Introducción
Durante el año 2017 participé de en un taller de alfabetización en la Unidad Penitenciaria 47 (en adelante UP47). Esta es una de las tres cárceles que integran el Complejo Penitenciario San Martín, ubicado en la localidad de José León Suárez, provincia de Buenos Aires, gestionado por el Servicio Penitenciario Bonaerense. Desde un abordaje etnográfico (Kalinsky 2004; Rockwell 2001; 2009; Padawer 2008; Ojeda 2015) el objetivo de mi investigación doctoral fue comprender, a través de la reconstrucción de las prácticas y los sentidos otorgados a estas por los actores sociales involucrados, cómo se desarrollaba una experiencia educativa entre personas privadas de libertad, considerando la incidencia de un contexto institucional que, en su devenir histórico, se ha consolidado como un espacio social estructuralmente degradante (Pérez 2020).
Un aspecto particular de la experiencia documentada radica en que tanto los y las estudiantes como los alfabetizadores se encontraban privados de su libertad. El Proyecto de Alfabetización (Berenstein 2014) era sostenido por la Universidad Nacional de San Martín. Fue requerido por las personas privadas de libertad cuando el Centro Universitario San Martín (CUSAM) comenzó a funcionar en la Unidad Penitenciaria 48, en 2008 (Tejerina 2016; Lombraña, Strauss y Tejerina 2017; Di Próspero 2019). Desde el año 2016, los talleres de alfabetización se hicieron extensivos a las otras dos unidades del complejo penitenciario: la UP46 y la UP47.
En este artículo me interesa demostrar las contradicciones que existen entre la legislación que pondera el concepto de buena conducta para avanzar en el tratamiento penitenciario y las condiciones en las que se desarrolla la vida cotidiana y el acceso a los espacios educativos en las cárceles de la provincia de Buenos Aires. La pregunta que orienta la investigación busca responder cómo se puede avanzar en la progresividad de la pena en una unidad penitenciaria que se encuentra “estallada” (es decir, con elevados niveles de superpoblación y hacinamiento).
Divido el artículo en las siguientes secciones: a continuación, un apartado teórico metodológico, luego, dos apartados con los resultados de la investigación (el análisis de la ley y la descripción de las condiciones de vida en el Penal) y, por último, las conclusiones.
El tratamiento penitenciario y las tensiones normativas respecto de la educación en cárceles
En el año 20171 se encontraban vigentes la Ley 26.206/06 Nacional de Educación (Boletín Oficial número 31.062 del 28 de diciembre del 2006), y la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad (24.660/96) con la modificación realizada en el 2011 (la Ley 26.695, Boletín Oficial número 32.222 del 29 de agosto del 2011) conocida como “el estímulo educativo”.
La dimensión normativa sobre educación en contextos de encierro propone cierto horizonte de acción para los sujetos que transitan ambas instituciones. Desde la antropología jurídica, se plantea no pensar las leyes en un sentido estanco, como teorías axiológicas que se aplican en estado puro. Por el contrario, se busca comprenderlas como fenómenos culturales, como un conjunto de sentidos que se ponen en juego, usan y ejercitan (Kalinsky 2004, 9).
En la legislación argentina, antes de la modificación de la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad, efectuada en 2011 (Ley 26.695), existían dos sentidos explícitos y contradictorios acerca de la finalidad de la educación intramuros. Por un lado, la Ley 24.660/96 definía la educación y el trabajo como los pilares para la resocialización de las personas privadas de su libertad. Designaba al Servicio Penitenciario como responsable de su gestión y proponía llevar adelante un tratamiento individual para las personas privadas de libertad, con cierta progresividad en el régimen penitenciario. La mirada correctiva y paternalista de las filosofías “re” (que proponen resocializar, reinsertar y readaptar a los detenidos) funciona como su marco teórico y su fundamento ideológico, aunque múltiples estudios de diferentes disciplinas cuestionen su capacidad terapéutica (Daroqui 2000; Kalinsky 2004; Manzanos Bilbao 1994; Salinas 2002; Scarfó 2006; Zaffaroni 1991). Algunos autores afirman que la resocialización no puede destruir la brecha entre una sociedad excluyente real y la pretendida sociedad incluyente que delinea la legislación penal (Bujan y Ferrando 1998).
Por otro lado, la Ley Nacional de Educación 26.206, promulgada en el 2006, contiene un capítulo específico sobre la Modalidad Educativa en Contextos de Encierro (el XII), reconociéndola como un Derecho Humano imprescindible.2 Esto significa que la educación deja de ser considerada una herramienta para la resocialización de las personas privadas de libertad, para ser concebida como un derecho humano. Por ende, debe garantizarse sin ser sometida a intereses correccionales (Gutiérrez 2010, 18).
La modificación de la Ley 24.660/96, a través de la Ley 26.695, en 2011, se refirió específicamente al capítulo vinculado a la educación, para ratificar que se la concibe como un derecho y no como un pilar del tratamiento resocializador (Pérez 2019). La iniciativa parecía resolver los sentidos en tensión acerca de la finalidad de la educación intramuros, ya que en ambas normativas (26.206 de Educación y 26.695 de Ejecución Penal) se menciona de manera explícita la educación intramuros como un derecho que debe ser garantizado por el Estado. Sin embargo, como demostraré a continuación, la Ley 24.660/96 y sus modificatorias continúan otorgando centralidad al tratamiento individual de las personas privadas de libertad, de manera que las filosofías “re” siguen estando vigentes, con su consecuente concepción de persona y de orden social. Específicamente, esta norma le otorga a los Servicios Penitenciarios la gestión de su puesta en acto. El “Manual práctico para defenderse de la cárcel” elaborado desde el INECIP (Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales) señala:
Si el preso realmente estuviera bajo la potestad del juez de ejecución, si él conociera y pudiera ejercer todos sus derechos, el encierro no tendría las implicancias negativas que todos conocemos y este manual no existiría. Sin embargo, la realidad de la ejecución de la pena como última etapa del proceso penal nos demuestra, ni más ni menos, que el condenado queda bajo la custodia de una fuerza de seguridad: el Servicio Penitenciario. Esta institución corre con el peso de contener a los presos sin molestar a los jueces y evitar cualquier desborde que afecte al sistema político y evidencie el abandono que el Estado tiene con respecto a la cárcel (García Yomha y Caamaño Iglesias Paiz 2010, 4).
Como demostraré en el desarrollo del artículo, este escenario institucional implica que los y las agentes del Servicio Penitenciario son quienes deciden cómo se administran los accesos de las personas privadas de su libertad a los espacios educativos y, además, son los responsables de confeccionar los informes de conducta para presentar en los juzgados. Los criterios arbitrarios de selectividad por parte del personal penitenciario son retomados en otras investigaciones, que los señalan como un obstáculo para la garantía del derecho a la educación en este contexto (Pérez 2021; Scarfó y Zapata 2013; Suárez et al. 2012).
El abordaje etnográfico, a través de mis observaciones participantes y de algunas entrevistas abiertas (Guber 2011), me permitió documentar la cotidianidad del taller de alfabetización realizado intramuros. Para comprender la complejidad de lo observado, en su entramado interinstitucional, utilicé los aportes de la antropología jurídica (Kalinsky 2004; Ojeda 2015), de la antropología de la educación (Rockwell 1986; 2001; 2009; Padawer 2008)3 y de las investigaciones acerca de la educación en contextos de encierro, que la definen como un campo en constante disputa y tensión (Frejtman 2008; Frejtman y Herrera 2010; Suárez et al. 2012).
El taller de alfabetización se desarrollaba dos veces por semana durante dos horas, en el edificio escolar ubicado dentro del Penal.4 Dado que por las mañanas funcionaba la primaria y por las tardes la secundaria, el taller transcurría en el horario del almuerzo (de 12:00 a 14:00), mientras las aulas de la escuela estaban vacías. Yo llegaba una hora antes para reunirme con los alfabetizadores y conversar respecto de la planificación de las clases. Si bien originalmente este espacio educativo había sido requerido por los integrantes del CUSAM para acompañar a las personas analfabetas (Berenstein 2014), debido a que el cupo de estudiantes estaba colapsado por la situación de superpoblación carcelaria, muchas personas que ya sabían leer y escribir participaban de la experiencia porque no había otras ofertas educativas disponibles. El agente penitenciario responsable del sector escuela de la UP47 en septiembre del 2017 me explicó que había en el sector masculino de esa unidad penitenciaria aproximadamente 900 personas privadas de su libertad, mientras que el cupo educativo entre primaria y secundaria podía alcanzar como máximo a 210 estudiantes. Como señalan Scarfó y Zapata (2013), la escasez de cupos y aulas es uno de los obstáculos para la garantía del derecho a la educación en contextos de encierro en Argentina. A ello se suma el ritmo vertiginoso de ingresos, egresos y traslados de las personas privadas de libertad: si bien durante todo el año pasaron por el taller más de 150 personas, solamente recibieron el certificado de participación, expedido por la Universidad Nacional de San Martín, los 80 estudiantes que pudieron estar presentes en la última clase (Pérez 2020).
A través de mis registros de campo y de su posterior análisis (Guber 2011; Rockwell 2009) busqué reconstruir diversas prácticas pedagógicas e institucionales de alfabetizadores y agentes penitenciarios, así como su recepción por parte de los y las estudiantes. En este artículo me interesa, a través del análisis de normativas, datos estadísticos, mis registros de campo y los aportes de otras investigaciones, demostrar cómo persiste la mirada correccional (Venceslao Pueyo 2012) dentro de la institución penitenciaria, a pesar de las modificaciones en las normativas. La exigencia jurídica de demostrar buena conducta como el requisito indispensable para avanzar en el tratamiento penitenciario (Ojeda 2008) coloca a la educación en una posición central, sin considerar las condiciones institucionales que pueden habilitar u obstaculizar el acceso y la permanencia de las personas privadas de libertad en las experiencias educativas, o incluso imposibilitar su desarrollo.
La progresividad del tratamiento penitenciario: la Ley 24.660/96 y el Decreto 396/99
En este apartado me propongo describir y analizar sintéticamente las etapas que componen la progresividad del régimen penitenciario, y que deben incluirse en el tratamiento individual asignado a cada persona condenada, para obtener su libertad. Me interesa destacar los conceptos de buena conducta y buen concepto, así como su vinculación con el lugar que se le otorga a la educación para la evaluación de su puntaje. En el siguiente apartado haré referencia a distintas escenas del campo que me llevaron a identificar que la UP47 estaba “estallada”, lo que me permitió reflexionar acerca de la distancia entre aquello que las leyes prescriben y las extremas condiciones en las que se ejecutan.
En el primer artículo de la Ley 24.660/96 se menciona el concepto de reinserción social, dejando en claro que es la principal finalidad que persigue el tratamiento.
Artículo 1º - La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad. El régimen penitenciario deberá utilizar, de acuerdo con las circunstancias de cada caso, todos los medios de tratamiento interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad enunciada (énfasis añadido).5
Para llevar adelante ese objetivo, la Ley propone un tratamiento individual y obligatorio bajo un régimen penitenciario (art. 5), el que se basará en la progresividad de la persona privada de su libertad. En función de su evolución favorable, promueve la incorporación a instituciones semiabiertas o abiertas (art. 6). La progresividad consta de las siguientes etapas: a) período de observación; b) período de tratamiento; c) período de prueba y d) período de libertad condicional (art. 12). A continuación, las sintetizo para explicar cómo debería transcurrir idealmente el proceso de reinserción de una persona privada de su libertad. Destaco, en todos los casos, el lugar que se le otorga a la educación.
El período de observación
Artículo 13. - Durante el período de observación el organismo técnico-criminológico6 tendrá a su cargo: a) Realizar el estudio médico, psicológico y social del condenado, formulando el diagnóstico y el pronóstico criminológico, todo ello se asentará en una historia criminológica debidamente foliada y rubricada que se mantendrá permanentemente actualizada con la información resultante de la ejecución de la pena y del tratamiento instaurado; b) Recabar la cooperación del condenado para proyectar y desarrollar su tratamiento. A los fines de lograr su aceptación y activa participación, se escucharán sus inquietudes. c) Indicar el período y fase de aquel que se propone para incorporar al condenado y el establecimiento, sección o grupo al que debe ser destinado; d) Determinar el tiempo mínimo para verificar los resultados del tratamiento y proceder a su actualización, si fuere menester.
De acuerdo con el Decreto 396/99 (Boletín Oficial número 29.140 del 5 de mayo de 1999), que propone el modo en el que debe reglamentarse la Ley de Ejecución Penal 24.660/96, el proceso de observación no podrá superar los 30 días y concluirá con la confección de la historia criminológica. Ese documento resulta de vital importancia porque allí se establecen los objetivos del tratamiento individual que la persona privada de su libertad deberá cumplir para acceder a las siguientes fases de la progresividad en las fechas estipuladas. Como resalté en el punto b) del artículo 13 de la Ley, se pone de manifiesto la relevancia que adquiere la participación del condenado en la redacción del documento. Esto es retomado en los artículos 10 y 11 del Decreto 396/99:
Artículo 10. - En el proyecto y desarrollo del programa de tratamiento se considerarán las inquietudes, aptitudes y necesidades del interno, a fin de lograr su aceptación y activa participación. A tales efectos, los integrantes del Servicio Criminológico deberán mantener con el interno todas las entrevistas que sean necesarias, explicándole las condiciones para ser promovido en la progresividad del régimen y el mecanismo para la calificación de la conducta y el concepto.
De acuerdo con lo señalado, parece de vital importancia la cooperación y cierto tipo de involucramiento de las personas privadas de su libertad en el proceso. Sin embargo, el artículo 10 resulta ambiguo. Por un lado, puede parecer loable generar un dispositivo de escucha que considere las inquietudes, aptitudes y necesidades de los recientemente condenados, sin embargo, los fines de esa escucha distan de ser desinteresados. En todo caso, parece tratarse de un proceso coercitivo para que la persona acepte el tratamiento propuesto y, sobre todo, lo entienda y se comprometa a cumplirlo. La explicación respecto del funcionamiento del tratamiento y sus etapas que menciona el artículo 10 se orienta a que la persona privada de libertad comprenda el proceso que le es requerido para convertirse de modo progresivo en un ciudadano dispuesto a no quebrar nuevamente la ley. Por otro lado, la normativa parece soslayar la asimetría de poder en el contexto de las entrevistas propuestas, ya que considera que la información que brinde la persona privada de su libertad será tenida en cuenta por los agentes penitenciarios para construir su historia criminológica y proponer su consecuente tratamiento individual, sin problematizar que serán esos mismos agentes los responsables de gestionar dicho tratamiento.
La situación se complejiza si se tiene en cuenta que, de acuerdo con lo enunciado por García Yomha y Caamaño Iglesias Paiz (2010, 35), en la práctica la mayoría de las personas privadas de libertad desconocen la relevancia que tiene la primera audiencia con el Consejo Correccional Penitenciario. Además, los autores señalan que en algunos casos puede suceder que esta entrevista nunca se realice y que se confeccione el informe sin tener en cuenta la voz del detenido, o que el informe no se redacte en los plazos estipulados por la Ley, o incluso que no se confeccione.
b) El período de tratamiento
Luego del período de observación, continúa el de tratamiento. Será el período más largo del proceso, en el que se llevarán a cabo las actividades necesarias para alcanzar la reinserción social. De acuerdo con lo propuesto en el Decreto 396/99, su ejecución se divide en tres fases: socialización, consolidación y confianza.
Durante la fase de socialización, el Consejo Correccional deberá establecer en un plazo de 15 días las pautas del tratamiento individual del condenado, incluido el estado de salud psicofísica y el tratamiento, su capacitación, sus actividades laborales y educativas, culturales y recreativas, y el desempeño de las relaciones familiares y sociales (García Yomha y Caamaño Iglesias Paiz 2010, 36).
Destaco las nociones de buen concepto y buena conducta porque resultan fundamentales para comprender cómo la educación queda atrapada en la lógica correccional, que es gestionada y evaluada por los agentes del Servicio Penitenciario.
Los siguientes artículos de la Ley 24.660 las definen de la siguiente manera:
Artículo 100. - El interno será calificado de acuerdo a su conducta. Se entenderá por conducta la observancia de las normas reglamentarias que rigen el orden, la disciplina y la convivencia dentro del establecimiento. Artículo 101. - El interno será calificado, asimismo, de acuerdo al concepto que merezca. Se entenderá por concepto la ponderación de su evolución personal de la que sea deducible su mayor o menor posibilidad de adecuada reinserción social. Artículo 102. - La calificación de conducta y concepto será efectuada trimestralmente, notificada al interno en la forma en que reglamentariamente se disponga y formulada de conformidad con la siguiente escala: a) Ejemplar; b) Muy buena; c) Buena; d) Regular; e) Mala; f) Pésima.
Respecto de la conducta, el art. 58 señala que las evaluaciones mensuales deberán ser presentadas en forma trimestral al Consejo Correccional y que, en función de las infracciones disciplinarias sancionadas, podrán efectuarse las siguientes disminuciones: a) faltas leves: ninguna o hasta un punto; b) faltas medias: hasta dos puntos; c) faltas graves: hasta cuatro puntos (art. 59).
La incidencia de las sanciones disciplinarias en la calificación de la conducta resulta relevante porque, mientras realicé mi trabajo de campo, en varias ocasiones estudiantes y alfabetizadores manifestaron “haber perdido la conducta” por tener sanciones por la portación de un celular o la implicancia en una pelea en el pabellón (aun cuando no hubieran sido ellos quienes iniciaran el conflicto). Retomaré la problemática de las sanciones, su impacto en la calificación de la conducta y su vinculación con los espacios educativos al referirme a las condiciones de vida en la UP47, en el siguiente apartado.
Respecto de la calificación del concepto, los artículos 62, 63, 64 y 65 del Decreto 396/99 resaltan los aspectos vinculados a la sección de educación:
Artículo 62. Los responsables directos de las Divisiones Seguridad Interna y Trabajo y de las Secciones Asistencia Social y Educación, el último día hábil de cada mes, requerirán del personal a sus órdenes, las observaciones que hayan reunido sobre cada interno respecto de: IV. Sección Educación: a) Asistencia a la Educación General Básica u optativa, la instrucción a distancia o en el medio libre; b) Dedicación y aprovechamiento; c) Participación y actitudes en las actividades recreativas, culturales o deportivas. Artículo 63. El personal de las Divisiones Seguridad Interna y Trabajo y de las Secciones Asistencia Social y Educación en contacto directo con el interno completará semanalmente una planilla con las observaciones que realicen. Artículo 64. El responsable de cada área integrante del Consejo Correccional, el último día hábil de cada mes, deberá formular su calificación de concepto, teniendo en cuenta sus propias observaciones y las que haya realizado el personal a sus órdenes, ponderando además los actos meritorios del interno. Artículo 65. Los informes mensuales deberán ser presentados por el responsable de cada una de sus áreas en la reunión trimestral del Consejo Correccional para que este califique el concepto.
García Yomha y Caamaño Iglesias Paiz (2010, 39) proponen que la calificación de conducta resulta un parámetro objetivo en la medida en que, si la persona privada de su libertad no tiene ninguna sanción, no se podría disminuir su puntaje. Mientras que la calificación de concepto parece responder a parámetros más subjetivos porque se asocia con las observaciones de los agentes penitenciarios y esto resulta de difícil control para las personas privadas de libertad y su defensa. Desde mi punto de vista, la distinción no resulta tan clara: de acuerdo con lo que observé, las sanciones que se aplican a las personas privadas de su libertad incluyen siempre criterios subjetivos del personal penitenciario.
A continuación, me detendré en el análisis del artículo 62 del Decreto 396/99, para la calificación del concepto. Si bien en el transcurso del trabajo de campo nunca existieron tales observaciones, propongo imaginar cómo debería proceder el personal penitenciario de la sección de educación, para evaluar el grado de dedicación y el aprovechamiento que la persona privada de libertad experimenta en sus clases. ¿Se espera que el personal penitenciario ingrese al aula periódicamente para registrar las preguntas de los estudiantes a los docentes y así evaluar su participación? ¿Cómo se recepcionaría en el aula la presencia de un agente penitenciario que tiene la responsabilidad de evaluar el comportamiento de los estudiantes para calificarlos? En el caso de que los estudiantes solo se limitaran a escuchar la exposición del docente, en lugar de interactuar con él, ¿esto sería tomado como un signo de aprovechamiento correcto? Esas inquietudes intentan evidenciar las tensiones que instala la Ley 24.660/96 entre el espacio carcelario y el espacio educativo, y confirman la subjetividad de los parámetros propuestos para evaluar la buena conducta de las personas privadas de libertad.
A pesar de la modificación de esta norma mediante la Ley 26.695/11, del análisis desplegado hasta aquí podemos concluir que, en estos artículos, la Ley 24.660/96 sostiene una lógica correccional. Al referir a que se espera que las personas privadas de libertad aprovechen la educación impartida, ya que constituye un aspecto a ponderarse para la progresividad de la ejecución de la pena, se está definiendo a la escolarización como un proceso de instrucción intencional (Levinson y Holland 1996, 1) de los valores esenciales para una adecuada convivencia social (art. 22 del Decreto 396/99). Valores que se espera que sean internalizados por quienes están atravesando un proceso educativo intramuros. En efecto, en la última fase de este período, la norma propone evaluar en qué medida las personas han internalizado tales valores de acuerdo con la ejecución de su programa individual de tratamiento.
c) El período de prueba
Una vez que la persona privada de libertad, de acuerdo con las fechas establecidas en su historia criminológica, concluye el período de tratamiento, pasa al de prueba. Este es el período anterior a la obtención de los egresos transitorios. Por ello, se implementan diversos métodos de autogobierno, que comprenden sucesivamente la incorporación de la persona privada de libertad a un establecimiento de régimen abierto o a una sección independiente que se base en el principio de autodisciplina. Luego se alcanza la posibilidad de obtener salidas transitorias y, por último, la incorporación al régimen de semilibertad (art. 26 del Decreto 396/99).
Para acceder a este período, uno de los requisitos es tener en el último trimestre conducta muy buena (ocho) y concepto muy bueno (siete) como puntajes mínimos. Esas calificaciones también constituyen un requisito fundamental para acceder a las salidas transitorias y al régimen de semilibertad, donde se exige, además de otros requisitos, poseer conducta ejemplar y merecer del Servicio Criminológico y del Consejo Correccional del establecimiento concepto favorable respecto de su evolución y sobre el efecto beneficioso que ambos institutos podrían tener para el futuro personal, familiar y social del interno (art. 34 del Decreto 396/99).
d) El período de libertad condicional
Por último, para acceder a la libertad condicional, la persona privada de libertad debe haber cumplido en prisión determinado tiempo de la condena (generalmente las dos terceras partes). El acceso a este derecho deber ser solicitado por el interno, que podrá iniciar la tramitación informando el domicilio en el que residirá a su egreso.
De acuerdo con lo establecido en el artículo 41 del Decreto 396/99, con el pedido del interno se abrirá un expediente. Este deberá consignar, entre otros datos, la evaluación de conducta y concepto que registre desde su incorporación al régimen de ejecución de la pena y, de ser posible, la calificación del comportamiento durante el proceso, además del registro de las sanciones disciplinarias en el caso de que las hubiera (incluyendo fecha de la infracción cometida, sanción impuesta y su cumplimiento). También se debe incluir la propuesta fundada del Servicio Criminológico, considerando en ella la evolución del tratamiento, basada en la Historia Criminológica actualizada, así como el dictamen del Consejo Correccional respecto de la conveniencia social de su otorgamiento. Este último debe elaborarse sobre la base de las entrevistas previas con el interno, de las que se dejará constancia en el Libro de Actas.
Hasta aquí analicé las distintas etapas que conforman el Régimen de Progresividad establecido por la Ley 24.660/96 de Ejecución Penal y el Decreto 396/99 que la reglamenta. Subrayé la importancia que la legislación le otorga a la participación de la persona privada de libertad en las actividades educativas, así como a las calificaciones de conducta y concepto en las que estas actividades se insertan. También describí la consideración que se le otorga a las sanciones disciplinarias para poder avanzar en los períodos sucesivos descritos (observación, tratamiento, prueba y libertad condicional). A continuación, analizaré, a partir de mis registros de campo y de fuentes estadísticas, una de las características de las condiciones de agravamiento de detención de las personas privadas de libertad: la sobrepoblación. Este aspecto permite evidenciar lo difícil que resulta implementar la legislación analizada hasta el momento y sus exigencias respecto de la asistencia, la dedicación, el aprovechamiento y la participación de las personas privadas de libertad en las experiencias educativas.
Las condiciones de vida en el penal: la sobrepoblación y el hacinamiento
En más de una ocasión, los alfabetizadores de la UP47 expresaron en conversaciones cotidianas que el Penal estaba “estallado”, refiriéndose a que había un alto porcentaje de sobrepoblación, que producía niveles de conflictividad elevados. Durante el 2017, la sobrepoblación afectó a la totalidad de los establecimientos penales del Conurbano Bonaerense. Su tasa alcanzó un récord histórico del 91 % (gráfico 1). Eso significó que casi la mitad de los detenidos no contó con un espacio para dormir.
La situación era más grave en el Complejo Penitenciario de San Martín, donde desarrollé mi investigación, ya que en tres años se incrementó exponencialmente su porcentaje de sobrepoblación: de una tasa del 25 % en el 2015 a una tasa del 102 % en el 2017 (gráfico 2).
En condiciones de sobrepoblación como las mencionadas, es posible anticipar las dificultades para mantener el orden, la disciplina y la convivencia dentro de los establecimientos, requisitos que exige el artículo 100 de la Ley 24.660 para obtener una buena calificación de conducta. Además, se intensifican las dificultades de acceso a los espacios educativos, porque el aumento de la población carcelaria no va de la mano con la ampliación de la oferta.
Durante mi trabajo de campo, hubo cuatro situaciones, ocurridas en la segunda mitad del año, que me llevaron a considerar que, con motivo de la sobrepoblación y el consecuente agravamiento de las condiciones de vida en general, el nivel de tensión y conflictividad interna del Penal se había incrementado. Esto impactaba de manera desfavorable en la garantía del derecho a la educación. ¿Qué significaba que el Penal estuviera “estallado”? ¿Cómo se modificaban por este motivo las prácticas cotidianas de quienes lo habitaban y de quienes asistíamos allí semanalmente para participar del taller de alfabetización?
Están buscando un muerto
La primera situación fue una conversación que mantuve con Leandro, uno de los alfabetizadores, y una voluntaria que coordinaba los talleres de cerámica en el Penal, el martes 22 de agosto del 2017. Ellos estaban conversando en la puerta de la escuela, cuando yo llegué. Los saludé y ella comentó que la situación que describían semana a semana los participantes de su taller parecía empeorar (en relación con el agravamiento de las condiciones de vida: mala alimentación, falta de atención médica, elevado nivel de conflictividad en los pabellones, etc.). Comentó que, en una reunión con el director de la institución, le expresó que,
si no le daba el cuero, él se tenía que ir yendo, porque era notorio el desborde del Penal. Aunque ellos (las autoridades penitenciarias de la UP47) estuvieran buscando un muerto, no se podían meter con los pibes porque eso era muy injusto (Registro de campo, martes 22 de agosto del 2017).
En ese momento no entendí del todo sus dichos, por lo que después le pregunté a Leandro a qué se refería la voluntaria al decir que el Servicio Penitenciario Bonaerense estaba “buscando un muerto”. Él me explicó que solamente frente a una situación de extrema gravedad (como una muerte) las autoridades penitenciarias podían exigir que no les continuaran enviando nuevos ingresos a un Penal que ya tenía sobrepoblación.
El enfrentamiento
La segunda situación sucedió casi un mes después, el martes 19 de septiembre del 2017. Llegué a la escuela y, después de saludar a Santiago, otro de los alfabetizadores, me encontré con uno de los penitenciarios, José, quien me dijo que ese día no habría clases porque no había agua en el establecimiento. Me quedé conversando con Santiago hasta que él, mirando hacia la oficina de la Procuración Penitenciaria, ubicada enfrente de donde estábamos, exclamó: “Uhhh… ¡pincharon!”. Yo giré mi cabeza y, del otro lado del enrejado, aproximadamente a 50 metros de distancia, pude contemplar la escena a la que se refería.
Había dos hombres enfrentados. Uno de ellos era más alto (medía aproximadamente 1,86) y enarbolaba una barra de hierro punzante en su mano derecha (parecía la pata metálica de un banco de escuela); tenía una frazada colgada en su hombro y su brazo izquierdo estaba debajo de ella. El otro hombre, de estatura más baja, tenía en su mano derecha una barra de hierro más pequeña. Ambos se movían muy despacio, con las rodillas levemente flexionadas, intentando comprender qué movimiento haría su contrincante. Yo sabía que la situación era un enfrentamiento bastante típico dentro de la cárcel porque lo había leído en Ángel (2015, 11), donde el autor describe ese tipo de peleas en primera persona.
De repente, cruzaron corriendo frente a la escuela 10 agentes penitenciarios uniformados, con cascos, chalecos y armas. Yo me asusté y decidí entrar al edificio; en ese momento se escucharon siete disparos. Miré a Susana, la alfabetizadora que estaba dentro de un aula y desconcertada grité: “¿Los mataron? ¡¡¿¿Mataron a alguien??!!”. Ella se rio ante mi reacción, mientras miraba la secuencia a través de la ventana. “Noooo”, me explicó: “Son perdigones, por eso hacen tanto ruido. Vení que miramos por acá, quedate tranquila que no te va a pasar nada”.7
En ese momento, entraron al aula Leandro, Santiago y Tomás, los otros tres alfabetizadores. Santiago dijo: “Ahora ahí dentro los cagan a palos”. ¿Por qué?, pregunté. Entonces me explicaron que los agentes penitenciarios habían logrado controlar el conflicto disparando y lastimando a los presos con los perdigones, pero que luego los llevarían al sector de sanidad, donde los continuarían “castigando” por haber provocado ese conflicto. Yo estaba cada vez más afectada por la información y Leandro, viendo mi expresión, me dijo: “Estás blanca, ¿querés agua?” Y continuó: “Bienvenida a la cárcel, esto pasa siempre últimamente, todos los días, así está el Penal”.
La fuga
La tercera situación fue la fuga de tres presos del Penal. Si bien el hecho sucedió el sábado 23 de septiembre, yo lo supe recién el martes siguiente, cuando me dirigí a la UP47 para la clase de alfabetización. En esa clase estaba prevista la presencia de Daniel Fernández, un joven rapero que estuvo privado de su libertad y a quien invitamos para que nos contara su experiencia de vida, por lo que al comienzo de la jornada no tuve tiempo de conversar con los alfabetizadores, como solía hacerlo. Al finalizar la clase, me contaron lo sucedido y pude notar que estaban preocupados.
Cuando regresé a mi casa, busqué información al respecto. Encontré varios artículos periodísticos que, además de exhibir las fotos y los nombres de las personas privadas de su libertad que se habían escapado, destacaban que personal jerárquico de la institución (incluido el director del Penal) había sido removido de su cargo hasta que se comprobara que no estaba involucrado en el hecho. Además, las noticias destacaban que los fugados habían utilizado una escalera “tumbera” de cinco escalones, que habían armado con siete maderas y clavos.
Revisando la situación, comencé a comprender algunos mecanismos de funcionamiento en la gestión de esta unidad penitenciaria. La fuga había implicado un movimiento importante entre las autoridades del establecimiento y esto supondría un clima de inestabilidad e incertidumbre hasta que quienes habitaban la institución y quienes asistíamos periódicamente conociéramos los modos y las reglas de los nuevos responsables. De acuerdo con el testimonio de los alfabetizadores, una de las primeras medidas que tomaron las nuevas autoridades fue rechazar nuevos ingresos y trasladar a todas las personas privadas de libertad que, por diversos motivos, habían solicitado cambiar su lugar de alojamiento.
Este acontecimiento tuvo una repercusión muy severa en uno de los proyectos educativos que funcionaba en el Penal. La jefatura penitenciaria impidió que el taller de huerta Reverdecer, que desarrollaba la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, continuara funcionando. Tal y como lo explicó su coordinadora al diario Página 12, desde el Servicio Penitenciario, sin dar mayores explicaciones, aprovecharon la excusa para cerrarlo y desmantelar el espacio en el que funcionaba. Los penitenciarios vaciaron el invernáculo, entregaron las gallinas al INTA y desarmaron los espacios educativos y de formación para el trabajo (Godoy 2017).
Se levanta la clase: este Penal está estallado
La cuarta situación también tuvo que ver con los niveles de tensión que se vivían en el Penal a raíz del cambio de autoridades. Unos 15 días luego de la fuga, en el anexo de mujeres había sucedido un enfrentamiento entre dos pabellones. El personal penitenciario logró controlarlo disparando perdigones, al igual que el enfrentamiento que había presenciado tiempo atrás. El martes 10 de octubre, las estudiantes que vinieron al taller estaban muy enojadas y nerviosas. Los estudiantes empatizaron con la situación y también comenzaron a contar, con indignación, que las nuevas autoridades querían restringir y modificar el régimen de visitas y que eso ellos no lo iban a permitir. “La familia es lo más sagrado para nosotros, si se meten con eso, ya saben que es para quilombo”, me dijeron.
Ese día, la clase estaba a cargo de Santiago y mío, ya que, por diversos motivos, el resto de los alfabetizadores no pudieron estar presentes. Yo no podía sino compartir sus expresiones de enojo, que permitían vislumbrar el sufrimiento que estaban atravesando, y entendía que la violencia en sus respuestas era el mecanismo que les permitía plantarse y hacer justicia. Sin embargo, intuía que detrás del cambio en las reglas del juego respecto de la gestión anterior había una estrategia penitenciaria para disminuir los niveles de sobrepoblación. Frente a las incertidumbres respecto de las visitas de familiares y otras modificaciones en su cotidianidad, se incrementaban las situaciones de violencia en el Penal, ya fuera a través de enfrentamientos entre ellos o con los agentes penitenciarios. Las nuevas autoridades parecían utilizar las situaciones de tensión para solicitar traslados y sacar del Penal a los sujetos “más conflictivos”.
En esa clase me preguntaron: “¿Qué podemos hacer, profe para no responder con violencia? Si uno les habla bien, ellos (los agentes penitenciarios) no te pasan cabida. Y si armas un bondi,8 sí”. Esa es una de las características del mecanismo penitenciario de reacción-sanción (Pérez 2020, 237), que consiste en provocar, verduguear y buscar la reacción para que las personas privadas de libertad se enojen y den motivos para ser sancionadas. Por eso, Leandro, uno de los alfabetizadores, decía con frecuencia: “El que se enoja pierde” (perder significaba ser sancionado). El testimonio de esta clase evidencia lo arbitrario de su utilización. La efectividad del mecanismo radica en que, en algunas ocasiones, enojarse y “hacer un bondi” supone una respuesta favorable por parte del personal penitenciario, pero en otras ocasiones el mismo comportamiento supone una sanción disciplinar.
Al ingresar a la clase siguiente, Roberto, el penitenciario encargado de la escuela, quería hablar conmigo. Ingresé a su oficina, lo saludé y me dijo que no habría clase de alfabetización ese día porque había un rumor de que iban a venir a lastimarse en la escuela. Frente a ese panorama, me senté en la oficina para poder conversar sobre las situaciones que ocurrían.
Silvia, otra de las agentes penitenciarias del sector educativo, se quedó de pie en la puerta de la oficina, observándome. Roberto me explicó que, por razones de seguridad, había decidido tomar esa medida preventiva.
Que hoy se lo pierdan para que evalúen y recapaciten acerca de las consecuencias de sus actos. Así lo van a valorar y no van a venir a lastimarse acá. Ya la semana pasada se pelearon las mujeres y después nos enteramos de que el quilombo había empezado acá en la escuela (Registro de campo, viernes 13 de octubre del 2017).
Aunque comprendía sus argumentos, les aclaré que la educación era un derecho y que no era posible que cancelaran las clases por ese motivo. Frente a mi insistencia, Roberto me explicó que la orden de suspender la clase venía de más arriba y Silvia agregó: “Yo no puedo dejar que te pase nada a vos porque si le pasa algo a una civil rueda mi cabeza”. Mientras hablaba, sacó de una cajita de madera, que estaba al costado de la computadora, un elemento cortopunzante con forma de flecha, de unos ocho centímetros. Me lo acercó para que lo observara y me dijo: “Los presos te pueden lastimar con esto y nosotros no lo podemos permitir”.
Efectivamente, el enfrentamiento anunciado sucedió una semana después. El viernes 20 de octubre, a la salida del taller de alfabetización, mientras esperaban que les abrieran las rejas para reintegrarse al anexo femenino, una estudiante de uno de los pabellones lastimó en la cara a una estudiante de otro pabellón con un elemento cortopunzante. Me interesa retomar este acontecimiento para poner en evidencia la complejidad de los manejos institucionales para la gestión de los conflictos y las violencias, sus consecuencias inmediatas en el espacio educativo, y cómo ambos se fueron incrementando durante la segunda mitad del año.
A través de las escenas de campo descritas, pude establecer que el estallido de la UP47 repercutía en las clases del taller de alfabetización. En primer lugar, por los estados de ánimo y las preocupaciones que tenían estudiantes y alfabetizadores, y en segundo, porque en dos ocasiones el Servicio Penitenciario responsable del sector escuela suspendió las clases. Es interesante resaltar que uno de los argumentos que justificó ese accionar es moral y correccional (Venceslao Pueyo 2012). Proponer la cancelación del taller de alfabetización como una “buena estrategia para que los y las participantes recapacitaran respecto de las consecuencias de sus actos” demuestra una propuesta que parece desconocer las condiciones institucionales en las que se desarrollaba la vida cotidiana del Penal.
Al considerar la predisposición institucional de obtener resultados políticos y administrativos a través de la generación de conflictos entre presos/as (ya sea por enfrentamientos entre ellos/as o por su fuga), o de aplicar mecanismos de tortura como buscar su reacción para poder sancionarlos, resulta muy difícil imaginar cómo las personas privadas de libertad podrían acceder a una calificación favorable de su buena conducta para alcanzar la progresividad del tratamiento previsto por la normativa.
Conclusiones
En este artículo analicé los períodos del tratamiento penitenciario y su sistema de calificación, que permite a las personas privadas de libertad avanzar en su progresividad y alcanzar la libertad. Me enfoqué en la importancia que se le otorga a la educación resaltando que quienes deben evaluar su dedicación y aprovechamiento no son los y las docentes, ni las autoridades educativas, sino el personal penitenciario.
Por otro lado, destaque dos situaciones que reflejan la complejidad de avanzar en el tratamiento penitenciario: las dificultades para acceder y permanecer en los espacios educativos (Pérez 2020, 110-150) y la problemática de las sanciones disciplinares. El primer aspecto se vincula a las condiciones de superpoblación y a la gestión del cupo educativo como parte del trabajo administrativo del personal penitenciario. Las escenas descritas dan cuenta del impacto que generan las tensiones en el Penal, al punto de provocar la interrupción de las clases.
El segundo aspecto también se vincula a la superpoblación y al sistema de gobernabilidad carcelario, que implica numerosos peligros y tratos violentos y deshumanizantes hacia las personas privadas de libertad (Ángel 2015; Comité contra la Tortura 2018). Como demostré con mis observaciones de campo, el Penal se encontraba estallado y eso tenía consecuencias directas en las calificaciones de buena conducta de alfabetizadores y estudiantes. A pesar de verse sancionados y de manifestar cansancio por prácticas institucionales de hostigamiento constante, como el mecanismo de reacción-sanción, durante el transcurso del año ellos sostuvieron el taller con dedicación y compromiso, por la oportunidad que esa experiencia les daba para hacer amigos y olvidarse temporalmente de los problemas del pabellón (Pérez 2020).
Gutiérrez (2010, 148) señala que, para que el derecho a la educación sea ejercido con independencia de los objetivos penitenciarios, tiene que garantizarse la universalidad del acceso y no quedar sometido a las necesidades disciplinarias y exigencias del tratamiento. El espacio educativo debe perseguir sus propios objetivos y consolidarse como un ámbito de libertad en el encierro. En línea con ese argumento, analicé cómo las normativas que regulan cotidianamente la vida de las personas privadas de libertad resultan contradictorias y condensan múltiples visiones de persona, de mundo y sus respectivos valores. Sin perder de vista que el derecho es una construcción permanente, donde estas miradas coexisten, busqué evidenciar desde la reconstrucción etnográfica las normativas vigentes y su tensión respecto de la experiencia vital de los participantes del taller de alfabetización