1. Introducción
Si la crisis de 1973 marcó una ruptura en la historia de los Estados contemporáneos, los cambios en la política económica imprimieron a este proceso sus rasgos distintivos. Desde el punto de vista monetario, el cambio consistió en asegurar condiciones institucionales para una política monetaria centrada en la estabilidad del nivel general de los precios. De manera que la reforma del estatuto del banco central -en el sentido de su independencia o autonomía- se convirtió en la piedra de toque de la reconfiguración de la intervención del Estado en la economía. Esta independencia designa formalmente un estatuto o situación resultante de un conjunto de disposiciones legales y/o de usos y costumbres. Por medio de estos, se reconoce que el banco central no recibe directivas de las autoridades que encarnan a los poderes ejecutivo y legislativo. Esta independencia es, a la vez, orgánica y funcional. La primera remite a las relaciones entre el banco central y los órganos de los poderes ejecutivo y legislativo, específicamente a las condiciones de nombramiento de los dirigentes de la institución, la duración de sus mandatos, así como las condiciones de ejercicio de sus funciones. La segunda concierne tanto a la definición de las misiones y objetivos del banco central en materia de política monetaria, así como la autonomía financiera de la institución. Defensores y críticos de la independencia del banco central se enfrentan, por lo esencial, en relación con la naturaleza de los objetivos de la política monetaria y sus modos de definición. Mientras la primera discusión se estructura en torno del enfrentamiento entre monetaristas y keynesianos, la segunda plantea la cuestión de las implicaciones más generales de bancos centrales independientes para la democracia.
Estas posiciones comparten, no obstante, una concepción análoga de la naturaleza del banco central, así como de su lugar en el Estado. En el presente artículo -de carácter teórico y situado a caballo entre la economía y la sociología política- se analiza el lugar del banco central en la reproducción de la dominación financiera en la forma estatal contemporánea. El banco central conforma, junto con la Hacienda, el núcleo del aparato financiero del Estado. Las relaciones entre ambas instituciones o, más exactamente, la direccionalidad de sus interacciones conforma lo que se denomina la estructura organizacional del Estado. De suerte que a cada tipo de interacciones entre banco central y Hacienda corresponde una determinada estructura organizacional del Estado. La caracterización de esta estructura organizacional es decisiva para comprender el papel del Estado en la reproducción de un régimen de acumulación y de sus correspondientes relaciones de clases. Las “grandes crisis” -o crisis de régimen de acumulación- determinan los cambios fundamentales en la estructura organizacional del Estado.
En el presente artículo, se sostiene a un nivel teórico que, más que una independencia del poder ejecutivo, la reforma contemporánea del banco central invirtió la direccionalidad de la interacción entre los aparatos financieros del Estado existente durante la economía mixta.1 La independencia del banco central conforma una estructura organizacional que opera como correa de transmisión de la dominación del capital financiero sobre el Estado. De ahí el siguiente plan de exposición.
La revisión de los argumentos esgrimidos por los abogados de la independencia del banco central permite definir la posición del problema y sus diferentes facetas (primera parte de este artículo). Su confrontación con la crítica permite a su vez poner en relieve las trincheras del debate, pero también la unidad de concepción de la naturaleza del banco central y de su lugar en el Estado entre ambas posiciones (segunda parte). De ahí la necesidad de volver a la génesis del banco central para mostrar su naturaleza dual, como institución pública y como representante de la comunidad financiera. Esta dualidad determina la especificidad del banco central, así como el contenido de sus relaciones con la Hacienda, esto es, la estructura organizacional del Estado (tercera parte); estructura organizacional cuyo contenido se modifica con las “grandes crisis” (cuarta parte). Finalmente, se considera las implicaciones de la estructura organizacional del Estado contemporáneo que derivan de la independencia del banco central para la reproducción de la dominación financiera (quinta parte).
2. La necesidad de un banco central independiente: posición del problema
El fracaso de las políticas keynesianas de reactivación del empleo y la estanflación que acompañaron la crisis de 1973 fomentaron una coyuntura propicia para reformar la política económica. La estanflación es el neologismo que designa una situación de estancamiento del crecimiento acompañado por un aumento simultáneo de las tasas de desempleo y de inflación. Políticamente debilitó uno de los argumentos del keynesianismo según el cual cierto nivel de la inflación es el precio que pagar para mantener la economía cerca del pleno empleo. En efecto, la estanflación trastornó completamente el contexto del debate en torno de la “curva de Philips”;2 problemática que estructuró la disputa entre keynesianos y monetaristas en el campo macroeconómico. Para los keynesianos, la curva de Philips era el “eslabón faltante” en la demostración según la cual la política monetaria podía incidir durablemente sobre el nivel de empleo. De suerte que el dilema entre desempleo e inflación se convertía fundamentalmente en una decisión política, es decir, en una elección del gobierno.
Al sembrar dudas sobre la existencia de la relación entre inflación y empleo, la estanflación reforzó el argumento monetarista según el cual ninguna política monetaria puede incidir durablemente sobre los niveles de producción y de empleo (Friedman 1968). La coyuntura fue propicia para desdibujar o excluir el pleno empleo de los objetivos explícitos de la política monetaria. Abrió paso a la denuncia de los bancos centrales “benevolentes”, sumisos a la voluntad de los gobiernos de turno. Ellos incitarían al banco central a adoptar medidas monetarias expansivas para acompañar quiméricas políticas de reactivación del empleo, especialmente en períodos electorales.
De ahí la consigna a favor de una “despolitización” de la política monetaria mediante la independencia o autonomía del banco central. Los abogados de estas reformas celebran lo que consideran una condición sine qua non para erigir la lucha contra la inflación en “interés general” e intertemporal de la sociedad. Por una parte, la búsqueda de la estabilidad monetaria se inscribe en el mediano y largo plazo. Por otra parte, el gobierno es reputado incapaz de garantizar la permanencia de una política anti-inflacionista porque está sometido a las tentaciones electorales. Por consiguiente, la independencia del banco central constituye una suerte de garantía institucional para una política monetaria “despolitizada” (Alesina y Summers 1993). El argumento remite a lo que la literatura especializada llama el problema de la inconsistencia temporal (time inconsistency problem): un problema surge cuando se elige una política por adelantado, pero una diferente cuando llega el momento de la implementación. La “inconsistencia temporal” consiste en que los agentes restan credibilidad a la primera decisión. La paradoja queda ilustrada mediante la política monetaria conducida por un banco central sometido a las presiones cortoplacistas del gobierno (Alesina y Grilli 1992).
Diversos indicadores miden el grado de independencia de iure y/o de facto de la independencia del banco central. Para ello, se considera la correlación entre el grado de independencia y la tasa de inflación observada (Grilli et al. 1991; Cukierman et al. 1992) a partir de una cierta cantidad de variables legales y reales como el ritmo de recambio de los gobernadores (durante un período determinado), la relación entre los ciclos monetarios y los ciclos políticos, entre otros. La noción de autonomía -que se utiliza aquí como sinónimo- designa en algunos casos una suerte de protoindependencia de la institución (sin reconocimiento jurídico explicito, como en Japón, por ejemplo).
Ahora bien, la aceptación del principio de la independencia, así como sus formas institucionales, difiere según la corriente del pensamiento neoliberal. Para tratar el problema de la despolitización del dinero, la escuela austriaca preconiza en la estela de Friedrich von Hayek una liberalización del derecho de emisión (von Hayek 1990[1975]). Sus argumentos subyacen en las defensas de sistemas de banca libre (free banking), es decir, una eliminación del monopolio de emisión de los bancos centrales. Si la influencia práctica de los defensores del free banking no rebasa el horizonte de ciertos congresos académicos y es casi exclusivamente de naturaleza ideológica, su tratamiento del problema de la inflación devela, empero, un aspecto medular de la problemática: ¿cómo neutralizar los efectos distorsionantes de los usos políticos de la moneda sobre las decisiones de los agentes, el empleo y los equilibrios económicos? Es precisamente la conciencia de la imposibilidad de resolver este dilema con la “libre elección de moneda” preconizada por von Hayek lo que marca la superioridad de la posición monetarista sobre la austriaca. Los planteamientos del monetarismo estructuran el debate sobre el papel del Estado en una economía de mercado desde la década de 1970. Paradójicamente Milton Friedman, el líder de esta escuela, rechazaba la solución consistente en independizar el banco central. Para justificar su renuencia, esgrime razones prácticas -“sería una reforma irrealista”- y políticas -“sería una restricción a la democracia”-. Esta opinión iconoclasta difiere de las tesis de otros monetaristas como Ana Schwartz (2009). Por lo demás, la ortodoxia invoca a la “responsabilidad” y “transparencia” que exige la misión de la institución para justificar su independencia en un régimen democrático (Cukierman 2006; Bernanke 2015). La independencia del banco central encuentra una formulación acabada en el ordo-liberalismo, corriente que sistematiza la idea de “una división del trabajo” de la gestión económica del gobierno con el objetivo de garantizar el marco legal e institucional de una economía de mercado, aun cuando el ordo-liberalismo no milita por principio en contra del intervencionismo, a diferencia de la escuela austriaca y del monetarismo.3
Con todo, la reforma de cada banco central entrelaza la influencia de las diferentes corrientes del liberalismo en cada país, la particularidad de las historias políticas nacionales, así como la conformación constitucional de la entidad estatal. Desde ese último punto de vista, los estados federales tienden a ser históricamente menos renuentes que los Estados unitarios al principio de independencia de ciertas instituciones como el banco central (Noyer 1992). Con todo, la década de 1990 registra la mayor cantidad de reformas de estatutos de bancos centrales en todos los continentes. Entre 1988 y 1996, 12 países latinoamericanos modificaron legal o constitucionalmente los estatutos de sus bancos centrales, otorgándoles una independencia para garantizar la estabilidad de precios y, sobre todo, limitar el financiamiento del gasto público mediante la creación monetaria (Lora 2007, 18). Desde este mismo punto de vista, la historia de la creación del Banco Central Europeo (BCE) sintetiza las diversas determinaciones mencionadas. En efecto, la formación del BCE está doblemente marcada por un contexto ideológico particular -la década de mayor influencia de “las finanzas triunfantes” (Chesnais 2011, 90)- y por el carácter trunco del federalismo que presidió a la elaboración de los órganos legislativo y ejecutivo de la Unión Europea desde la aprobación de los Acuerdos de Maastricht.
País | Independencia u autonomía | Adopción inflation target |
---|---|---|
Argentina | 1992 | 2016 |
Brasil | 1994 | 1999 |
México | 1993 | 1999 |
Perú | 1993 | 2002 |
Ecuador | 1992 | Dolarización1 |
Colombia | 1991 | 1999 |
El Salvador | 1991 | Dolarización |
Guatemala | 2005 | |
Chile | 1989 | 1999 |
Bolivia | 1995 | |
Francia | 1993 | Euro |
Gran Bretaña | 1998 | 1992 |
Unión Europea | 1998 | |
Canadá | 1991 | |
Estados Unidos | 2012 | |
Nueva Zelanda | 1989 | 1989 |
Elaboración propia con base en los estatutos de bancos centrales de cada país, verificados en sus sitios web oficiales.
1 La dolarización ecuatoriana corona un proceso iniciado con la reforma al Régimen Monetario (1992) y la reforma constitucional que reemplazó la Junta Monetaria por un Directorio formalmente independiente (1998). Al igual que en El Salvador (2001), la dolarización oficial del régimen monetario de Ecuador incorpora -más allá de otras consideraciones que desbordan los límites de nuestra problemática- el objetivo primordial de control de la inflación.
Ahora bien, más allá de sus variedades institucionales propias a cada contexto, la consagración de la lucha contra la inflación en alfa y omega de la política monetaria estriba en una concepción del dinero común a una mayoría de corrientes ortodoxas del pensamiento monetario y financiero: la teoría cuantitativa del dinero (TCD). La moneda cumple esencialmente la función de intermediaria de los intercambios. Por consiguiente, la cantidad de moneda en circulación determina el nivel de los precios de los bienes, pero no tiene efectos sobre el volumen de las transacciones y el nivel de la producción. La TCD constituye el hilo conductor de la historia del pensamiento monetario moderno. Sus diferentes versiones obedecen, fundamentalmente, a la importancia creciente del dinero de crédito emitido por los bancos comerciales en la circulación monetaria. Empero, todas estas versiones estriban en la misma hipótesis medular: la moneda es, en última instancia, un medio de circulación.4 Para las corrientes liberales defensoras de la TCD, la búsqueda de un aumento del nivel de empleo vía la política monetaria es un objetivo quimérico. Una mejora eventual de la situación del empleo por esa vía traduce solamente la “ilusión monetaria” que viven los asalariados. Ilusión precisará Friedman -para quien las expectativas de los individuos son adaptativas- que se desvanece en la medida en que los agentes se percatan de la superchería: haber confundido el aumento de su salario nominal con un aumento del poder adquisitivo de este salario. En el caso de que las expectativas no sean adaptativas sino racionales entonces ya ni siquiera queda lugar para la ilusión monetaria a la Friedman. Esta es la hipótesis que hacen los nuevos clásicos5 o monetaristas radicales. Los defensores a ultranza de la independencia de bancos centrales gobernados por una “personalidad fuerte” capaz de aplicar sin ambages una “regla” estricta (Kydland y Prescott 1977; Rogoff 1985) pertenecen a esta última corriente.
En la práctica, las características de la circulación monetaria contemporánea -sistema dominado por monedas de crédito emitidas por bancos comerciales- refutó el tipo de política monetaria a partir de una “regla de Friedman”;6 recomendación fundamentada en una concepción exógena del dinero (Kaldor 1985). No obstante, el éxito de la satanización monetarista de la inflación se traduce en políticas anti-inflacionistas llevadas a cabo por los bancos centrales por medio de la variación de sus tasas de refinanciamiento a los bancos. La incorporación de la moneda bancaria y el reconocimiento de su carácter endógeno a la TCD se sitúa dentro del horizonte de visibilidad trazado por el monetarismo.7 Con todo, la brújula de la política monetaria llevada a cabo por bancos centrales independientes es la misma. Hoy en día, los bancos centrales tienden a adoptar formalmente o de facto las llamadas metas de inflación (inflation target): anunciar un objetivo cifrado de inflación esperada (por ejemplo, entre 1% y 2%); práctica definitoria de lo que la literatura especializada llama “nueva ortodoxia del pensamiento macroeconómico” (Epstein y Yeldan 2009). Su adopción por una cantidad creciente de países de América Latina (ver tabla 1) opera para muchos como una suerte de antídoto a la llamada macroeconomía del populismo.
3. La crítica a la independencia del banco central y sus límites
La crítica señala -desde diferentes perspectivas y con más o menos vehemencia- los efectos deletéreos de la independencia de los bancos centrales para la democracia (Aglietta 1992; Patat 1992; Blinder 1996; Lebaron 1997; Stiglitz 1998; Sola et al. 2002; Drazen 2002; Chesnais 2011; Escalante Gonzalbo 2015). Empero esta crítica sobre el estatuto de la institución no es exclusiva de los críticos al neoliberalismo. Como ya se señaló, Friedman era renuente a la idea de un banco central independiente. Entre sus razones, mencionó que una semejante concentración de poder “independiente” no era deseable en una democracia (Friedman 1962).
Lo cierto es que la existencia de bancos centrales independientes a cargo de una política monetaria centrada en la lucha anti-inflacionista estructura hoy en día el funcionamiento de los campos políticos y electorales. La independencia del banco central opera como un factor indirecto de homogeneización del contenido de los programas económicos (especialmente fiscales) de los principales partidos y movimientos políticos que compiten por el poder. De los Pactos de la Moncloa en España (1977) al Tratado Maastricht (1992) pasando por las políticas monetarias y fiscales derivadas del Consenso de Washington a partir de la década de 1990 en América Latina, el tiempo presente ofrece un abanico de ejemplos que ilustran dos caras de una misma moneda: con la autonomía del banco central, la orientación y elasticidad de la política fiscal quedan definidas al margen de la discusión ciudadana y de las elecciones.
Desde el punto de vista de una sociología crítica de inspiración bourdieusiana, lo anterior ilustra “cómo nociones como las de independencia y neutralidad de las instituciones son construcciones políticas que realizan una transubstanciación de un orden político en un orden superior e interiorizados por los agentes” (Lebaron 1997). Toda una literatura señala el rol de la independencia del banco central en la despolitización de los instrumentos de la política económica, así como de las principales palancas de ejercicio de los poderes públicos. Sobre sus escombros se levantarían “gobiernos no partidistas”, oxímoron que designa una tecnocracia de expertos que sustituye paulatinamente añejas formas políticas por directivas técnicas enfocadas en una “buena gobernanza” pública (Colomer 2015).
Ahora bien, la independencia del banco central no deja de ser una noción “enigmática” como la señaló Aglietta. El mito de la independencia del banco central “consiste en creer en la externalidad de la institución ante los conflictos que atraviesan la sociedad, lo que le confiere el estatuto de mediador imparcial […]. La independencia es la figura de esta externalidad mítica” (Aglietta 1992, 676). El enigma no designa únicamente el fetichismo que rodea la institución y los modos de comunicación de sus dirigentes. Recubre las ambigüedades y eufemismos que caracterizan las definiciones de la noción. El enigma correspondería entonces al ocultamiento de las implicaciones políticas de la independencia funcional del banco central. Escamoteo que se expresa en las antífrasis de algunos dirigentes. Un ex gobernador del Sistema de la Reserva Federal (Banco Central de Estados Unidos) afirma sin ambages: el “presidente [del banco central] toma decisiones políticas de una forma apolítica y ajena a partidismos” (Bernanke 2015, 89).
Pero la “externalidad mítica” señalada por Aglietta no se agota una vez elucidada las condiciones de interacción entre el banco central y los actores privados en lucha. El mito desborda la sola noción de independencia y concierne a la institución misma. Se trata de un mito constitutivo de la representación de la acción del Estado en la economía. En el caso de nuestra problemática, abogados y fustigadores de la independencia del banco central consideran las relaciones del Estado con la economía bajo la forma inmediata que revisten estas relaciones: el poder político y sus instituciones aparecen como entes separados de la sociedad y situados por encima de sus conflictos.
Desde este punto de vista, liberales y keynesianos comparten la misma concepción del Estado, aun cuando los segundos tengan una aguda percepción de los antagonismos inmanentes al capitalismo, especialmente sus tendencias rentistas. Keynes definía a los bancos centrales como “órganos semiautónomos dentro del Estado” (semi-autonomous bodies within the State) (Keynes 1972 [1926]). En todos estos casos, la política económica, sus instituciones e instrumentos -como el banco central- se manifiestan como intervenciones en un campo económico desde un exterior. Esta unidad de representación de la naturaleza y funciones del banco central compartida por defensores y críticos de su independencia obliga a considerar otra faceta de la problemática: la naturaleza de la institución.
4. Naturaleza dual del banco central y estructura organizacional del Estado
La Hacienda y el banco central conforman el aparato financiero del Estado. Las relaciones entre estas instituciones o, es lo mismo, la direccionalidad de sus interacciones conforma lo que se denomina estructura organizacional del Estado. Queda por mostrar el lugar específico del banco central en ese dispositivo. Y para ello es menester detenerse en la naturaleza dual de la institución.
En todas partes, la existencia de bancos centrales obedece a la resolución de un mismo problema inmanente al desarrollo de la circulación monetaria: asegurar la validez social de créditos privados. La circulación monetaria en una economía capitalista se caracteriza por la tendencia absoluta a utilizar instrumentos de crédito: pagarés, monedas bancarias, títulos bursátiles, entre otros. Las monedas bancarias solo son créditos privados de una calidad superior. Toda relación crediticia -y por ende el proceso de creación monetaria de los bancos- se inicia con una deuda y acaba con su reembolso y extinción. El cierre de la relación implica la intervención de un medio de pago, una función que solo puede cumplir el representante de la forma social del valor de cambio de las mercancías o “equivalente general”. Es mediante este último que las monedas bancarias -y todos los instrumentos de crédito- adquieren y conservan una validez social (Brunhoff 1976). En síntesis, en la medida en que el sistema de crédito se desarrolla, la conversión de la masa de instrumentos de créditos privados en dinero exige la intervención de una institución emisora de una moneda que descansa en el crédito estatal.
De esta suerte, la creación de estos establecimientos acompaña la formación de los Estados nación entre los siglos XVII y XX (Goodhart 1988; Aguirre 1997; Olszak 1998; Hautcœur 2016). El desarrollo del sistema de crédito y las crisis que van aparejadas abrieron paso a la formación de los bancos centrales, así como al ensanchamiento de sus funciones (Sayers 1976; Goodhart 1988; Flandreau y Ugolini 2017). En Estados Unidos, por ejemplo, la crisis de 1907 fue el último episodio de un proceso que desembocó en la creación del Sistema de Reserva Federal en 1913 (Bordo y Roberds 2013). De manera análoga, la creación de bancos centrales es un reclamo del desarrollo y crisis de los sistemas bancarios de los países subdesarrollados. Los bancos centrales asociados con Kemmerer son los casos más emblemáticos de este proceso en la América Latina antes de la crisis de 1929 (Drake 1989; Marichal y Tedde 1994).8
Subsiste un contenido común en todos estos procesos: fue a cambio del auxilio de sus necesidades financieras que los Estados otorgaron un monopolio de derecho de emisión a ciertos bancos. Estos se convirtieron en epicentros de sus sistemas monetarios y de crédito respetivos. Por una parte, la moneda emitida por estos bancos se convirtió en medio de pago legal mediante su uso como unidad de recaudación de los impuestos y de medio de pago de los gastos del Estado. Por otra parte, los privilegios en materia de emisión conseguidos por estos establecimientos determinaron su función de pivote del sistema bancario (Marx 1975 [1867], 93-945).
La centralización del sistema de crédito se consuma definitivamente con la concentración de las reservas de los demás bancos comerciales como depósitos en el banco monopolizador de la emisión; de ahora en adelante, la validez social de los créditos privados depende de la mediación del banco emisor. El banco central se consagra como institución emisora de los medios de pago legales, “banco de bancos” y titular de la política monetaria. Las diferencias de trayectorias históricas solo reflejan la forma concreta del desarrollo de la circulación monetaria y de la producción capitalista en cada país, así como la historia particular de las relaciones entre el Estado y la comunidad de los banqueros.
Ahora bien, la formación del banco central muestra la dualidad de esta institución. Por un lado, asume una función social consistente en hacer funcionar el sistema de pago de la economía y, específicamente, la reproducción del sistema de crédito, es decir, la articulación entre monedas privadas y la moneda central que emite. Por otra parte, el banco central es un representante de las instituciones del sistema de crédito en su conjunto, en otras palabras, del conjunto de los financieros. De ahí la dualidad: fungir como establecimiento a cargo de una función pública por un lado y representar los intereses de la comunidad financiera por otro. Esta dualidad conflictual caracteriza el lugar del banco central en el Estado, a diferencia de otras instituciones del poder estatal. Marx tenía plena conciencia de esta dualidad, como lo muestra su análisis de la evolución de las funciones del Banco de Inglaterra: institución que define como “la mayor potencia de la clase capitalista” y que actúa directamente como un poder público e impersonal (Marx 1977 [1894], 706 y passim). Es teniendo en cuenta esta dualidad inscrita en la naturaleza de la institución que hay que analizar las relaciones del banco central con la Hacienda, es decir, la estructura organizacional del Estado. La naturaleza dual del banco central es un ejemplo que muestra -de manera diáfana- la intervención estatal, a la vez, inmanente y exterior a la lógica del capital (Brunhoff 1976).
5. Breve historia de la estructura organizacional del Estado
Las “grandes crisis” -1929 y 1973- marcan las rupturas de la historia de la estructura organizacional del Estado en el último siglo.9 Hasta la Gran Depresión, los bancos centrales eran sociedades privadas o instituciones con estatutos jurídicos híbridos, pero siempre controladas por asociaciones de banqueros. En todas las variedades nacionales del capitalismo anterior a la Primera Guerra Mundial, la política monetaria era formalmente separada de otros instrumentos de la política económica, aun cuando el banco central cumplía funciones públicas. De ahí un reclamo del reconocimiento del “carácter social” de las funciones de estos establecimientos. Un reclamo que marca precisamente la originalidad y el carácter pionero de la tesis de Hilferding en 1910. Un cuarto de siglo antes de la Gran Depresión y de la ola de nacionalizaciones de bancos centrales, Hilferding reclamó la nacionalización de la autoridad monetaria como condición sine qua non para llevar a cabo una política monetaria de acuerdo con los intereses del conjunto de la clase capitalista y no de una fracción particular (Hilferding 1971 [1910], 83).
El intervencionismo que se impuso durante el período de entreguerras colocó al orden del día la necesidad de reformar los bancos centrales. El intervalo entre la Depresión y la posguerra registró una ola de nacionalizaciones de estos establecimientos. Nació un nuevo tipo de relación entre las autoridades fiscales y monetarias; estructura organizacional que caracterizó a los Estados que se reclaman del keynesianismo en el centro, como del desarrollismo en la periferia.
Las nacionalizaciones tuvieron por objetivo reconocer el carácter público de las funciones de los bancos centrales y, por ende, someterlos al poder ejecutivo. Las metas de la política monetaria dejaron de circunscribirse a la defensa del valor de la moneda para abarcar el empleo, el principal leitmotiv de las décadas del capitalismo de la posguerra. La nueva relación entre Hacienda y banco central apoyó diversas modalidades de regulación del sector financiero. En los países periféricos, los bancos centrales presidieron sistemas financieros organizados en torno de bancos de fomento que financiaron políticas industriales semiplanificadas y, de manera más general, canalizaron el crédito hacia prioridades definidas por el ejecutivo (Monnet 2016, 457).
De manera sucinta, estas son algunas de las variantes de la estructura organizacional del Estado que avalaron la reproducción de los regímenes de economía mixta.10 Ahora bien, la nacionalización de los bancos centrales no anuló las pugnas entre poder ejecutivo y financieros en torno de la orientación de la política monetaria. Se volvió un objeto de disputa entre el personal de los bancos centrales y los gobiernos. Pugnas cuyas expresiones dependen del funcionamiento del campo político en cada país (Monnet 2016, 458).
Lo cierto es que el ocaso del keynesianismo y la estanflación crearon una coyuntura propicia para una nueva ola de reformas de los bancos centrales, aun cuando los establecimientos nacionalizados no son reprivatizados. La idea primordial consiste en asegurar condiciones institucionales para una política monetaria anti-inflacionista. Pero más que una “despolitización”, la independencia del banco central invirtió sus relaciones con la Hacienda.
6. La estructura organizacional del Estado contemporáneo y la dominación financiera
La historia contemporánea de las relaciones entre la Hacienda y el banco central es la historia de la inversión de la direccionalidad de las interacciones entre las dos instituciones. Esta modificación de la estructura organizacional abre la vía para una reconfiguración de las relaciones entre el Estado y el capital financiero. Aquí es importante precisar que los cambios de la organización interna del Estado no inciden por sí mismos en las relaciones entre el Estado y las facciones de la burguesía. Si bien se apoya en el Estado, la modificación de las relaciones entre clases y facciones de clase interviene bajo el impulso de factores sociopolíticos que no se tratan en este espacio. Así como la crisis de 1929 abrió un proceso de reunificación de las burguesías en torno de intereses industriales, la crisis de 1973 propulsó un proceso análogo en torno a los intereses financieros.11 Espejo concéntrico de la sociedad, el Estado sintetiza, por medio de sus metamorfosis, el conjunto de estas determinaciones económicas y sociopolíticas. Recíprocamente su estructura organizacional avala la reproducción de los actuales regímenes de acumulación financiarizados. La estructura organizacional del Estado que nace con la reforma de los estatutos de los bancos centrales asegura la permanencia de los intereses financieros en el centro del espacio de decisión del poder ejecutivo. Constituye un mecanismo de connivencia entre el poder financiero y el poder político.
Más que una independencia con el gobierno, las reformas de los bancos centrales invirtieron la direccionalidad de la interacción el banco central y la Hacienda. De ahora en adelante, la Hacienda se adapta a las decisiones tomadas por el banco central (Baronian y Pierre Manigat 2012). Lo anterior se expresa en diferentes ámbitos. Entre estos, la regulación financiera, la política fiscal, la recaudación tributaria, así como las reivindicaciones de aumentos salariales.
El primer campo es quizás el más publicitado, especialmente desde la crisis de 2008. Remite a las liberalizaciones de los sistemas financieros, especialmente desde el big bang de la city en 1986.12 A propósito, una paradoja de la era contemporánea es que al empoderamiento de los bancos centrales corresponde una drástica disminución de sus medios y herramientas de regulación de las instituciones del sistema de crédito (Patat 1992, 9). El mejor ejemplo es, quizás, el papel que jugó la Fed en el desmantelamiento del Glass Steagall Act, legislación símbolo de la regulación financiera durante la economía mixta.13
El segundo campo deriva del triunfo de las tesis liberales sobre las causas de la inflación. Remite a la limitación y/o prohibición hecha a los bancos centrales de financiar los déficits fiscales. Los gobiernos deben recurrir a los prestamistas a las condiciones fijadas por los mercados. Aquí, el banco central funge doblemente como garante de cierta disciplina de mercado y promotor del endeudamiento público en las bolsas de los países desarrolladas y emergentes.
Pero la constricción de la Hacienda abarca también la organización de la recaudación tributaria. Las reformas fiscales contemporáneas, si no disminuyeron las cargas tributarias, implicaron empero cambios substanciales en las contribuciones respectivas de las clases al erario. Dos tendencias dominan las reformas tributarias: el aumento y predominio de impuestos indirectos que gravan el consumo de masa, como el Impuesto sobre el Valor Agregado; la disminución relativa de las contribuciones directas y progresivas, como los impuestos sobre la renta, las grandes fortunas y/o las herencias (Guex 2003; OCDE CEPALC y BID 2018).14 Esta modificación de los fundamentos sociales de la recaudación tributaria confirma las hipótesis de Goldscheid -padre de la sociología tributaria- sobre las relaciones entre clase y contribución al erario: la importancia de los impuestos directos e indirectos, de los impuestos sobre la renta, las ganancias, la tierra, la propiedad o la herencia -en una palabra la contribución de cada grupo de la sociedad al erario- depende “de la estructura social y de las relaciones políticas internas y externas” (Goldscheid 1958 [1911]).
Finalmente, la estructura organizacional del Estado condiciona la modificación de la distribución del ingreso en el sector privado. La política monetaria centrada en la estabilidad de precios favorece, primeramente, a los financieros y a las capas rentistas a costa de los industriales y de las capas deudoras. En segundo lugar, favorece a los empresarios considerados en su conjunto a costa de los trabajadores.
En suma, al favorecer el desmantelamiento de las regulaciones financieras, al hacer de cancerbero del control del crecimiento del gasto público, de reproducción de una estructura tributaria regresiva y de moderación de las reivindicaciones salariales, el banco central contribuye a la reproducción de modos de repartición del Producto Interno Bruto sobremanera favorables a la fracción financiera de las burguesías. Con la independencia del banco central, los intereses financieros quedan instalados en el centro del espacio de toma de decisión de las políticas públicas, como árbitros supremos de los arbitrajes ministeriales del poder ejecutivo.
7. Conclusión
La independencia del banco central designa un estatuto o situación resultante de disposiciones legales y/o de usos y costumbres. Estas reconocen que el banco central no recibe órdenes del gobierno. Abogados y críticos de la independencia del banco central se enfrentan -por lo esencial- en torno del mono-objetivo de la política monetaria -la lucha contra la inflación-, sus modalidades de definición y aplicación. Desde el punto de vista político, señalan las implicaciones de la independencia de los bancos centrales para la democracia.
La confrontación de los principales argumentos permite definir la posición del problema y mostrar cómo abogados y críticos comparten concepciones análogas en cuanto a la naturaleza del banco central y de los poderes públicos en general. El presente artículo argumenta -a un nivel teórico- cómo la intervención del banco central es -a la vez- inmanente y exterior a la lógica del capital. El banco central tiene una naturaleza dual: funge como establecimiento a cargo de una función pública, por una parte, y representa a los intereses de la comunidad financiera, por otra. Por un lado, participa en la reproducción del sistema de crédito, es decir, la articulación entre monedas privadas y la moneda central que emite, una función indispensable al funcionamiento del sistema de pago de la economía en su conjunto. Por otro lado, el banco central es -en esencia- un representante de las instituciones del sistema de crédito, es decir, de la comunidad financiera. Esta dualidad caracteriza el lugar del banco central en el Estado y, exactamente, sus relaciones con la Hacienda pública. La direccionalidad de estas interacciones entre banco central y Hacienda conforman lo que llamamos la estructura organizacional del Estado. Las crisis de régimen de acumulación actualizan cambios en la estructura organizacional del Estado. Más que una independencia con el gobierno, la independencia del banco central invirtió la direccionalidad de la interacción entre banco central y Hacienda. La independencia del banco central conforma una estructura organizacional que opera como correa de transmisión de la dominación financiera en el Estado. Indirectamente condiciona los funcionamientos de los campos políticos, acentuando su heteronomía con los intereses dominantes del campo económico: los del capital financiero.