tentacularidad recupera el saber de las antenas, que en su etimología traen al sentir, así como al intentar, que no disocian el pensar del tocar y sentir. Lo tentacular, como en los pulpos y las arañas, traen formas descentradas y no hegemónicas de pensamiento. El pensamiento no es sólo algo mental, sino que se encarna, se hace cuerpo, trae afecciones y afecta. Los horizontes del pensamiento tentacular son múltiples: involucran diferentes voces, saberes y cuerpos.
Ya en la década de 1980, Haraway (1988) expone un pensamiento situado para el saber ambiental que se articula con el movimiento feminista y decolonial, en el que distingue siempre un lugar de enunciación: nadie habla desde ningún lugar. Reconocer nuestro lugar de enunciación, el para qué, para quiénes y porqué de nuestros discursos y prácticas posibilitan el diálogo con otros actores que participan desde diferentes lugares y relaciones de poder. Reconocer nuestras posiciones en conflictos -y posibles soluciones- ambientales es abrir la palabra hacia otras interpretaciones de estos problemas y abordajes posibles.
En La promesa de los Monstruos: una política de una política regeneradora para otros inapropiados/bles,Haraway (1999) interroga: ¿quién habla por el jaguar? al pensar en todas las voces, instituciones y problemáticas vinculadas a la Amazonía. Esta pregunta desarma la representatividad. ¿Quién es la voz de los bosques? ¿Una ONG conservacionista? ¿Un gobierno? ¿Una institución científica? ¿La comunidad indígena que lo habita? ¿Puede el jaguar tener voz propia? Las respuestas no son evidentes y nos exigen detenernos antes de actuar y practicar la escucha. En este mismo texto, sumándose a los aportes de las epistemologías feministas, la autora señala el carácter cultural de la práctica científica. Lejos de ser un asunto evidente, esta caracterización pone en consideración a la ciencia como una actividad que presenta sus presupuestos, objetivos y valoraciones, sea explicitado o no por parte de aquellas personas que la practican. A su vez, a partir del reconocimiento del carácter plural de la cultura en nuestras comunidades, uno de los desafíos centrales es repensar el modo en que el saber científico se pone en diálogo con otros tipos de saberes, sin olvidar las asentadas relaciones de poder y jerarquías hegemónicas dadas.
En este sentido, las educaciones ambientales tentaculares parten de advertir la diversidad de saberes en pos del conocimiento ambiental. Ecologías de saberes, diálogos de saberes y transdisciplinariedades son algunos de los diferentes abordajes que involucran educaciones capaces de no ponderar, a priori, al saber científico por sobre otros saberes. Es decir, para pensar ambiental y colectivamente necesitamos recuperar muchas voces y conocimientos diversos. Y a su vez, en esta vía tentacular, el saber no es sólo algo mental, involucra cuerpos y experiencias, y se hace desde ciertos lugares y con ciertas personas, animales, ríos y plantas. El pensamiento tentacular trae la necesidad de la pregunta viva, de las preguntas que tejen encuentros y se diferencian de un saber enciclopédico de meros datos ambientales1. Pensar tentacularmente es algo que nos pone en relación con, algo que conecta y genera afectos. Así, la educación ambiental podrá encontrar sitios de encuentros y afectos en los espacios de pensamiento.
3. Crear otros parentescos: apoyo, simbiogénesis y simpoiesis
Uno de los elementos que menciona Haraway (1995; 1999; 2015a; 2015b; 2018; 2020) y otras autoras refiere a la relación entre biología y política, entre los relatos de lo vivo y los entendimientos que posibilitan (o no) vínculos vitales entre personas y, también, con otros seres. Una de las interpelaciones que aparecen en este contexto es: ¿qué relaciones hay entre los diferentes vivientes? ¿cómo es nuestro vínculo con estos? En tiempos de Modernidad y Capitalismo la competencia fue presentada como una fuerza evolutiva central a partir de la consideración de una versión de la selección natural. Las fuerzas que mueven al mundo mercantil y a la evolución son iguales: fuerzas competitivas y “supervivencia de los más aptos”. Evidentemente, se trata de una propuesta de autores tales como Charles Darwin, inmersos en una cultura colonial, reproductora de desigualdades y sometimientos, en una búsqueda por naturalizar muchas de las bases propias del sistema capitalista. La mirada competitiva de la propuesta de Darwin reafirma y resignifica los dichos popularizados por Thomas Hobbes: homo homini lupus, la idea de que el hombre es un lobo para el hombre. Y, para el filósofo, esta premisa de violencia o competencia perpetua y natural garantiza la necesidad de fuerzas estatales y represivas. Sin embargo, a finales de siglo XIX la relación entre ciencia y política estableció otros cursos.
Resulta inevitable la referencia al anarquista, filósofo y naturalista Piotr Alekseyevich Kropotkin (2020, 19) que, en su obra publicada en 1902, El apoyo mutuo, señala: “...dediqué toda mi atención a establecer, ante todo, la importancia de la ayuda mutua como factor de la evolución”. Kropotkin (2020) observó en Siberia los lobos de Hobbes, pero estos no necesitaban de policías y Estados: las manadas cooperan, trabajan colaborativamente. Es más, para este pensador lo primero que guía los comportamientos animales es un “instinto de sociabilidad”. No son observaciones inocentes las de Kropotkin (2020), entender vínculos animales por fuera de la competencia y el egoísmo es suponer que las comunidades humanas pueden armar lazos de cooperación, y existen otras vías de interpretar las relaciones sociales (humanas y no humanas) por fuera de las fuerzas represivas, el capitalismo, el Estado y la competencia.
Sin embargo, las formas de cooperación o simbiosis ocuparon roles más bien periféricos, cuando no fueron descartadas de los estudios realizados desde áreas de la ciencia como la Ecología y la Evolución. En las últimas décadas, y a partir de la perspectiva simbiogenética, la bióloga evolutiva Lynn Margulis (2002) logró llevar la colaboración entre organismos de diferentes especies en un primer plano. A grandes rasgos, Margulis (2002) expone que las grandes transformaciones de lo viviente no son un proceso de competencia entre organismos, sino de entrecruzamientos, fusiones y combinaciones. En particular, el gran salto evolutivo: la aparición de las células eucariotas que se diferencian de las baterías -o células procariotas- en su tamaño y complejidad, que luego devinieron multicelulares en plantas, animales y hongos, se dio por pequeñas mutaciones del ADN seleccionadas por competencia y por la integración de distintos tipos celulares. En este sentido, lo vivo distiende las ideas de identidad y de orden: “los seres vivos desafían a una definición precisa. Luchan, se alimentan, danzan, se aparean y mueren. En la base de la creatividad de todas las formas de vida familiares de gran tamaño, la simbiosis genera novedad” (Margulis 2002, 18).
No obstante, el enfoque de Margulis tiene limitaciones sobre su alcance, en la medida en que el proceso simbiogenético -origen de la célula eucariota- fue presentado apenas como un evento extraordinario y no como una forma sistemática cotidiana del estar y del devenir de la vida (Lavagnino, Massarini y Folguera 2014). Dicho de otro modo, la cooperación no podía ser ni una fuerza evolutiva ni un proceso, más bien se presentó como un evento excepcional. La cooperación continúa siendo marginal. Sin embargo, Haraway retoma estas miradas colaborativas de lo viviente y concibe a diferentes “bichos”, plantas, hongos y otros seres como entramados de vida-muerte, y no tanto como individuos partícipes de actos de competencia.
Por todo ello, en el pensamiento de Haraway las miradas relacionales, simbiogenéticas y simpoiéticas -de creación de la vida conjunta- resultan de fundamental relevancia. Debemos aprender a “jugar a figuras de cuerdas con especies compañeras” (Haraway 2020, 24) porque la vida es simpoiesis, creación colectiva. Ninguna especie puede vivir sola. Necesitamos de otros seres para respirar, alimentarnos y disfrutar. De hecho, nuestra idea de identidad es repensada, en la medida en que somos ecosistemas, somos vínculos entre especies y sin ellas perecemos. Hoy, frente a la crisis ambiental reconocida, las colaboraciones interespecíficas surgen como preceptos ético-políticos que se presentan como urgentes. La necesidad de generar parentescos “raros”: unir lo diferente, armar otras formas de familia. Uno de los lemas de Haraway (2015b) es “hacer parentescos, no bebés” (make kin, not babies). Este lema plantea armar relaciones familiares con humano/as y no humano/s que tracen cuidados y afectos por fuera del esquema capitalista de familia nuclear. En el fondo, se trata de aprender de la araña: la sabiduría es tejer, entrelazar mundos diferentes, ponerlos en diálogo.
4. Abrazar a los monstros: la vida por fuera de la norma y la pureza
La modernidad y el conocimiento científico encontraron en la separación uno de los pilares fundamentales de su devenir. Separar para comprender y para intervenir. Separar sujeto-objeto, separar lo natural y lo cultural, separar lo humano y la naturaleza, el cuerpo de la mente. Por supuesto, estas estrategias no han sido inocentes ni triviales, tuvieron un correlato evidente como una forma de controlar y poseer. Pero, la vida se fuga del pretendido fraccionamiento una y otra vez. La ya mencionada Lynn Margulis y Dorion Sagan (2005, 139) la definen:
La vida es exuberancia evolutiva; el resultado del choque entre poblaciones de organismos activos y sensitivos en expansión. La vida es animales en juego. Es una maravilla de invenciones para refrigerarse y calentarse, congregarse y dispersarse, comer y escapar, cortejar y engañar. Es conocimiento y sensibilidad; conciencia e incluso autoconciencia. La vida, contingencia histórica y astuta curiosidad, es la aleta batiente y el ala planeadora del ingenio animal, la vanguardia de la biósfera conectada, compendiada por los miembros del Reino Animal.
La vida es siempre vida conjunta, devenir-con. En la obra de Haraway, la identidad surge siempre como monstruosa e híbrida. La mezcla es contaminación vital y necesaria, es la explicitación más intensa de un ser que no se hace nunca presente en forma de pureza. La mezcla es lo que otorga justamente la fortaleza a lo vivo. Y si no hay tal cosa como pureza, tampoco hay sentidos dados ni únicos. Hay multiplicidades y mezclas en el darse, también en el recibir. “Recordemos que monstruos tiene la misma raíz que demostrar; los monstruos significan” (Haraway 1999, 158). Lo monstruoso significa, lográndose escapar de los casilleros fríos clasificatorios para poder hacerse vida.
Asociado a lo anterior, tanto el carácter relacional como el híbrido, hacen que cualquier separación no sólo se vuelva antojadiza, sino que impide reconocer su fortaleza fundamental: “...los seres asociados ontológicamente heterogéneos devienen lo que son y quienes son en una configuración del mundo semiótico-material relacional. Naturaleza, culturas, sujetos y objetos no preexisten a sus configuraciones entrelazadas de mundo.” (Haraway 2020, 36). Lo que existe es monstruoso, se conecta y se configura en relaciones diversas. Reconocer el carácter monstruoso es resistir a las categorías y taxonomías de la separación y al correlato de dominio que imponen los ordenamientos. Asimismo, Haraway (1999) encuentra en los monstruos “otros inapropiados/bles”. Este concepto lo toma de Trinh Minh-ha, teórica feminista y cineasta estadounidense-vietnamita. Aquellos inapropiables son quienes:
no pudieron adoptar ni la máscara del «yo» ni la del «otro» ofrecida por las narrativas occidentales modernas de la identidad y la política anteriormente dominantes. Ser «inapropiado/ble» no significa «estar en relación con», esto es, estar en una reserva especial, con el estatus de lo auténtico, (…) significa estar en una relación crítica y deconstructiva (…). Ser inapropiado/ble es no encajar en la taxon, estar desubicado en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y tipos de narrativas. (Haraway 1999, 125-126)
Los monstruos, los inapropiables, permiten repensar las nociones de naturaleza (tanto la naturaleza “virgen” como la naturaleza a dominar) permiten encontrar en la contaminación y la impureza formas de resistencia, posibilitan configuraciones de encuentros, de interdependencia. Se rebelan contra las categorías jerárquicas de la dominación, pero también de la protección paternalista y colonialista. El monstruo se afirma en que somos relaciones. Incluso, relaciones que cambian, que alteran, que se mezclan y multiplican.
Se trata de un devenir-con. Una separación imposible e innecesaria. La Tierra que habitamos es una tierra de monstruos que mezcla seres diversos, máquinas, piedras, aire, hongos, tierra, agua. La fuerza de lo monstruoso permite devenir inapropiables, salir de las categorías y taxonomías dadas para encontrarnos como yuxtaposición de elementos por fuera del imposible hegemónico de la pureza. Los monstruos combinan lo disímil: animales y humanos, máquinas y seres vivos, vivos y muertos. Aquí está la potencia del monstruo, reconociendo que la vida escapa una y otra vez de los órdenes que les damos. Se trata de abrazar esta complejidad y esta impureza propia de nuestros mundos.
5. Crear otras naturalezas
La separación entre naturaleza y cultura y entre sus objetivos buscó ante todo presentar a la naturaleza como “zona de apropiación” -sea para conservación o sea para extractivismo-, como medio para otro fin, siempre como lo otro y nunca lo propio (Klier y Folguera 2017). Para Haraway (1999, 122) la naturaleza no resulta un lugar físico al que se pueda ir:
(…) ni un tesoro que se pueda encerrar o almacenar, ni una esencia que salvar o violar. La naturaleza no está oculta y por lo tanto no necesita ser develada. La naturaleza no es un texto que pueda leerse en códigos matemáticos o biomédicos. No es el “otro” que brinda origen, provisión o servicios. Tampoco es madre, enfermera ni esclava; la naturaleza es un topos, un lugar, en el sentido de un lugar retórico o un tópico a tener en cuenta en temas comunes; la naturaleza es, estrictamente, un lugar común.
Lo común es lo que hace a la naturaleza, dice Haraway (1999). Un común co-construido, incapaz de ser separado o despojado de esa misma construcción colectiva. Un común que, en su mezcla y diversidad ontológica, se desmarca en cualquier caso de ser un medio para otro fin. Por eso, se trata de algo más que un desafío: debemos encontrar otra relación con la naturaleza distinta a la reificación y la posesión.
De este modo, las construcciones de naturalezas (así, en plural) serán asuntos ético-políticos, pero también estéticos y afectivos, en el sentido de que implican la dimensión del habitar. Necesitamos configurar naturalezas habitables donde lo monstruoso y lo simpoiético permitan el reconocimiento de una co-dependencia vital. Estas naturalezas que escapan a las clasificaciones previas, que generan más diálogos que representaciones, permiten la alteridad, sobre todo permiten ser habitadas y habitarnos. De estas configuraciones diversas aparecen desafíos éticos, nuevas conexiones y vínculos, relaciones monstruosas con los vivientes, y otras prácticas de atención para reconocer compañías. En estas búsquedas, los mitos y ficciones se entrelazan con las realidades y posibilitan especulaciones. Una afirmación que complementa Haraway (2020, 93) al describir que
las Gorgonas transformaban en piedra a los hombres que miraban sus vivas y venenosas caras incrustadas de serpientes. Me pregunto qué hubiera pasado si esos hombres hubieran sabido cómo saludar respetuosamente a las espantosas chtónicas. Me pregunto si aún es posible aprender, o si la estratigrafía de las rocas sólo registrará los fines y el final de un pétreo Antropos.
Las tan temidas gorgonas lejos de alejarnos nos acercan a lo más propio de lo vivo, dando lugar a los corales, monstruosas simbiontes de cnidarios y algas. ¿Qué tratos podemos dar? ¿qué éticas reclaman lo diverso y desconocido? En el pensamiento de Haraway y otras pensadoras como Lynn Margulis (2002), el pensamiento ambiental es un reto, requiere seguir y permanecer en el problema. La cuestión ambiental atenta contra supuestos de la cultura occidental: separaciones entre mente-cuerpo, naturaleza-cultura, entre otros, atenta contra las ideas de progreso y crecimiento, contra los ideales de orden y pureza. Lo ambiental exige otros entendimientos, afecciones, relaciones, hábitos. Hasta aquí se han entrecruzado monstruos, otras naturalezas, otros parentescos y otros saberes. En esta instancia, resulta necesario indagar cómo las artes, desde las prácticas y producciones, puede colaborar en este armado de horizontes, educaciones y habitares.
6. Las artes, los relatos, los refugios: entre hechos de la ciencia, ciencia ficción, juegos y especulaciones
Las problemáticas ambientales no sólo requieren datos, sino formas de afectar y afectarnos. Pues, las artes posibilitan otros entendimientos y afecciones, abren interpretaciones, preguntas y relacionalidades que no se restringen al logos, además, sitúan a las problemáticas ambientales en sus planos experienciales, expresivos, estéticos y afectivos diversos (Giraldo y Toro 2020). En particular, “las configuraciones de mundos de artes-ciencia como prácticas simpoiéticas para vivir en un planeta herido” (Haraway 2020, 112) son una línea central para las educaciones ambientales.
¿Cómo inventamos otros mundos habitables? ¿Cómo generamos colectivamente otras naturalezas? Haraway (2020) formula una respuesta desde la creación, poiesis: necesitamos crear otros relatos. Aquí aparece la figura SF (por sus siglas en inglés) que refiere a la ciencia ficción, a la ciencia fantástica, fabulación especulativa, feminismo especulativo, hechos científicos y a las figuras de cuerdas. La imaginación no se desvincula de los hechos científicos. Hacer ciencia, interpretar fenómenos o analizar es imaginar posibilidades, mundos. Haraway (2020) retoma a la autora Úrsula K. Le Guin o al cineasta japonés de animé, Hayao Miyasaki, para dar cuenta de relatos que posibilitan otras formas de vivir. Por ejemplo, en “Nausicaa”, la película de animé de Miyasaki, una mujer hace amistades diversas con animales y árboles que le permiten entender de otros modos las ecologías profundas del bosque.
En los libros de Le Guin aparecen relaciones entre animales, plantas, hongos y distintos tipos de humanos, con posibilidades variopintas de género, que habilitan mundos posibles y presentan las tensiones propias de estas búsquedas. En la novela El nombre del mundo es bosque, de Le Guin deja entrever miradas comunalistas que plantean relaciones entre humanos y no humanos de sociabilidad y reciprocidad. Del mismo modo, en Los desposeídos, esta misma autora ofrece las posibilidades de un mundo ecofeminista y anarquista, al indagar sobre sus virtudes y sus posibles límites y tensiones. Estos mundos de ficción se contraponen a otras ciencias ficciones de una “conquista del espacio” donde la “humanidad” ha deshecho todas las posibilidades de habitar la Tierra y requiere de otros planetas para la explotación. También, estas ciencias ficciones configuran los mundos de destrucción que habitamos. En la misma línea, la ya nombrada bióloga Lynn Margulis critica la saga de Star Trek por olvidar que como seres vivos necesitamos de otros seres vivos para vivir. Dice:
su estupidez me impactó. Encontré estrafalaria la falta de plantas, el paisaje mecanizado y, en el vehículo espacial, la ausencia de todas las formas de vidas no humanas. Si algún día llegan a pasear en naves espaciales hasta otros planetas, los humanos no estarán solos. (Margulis 2002, 125)
Las ficciones espaciales que desconocen los vínculos íntimos entre la biodiversidad (como el oxígeno de las plantas y otros organismos fotosintéticos que posibilitan atmósfera y existencias) profundizan la indiferencia por la destrucción ambiental. Necesitamos ciencias ficciones y narraciones capaces de recuperar una vida conjunta, simpoiesis, para reconocer afectiva e intelectualmente nuestras relaciones ambientales vitales, para armar otros mundos. Más aún, Haraway llama a reconocer que el saber se despliega con otras especies2 y entreteje ciencias modernas, artes, saberes de diferentes culturas y especies.
El ejercicio de Haraway por ver cómo las ciencias ficciones y los relatos nos permiten pensar, imaginar y hacer tiene un signo propio. Se trata de Las historias de Camille (Haraway 2020), obra de ciencia ficción y, a su vez, una fabulación especulativa, un futuro imaginable en el que los tiempos que siguen van más allá de la esperanza y la desesperación. En ese mundo las tasas de contaminación y extinción avanzan, y para salir de los recursos deus ex machina, las comunidades humanas buscan soluciones a sus problemas comunes: arman comunidades del compost. Frente a la falta de refugios en este mundo de refugiados, las personas y otros bichos se encuentran y construyen hogares a través de tejidos compostistas, interespecíficos y cyborgs. Las comunidades del compost posibilitan historias que reúnen relaciones entre animales, humana/os, máquinas y otros seres para narrar un posible futuro no utópico, sino entretejido por el dolor de un planeta herido, habilitando otras formas de vida, relaciones y encuentros.
7. Algunas preguntas finales
Especular sobre la educación y el pensamiento ambiental es ir mucho más allá de un ideal de naturaleza prístina, formas sustentables de producción o tasas de extinción. Actuar-pensar-sentir ambientalmente es entrelazar mundos, abrazar otras relacionalidades, contar otras historias, desplegar afectos, armar comunidades. Creemos que el pensamiento ambiental nos presenta muchísimos desafíos que desbordan la idea enciclopédica de educación, y la de razón o pensamiento. Como dice el filósofo Pierre Hadot (Hadot, Carlier y Davidson 2009), se trata de considerar a la filosofía y al pensamiento como “prácticas espirituales”, acciones que nos conectan al cosmos, y así, nos conectan con otras personas, con otras especies, con otros paisajes. Por lo tanto, en este breve recorrido han surgido algunas preguntas: ¿con qué pensamientos pensamos?, ¿qué relaciones armamos con otros seres?, ¿cómo devenir inapropiables, reivindicar lo monstruoso?, ¿cómo configuramos otras naturalezas?, ¿qué relatos contamos y qué relatos nos cuentan?, y ¿cómo, desde las artes, se pueden afectar prácticas y saberes ambientales?
Por supuesto, constituyen cuestionamientos complejos, que de ningún modo tienen una respuesta única. Quizás, preguntas “brújula” para ser planteadas colectivamente, para ser analizadas, una y otra vez, en espacios singulares y situados, en diferentes cuerpos y saberes. Explorar el mestizaje de saberes, tal como dice la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui (2018), es fundamental desde un Sur americano en busca de vías no coloniales. Creemos que algunas de estas interrogaciones pueden conformar saberes monstruosos para la educación ambiental.
El sentido de este trabajo es acercar la obra de Donna Haraway a una revista ambiental latinoamericana, con el fin de ponerla en vínculo con otros pensamientos ambientales que florecen en nuestras tierras. Saberes para salir del Antropoceno, tiempos de destrucción y antropocentrismo, para tender algunos puentes hacia otros tiempos colaborativos. Chthuluceno, diría Haraway, ese otro tiempo-espacio monstruoso de relaciones interespecíficas y saberes de la tierra. Cabe interpelarnos cómo integrar estas reflexiones a los espacios educativos y de construcción de saberes ambientales. Ciertamente, no existe una respuesta única, aunque sí una vía a través de prácticas sensibles, de juego y de atención donde el saber tenga un carácter discursivo y permita formas encarnadas en cuerpos, armar relaciones, afectar. Las ideas monstruosas, simpoiéticas, de otras naturalezas, de pensamientos tentaculares, no son sólo ideas. Si bien en este texto aparecen en su formato bidimensional, invitamos a explorar otros lenguajes y sensibilidades para apre(he)nderlas.
La educación ambiental -quizás más que nada en ámbitos no formales- desarrolla numerosas prácticas sensibles donde la escucha, la visión paciente, el olfato o el tacto, nos enseñan a convivir de modos multiespecies. La obra de Haraway es una invitación a rastrear y configurar (armando figuras diversas) sobre estos modos de co-construcción, sin olvidar que las metodologías y prácticas artísticas suelen estudiar esta variedad de registros. Será cuestión de armar alianzas para “monstruizar” el pensamiento y la educación ambiental.
Lo monstruoso, lo mestizo, lo mezclado, lo híbrido y lo entrelazado se presentan como aquello que se da “ahí afuera” y se desmarca de cualquier estrategia simplificadora, aunque, también se traduce en identidad y vidas. Reconocernos monstruos no sólo significa asumir que nuestras identidades ofrecidas abandonan proyectos delineables por un par de trazos. Implica, entendernos proyectos, caminos siempre inconclusos y múltiples. Si comprendemos que tanto “nosotra/os” como “el mundo” sólo es uno entre los posibles, imaginar otras identidades y mundos, quizás simpoiéticos, no es una forma para que nuestro pensamiento y acción se despeguen de la realidad, sino un principio para tejer (siempre con otra/os) diferentes realidades. Si somos capaces de abordar estos desafíos, entonces, las prácticas, el pensamiento y la educación ambiental constituirán una cuestión de conocimiento, del vivir y de encontrar otras relaciones que abracen lo monstruoso ¿Cómo tejer, armar entramados, con otros seres? ¿Cómo escuchar, cuidar y abrazar a otras fuerzas de la Tierra?