Introducción: la inagotabilidad de las relaciones
La diferencia tradicional entre opresión y explotación en el pensamiento marxista es desafiada por Nancy Folbre, quien ha delineado “una definición más amplia de explotación que puede adoptar múltiples formas, intersecándose, superponiéndose e interactuando dentro de sistemas jerárquicos complejos” (Folbre 2020, 452). Así, casi todas las formas de opresión se consideran explotación, lo que permite “un análisis de las estructuras institucionales de poder colectivo que dan forma a procesos de cooperación y conflicto que van más allá de la dinámica capitalista” (Folbre 2020, 452). Sin embargo, aunque Deepankar Basu (2021) señala que al argumento de Folbre le falta un fundamento concreto para definir la “injusticia” de la distribución que conduce a la explotación (Basu 2021, 401), su trabajo es crucial para pensar la coevolución de la explotación que conecta a “padres podridos, empleadores podridos y líderes podridos” (Folbre 2020, 468).
La importancia de su argumento radica en cómo ciertos discursos que creen ofrecer un razonamiento contrahegemónico son en realidad meras repeticiones de aquello que dicen desafiar. En otras palabras, en una época de la omnipresente abstracción del capital, lo que Marx llamó una época de subsunción formal, resulta de suma importancia considerar una serie de enfoques interseccionales y transversales igualmente omnipresentes. En palabras de Michael Hardt y Antonio Negri una “mayor abstracción de los procesos productivos y del valor” no solo es explotadora, sino que “presenta un potencial extraordinario para la resistencia al capital y la autonomía con respecto a él” (Hardt y Negri 2017, 173).
El concepto de abstracción del capital tiene sus raíces en la diferenciación que realiza Marx entre subsunción formal y real, desarrollada por primera vez en el texto titulado “Resultados del proceso inmediato de producción” de 1865 y que aparece en el primer volumen de El Capital. Para Marx, la subsunción formal describe la forma en que el trabajo para uno mismo es sustituido por el trabajo para otro, o “cuando el orden jerárquico de la producción gremial desaparece para dar paso a la distinción directa entre el capitalista y los trabajadores asalariados que emplea” (Marx 1992, 1020). La subsunción real, por otra parte, se refiere a que las fuerzas de producción son demasiado grandes para ser sostenidas por un solo trabajador, y por lo tanto exigen la mayor escala de una fábrica o empresa (Marx 1992, 1022).
Un efecto del aumento de la escala de producción es que las fuerzas del trabajo se socializan (Marx 1992, 1024), lo que significa que el capital exige la inclusión de “fuerzas sociales de producción” (Marx 1992, 1035) como las ciencias, la mecánica o la química para satisfacer sus crecientes necesidades. El cambio de la subsunción formal a la real significa que “pasamos de un principio organizador que, a través de la explotación y la subordinación se injerta en la lógica de mundos semiautónomos, a un principio que estructura activamente la propia realidad material de la producción, el intercambio y la circulación” (Žižek 2006, 235).
Por su parte, para McKenzie Wark (2019) la importancia de la posesión y manipulación de la información ha llevado las cosas más allá: del capitalismo a “algo peor” (Wark 2019, 29), es decir, a la creación de la clase vectorialista o de quienes controlan “la infraestructura abstracta sobre la que se encamina la información, ya sea a través del tiempo o del espacio”. La clase vectorialista no es la que posee piezas concretas de información, sino “los protocolos legales y técnicos para hacer que la información, por demás abundante, sea escasa” (Wark 2019, 45). Dicha clase es la clase de la abstracción real, que ejemplifica cómo la separación del antagonismo entre la clase vectorialista, “hacker del antagonismo capitalista-trabajador”, surge del desarrollo de las fuerzas de producción que generaron una racionalización extensiva e intensiva -o mejor aún, que generaron la abstracción- de la producción de información (Willems 2020).
Sin embargo, una de las críticas que se ha hecho al uso de la abstracción real para describir las fuerzas sociales del capitalismo es que parece implicar un flujo lineal de la subsunción formal a la subsunción real, equiparando sus diferencias en todo el mundo en una única trayectoria que sigue los caminos de las regiones económicamente dominantes (Hardt y Negri 2017, 182). Esta crítica indica uno de los aspectos importantes 159 de la subsunción formal: la forma en que describe los muchos tipos de fuerzas culturales y económicas de etiqueta que han sido asumidas por el capital en todo el orbe. Aunque al mismo tiempo, como sostienen Michael Hardt y Antonio Negri,
el reconocimiento de la subsunción formal continua, sin embargo, no debe cegarnos ante los procesos realmente existentes de subsunción real. El paso de lo formal a lo real tiene lugar, pero de un modo que nunca agota lo formal. Verlos juntos, uno al lado del otro, copresentes en la sociedad contemporánea, de hecho, debería revelar cómo la subsunción real no es homogénea, sino que está plagada de diferencias creadas y recreadas dentro del sistema capitalista (Hardt y Negri 2017, 182).
Al comparar la subsunción real con la formal surgen diferentes estrategias para el cambio desde contextos mundanos variados, algo que se destaca en las dos secciones principales de este artículo, que se centran en América Latina y Europa. Una manera de pensar la relación entre lo formal y lo real es observar el papel de los objetos en el pensamiento de Graham Harman (2010, 2014), un filósofo bastante diferente a Hardt y Negri en muchos aspectos fundamentales, pero cuyo trabajo sobre la relación de las cualidades reales de los objetos con el mundo sensual añade una dimensión esencial a esta discusión.
Hardt y Negri afirman que la subsunción formal nunca agota la subsunción real, lo que significa que debe haber cierta distancia entre ellas y algunas formas en que no se conectan entre sí. Esto es contraintuitivo en relación con gran parte de la obra de Hardt y Negri (2017, 137), que se centra en la conexión sobre la forma en que los objetos solo tienen significado en el mundo a través de sus relaciones con otros objetos (Harman 2014). Sin embargo, para Harman, la forma en la que un objeto nunca puede agotar las relaciones de otro es una piedra angular. Una llama nunca agotará todas las posibles propiedades físicas, sociales e ideológicas (por nombrar algunas) del papel que quema. De hecho, del mismo modo que la verdadera naturaleza de las cosas nunca podrá captarse por completo a través de la teoría y de la práctica, siempre habrá algunos aspectos de cualquier objeto, ya sea humano o inanimado, que se sustraerán para siempre a toda relación (Harman 2010, 44; Willems 2017, 62-63; Bryant 2014, 199).
Y aquí radica una clave para gran parte de la discusión que se presenta a continuación. Si los objetos no se definen únicamente por su relación con otros, sino que tienen significado por sí mismos, entonces la hegemonía del capital no es impenetrable: las cosas pueden existir fuera de las relaciones del capital, por opaca que pueda parecer la abstracción del capital. Por tanto, si “la subsunción real no es homogénea, sino que está atravesada de diferencias” (Hardt y Negri 2017, 182), esto se debe a que los objetos nunca agotan sus relaciones entre sí. Más bien, los objetos son inagotables y es aquí donde se puede encontrar el potencial de cambio. Esto puede observarse en una serie de ejemplos de luchas de América Latina y de Europa que se exponen en el artículo, en los que la lucha contra la forma mercancía ha encontrado lugares de diferencia dentro de la forma aparentemente omnipresente de la lógica del capital.
Interseccionalidad de la izquierda y la derecha en las luchas políticas actuales en América Latina
Más allá del bloqueo provocado por la pandemia de la covid-19 y de los nuevos planes de control sobre la población vinculados a ella (Ayala-Colqui 2020), surgieron en América Latina una serie de protestas que dieron un nuevo impulso a los movimientos sociales de izquierda (Barria-Asenjo et al. 2022). Pero al mismo tiempo aparecieron en la región grupos de extrema derecha que plantearon una defensa visceral y violenta del capitalismo (Ayala-Colqui 2022a). ¿Cómo entender esta polarización que va más allá de votos y opiniones, de etiquetas y tendencias, y que se expresa en una lucha de clases cuyo aspecto más visible son las protestas en las calles?
En primer lugar, cabe señalar que estos movimientos no aparecen ex nihilo, sino que forman parte de una compleja genealogía, no necesariamente lineal, de protestas políticas en la región. Los movimientos sociales de resistencia contra el capital adquieren, de hecho, una nueva fisonomía a partir de la implantación violenta y dictatorial del neoliberalismo en América Latina. Frente a ello, surgen organizaciones populares e indígenas que en territorios autónomos ponen en práctica formas de vida ajenas a las relaciones neoliberales hegemónicas (Zibechi 2012; Longo 2012), cuyo ejemplo más famoso es el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (Holloway 2002).
En segundo lugar, también hay que recordar que la primera década del siglo XXI en América Latina está marcada por el progresismo y el ascenso al poder de diferentes partidos con líderes de izquierda: Rafael Correa en Ecuador, Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, etc. Es decir, surge un momento de cuestionamiento a nivel formal e institucional del neoliberalismo que asume al Estado como vehículo necesario e ineludible. Sin embargo, estos gobiernos progresistas no pudieron simplemente terminar con el dominio de las relaciones sociales capitalistas ni con las políticas públicas de extractivismo y depredación de los recursos naturales. Su objetivo ha sido básicamente una mayor redistribución de la riqueza, un bienestar actualizado que no ha podido deponer la forma mercancía, la primacía del valor de cambio, el dominio del trabajo abstracto y la producción de subjetividades capitalistas. Prueba de ello es que sus programas de gobierno basados en derechos sociales no han podido continuar en otras circunstancias (sin el boom de las commodities), y que, por el contrario, han sido fácilmente revertidos no solo por gobiernos neoliberales posteriores, sino también porque la propia población ha provocado un agravamiento de la desigualdad social eligiendo a representantes de la extrema derecha -por ejemplo, Bolsonaro en Brasil- (Moreira 2017).
Las protestas actuales, que se produjeron antes, durante y después de las medidas restrictivas implementadas durante la pandemia, se basan precisamente en los dos antecedentes históricos descritos. Sin embargo, sería un error reducir los estallidos sociales a meras formas de continuidad de estrategias autonomistas (micro) y progresistas (macro), de tácticas que quieren el desarrollo horizontal y comunitario o de tácticas que pretenden institucionalizarse y burocratizarse en el Estado. Por el contrario, en ellas, de manera variada y ambigua, se aprecia, aunque mínimamente, una anulación de la dicotomía micro/macro.
En primer lugar, las revueltas registradas entre 2019 y 2021 en Colombia, Ecuador, Paraguay, Bolivia, Argentina, Perú y Chile, que tuvieron entre sus detonantes la falta de servicios públicos, el aumento de los precios de la canasta básica, el incremento de la inseguridad ciudadana, las reformas fiscales, los casos de corrupción, la falta de legitimidad política y sobre todo la desigualdad social estructural causada por el neoliberalismo (Lustig 2020; Murillo 2021) -donde la crisis generada por la pandemia fue un agravante-, carecen de dos cosas. Por un lado, de líderes, requisito fundamental para la “representación” estatal,1 además de rechazar claramente los partidos políticos tradicionales de sus respectivos países.
Por otro, no son un mero ensayo de comunidades autónomas que, a priori, ya hubieran decidido un modelo de organización y de lucha. Son, por el contrario, en el caso de las luchas de izquierda, movimientos beligerantes cuyo objetivo, más allá de sus diferentes expresiones y de sus acontecimientos desencadenantes, es luchar contra la división social impuesta por el capitalismo, o sea: la existente entre los dueños de la propiedad privada de los medios de producción y los que solo poseen su fuerza de trabajo, más allá de la coartada de la existencia de una clase media que en realidad no son más que proletarios endeudados y alienados por el consumismo. De esta manera, las protestas dan paso al acto productor de un acontecimiento en la historia (Barria-Asenjo et al. 2023).
En segundo lugar, las protestas actuales no giran únicamente en torno al eje económico, sino que también incluyen reivindicaciones no económicas (mal llamadas “culturales”). De hecho, grupos explícitamente feministas, indígenas y antirracistas participaron en las revueltas y no solo lucharon contra el neoliberalismo en abstracto, sino también contra la opresión de género y racial (Painemal Morales y Huenul Colicoy 2020).
En cuanto a la distinción clásica entre base y superestructura, es necesario hacer una aclaración. La esencia del capitalismo no es que exista simplemente una desigualdad social basada en una división entre burgueses y proletarios, y que como resultado de esta división se añada aritméticamente un discurso ideológico que justifique la división de la sociedad. El modo de producción capitalista consiste, en primer lugar, en modelar toda la realidad social a partir de la forma mercancía. La mercancía introduce una novedad radical al desplazar la utilidad y el valor de uso -Gebrauchswert- de los objetos para sustituirlo por el valor de cambio -Tauschwert- (Marx 1992). Lo que importa a partir de ahora no es para qué sirve una cosa, sino cuánto valor tiene. El valor, sin embargo, no es una propiedad natural de las mercancías: se origina en el trabajo humano, específicamente, en el trabajo abstracto -abstrakte Arbeit- que no hace más que prescindir de las cualidades particulares y concretas de cualquier actividad (Marx 1904).
El capital, bajo estas coordenadas, se define no como una cosa sino como una relación social que persigue permanentemente la producción de más valor -la plusvalía (Mehrwert)-, es decir, se define como la valorización del valor -die Verwertung des Werts- (Marx 1992). Pero esto significa que todas las relaciones sociales a partir de ahora estarán necesariamente mediadas por el trabajo abstracto (Postone 2003) y que todo se juzga cuantitativamente en función del valor de cambio (Sohn-Rethel 1978), estableciéndose así una especie de inconsciente en todo acto social (Žižek 2009). En este sentido, todo vínculo individual y toda relación dentro de la realidad, ya sea de género, raza, especie, etc., son relaciones de producción y se organizan inconscientemente según la forma mercancía, ya que son mediaciones abstractas para producir más valor. Por lo tanto, cuando ciertas mujeres luchan contra la opresión de género (basada en la división sexual del trabajo que da lugar al trabajo doméstico femenino y al trabajo remunerado masculino), cuando ciertos pueblos indígenas y comunidades negras luchan contra la opresión racial (basada en una división racial de las actividades en la que el trabajo más explotado y precario se asigna sistemáticamente a las personas no blancas), cuando ciertas comunidades luchan por la tierra y la naturaleza (contra el supuesto de que la naturaleza es una mercancía libre disponible para una explotación sin fin), en realidad están luchando contra el capital.
Sin embargo, muchas de estas luchas se consideran autorreferenciales y autoexcluyentes, permaneciendo en la superficie de la opresión, pero sin ir a la forma de dicha opresión, que no es otra que la forma mercancía. Se produce, por tanto, el desplazamiento de una lucha interseccional de izquierdas por una lucha cultural woke. Surge así un feminismo blanco y capitalista que solo busca empoderar a las mujeres, un antirracismo que persigue una mera eliminación de los privilegios raciales sin someter al capitalismo a juicio, un ecologismo que quiere un retorno idílico a un paraíso perdido premoderno sin considerar la cuestión ineludible de la lucha de clases: “tales ‘izquierdistas’ son ovejas con piel de lobo, diciéndose a sí mismos que son revolucionarios radicales mientras defienden el establishment reinante” (Žižek 2022). Ser woke no es ser anticapitalista. Por ello, es importante que las luchas eliminen estos cierres excluyentes para convertirse en una estrategia política transversal que supere la distinción 163 entre economía y cultura, y entre un ámbito de acción micro y macro para proponer una eliminación radical del capital como relación social (Ayala-Colqui 2022b).
De hecho, los movimientos políticos actuales, cuyo epítome es la revuelta en Chile (Barria-Asenjo et al. 2020), son las primeras formas de ejercer una estrategia política que ni siquiera coincide con la autonomía molecular ni con el corporativismo burocrático. En el primer caso tenemos una horizontalidad que, dada su dispersión e impotente voluntarismo, es incapaz de combatir eficazmente la forma mercancía; en el segundo, una verticalidad que, debido a su rigidez jerárquica y a su despótica burocracia, no logra desarrollar una auténtica alternativa al gobierno del capital. Es la estrategia transversal que une las diversas luchas interseccionales contra el capital la que pretende acabar con la forma mercancía (Ayala-Colqui, 2022b). Obviamente, esto no significa que dicho movimiento tenga su victoria garantizada de antemano, sino que construye los primeros elementos para repensar nuestras estrategias políticas en un sentido renovado.
Asimismo, el estallido social chileno confirma la necesidad de desplegar estrategias interseccionales en las que esa “dignidad” que se busca no es otra que una vida no capitalista, sin opresiones económicas y no económicas moldeadas por la forma mercancía (Barria-Asenjo et al. 2021), es decir, se trata de un movimiento que no se queda estancado en una reivindicación económica ni en un simulacro woke. Esto nuevamente no es un presagio de victoria, sino una tarea política que debe ser puesta en práctica por todos y todas como militantes.
Ahora bien, no solo los movimientos de izquierda tienen tácticas interseccionales y no solo resisten contra la democracia neoliberal. También hay resistencias en la extrema derecha (Ayala Colqui 2022a). En efecto, el auge contemporáneo de nuevos grupos de derecha, con una particular combinación de liberalismo económico intransigente y fascismo nacionalista conservador, una especie de liberfascismo (Ayala Colqui 2022a), propugna una descarnada apología del mercado capitalista y una exclusión, a nivel político y cultural de mujeres, afrodescendientes, indígenas, homosexuales y de todo aquel que cuestione su modelo de hombre heterosexual y capitalista. Desde un discurso populista, que explota la insatisfacción con la democracia neoliberal, suman adeptos por razones nacionalistas, culturales o raciales que en el fondo no son más que intersecciones derechistas para proteger el gobierno del capital.
El liberfascismo (Ayala-Colqui 2022a) se caracteriza por ser una ideología, en el sentido ampliado del término ofrecido por Althusser (1976) y Žižek (2009), que trae a colación la figura subjetiva del “defensor de sí”, esto es, una subjetividad amenazada por una alteridad radical (que puede ser concretizada de distinta manera: gays, comunistas, feministas, ecologistas, veganos, etc.) frente a la cual solo queda la violencia como respuesta a tal amenaza. Esta defensa presupone además que todas las relaciones sociales son mercantiles y están lideradas por una libertad abstracta considerada como el sustrato ontológico último del sí mismo, de modo que la defensa del sí coincide, término a término, con la defensa de la libertad del mercado. Solo de este modo en el liberfascismo la afirmación de la fantasía de la libertad se despliega como una defensa violenta contra los y las no liberfascistas. Así, la apología del mercado no es ya la del cinismo neoliberal, sino la de la segregación excluyente y brutal de quienes son liberfascistas.
¿En qué sentido este liberfascismo no sería más que un fascismo actualizado y modernizado propio del siglo XXI? El fascismo es, antes que un significante genérico, ahistórico y abstracto, un suceso histórico preciso. Poulantzas lo define como una “forma de Estado capitalista de excepción” (Poulantzas 1976, 6) surgido en el contexto europeo de entreguerras en el cual la burguesía, ante la pérdida de su hegemonía frente a la amenaza comunista (bolchevique), inició un “proceso de politización declarada de la lucha de clases del lado del bloque en el poder” (Poulantzas 1976, 72), dando lugar a un régimen dictatorial. Para esto se vehiculiza un nacionalismo exacerbado en el cual el Estado aparece como la figura central del poder militar represivo que, a la vez, organiza y reprime al pueblo (Paxton 2018; Bosworth 2021; Di Michele y Focardi 2022).
Aquí se requiere enfatizar, por consiguiente, que el fascismo y el liberfascismo no responden a las mismas crisis y, por tanto, no poseen las mismas características. La crisis a la que reacciona el liberfascismo no es la del comunismo soviético y estatal a la que habría que oponer un Estado declaradamente anticomunista con componentes nacionalistas, populistas y militaristas. La crisis del liberfascismo es, bien mirada, una doble crisis: del lado de la derecha, la del agotamiento del modelo neoliberal, y por parte de la izquierda, se debe al surgimiento de movimientos interseccionales y transversales que ponen en tela de juicio el dominio del capital tanto en ámbitos económicos como no económicos (género, raza, ecología, etc.). Denominar, sin más, fascismo a los actuales movimientos de extrema derecha no solo caería en una generalidad histórica que vaciaría de toda especificidad a su concepto, sino que también le negaría novedad a lo que actualmente experimentamos. Y al restarle novedad estaremos impedidos de ver la integridad de su fisionomía, cayendo en un espejismo ahistórico que nos impedirá plantear una estrategia política coherente y contemporánea.
Queda, sin embargo, otra categoría que debe distinguirse cuidadosamente del liberfascismo: el concepto de “neofascismo” usado por distintos autores (Antón-Mellón y Hernández-Carr 2016; Sztulwark 2019; Guamán, Aragoneses y Martín 2019). Este término se emplea sobre todo para hablar de la emergencia de una nueva extrema derecha, una alt-right, que se diferenciaría del fascismo clásico porque prescinde del componente estatal y totalitario. En su lugar, coloca como piedra de toque el nativismo, o sea, la idea de que solo las personas nativas deben habitar el territorio, de modo que se inhabilita, incluso hasta se violenta, a todas las que no son nativas (Mudde 2007). Ahora bien, el liberfascismo no solo es un simple nativismo que usa la categoría pueblo para crear un no pueblo extranjero. Ante todo, en el liberfascismo el componente clave 165 es la fantasía de la libertad que adquiere una sintomatología violenta.
Para ejemplificar el liberfascismo podemos tomar como ejemplo a Argentina. Javier Milei (político catalogado de extrema derecha), como la cara visible de estos “revolucionarios” de las redes (Stefanoni 2021), no clama por esvásticas y por la muerte de judíos, tampoco su programa es meramente xenofóbo; su fetiche es la libertad. Sin embargo, se diferencia del libertarismo cuyo concepto central es el sujeto como propiedad de sí (self-ownership), el cual niega la necesidad de toda asociación colectiva y estatal (Rothbard 1977; Hoppe 2004, 2007). El liberfascismo propugna que la libertad de la propiedad privada y del mercado es algo que debe defenderse contra toda alteridad posible, y en esta alteridad entra incluso la posición neoliberal, toda vez que esta ha hecho una defensa débil del mercado, de tal suerte que ha permitido la aparición de grupos interseccionales anticapitalistas.
No se trata simplemente de soñar con una utopía libertaria de un Estado mínimo. El liberalismo propone un mercado fundado en contratos de derecho privado a partir de propiedades inalienables y singulares, mientras que el liberfascismo postula un mercado fundado en una subjetividad amenazada por alteridades discrepantes, donde la violencia hacia los otros y la afirmación de la libertad coinciden. Es decir, el liberfascismo despliega diversas violencias, y para esto evidentemente su condición epistemológica es la posverdad: las teorías de la conspiración se presentan a la orden del día para defenderse a sí mismo de un mundo real insoportable donde cada vez más el dominio del capital aparece cuestionado.
En consecuencia, frente a la restauración de un modelo neoliberal ya agotado aparece una interseccionalidad de la izquierda y de la derecha que, lejos de confirmar el diagnóstico del fin de las ideologías y la desactivación de la lucha de clases, reactualiza los conflictos en torno al capital. La interseccionalidad, por tanto, no es un privilegio de la izquierda, es también una forma en la que la extrema derecha populista canaliza el descontento y consigue propagar su particular tipo de liberfascismo nacionalista, xenófobo y conservador. En este sentido, la tarea militante consiste en desarrollar una política interseccional y transversal que dispute la hegemonía a las nuevas derechas populistas y nacionalistas. Para ello, nuestra táctica política no puede ser local, sino que resulta imprescindible adoptar una nueva estrategia internacional. Lo que nos obliga a revisar la situación europea y a repensar nuestras premisas en función de la realidad internacional.
Europa en desorden
La presencia de Europa en los demás continentes trajo consigo el establecimiento de la universidad, la constitución, la imprenta y la aparición de ricas actividades culturales, pero al mismo tiempo incorporó el concepto de propiedad privada, que se convirtió en el antecedente de las comunidades cerradas, y que transformó fortuitamente la simple economía de trueque en la mercantilización de la cultura. Europa no solo había traído el conflicto global y alcanzado el poder global, sino que perversamente había hecho que la gente apreciara que tiene que aprender a vivir con la tiranía y con la monarquía junto con la democracia, con los derechos civiles y con los sistemas de libre mercado que pueden ser contrarrestados por una “caridad” como mecanismo para ocultar la cara de la explotación económica (Žižek 2008). En resumen, Europa ha convertido el mundo en una sociedad capitalista. Ha hecho que los individuos vivan en una sociedad en la que se considera riqueza la capacidad de ganar y de gastar, que no son más que modificaciones del doble metabolismo del cuerpo humano. Esto da lugar a un problema: cómo sintonizar el consumo con una acumulación ilimitada de riqueza (Arendt 1998). En la actualidad, Europa no solo ha capitulado ante la pandemia de la covid-19, sino que ha experimentado una serie de desafíos críticos que están provocando una crisis política interna y la posibilidad de otro conflicto global.
En primer lugar, está la invasión rusa a Ucrania, en la cual el presidente ruso Vladimir Putin desencadenó la mayor guerra de Europa con la justificación de que la Ucrania moderna y occidental constituye una amenaza constante para que Rusia pueda sentirse segura, desarrollarse y existir. Esta invasión ha provocado una crisis humanitaria masiva y los continuos bombardeos han dejado a la población civil sin agua, calefacción y electricidad, imposibilitando la compra de artículos de primera necesidad. El mundo es testigo de la muerte de civiles inocentes, de la destrucción de hogares e infraestructuras y del desplazamiento masivo de familias dentro y fuera de Ucrania (Di Michele y Focardi 2022)
Verdaderamente, “una obra de un hombre sin alma”, como describió de modo tajante el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, la invasión de Ucrania por parte Vladimir Putin en una entrevista realizada por George Stephanopoulos (The Guardian 2021, min. 0:24). Sin embargo, Putin contraatacó diciendo: “cuando juzgas a otras personas o incluso cuando juzgas a otros Estados, siempre estamos como mirándonos en un espejo, siempre nos vemos a nosotros mismos. Siempre estamos proyectando lo que es importante para nosotros, lo que es nuestra esencia hacia otras personas. Hace falta ser uno para saberlo” (NBC News 2021, min. 0:20). La guerra de palabras significa simplemente una confirmación de lo que ya se sabe, en términos de Jean Baudrillard (2005), las acusaciones de Putin y Biden vienen a demostrar que el mal no ha dejado de existir, al contrario, ha crecido y está al borde de la explosión. La violencia que das es siempre el espejo de la violencia que te infliges a ti mismo. La violencia que ejerces contra ti mismo es siempre el reflejo de la violencia que ejerces contra los demás. Esta es la inteligencia del mal, no lo hace, lo dice (Baudrillard 2005).
No obstante, la afirmación de Biden de que Putin no tiene alma es simplemente errónea. Los asesinos monstruosos sí tienen alma, lo que puede apreciarse en la forma en que les gusta producir fantasías que justifiquen de algún modo sus terribles actos. Se necesita una “causa sagrada” mayor, pues las grandes causas públicas ya no tienen el poder de inspirar a los individuos a cometer actos de violencia masiva, lo que hace que las preocupaciones individuales a pequeña escala por matar parezcan insignificantes. La religión o la pertenencia étnica encajan perfectamente en este papel. Puesto que la mayoría necesita ser anestesiada contra su sensibilidad elemental al sufrimiento ajeno, se necesita una “causa sagrada” (Žižek 2021, 148).
Además, la religión de uno u otro tipo se convierte en una estructura que atrae a los individuos y los expone a ideas peligrosas e inclinaciones delictivas. Como señala el físico teórico estadounidense y premio Nobel, Steven Weinberg, “con o sin religión, la gente buena puede comportarse bien y la gente mala puede hacer el mal, pero para que la gente buena haga el mal hace falta la religión” (Goldberg 1999, párr. 19 [la traducción es nuestra]). En el caso de la invasión rusa a Ucrania, la supuesta justificación de los terribles actos puede localizarse en el discurso de Putin cuando lanzó la invasión diciendo: “permítanme subrayar una vez más que Ucrania para nosotros no es solo un país vecino. Es una parte integral de nuestra propia historia, cultura y espacio espiritual (Hopkins 2022, párr. 5 [la traducción es nuestra]”. Así, lo que está en el alma de Putin es desmilitarizar y desnazificar Ucrania para proteger a las personas sometidas, a lo que denominó ocho años de intimidación y genocidio por parte del gobierno de este país. Reconstruir un imperio y restaurar el control que Rusia o la Unión Soviética tenían sobre Europa y Asia durante la Guerra Fría (Žižek 2021, 149-150).
En su conjunto, los pueblos de Rusia y Ucrania están ciertamente presos del solipsismo y de la ilusión de sus presidentes Vladímir Putin y Volodímir Zelensky, respectivamente. Ambos líderes tienen la misma responsabilidad por la guerra en Ucrania, ya que la invasión rusa también incluye un elemento de provocación por parte del Gobierno ucraniano. El hecho de que los dirigentes políticos no den prioridad a la ciudadanía obliga e insta al pueblo de Ucrania a poner fin al conflicto y a enfrentarse entre sí a los horrendos efectos de la guerra. La población ucraniana tiene que tomar una decisión radical que les obliga a elegir un bando, ya que está en juego su modo de vida. Tienen que luchar por su modo de vida, aunque tengan que golpear y abofetear a las fuerzas rusas en el proceso de liberarse. El objetivo no es humillar a Rusia, sino que Ucrania sobreviva. Rendirse al imperialismo no trae ni paz ni justicia. Para preservar la posibilidad de alcanzar cualquiera de las dos hay que abandonar la pretensión de neutralidad y actuar en consecuencia. El anhelo de una rápida victoria ucraniana o la repetición del sueño inicial de una pronta victoria rusa, se ha acabado. Ahora es el momento de despertar, el objetivo final ruso está claramente expuesto y ya no se requiere leer entre líneas (Žižek 2022).
Adicionalmente, está la crisis energética que Rusia ha infligido, la cual está siendo mal gestionada por las autoridades europeas. Sus fallos no solo podrían perjudicar a Europa, sino también erosionar el apoyo público al esfuerzo bélico. La mayoría de las organizaciones europeas de noticias han criticado las respuestas de sus gobiernos a esta crisis, tildándolos de complacientes. Citemos algunos ejemplos: la limitación británica a los precios de la energía y su tardío compromiso con una campaña de educación pública sobre el ahorro energético; Francia había aconsejado al público piscinas más frías y una conducción más lenta; el Consejo de Ministros de España aprobó una serie de medidas el 11 de octubre; Alemania ha presentado un ingenioso plan para reducir el precio de las facturas sin dejar de incentivar el ahorro de energía.
No obstante, es poco probable que se alcance el objetivo de la Unión Europea (UE) de reducir la demanda energética en un 15 % debido al carácter fragmentario de todo el esfuerzo, pues los funcionarios europeos consideran que este es un problema a corto plazo que puede resolverse ofreciendo subvenciones. En resumen, el conflicto ruso-ucraniano ha obligado a Europa a dar prioridad a la seguridad energética, pero los 27 Estados miembros de la UE no consiguen ponerse de acuerdo sobre si imponer o no topes al precio del gas y cómo hacerlo; esto como parte de los esfuerzos por frenar la escalada de los costos energéticos, mientras la población enfrenta inviernos con escasez de gas ruso, crisis del costo de la vida y quizás hasta una recesión de la economía.
En este contexto, es probable que los efectos indirectos de la respuesta europea incluyan un mayor uso del carbón, la escasez de suministro de gas en algunos países en desarrollo y el impulso a largo plazo de una nueva producción de gas natural. Es probable también que los costos de las políticas de seguridad energética tanto en Europa como en China, India y otros países, se midan en mayores emisiones de carbono. Por su parte, la región latinoamericana a pesar de contar con fuentes de energía no es inmune a la agitación que caracteriza este complejo y desafiante contexto global. De acuerdo con expertos que asistieron al Foro Económico Mundial (2022) llevado a cabo en Davos, Suiza, las proyecciones más recientes de crecimiento para Latinoamérica en ese año se ajustaron a la baja por parte de entidades financieras, estimándolo entre un 1,8 % y un 2,4 % en promedio (Argueta de Barillas 2022).
Si bien se reconocen las características de las economías regionales, todas están ineludiblemente expuestas a factores externos similares, los cuales continúan exacerbando los problemas inflacionarios, incrementando la volatilidad y aumentando las presiones financieras. Como consecuencia del impacto en la producción y en el comercio con los países involucrados en la guerra, se ha producido un aumento de los precios de los hidrocarburos y de las materias primas, en particular de los productos agrícolas y de los fertilizantes. Estas condiciones emergentes generan mayor complejidad e incertidumbre (Argueta de Barillas 2022).
Por último, la preocupación por una próxima crisis económica en Europa se está extendiendo por todo el mundo. Según los informes, es prácticamente probable que se inicie una recesión en la zona euro. La invasión de Rusia a Ucrania, la lenta recuperación de la pandemia de la covid-19 y la sequía generalizada en el continente se han combinado para producir una grave escasez de energía, una elevada inflación, interrupciones de suministros y una gran preocupación por el futuro de la economía europea, por lo que los gobiernos se apresuran a intentar ayudar a los más vulnerables. Además, en medio de la nerviosa confusión, existe un amplio acuerdo en que la eurozona está entrando casi con toda seguridad en recesión.
La mayoría de economistas han señalado varias razones que pueden incidir en esta recesión: (i) el sector industrial está bajo presión, pues la decisión de cortar demasiado rápido el suministro de gas ruso traería crisis económica al continente; (ii) el gasto de los consumidores en servicios tratará de sostener la economía del continente, ya que estos están apretando y preparándose para el invierno difícil; y (iii) casi con toda seguridad Europa verá coincidir el choque energético con la subida de los tipos de interés (The Economist 2022). A partir de aquí surgen varias interrogantes: ¿cómo dar sentido a todas estas crisis a las que se enfrenta Europa?, ¿podemos interpretar que se dirige hacia un tercer conflicto mundial?, ¿tenemos todas las razones para esta sospecha puesto que Europa es belicista?
Además, se ha informado que el Gobierno ruso denunció que Washington estaba detrás del ataque con drones al Kremlin2 y que el viceministro de Asuntos Exteriores de Moscú advirtió que las dos potencias estaban al borde de un “conflicto armado abierto”. Sin embargo, Estados Unidos negó las afirmaciones rusas de que fue el autor intelectual del intento de asesinato a Putin, calificando la acusación de ridícula. El conflicto entre Rusia y Ucrania exige decir la verdad al poder. Los países neutrales sostienen que la guerra es un conflicto local que palidece en comparación con los horrores del colonialismo o con la invasión de Estados Unidos a Irak.
De la situación descrita se pueden extraer diversas reflexiones, pero una cosa es segura, Europa, históricamente reconocida como el lugar de nacimiento de la civilización, está desordenada. El sistema capitalista mundial se acerca al punto cero apocalíptico, cuyos cuatro jinetes son la crisis ecológica, los desequilibrios dentro del sistema económico, el crecimiento explosivo de las divisiones y de las exclusiones sociales, y la revolución biogenética (Žižek 2010). En definitiva, esto es lo que significa la “transparencia del mal” de Jean Baudrillard, es decir, la transparencia como valor positivo que se invierte, un estado de las cosas en el que, a pesar de todas las buenas palabras y de las buenas intenciones, el mal se deja ver una y otra vez (Baudrillard 2005). Sin embargo, a pesar del caos que reina bajo el cielo, este ofrece la oportunidad de actuar con decisión, para lo cual la lucha es necesaria. Sería mejor asumir el riesgo y comprometerse con la fidelidad de un acontecimiento-verdad, aunque acabe en catástrofe, que vegetar en la supervivencia utilitarista-hedonista sin acontecimientos de lo que Nietzsche llamó el Übermensch -superhombre- (Žižek 2010).
Repensar el futuro: algunas conclusiones provisionales
Después de década de los 60, con la llegada de la era de la abundancia, la idea del futuro parecía estar constituida por un horizonte que prometía algunos elementos afines a la humanidad, una estructura diferente que comenzaría a aparecer a la luz de las modificaciones de la economía mundial. Algunas décadas más tarde, las grandes crisis económicas y las diferentes formas de violencia que se desplegaron por todo el mundo en los 90, no solo devolvieron a la humanidad hacia la desesperación, la angustia y la desorientación, sino que, a través de esta mezcla de afectos, consiguieron someter a la población mundial a una variación y expansión de los acontecimientos traumáticos de aquellos periodos.
La violencia después de los 90 disminuyó discursivamente a través de estrategias políticas que responden al cinismo de la política actual: sabemos lo que hacen y aun así fingimos desconocer lo que sucede a nuestro alrededor. El automatismo del siglo XXI implica la invisibilidad de las guerras, de las amenazas virales, de la violencia política y de otra extensa lista de amenazas contra la vida humana y contra el futuro. En nuestro tiempo, requerimos acción y decisión, solo así los cambios dejarán de ser identificables para ser silenciados y, por tanto, reproducidos.
Ahora bien, después del oscuro período histórico de guerras mundiales que la humanidad tuvo que enfrentar, no surgieron espontáneamente nuevas formas de hacer política, sino que más bien se buscaron diversas estrategias para sostener las formas de hacer política. Carl Schmitt en su discurso titulado “El orden del mundo después de la Segunda Guerra Mundial”, advirtió:
Nos encontramos en un momento crítico de cambio abrupto y radical. Desgraciadamente esto no significa que ahora, en la primavera de 1962, estemos cerca de la paz mundial y de un orden universal definitivo; probablemente ni siquiera signifique el fin de la Guerra Fría, sino solo una nueva fase de ese desafortunado estado intermedio entre la guerra y la paz (Schmitt 1962, 20).
La situación descrita y el análisis general que podría hacerse en ese momento histórico no está lejos del horizonte actual o futuro. El amplio alcance que ya tenía la política y lo político comenzó a vincularse con otras esferas humanas y sociales, de modo que los márgenes conceptuales que hasta entonces deambulaban entre los umbrales y movimientos de la historia sufrieron una nueva ruptura. Es posible distinguir fisuras sistemáticas cada cierta brecha temporal, las cuales inevitablemente se han hecho sentir acompañadas de constantes modificaciones y reformulaciones que persisten. Cabe añadir la perspectiva actual planteada por Gómez (2017) para quien
el campo académico de las ciencias sociales y el pensamiento social contemporáneo desde hace al menos cuatro décadas ha consolidado dos tendencias teóricas: la pérdida de centralidad y la secundarización de la importancia de las clases sociales y la separación neta de los fenómenos de movilización social del análisis de clase. La reducción del potencial explicativo de la teoría de clases, sostenida por algunos que hablan de la ‘muerte de la clase’, se convierte a menudo en una especie de veto conceptual a la hora de abordar la problemática de los movimientos sociales y la acción colectiva. Si la perspectiva del análisis de clase en general está en franco retroceso, con respecto a los movimientos sociales se encuentra en una situación de divorcio teórico. Las duras inercias de los paradigmas establecidos tienden a naturalizarlos como conceptos alternativos o directamente enfrentados (Gómez 2017, 94).
No solo las guerras mundiales marcaron un antes y un después en las configuraciones sociopolíticas y el devenir. En relación con el poder transformador del acontecimiento tenemos que entender el mayo francés de 1968 como una fisura clara que traslada a través de la historia una imposibilidad de articulación. Le Goff y Nora (1974) vieron en la revolución del 68 una historia imposible de ser contada y para Sánchez-Prieto (2001) este suceso histórico supuso “el retorno del acontecimiento y fue un acontecimiento imprevisible” (Sánchez-Prieto 2001, 109). Una mirada similar nos ofrece Francois Dosse (1998), quien propone pensar los efectos de la historia en la historia, veremos que, la década de los 60 con su fuerza y poder constitutivo, trajo consigo una revolución teórica, social, conceptual, cultural y humana de la cual aún somos herederos.
Recordemos que en este periodo las luchas políticas y los procesos de insurrección popular comenzaron a sentirse con mayor intensidad en las calles, protagonizados en gran medida por intelectuales militantes y estudiantes revolucionarios que buscaban incorporar sus ideas y sentimientos al devenir de su historia. Nuevos escenarios políticos y nuevas estrategias improvisadas y emergentes del inconformismo y el anhelo de cambio, presionaron sobre la tela de araña ideológica. En definitiva, los engranajes sociales y políticos comenzaron a moverse en una dirección no evaluada por las ambiciones de la clase dirigente de la época.
El impacto del mundo globalizado en la esfera humana altera la fluidez de los movimientos de la época, de las decisiones que se pueden tomar e incluso de los comportamientos pasivos de las diversas situaciones. En nuestros confusos tiempos aún existen muchas formas de inexistencias que aúllan desesperadamente por ser identificadas, los inamovibles velos ideológicos tienen mucho oculto tras su estructura hegemónica. Entonces, ¿cómo avanzar en medio de las coordenadas de la época?, ¿es necesario avanzar?, ¿cuál es el camino o el recorrido a realizar? Tal vez este intento de avanzar o moverse hacia un nuevo futuro o hacia una nueva normalidad (Barria-Asenjo et al. 2021) sea el dualismo que permite la repetición.
En una investigación recientemente publicada por Giuliana De Battista (2022) podemos encontrar interesantes datos relativos a la creación del concepto securitización, ampliamente desarrollado por la Escuela de Copenhague. Según la autora, esta noción “alude al momento en que un fenómeno o una serie de fenómenos son tematizados como un problema de seguridad, independientemente de su naturaleza y significado real” (De Battista 2022, 1). Con este ejemplo somos testigos de la construcción discursiva bajo la cual se identifican y congregan los acontecimientos que tienen lugar en el siglo XXI, cuestión que se vincula con la carrera discursiva de la despolitización. ¿Es la política de la despolitización el horizonte político? ¿Cuál sería el mito inaugural que configuraría la dimensión despolitizadora para consolidar su identidad?
Para Schuttenberg (2017, 282), “la negación de la politización de su propio discurso es precisamente una de las formas de construir una identidad”. El borramiento en la politización de la propia enunciación política, el maquillaje al discurso político y la construcción de la identidad política a través del ocultamiento es una política persuasiva que gana terreno, se captura lo inasible.
Otra acusación persistente en nuestro tiempo es el intento de demostrar que la izquierda política va en contra de la tradición, y, en este sentido, la derecha se convierte en la superheroína de la tradición, de la cultura y de los valores. Este es un punto que ha sido abordado por el sociólogo estadounidense Vivek Chibber (2021) para quien la cuestión se puede resumir de la siguiente manera:
Pero entonces, ¿en qué se diferencia esta defensa de la tradición de la derecha? Lo cierto es que ninguno de los dos bandos adopta una postura de defensa o condena de la tradición en general. Cada uno selecciona ciertos elementos de la cultura que encajan con sus objetivos políticos y se muestra más bien hostil o indiferente ante los que no lo hacen. Cada bando intenta reforzar las partes de la cultura que se alinean con sus objetivos y debilitar su oposición. Para la izquierda esto significa potenciar las tradiciones que fortalecen al trabajo frente al capital. Pero subyace a todo esto un principio más profundo: los elementos de la cultura que deben preservarse son aquellos que socavan cualquier tipo de poder ilegítimo. En la actualidad, el poder del capital sobre el trabajo es el ejemplo más importante en este sentido. Pero el mismo principio se aplica a otras formas de dominación: género, raza, identidad étnica y nación (Chibber 2021, párr. 5-6).
El producto contingente de la hegemonía, es decir, la sociedad, se agita según la potencia de los discursos con máscara “contrahegemónica”. Sin embargo, muchos proyectos emancipatorios, contrahegemónicos, contienen en sí mismos lo que falsamente pretenden erradicar. Lo que subyace en estos falsos movimientos de la historia y de lo social que tienen lugar una y otra vez es evidentemente una mera sustitución de una ideología por otra cada vez más voraz.
La coyuntura política nos lleva de manera reiterada a un retorno analítico-reflexivo en cierto sentido. Estamos en tiempos profundamente marcados por el devenir irracional, por la coconstrucción actual de mitologías políticas de futuro y de procesos sociopolíticos que solo apelan a utopías y que mueven engranajes históricos que aseguran la repetición, sin la consideración de aquello que va más allá de la configuración social, económica e histórica actual.