1. Introducción
La Ciudad de México alberga un extenso parque habitacional construido, con un total de 2 757 433 viviendas habitadas (INEGI 2020), de las cuales 831 825 corresponden a viviendas tipo departamento. Es decir, un tercio del parque habitacional edificado se encuentra contenido en algún tipo de estructura residencial vertical. Es importante subrayar que las características de esta categoría habitacional no son homogéneas y existen cortes temporales que determinan diferencias en los procedimientos constructivos, patrones de emplazamiento de los conjuntos y condiciones de mantenimiento, los que se pueden dividir en dos grandes grupos; por un lado, aquellos “construidos en la segunda mitad del siglo XX, que en algunos casos rebasan los 70 años de antigüedad, y por otro, una producción más reciente impulsada con mayor intensidad durante la primera década del siglo XXI, cuya antigüedad en promedio no supera los 10 años” (Ponce 2021, 6).
Edificios y grandes unidades habitacionales pertenecientes al primer grupo, construidos con carácter intensivo en el periodo comprendido entre la década de los 50 y 1985, reflejan situaciones críticas en términos de deterioro físico, que afectan las condiciones de habitabilidad y seguridad del entorno construido y, en consecuencia, repercuten en la calidad de vida de sus residentes. Esto, en parte, remite a la antigüedad de las edificaciones, pero de manera significativa, a la dificultad para ejecutar acciones de mantenimiento (Gómez 2016). Asimismo, muchos de los edificios construidos en este periodo, se encuentran desactualizados respecto a las exigencias constructivas introducidas a partir de 1986, producto de los graves daños que generaron los sismos de la Ciudad de México en septiembre de 1985.1 Esta última condición quedó en evidencia a partir de las cifras desprendidas del más reciente sismo que afectó a la urbe el año 2017: un 91 % de los inmuebles colapsados corresponden a edificios construidos antes de 1985 (Galvis et al. 2018).
Cabe señalar que las dificultades en el mantenimiento, y los efectos adversos que esta situación puede desencadenar, constituyen el eslabón final de un conjunto de factores provenientes de distintas dimensiones, pero que interactúan entre sí (Ponce 2020). De este modo, se pueden observar complejidades provenientes de factores físicos, jurídicos y sociales. El factor físico introduce un elemento que singulariza a esta tipología respecto a la vivienda unifamiliar y que incide en el desempeño de los otros dos factores: los bienes y áreas de uso común. Estos últimos, comprendidos en cuanto recurso fundamental para la conformación del sistema edilicio, corresponden a aquellos elementos que son “necesarios para la existencia, seguridad y conservación de las unidades de vivienda” (MINVU 2014, 21). En el caso mexicano, específicamente en la Ciudad de México, la Ley de Propiedad en Condominio de Inmuebles para el Distrito Federal, establece que, entre otros,2 son objetos de propiedad común:
El terreno, los cimientos, estructuras, muros de carga, fachadas, techos y azoteas de uso general, sótanos, pórticos, galerías, puertas de entrada, vestíbulos, corredores, escaleras, elevadores, patios, áreas verdes, senderos, plazas, calles interiores, instalaciones deportivas, de recreo, los lugares destinados a reuniones sociales, así como los espacios señalados para estacionamiento de vehículos incluido de visitas, excepto los señalados en la Escritura Constitutiva como unidad de propiedad privativa (Ley de Propiedad en Condominio de Inmuebles para el Distrito Federal 2011, 7).
Así, los bienes de uso común asociados a las edificaciones que conforman el parque habitacional en altura se refieren a los recursos físicos y espaciales en torno a los cuales se estructura el sistema edilicio. Dicho de otra manera, los bienes de propiedad común, como un elemento morfológico estructurante, representan en términos físico-espaciales todo lo que se desarrolla fuera de los departamentos y dentro de los deslindes prediales. Jurídicamente, se configura en un mismo predio un sistema mixto de tenencia de propiedad, en el cual coexisten bienes privados y bienes comunes.
Lo anterior incorpora desafíos que atraviesan las dinámicas y prácticas sociales, pues 149 la responsabilidad de la gestión edilicia en su conjunto recae sobre los y las residentes. Esto último se considera una condición de obligatoriedad a la cual los habitantes de los conjuntos son sometidos sin mediar un proceso de construcción colectiva de la organización comunitaria (Coulomb 1993).
En este sentido, las mayores exigencias -y conflictos- se observan en la gestión y administración de lo común, pues supone que la comunidad se articulará de manera conjunta para dar mantenimiento al recurso edificado. No obstante, el supuesto de articulación colectiva está lejos de ser cumplido; lo que se observa, más bien, es una serie de problemáticas socioeconómicas y culturales, que se entrelazan y dificultan la organización comunitaria. Tal situación origina problemas de apropiación del espacio predial y la ausencia de medidas concretas para contener el deterioro físico de los inmuebles.
Si bien en el deterioro de los edificios también inciden aristas y actores vinculados a la dimensión político-institucional, para efectos del presente artículo se analiza la dimensión sociorresidencial, en la cual interactúan factores del orden social y jurídico que tienen una expresión concreta en las condiciones físicas del hábitat. Con esta decisión se aspira a profundizar en aquellos aspectos, prácticas y dinámicas -por ejemplo, la forma de administración de los predios y las dificultades financieras-, que pueden haber configurado un escenario crítico, como es la pérdida del patrimonio residencial. Dicho análisis se desarrollará a partir de los testimonios recabados en el Centro Residencial Morelos, unidad habitacional construida en 1970 con importantes daños luego del sismo de 2017, donde se realizó investigación en campo entre 2018 y 2019.
En el primer apartado del presente artículo se exponen las consideraciones teóricas en torno a los conceptos de habitar y bienes comunes. En el segundo se explican los criterios metodológicos y las herramientas empleadas para el levantamiento de la información en campo. En los tres apartados siguientes, se presentan los resultados derivados del caso de estudio, los cuales refuerzan la idea de que la propiedad privada individual constituye una pieza hegemónica en la constitución del esquema residencial, que tensiona y conflictúa su ensamblaje con la propiedad común, individualidad que al mismo tiempo permea los modos que establecen sus habitantes con este orden socioespacial complejo. Finalmente, en las conclusiones, constan las reflexiones que se desprenden de los resultados.
comunes y modos de habitar
ñpLa producción formal del hábitat se despliega bajo la construcción instrumental del espacio urbano. Se reproduce a partir de formas de control capaces de moldear comportamientos sociales y prácticas espaciales hegemónicas, que, al mismo tiempo, favorecen la instalación del proyecto político neoliberal (Martínez 2013). Tras esta precisión, se señala que el tipo de hábitat analizado en el presente artículo se inscribe bajo dicho esquema, lo cual se correlaciona con las trayectorias que siguen los modos de habitar y el habitus, que en este espacio adquieren expresiones físicas concretas. En particular, en este texto se analiza el parque habitacional en altura, concepto que sintetiza diversas definiciones otorgadas a la vivienda vertical, por lo cual es necesario emplear un marco conceptual que permita situarlo en un contexto urbano específico y que, a la vez, lo caracterice física y socialmente.
Para estos efectos, Duhau y Giglia (2008), en su estudio sobre la experiencia urbana, organizan y significan diferentes tipos de hábitat en la Ciudad de México o “ciudades dentro de la metrópolis” a partir de la estratificación social y los tipos de poblamiento. Con base en esta clasificación, se sitúa al parque habitacional en altura, denominado por los autores como espacio colectivizado, que se caracteriza “por contar con espacios y bienes comunes que los habitantes tienen que compartir y en gran medida administrar” (Duhau y Giglia 2008, 295).
Otras definiciones, por ejemplo, las aportadas por Duhau, Mogrovejo y Salazar (1998) sobre conjuntos habitacionales, la del Ministerio de Vivienda y Urbanismo de Chile (MINVU 2014) para condominios de vivienda en altura o la de Ballén (2008) para vivienda social en altura, contribuyen a demilitar formalmente a las edificaciones insertas en este circuito. Bajo estos enfoques se comprende al parque habitacional en altura como
aquel conjunto de edificaciones, que, a partir de distintos [sistemas de] agrupamiento, concentran viviendas tipo departamento en edificaciones de altura variable, las que se encuentran articuladas entre sí por espacios y bienes de propiedad común, pudiendo -o no- encontrarse sujetas a algún tipo de régimen de gestión condominal (Ponce 2021, 40).
Los bienes comunes representan el elemento distintivo de este tipo de hábitat. En términos jurídicos, estos se traducen en una agrupación legal de derechos de propiedad conjunta, que pertenecen a todos los propietarios y que mancomunadamente son necesarios para la existencia, seguridad, conservación y circulación en el (o entre los) edificios (Bromley 1986; MINVU 2014). Otra perspectiva de análisis, visible en aportes como el de Ostrom (2011), sugiere que los bienes comunes corresponden a un sistema de recursos, ya sean naturales o creados por el ser humano, cuyo acceso puede limitarse a un solo individuo, o bien, a grupos de individuos que hacen uso simultáneo de él. Esta simultaneidad en el acceso implica que el uso de una persona sustrae el de otra, observándose desde este punto de vista la inclusión de las relaciones entre usuarios, en virtud del uso de un bien determinado. Complementariamente, Gutiérrez y Salazar (2019, 34) señalan que tales bienes “tienen el fin de satisfacer las necesidades de otros a partir de la propia trama de sentido que generan […] por lo cual son ‘objetos’ que están dotados de sentido más allá del valor de cambio”.
Se conforma, entonces, una condición jurídica que propicia la cotenencia de la propiedad (privada y común) dentro de un mismo predio, y que, además, se encuentra atravesada por las prácticas de apropiación y uso de aquellos bienes y áreas que resultan comunes para la totalidad de residentes. La relación entre ambos aspectos (tenencia y prácticas de uso) genera tensiones que, retomando a Ostrom (2011), remiten a la relación existente entre la gestión de la estructura física común y las formas de apropiación y uso que manifiesten los apropiadores sobre ellas (Gutiérrez y Salazar 2019). En suma, la introducción del concepto de bienes comunes plantea un conjunto de tensiones, por las contradicciones que su propia naturaleza presenta, en contraste con la individualización y los derechos de propiedad privada instalados durante el proceso de reestructuración neoliberal.
Lo anterior nos aproxima a la noción de habitar, la cual da cuenta de la forma en que grupos e individuos, por sus relaciones de proximidad, se apropian de él y lo modelan bajo un despliegue ideológico que refiere a la dominación del capital (Lefebvre 1978, 2013). Adicionalmente, la idea de habitar se vincula con otros elementos como el de lugar, apropiación y habitus. Respecto al concepto de habitus, Bourdieu (1997, 1999) ha brindado importantes reflexiones, que revelan el trasfondo de las acciones que definen la construcción del espacio social y la expresión que estas adquieren en el espacio físico. De manera complementaria, el trabajo de Ángela Giglia (2012) tiende puentes entre ambos desarrollos conceptuales, mediante el análisis de distintos tipos de hábitats, con especial énfasis en aquel inscrito en el espacio colectivizado (Giglia 1996; Duhau y Giglia 2008).
En tal sentido, Ángela Giglia (1996, 2012) realiza una aproximación concreta de ambas nociones a través del contexto residencial, señalando que la vivienda corresponde al lugar por excelencia para su observación. De acuerdo con la autora, los modos de habitar transcurren entre aquellas prácticas y representaciones cotidianas que posibilitan “la presencia […] de un sujeto en un determinado lugar y de allí su relación con otros sujetos” (Giglia 2012, 13).
Este concepto se entrelaza con el de habitus socioespacial (Giglia 2012), el cual apunta a comprender la relación que los sujetos establecen con el orden socioespacial, visto, por un lado, desde la participación en su producción, y por otro, desde su subordinación a través de un conjunto de códigos, que generalmente son reconocidos por quienes habitan un determinado contexto espacial. En síntesis, los modos de apropiación del espacio físico (habitar), se consolidan a través de su frecuencia e intensidad de ocupación y de las prácticas, relaciones o conexiones (habitus socioes152 pacial) que los habitantes puedan establecer con él.
Cabe señalar que los recursos con los que cuentan los residentes inciden directamente en la trama de relaciones que se tejen en esta forma de habitar y determinan la capacidad para impulsar acciones de carácter colaborativo. En esa línea, elementos como la confianza y reciprocidad pueden facilitar la consecución de objetivos comunes. La confianza, por una parte, posee la capacidad de movilizar la cooperación voluntaria, mientras que la reciprocidad, por otra, viene a reforzarla, pues “limita eficientemente las conductas oportunistas, lo que conduce a un incremento en el nivel de confianza de quienes han sido testigos de una reciprocidad repetida” (Ostrom y Ahn 2003, 166-167).
Con las anteriores consideraciones, la gestión y el mantenimiento del sistema de recursos edificados (bienes comunes) asociados al parque habitacional en altura se inscriben en unas formas particulares de apropiación y patrones de uso (los modos de habitar y el habitus socioespacial). Estos se traducen en prácticas individuales o colectivas, que pueden afectar positiva o negativamente las condiciones físicas y, consecuentemente, la cotidianidad y condiciones de vida de quienes comparten este hábitat en particular.
3. Estrategia metodológica
El sismo que ocurrió en 2017 en la Ciudad de México constituye el punto de entrada a problemáticas que, durante años, se han afianzado en el parque habitacional en altura. La afectación de esta tipología habitacional, sobre todo, en antiguas edificaciones emplazadas en demarcaciones centrales de la urbe, detonó un conjunto de interrogantes que instaron a mirar hacia factores subyacentes o causas de fondo, más que a la expresión física de los daños, pues esta responde, en última instancia, al final de un largo proceso.
Asentado en el método cualitativo, con el propósito de profundizar y facilitar la comprensión de la problemática, el estudio en que se basa este artículo se centró particularmente en el análisis de la experiencia del Centro Residencial Morelos, uno de los cientos de conjuntos con afectaciones luego de 2017. El CRM está emplazado en el área central de la Ciudad de México, en la Colonia Doctores, alcaldía de Cuauhtémoc. Mediante esta unidad de análisis, se buscó delinear el ciclo bajo el cual se gestaron condiciones inseguras a nivel comunitario, vistas desde una perspectiva social, organizativa y jurídica.
Coloquialmente conocida como “Los Soldominios”,3 esta unidad se ubica en el polígono comprendido entre las calles Dr. Liceaga, al norte, Dr. Juan Navarro, al sur, Dr. Carmona y Valle, al oeste, colindando al este con terrenos del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México. Su construcción data de 1970 y se encuentra formada por un total de 43 edificios y alrededor de 910 departamentos, distribuidos en dos manzanas: Dr. Lucio 102 y Dr. Lucio 103 (figura 1).
La Manzana Dr. Lucio 102, delimitada por las calles Dr. Navarro, Dr. Lucio, Dr. Liceaga y las dependencias del Centro de Justicia de la Ciudad de México, cuenta con dos torres de 16 pisos (Pegaso y Centauro) y 31 edificios de cinco niveles. En la manzana Dr. Lucio 103, delimitada por las calles Dr. Carmona y Valle, Dr. Liceaga, Dr. Lucio y Dr. Navarro, se emplazan tres torres de 16 pisos (Osa Mayor, Orión y Andrómeda), cinco edificios de 11 pisos y dos edificios de nueve pisos (figura 2).4
La estrategia metodológica propuesta en la investigación forense de desastres (Oliver-Smith et al. 2016), basada en un enfoque causal, permitió establecer una aproximación idónea hacia aquellos factores subyacentes, en los cuales se encuentran arraigadas las problemáticas y conflictos, que, con el paso del tiempo, devienen en crisis tan profundas como la pérdida total o parcial del patrimonio residencial. El trabajo se organizó empleando el metaanálisis y el análisis retrospectivo longitudinal como instrumentos para el levantamiento de información. El primero, asociado a la etapa inicial de la investigación, se orientó a la revisión bibliográfica de diversos estudios, con el fin de obtener referencias para identificar, evaluar y contrastar resultados similares en el campo de investigación. El segundo, ligado de modo específico a la unidad de análisis, permitió esclarecer aquellos procesos comunitarios vinculados a factores causales, que configuran patrones de deterioro y abandono de bienes y áreas de dominio común. La principal técnica empleada consistió en la realización de 10 entrevistas, entre septiembre de 2018 y octubre de 2019.
Entre agosto y septiembre de 2018 se ejecutó la fase exploratoria de investigación. En esta se realizó una entrevista en profundidad y se accedió en calidad de observadora no participante a una reunión del comité de administración de una de las cinco torres que componen el Centro Residencial Morelos (la Pegaso). Lo anterior permitió profundizar en las dinámicas vinculadas a la gestión y administración del conjunto. Gracias a las informantes, fue posible ampliar posteriormente el contacto con otras personas que viven en la unidad.
La segunda etapa del trabajo de campo se realizó entre septiembre y octubre de 2019. Se realizaron nueve entrevistas semiestructuradas; todas tuvieron lugar en sitios aledaños a la unidad habitacional. Se retomó el contacto con el comité de administración de la torre Pegaso, ampliando la comunicación establecida en 2018 con su administradora; ello facilitó el acceso a otra reunión del comité de administración.
El muestreo para las entrevistas fue definido de manera aleatoria hasta saturar los datos. Respecto de las identidades de las personas entrevistadas, es necesario señalar que, en atención a posteriores episodios de conflicto suscitados en la organización de damnificados, se optó por reemplazar sus nombres reales por pseudónimos. En la tabla 1 se resumen las entrevistas realizadas.
Nota: Todas las personas entrevistadas pertenecen al Centro Residencial Morelos.
4. La crisis como entrada a los conflictos y tensiones residenciales subyacentes
El Centro Residencial Morelos, inaugurado en 1970, corresponde a una de las 109 unidades habitacionales construidas en esta entidad federativa entre 1950 y 1985; 17 de ellas se hallan emplazadas en la alcaldía de Cuauhtémoc (PROSOC 2009). Con más de 50 años de antigüedad, al igual que gran parte de este grupo de edificaciones, ha experimentado un progresivo deterioro a raíz de la escasa o nula ejecución de acciones de mantenimiento, producto de las dificultades organizativas y financieras. A esto se suma la desactualización de la normativa constructiva vigente en la Ciudad de México, cuyo reglamento incorporó fuertes exigencias luego de los sismos de 1985. Si bien estos eventos no generaron afectaciones críticas en el conjunto, sí sembraron las primeras advertencias de posibles daños, como algunas separaciones de escalones y descansos de escaleras en dos de sus torres: Centauro y Osa Mayor (La Neta Noticias 2018). Estos daños fueron cobrando mayor relevancia a partir de movimientos sísmicos subsecuentes en 2012 y especialmente en 2014.
A partir de 2014, el deterioro se hizo cada vez más visible. Su ubicación central en la ciudad, así como la morfología y magnitud del conjunto, contribuyeron a que fuera considerado un hito en referencia inmediata a aquellos edificios que no se desplomaron en 1985, pero sí quedaron dañados y presentaban algún tipo de riesgo en la urbe. Todos intuían una inminente catástrofe pues los daños eran manifiestos, no obstante, los y las residentes decidieron permanecer en sus departamentos; solo era cuestión de que un nuevo sismo remeciera a la ciudad para agudizar las condiciones inseguras preexistentes. Este evento tuvo lugar el mediodía del 19 de septiembre de 2017, afectando críticamente y como era de esperar, entre otras, a las Torres Centauro y Osa Mayor, las que de acuerdo con opiniones técnicas y dictámenes estructurales finalmente fueron demolidas.
La demolición de las torres implicó el desplazamiento de cientos de familias de sus lugares de residencia. Para solventar los gastos de renta provisoria, el Gobierno de la Ciudad de México entregó un apoyo de 4000 pesos mexicanos (200 USD) durante el tiempo que dure la reconstrucción de la vivienda afectada. No obstante, este subsidio ha permitido cubrir solo en parte dicho ítem, considerando que el valor mínimo de arriendo en el sector donde se emplazaban los edificios en promedio alcanza los 12 000 pesos mexicanos (605 USD). En consecuencia, gran parte de los hogares damnificados se vieron -y aún se ven- forzados a trasladar sus vidas hacia sectores periféricos de la ciudad, e incluso, hacia otros estados de la república, accediendo a soluciones habitacionales provisorias ya sea en renta, o bien, cohabitando espacios facilitados por familiares o su red de apoyo.
A cinco años del sismo, solo una de las torres (Osa Mayor) ha concluido su edificación, mientras que la torre Centauro todavía se encuentra en proceso de reconstrucción y sus residentes permanecen relegados en viviendas transitorias. Con lo anterior, se da cuenta de los efectos que tiene la pérdida del patrimonio residencial en los hogares, los que implican la alteración de las condiciones de vida de cientos de familias por extensos periodos. Cabe preguntarse entonces desde la dimensión sociorresidencial: ¿cuáles fueron las razones que impidieron atender oportunamente a los problemas en las condiciones físicas de las edificaciones y, de esta forma, prevenir consecuencias tan dramáticas como la pérdida de la vivienda?
5. Mecanismos formales para la gestión del espacio residencial
El Centro Residencial Morelos, que alberga alrededor de 910 departamentos, fue diseñado por el arquitecto Guillermo Rossell y se emplaza en dos manzanas en donde originalmente se ubicaba una de las colonias para trabajadores de la cigarrera “El Buen Tono” (Coulomb 1983). Este se circunscribe a un periodo de producción habitacional, en el cual el alquiler, en cuanto modo de tenencia predominante que caracterizó al periodo anterior,5 fue desplazado por la asignación directa en propiedad privada, ajustándose a los lineamientos establecidos por la agenda internacional en la materia.6 Este último punto es relevante en relación con las prácticas organizativas 157 constituidas para su mantenimiento, pues la relación del habitante con el espacio privado (el departamento) se encuentra fuertemente afianzada desde un inicio.
A raíz de la asignación de los departamentos en propiedad privada, desde su origen, el conjunto presentaba una estructura de organización funcional que, de algún modo y con una serie de dificultades, buscó gestionar los bienes y espacios comunes que articulan las edificaciones en el interior del predio. En términos organizativos, las administraciones de los edificios que componen la unidad poseían cierta formalidad y, de manera general, se habían constituido antes del sismo de 2017. La estructura la componía un administrador por edificio y, debido a la morfología propia del predio, existían dos administraciones generales que operaban desde antes de la entrada en vigencia de la Ley de Propiedad en Condominio del Distrito Federal el año 2011. Estas se encargaban de gestionar las áreas comunes de las manzanas Dr. Lucio 102 y Dr. Lucio 103.
Posterior a la entrada en vigencia de dicha normativa y acrecentado por el sismo de 2014, se incentiva la formalización de las administraciones de cada uno de los edificios. Es decir, al momento del sismo de 2017, en algunos casos, las administraciones tenían al menos tres años de antigüedad. En los casos en que no se contaba con una, el sismo de 2017 instó a formalizarlas, como sucede en la Torre Pegaso, donde se venía operando de facto como administración desde antes de 2017.
Las funciones vinculadas a la administración fueron asumidas por los mismos condóminos, como actividad voluntaria y no remunerada, las que, dicho sea de paso, requieren de una amplia disponibilidad de tiempo. Al respecto, una de las administradoras de los bloques de la manzana Lucio 102 señala lo siguiente: “Yo porque dejé de trabajar hace tres años, por eso estoy aquí y me puedo inmiscuir un poquito más porque toda mi vida trabajé y antes no lo pude hacer” (entrevista a Patricia, Centro Residencial Morelos, 4 de septiembre de 2019). El resto de la vecindad participaba de manera limitada en el pago de las cuotas de mantenimiento establecidas y, eventualmente, en asambleas citadas para abordar y tomar decisiones en torno a temas específicos, con una frecuencia que oscilaba entre tres y cuatro meses.
A partir de 2017, se logró formalizar la administración de cada edificio, ajustándose a lo establecido en la Ley de Propiedad en Condominio del Distrito Federal, condición que implica la aplicación de un reglamento que establece deberes y derechos para los condóminos y residentes. Pero la adscripción a un conjunto de normas no promueve per se la colaboración entre sus residentes, y menos con residentes de otros edificios, la cual se articula extraordinariamente ante contingencias que pudiesen alterar las condiciones de vida de un grupo mayoritario de habitantes. Por ello, la constitución de las administraciones, basadas en un esquema de representatividad que delega responsabilidades a un conjunto reducido de personas, solo valida un requisito institucional. Es decir, la sola existencia de una ley o un reglamento para la adecuada gestión de un predio no garantiza el cumplimiento de una vida comunitaria ejemplar ni incentiva las prácticas sociales de cohesión.
Cabe señalar que marcos regulatorios como el antes mencionado son definidos desde lo externo sin la participación de las personas destinatarias. De esta manera, el diseño de las normas contenidas en los reglamentos exigidos a las comunidades -orientadas a determinar la forma de administración, convivencia y conservación de los inmuebles- depende de decisiones de agentes estatales pertenecientes a estructuras burocráticas como funcionarios públicos, órganos legislativos, entre otros (Ostrom 2011). En este contexto, con el diseño de reglamentos de este tipo, se desconoce u omite la diversidad de patrones culturales, sociales y económicos presentes en una determinada comunidad, razón por la cual su aplicabilidad, en la práctica, se transforma en letra muerta.
6. Tensiones y conflictos en las formas de habitar lo común
Respecto a los patrones socioculturales que caracterizan a este tipo de hábitat, es necesario señalar que las relaciones sociales que se han desplegado en el conjunto, por un lado, se vinculan a la configuración morfológica y, por otro, a las prácticas y dinámicas que sus habitantes han establecido con la apropiación (o no) de su entorno (Giglia 2012).
En cuanto a su configuración morfológica, las distintas tipologías y emplazamientos de los edificios dentro de los límites prediales conforman microsectores homogéneos cuya proximidad determina el tipo de relación que se establece con el contexto inmediato. Es decir, las y los residentes reconocen como espacio cercano aquella tipología en la que habitan (torres o edificios de mediana altura), distanciándose de las otras que definen la totalidad del conjunto. Sin embargo, este reconocimiento con el espacio de mayor proximidad no es sinónimo de reconocimiento con los otros, pues fue recurrente en el relato de las personas entrevistadas señalar que no había una relación estrecha con vecinos y vecinas; si bien se conocían, esto no pasaba más allá del saludo.
Por su parte, las dificultades en la consolidación de relaciones de carácter colectivo, propiciadas en parte por el esquema de organización espacial segregada, son reforzadas por prácticas y dinámicas propias de sus residentes. Estas últimas se relacionan con las formas de apropiación de bienes y espacios de uso común, elemento gravitante en la definición de este tipo de hábitat, que, al mismo tiempo, introduce mayores complejidades. En las distintas entrevistas, se logró constatar que de manera general no existe un conocimiento sobre la implicancia que los bienes de uso común tienen, sobre todo, en la seguridad de las edificaciones. Por ejemplo, se desconoce que las acciones de mantenimiento preventivo sobre el entramado estructural (pilares y vigas) son las que garantizarán un mejor desempeño en la estabilidad de los edificios, y, en consecuencia, brindarán seguridad a sus habitantes. El comportamiento general es ocuparse de lo que sucede en el interior del departamento, desatendiendo los requerimientos del sistema edilicio común, que requieren necesariamente de la articulación mancomunada para su gestión.
En este sentido, se evidencian prácticas y dinámicas que no registran el carácter colectivo del conjunto, las que solo son puestas en el centro de la discusión a raíz de un evento crítico, como el desencadenado por el sismo de 2017. Dentro de los testimonios de las personas entrevistadas, a partir de este evento se pudo develar, por ejemplo, que muchos departamentos realizaron modificaciones en su interior, retirando elementos estructurales como pilares y vigas, lo que contribuyó al debilitamiento del sistema estructural. En esta línea, una entrevistada señala lo siguiente:
Pues quitaron esos muros de carga. ¡Y la gente no sabe, yo no lo sabía, qué importancia tiene! […] haz de cuenta: tú entras al departamento, entras y del lado derecho está un muro de carga que es el que da atrás la cocina, y unos quitaron ese muro de carga para que estuviera en la entrada la cocina con la sala (entrevista a Laura, Centro Residencial Morelos, 10 de septiembre de 2018).
Con base en lo anterior se puede deducir que las lógicas que prevalecen en el uso y apropiación del espacio habitacional no difieren de aquellas que predominan en la vivienda unifamiliar. Se observa entonces una dificultad para comprender que lo que sucede en el interior del departamento se encuentra estrechamente vinculado con el resto del sistema edificado. Es decir, las acciones que se ejercen en la propiedad privada, sobre los elementos de propiedad común, repercuten directamente en la totalidad de los habitantes del edificio.
De este modo, las tensiones y conflictos en el ámbito sociocultural radican en las contradicciones que la naturaleza colectiva del conjunto edificado presenta, en contraste con la individualización y los derechos de propiedad privada instalados en el proceso de reestructuración neoliberal (Martínez 2013). Dicha condición, al mismo tiempo, permea y determina las relaciones sociales que se establecen entre sus habitantes y de estos con su entorno; ocurre así una interacción con el orden socioespacial (Giglia 2012), en la que predomina una subordinación al espacio privado (departamento) y una desvinculación con lo que sucede fuera de él, o sea, en el común.
Se observan, en este contexto, acciones con una carga simbólica orientada a las prácticas individuales sobre las colectivas, situación que configura patrones de apropiación conflictivos en torno a los bienes comunes. En síntesis, en esta tipología habitacional bienes y áreas de dominio común configuran un espacio de disputa y abandono, condiciones que se agudizan por la cercanía e interdependencia que estos tienen con la unidad privada o departamento (Ponce 2021).
Las prácticas y conductas se vinculan estrechamente con problemáticas financieras. Si bien se constató la existencia de una formalidad en la constitución condominal de algunos edificios, lo que permitió recaudar periódicamente cierta cantidad de recursos, estos resultaban insuficientes considerando los requerimientos de inmuebles que superaban los 40 años de antigüedad. De acuerdo con lo señalado por las personas entrevistadas, las cuotas de mantenimiento por departamento en las edificaciones de mayor altura (figura 3) oscilaban entre los 200 y 250 pesos (entre 10 y 12 USD).
Estas cinco torres presentan características de funcionalidad especiales; por una parte, poseen circulaciones verticales mecánicas (ascensores) y, por otra, sistemas de bombeo para la provisión de agua a pisos superiores. Se reconoce en el relato de las entrevistadas la importancia de dar mantenimiento prioritario a dichos sistemas, sin embargo, señalan dificultades en estos esfuerzos, los que no aseguraban necesariamente su óptimo funcionamiento.
Tan solo te puedo decir, yo vivía en un treceavo piso, y hablando del mes, te podría decir que tenía yo elevador, la otra mitad no. Y de esa otra mitad, […] cuando servía, me iba un piso intermedio, iba uno más arriba y bajaba o unos más abajo y subía (entrevista a Mónica, colonia Roma Norte, 14 de septiembre de 2019).
La cuota de mantenimiento para los bloques de altura media (figura 4) era de 100 pesos (5 USD). Lo anterior habla de una recaudación estimada mensual de 12 600 pesos (630 USD) para las torres de 14 pisos de altura y 1000 pesos (50 USD) para un bloque de altura media, cálculo realizado suponiendo que todos los departamentos aportaran la cuota de mantenimiento. Estas tipologías, al contar con menos pisos, presentan un esquema de funcionalidad de menor complejidad que las torres. Sin embargo, el bajo monto de sus cuotas, sumado al porcentaje de morosidad, que en ocasiones alcanza un 90 %, dificultan la ejecución de acciones de mantenimiento en los inmuebles. Si bien el porcentaje de morosos no alcanza el total de la estructura de cooperación, esta merma determina que los beneficios estén por debajo del óptimo requerido (Ostrom 2011).
Las dificultades financieras, aunadas a altos porcentajes de morosidad, propiciaban que quienes pagaban el mantenimiento terminaran desertando en la medida en que otra parte de la vecindad no lo hacía. En palabras de una entrevistada, “ya te hartabas de pagar algo, que no recibías un beneficio, porque el resto no lo hacía” (entrevista a Mónica, colonia Roma Norte, 14 de septiembre de 2019). Se retoma a Ostrom (2011) para explicar que dicha actitud se ejemplifica con lo que la autora señala como el problema del gorrón, en el cual la naturaleza de no exclusión de los bienes comunes -en este caso edificados- motiva a un grupo de personas a no contribuir en el esfuerzo común, pues siempre existe otro grupo que lo resolverá por ellas.
De este modo, el financiamiento de acciones preventivas o correctivas en las edificaciones fue prácticamente nulo durante todo el ciclo de vida de las edificaciones (casi 50 años). Lo anterior se refiere, de acuerdo con una de las entrevistadas, a las dificultades que tiene la mayoría de los residentes para internalizar los alcances del mantenimiento periódico como mecanismo de prevención de patologías más graves en los edificios. Así se expresa en el siguiente relato:
La gente no tiene la cultura y no ve la trascendencia de que, si tienes un bien y que, si pagas un mantenimiento, ese bien lo vas a hacer perdurar. O sea, la gente no lo ve, la gente en vez de verlo como una inversión para tener en mejores condiciones tu lugar de vivienda, lo ve como un gasto […]. Pero eso es cultura y eso me parece increíble porque la gente vive ahí. Los que vivimos ahí debíamos de tenerla. Pero somos los menos, de verdad te digo, los menos (entrevista a Mónica, colonia Roma Norte, 14 de septiembre de 2019).
En síntesis, los montos que se recaudaban, establecían -y establecen- un estrecho margen de actuación para las administraciones. Estas se limitan únicamente al mantenimiento de áreas comunes, es decir, limpieza de escaleras, pasillos y entorno de los edificios, así como el retiro de basura y eventualmente al mantenimiento de ascensores en caso de las torres u otros sistemas mecánicos. En este sentido, prevalecen proyecciones cortoplacistas que asignan mayor urgencia a servicios individuales e inmediatos en comparación con aquellos que pueden ser recibidos por el colectivo en el futuro (Ostrom 2011).
7. Conclusiones
El parque habitacional en altura conforma un tipo de hábitat con particularidades morfológicas y sociales complejas. Las primeras referidas a la singularidad de condensar en un mismo predio bienes privados y bienes de dominio común, donde los últimos suponen desde su concepción la necesidad de una organización y aportes colectivos para asegurar su correcto funcionamiento y mantenimiento. Las segundas asociadas a una configuración social, económica y cultural heterogénea que dificulta el desarrollo de prácticas de apropiación del espacio común (Giglia 2012), en las cuales se observa una escasa claridad en torno a los alcances que esta dualidad de tenencia de propiedad implica.
Cabe señalar que este tipo de comportamiento se explica, en parte, por la transición e instalación de lógicas asociadas al libre mercado, que han reforzado dinámicas de individuación vinculadas, en el ámbito habitacional, con la propiedad privada como tipo de tenencia hegemónica (Martínez 2013). De este modo, el individualismo se instala en cuanto elemento central de la delimitación de relaciones y prácticas colectivas, redundando en la escasa reciprocidad y cooperación entre individuos (Giglia 2012; Ostrom y Ahn 2003). Dicha condición ha dificultado o imposibilitado la articulación de entramados comunitarios para sostener la gestión colectiva en estos espacios. Se establece así una contradicción vital en razón de lo que conlleva esta forma particular de habitar: lo colectivo, que estructura el espacio de dominio común, versus lo privado, que ordena el contexto de la vivienda misma.
Pero las prácticas asociadas la gestión edilicia no se agotan únicamente en el tipo de apropiación que logren desarrollar los residentes sobre lo común, ni en el tipo de tenencia de la propiedad. También se cruzan factores económicos, pues los gastos de operación implican inversiones elevadas al tratarse de sistemas morfológicamente complejos. De esta manera, la capacidad de aportación que cada individuo pueda realizar para el mantenimiento de los bienes de dominio común determinará la envergadura de las acciones conjuntas que se puedan desarrollar. Por tal razón, la disparidad en las condiciones económicas y la inestabilidad en los ingresos de algunos de sus residentes dificultan el establecimiento de cuotas de mantenimiento y la conformación de un fondo de reserva para la ejecución de obras preventivas, pero sobre todo correctivas.
Como cierre, hay que señalar las potencialidades que posee el estudio de las causas de fondo en el nivel comunitario, entendido en su calidad de proceso dinámico que a la vez interactúa con otras dimensiones. Se trata de una oportunidad para repensar las formas de gestión de estos espacios, partiendo de la lectura que hacen las propias comunidades desde sus prácticas y conflictos, y recogiendo, desde ahí, elementos que sirvan para generar distintos ejes programáticos. A partir de estos aprendizajes, se pueden incorporar nuevos elementos o trabajar sobre mitigaciones tempranas de manera efectiva.