“Nadie puede creer cosas que son imposibles -dijo Alicia. Creo que te falta práctica- dijo la Reina-. Cuando yo tenía tu edad, llegué a creer seis cosas imposibles antes del desayuno”.
Lewis Carrol, A través del espejo.
“La cualidad de lo sublime terrible, cuando se hace completamente monstruoso, cae en lo extravagante. Cosas fuera de lo natural, por cuanto en ellas se pretende lo sublime, aunque poco o nada se consiga, son las monstruosidades. Quine guste de lo extravagante o crea en él es un fantástico”.
Kant, Lo bello y lo sublime.
1. Las raíces de una mitología
No obstante, la pronta tematización de lo que posteriormente será denominado como género cinematográfico supondrá el fin de esa fundante dualidad antagonista para pasar a ocuparse ahora de las diversas formas de mirar (mostrar) las relaciones imaginación-realidad.
Como señala el crítico Gérard Lenne en El cine "fantástico" y sus mitologías, cinematográficamente hemos de entender lo fantástico como aquel acontecimiento que bruscamente irrumpe en la realidad, marcando indefectiblemente un punto de ruptura en nuestra supuesta normalidad. Al mismo tiempo, la confusión creada por ese abrupto choque entre imaginario y real, esa insólita irrupción de la anormalidad que amenaza y tambalea nuestro horizonte de sentido, supone una inequívoca rasgadura existencial, que se convierte en el origen del miedo.
Esta repentina intrusión de la anormalidad en la normalidad y la cotidianeidad, de lo desconocido e insólito en lo conocido y consuetudinario, genera un enfrentamiento que esencialmente podemos definir como la enconada oposición entre el orden y el desorden. Asimismo, tanto esa oposición (moral) como las formas y circunstancias de que se reviste están fundamentadas en unas constantes dicotómicas que son las que constituyen -y (de)limitan- nuestro horizonte de sentido; constantes que Gérard Lenne (1974, p.25) enumera así:
No obstante, quizás sea el tema de la monstruosidad en sus variadas interpretaciones el que por antonomasia mejor simbolice ese enfrentamiento moral, pues es en la categorización del monstruo como encamación del Mal donde más fielmente se reproduce el viejo maniqueísmo Bien/Mal = Orden/Desorden, ahora metaforizado en la dicotomía Belleza/Fealdad.
Si líneas arriba situábamos el origen del miedo1 en la súbita irrupción de la anormalidad en nuestra cotidiana esfera de la cognición, paradójicamente -y pasada esa primera estupefacción- también nos sentimos atraídos por el monstruo, cuando no nos reconocemos en él. Efectivamente, ya Freud nos ilustró con su teoría del inconsciente acerca de la doble personalidad bajo la que nos constituimos como seres morales; así, y frente a la personal interiorización de un dispositivo moral societario, pugnan por aflorar todas esas pulsiones -lo otro- que, relegadas o reprimidas en nuestro inconsciente, siguen latentes en su deseo de afirmación.
Esta dualidad enfrentada, y en la que se hunden constitutivamente las raíces de nuestra conciencia, será plenamente manifiesta en el carácter agónico de los monstruos que nos presenta el cine fantástico; y es por el profundo significado a que nos remite esa iconización, por lo que sentimos esa ambivalencia identitativa con los mitos que nos propone ambigüedad ante la adhesión o el rechazo, ante la repulsión o la seducción que estos mitos nos suscitan, pues, en definitive, se revelan como las representaciones simbólicas de nuestras propias pulsiones inconscientes.
Parejamente a esa función simbólica de lo individual, esta mitología cataliza y proyecta una heterogénea y secular tradición cultural que la convierten en arquetipo de una civilización: la occidental. Así, esa mezcolanza de supersticiones y leyendas populares con creencias religiosas, gnoseológicas o morales en determinados contextos histórico-geográficos y su posterior relectura o adaptación diacrónica, conforman un denso campo de sentido en el que -secularmente- se refleja y a la vez retroalimenta la imaginería occidental, es decir, su propia cosmovisión.
Finalmente señalar que, en la extensa mitología del género fantástico, solo son objeto de otras tantas aproximaciones los cuatro mitos que a nuestro juicio mejor representan ese carácter arquetípico:
2. Drácula o la consagración de la sociedad patriarcal
Ya en el siglo XV se tienen noticias de la existencia de un señor feudal rumano apellidado «Drakul», tristemente famoso por su despotismo y crueldad. Un siglo después, numerosas leyendas sobre este siniestro personaje recorrerán la región centroeuropea, pero no será hasta finales del siglo XIX, con la publicación de la famosa novela Drácula del irlandés Bram Stocker, cuando la leyenda del conde alcance su verdadera dimensión mítica2.
En primer lugar, el conde Drácula es -como indica el título nobiliario- un aristócrata que mantiene aterrorizada a la población campesina de su feudo desde un escarpado y sobrecogedor castillo, donde el lujo y el boato discurren parejos a su ostensible desprecio tanto por la ausencia de linaje en sus siervos como por la manifiesta miseria de estos. Impelido por un destino desconocido a esa naturaleza vampírica inmortal, también encarna el patético3 conde lo esencial de otro mito del imaginario occidental: el mito del Don Juan, pues ¿qué es sino esa acumulación sin fin de mujeres que con rostros expectantes a la par que deseosos se entregan en su propia alcoba a la mordedura nocturna, víctimas de su irresistible poder de seducción?
Precisamente esta lógica de lo cuantitativo tiene su inicio con esa mordedura que, al tiempo de ser una violación simbólica (colmillo = falo) que implica una posesión infinita (la mujer deviene eternamente vampiresa), también se constituye en un reto a la tradicional sociedad patriarcal judeocristiana, concretizado en la pretensión del conde de erigirse en único poseedor de las hembras. Drácula deviene así el padre simbólico al que hay que matar para restablecer una suerte de ecología sexual.
Otro aspecto de ese reto es la amenaza que suponen las víctimas femeninas de Drácula, ahora convertidas en vampiresas. Efectivamente, estas, con su actitud de hembras lujuriosas y desinhibidas, cuestionan el papel dócil y pasivo que tradicionalmente se asigna a la mujer en las jerarquizadas sociedades patriarcales4. Aquí es el dominio sexual del hombre macho el que es cuestionado.
Reto que, asimismo, nos es presentado como un enfrentamiento religioso (paganismo/Mal frente a cristianismo/Bien), pues tanto los símbolos sagrados del cristianismo (cruz) como la fe y devoción en este (Biblia, oraciones) serán los elementos indispensables para conjurar el peligro5.
También las dualidades simbólicas antagonistas serán desarrolladas en el contexto geográfico del enfrentamiento; así, al campo, origen y lugar seguro de acción para los poderes de Drácula (este regresará a su castillo tras verse acosado en Londres), se enfrentará la ciudad en la figura de sus perseguidores (estos habitan en Londres). En consecuencia, frente al campo o lo rural (tradición, naturaleza), la ciudad (progreso, técnica) impondrá su hegemonía como escenario para una nueva cosmovisión.
Quizás sea la sangre el elemento simbólico más contundente en la conjuración de la amenaza que Drácula representa para la sociedad patriarcal. Si la sangre es alimento y vida (procuradora de inmortalidad) para el conde, y, por tanto, energía vital para poder ejercer su dominio, también lo será para el héroe enfrentado: al dar este su sangre en transfusión a su amada (relación sexual simbólica), le está arrebatando la única capacidad que el dominio patriarcal no había podido hurtar a la mujer, es decir, la maternidad en cuanto capacidad de dar vida; en consecuencia, la superioridad del hombre patriarcal queda definitivamente afirmada, y con ella la vieja y maniquea concepción judeocristiana de la moral.
3. El hombre lobo y el doctor Jekyll o la irrupción de nuestro otro
A diferencia de Drácula, y aunque numerosísimas culturas de todo el mundo han desarrollado una rica mitología sobre el tema de la licantropía (capacidad de un ser humano para transformarse en lobo), no existe un texto tradicional o canónico referido específicamente al hombre lobo.
No obstante, como señalan Gubern y Prat (1979), podría considerarse la novela del inglés R. L. Stevenson El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde como el origen literario del posterior tratamiento cinematográfico del mito del hombre lobo.
Ya nos advirtió Freud en El malestar de la cultura sobre los movedizos fundamentos en los que está basada nuestra actual civilización. Efectivamente, esta no hubiese sido posible sin la constante represión de esas pulsiones (lo otro) que nos constituyen como especie. Así, como ya señalábamos al principio de este trabajo, todos somos poseedores de una doble personalidad que bajo determinadas circunstancias puede inesperadamente aflorar y amenazar el orden moral establecido.
Bien sea por un conjuro, la mordedura de otro hombre lobo o la ingestión de una concreta sustancia química, en todos los casos existe una metamorfosis fisiológica -dolorosa y descontrolada-6 que degenera en una morfología monstruosa7. Al mismo tiempo, esa monstruosidad física conlleva una profunda alteración psíquica que determina unas irresistibles pulsiones agresivas. Una vez más el maniqueísmo Bien/Mal se equipara a la dualidad Bello/Feo pasando por la también antagónica Razón/Instinto.
Esta situación de incontrolable y dual metamorfosis (física y psíquica) refleja la esencia desgarradoramente trágica de nuestros protagonistas, quienes, sabedores de su doble personalidad, van experimentando cómo lo otro acaba adueñándose irremisiblemente de su - hasta ahora- supuestamente estable identidad. En consecuencia, el conflicto de una personalidad que se desgarra entre un superyó u orden moral societario y un ello que, sancionado por ese orden, se impone sin remisión con sus destructivas consecuencias, significa el puro horror.
Y el horror a esos devastadores efectos también es nuestro miedo a esa otra cara que, primariamente constituyente, aunque aletargada, se nos muestra siempre en su latencia como amenazante y constante virtualidad. Así, todos somos licántropos virtuales, pues, como sentenció: Hobbes, «homo homini lupus («el hombre es un lobo para el hombre»).
4. La momia o la exorcización de la muerte
Dos son las fuentes en las que podemos rastrear los orígenes cinematográficos del mito de la momia: en primer lugar, la obra de Theophile Gautier Le roman de la momie y la de Edgar Allan Poe Conversación con una momia marcarán la pauta literaria a partir de la cual desarrollar el mito; y, en segundo lugar, el descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón por una expedición inglesa en 1922 y la consiguiente maldición del faraón profanado -aupada por la prensa sensacionalista de la época- contribuirán al auge y popularidad del mito. Hallamos en este mito una rica mezcolanza de creencias y leyendas populares sobre la muerte y el más allá que nos hablan, en su heterodoxia frente a la concepción judeocristiana oficial8, de una posible continuidad de relaciones entre vivos y muertos (almas en pena, zombis). Así, víctimas de una muerte prematura y violenta, estas almas en pena vagarían erráticas por el mundo de los vivos en busca de esa paz eterna que los reconcilie con su fatal destino.
Por otro lado, también podemos interpretar este mito como el de un destino marcado por la fatalidad de un amor trágico , en el que Eros (la vida) y Tánatos (la muerte) luchan por sus respectivas supremacías a través del tiempo: es la voluntad de afirmación de Eros, de ese amor más allá de la contingencia cronológica, frente a Tánatos, destructor de la vida, revelándonos así en su contingencia histórica originaria y por eso mismo castigado, se erige también en un desesperado desafío a la propia naturaleza mortal de los humanos.
Envite secular que se resuelve siempre en el vano intento de exorcizar nuestro común desasosiego frente a la muerte, es decir, nuestra misma angustia en el más allá; y es que, al final, siempre vence Tánatos.
5. El monstruo del doctor Frankenstein o la imposibilidad de la diferencia
Lejos estaba de suponer Mary W. Shelley que la novela escrita a modo de divertimento entre varios amigos durante una tormentosa noche en un castillo a orillas del lago de Ginebra, iba a convertirse -pasado más de un siglo desde que la escribiera (1817)- en uno de los mitos más importantes de toda la historia del cine fantástico. No obstante, las numerosas y diversas adaptaciones cinematográficas que sobre la novela se han realizado, tergiversan en mayor o menor grado el espíritu profundamente trágico con que Mary Shelley dotó al monstruo del Dr. Frankenstein.
Efectivamente, mientras en la novela será la condición monstruosa de la criatura la que supondrá para esta su marginación societaria y, en consecuencia, su condena a la más absoluta soledad (de ahí sus reacciones agresivas), en las diferentes versiones cinematográficas será el accidental cambio de cerebros en el origen de su creación/construcción el que determinará esa supuesta maldad innata en el monstruo.
Mitad humana y mitad mecánica, esta criatura sin nombre (este le es dado por el de su creador, el doctor Víctor Frankenstein) será primeramente repudiada y abandonada por su creador para, a continuación, ser rechazada, perseguida y acorralada por la propia sociedad; en consecuencia, solo será en otros personajes marginales -la niña y el ciego- donde la criatura hallará comunicación y afectividad.
Así, esa cruel marginación societaria de lo que esta considera monstruoso (malo) con su corolario de cruel soledad, implica parejamente una progresiva e irreversible pérdida de identidad. Y será precisamente esta situación límite la que obligará al monstruo a defenderse con la única opción posible a su alcance: la fuerza; y por esto mismo también quedará hipócritamente cerrado el maniqueo círculo moral: Bien/Mal - Bello/Feo - Razón/Instinto.
También nos propone la autora una lectura de su obra en clave de tragedia moderna: la rebelión de la criatura contra su creador o, lo que es lo mismo, la rebelión del hijo contra el padre en la búsqueda de su propia autonomía, de su preciada identidad. Temática esta de clara connotaciones mítico-religiosas y que, por otra parte, ha sido objeto de reflexión y creación constantes en todo el ámbito de la cultura occidental.
Si Mary Shelley titulo a su novela Frankenstein o el moderno Prometeo, igualmente nos quiso advertir sobre el peligro que entrañan los monstruos creados por la Razón (Ciencia) que acaban devorándola. Por ello, el doctor Frankenstein puede ser comparado a un moderno demiurgo que, cometiendo la acción sacrílega de crear vida, será castigado con tan dramáticas consecuencias. En este punto, creemos que la comparación con el mito fundador de la tradición judeocristiana (creación de Adan y Eva y su posterior expulsión del Paraíso) o el de la secular tradición griega (“Prometeo encadenado”), son harto evidentes.
Profundo y perennemente actual en su contenido, el mito de la criatura del Dr. Frankenstein - recogiendo una rica tradición cultural- nos plantea una doble interrogación moral: el uso, control y finalidad de la ciencia y, al tiempo, las maniqueas raíces en que se fundamentan los valores de nuestra actual sociedad. Dilema que, en definitiva, nos remite a la pregunta por el sentido de nuestra existencia como pretendida civilización de cultura y progreso.
6. Post scriptum
Un aspecto que quizás podría resultarnos paradójico en la práctica totalidad de los films del cine fantástico es aquel que viene referido al inevitable happy-end con que finalizan. Esta subsiguiente vuelta al orden tras la letal amenaza no es más que la condición implícita para poder mostrar en sus verdaderas dimensiones (y consecuencias) el real fundamento de nuestra humana condición. Así, y a pesar de la supuesta conjuración del peligro que la pantalla nos ofrece, este siempre permanece presente en el desasosiego que nos produce el frágil equilibrio de nuestra naturaleza (y conciencia) dual, o en la angustia de las preguntas sin respuesta frente a la muerte y el más allá, o en el horror de una ciencia que, mutada en tecnología, obvia la pregunta del porqué (fines) para gestionar la eficacia del cómo (medios), o, en definitiva, el propio y latente peligro que entraña todo un orden de sentido erigido en la apariencia de la cultura y fundamentado en la hipocresía de la moral. Y esa es la reflexión que nos propone el cine fantástico mediante las metáforas de su cruel a la par que bella mitología.
7. Filmografía esencial9
Nosferatu el vampiro (1922) de F. W. Murnau
Drácula (1931) de Tod Browning
Vampyr / La extrafia aventura de David Gray (1931-32) de Carl Th. Dreyer
La marca del vampiro (1935) de Tod Browing
Drácula (1957) de Terence Fisher
La sangre del vampiro (1958) de Henry Cass
Las novias de Drácula (1960) de Terence Fisher
Drácula, Príncipe de las Tinieblas (1965) de Terence Fisher
El lobo humano (1935) de Stuart Walker
El hombre lobo (1940) de George Waggner
El grito del hombre lobo (1944) de Henry Levin
El hombre lobo (1956) de Fred F. Sears
La maldición del hombre lobo (1961) de Terence Fisher
Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1919) de Sheldon Lewis
Der Januskopf (1920) de F. W. Mumau
El hombre y la bestia (1920) de John S. Robertson
El hombre y el monstruo (1932) de Robert Mamoulian
El extraño caso del Dr. Jekyll (1941) de Victor Fleming
El hijo del Dr. Jekyll (1951) de Stephen Friedman
Las dos caras del Doctor Jekyll (1959) de Terence Fisher
El testamento del Dr. Cordelier (1961) de Jean Renoir
El Doctor Jekyll y su hermana Hyde (1971) de Roy Ward Baker
La momia (1932) de Karl Freund
La mano de la momia (1940) de W. Christy Cabanne
El fantasma de la momia (1943) de R. Le Borg
La momia (1959) de Terence Fisher
El gabinete del Dr. Caligari (1919) de Robert Wiene
El Golem (1920) de Paul Wegener
Frankenstein (1930) de James Whale
La novia de Frankenstein (1935) de James Whale
La sombra de Frankenstein (1939) de Rowland V. Lee
La venganza de Frankenstein (1958) de Terence Fisher
El cerebro de Frankenstein (1969) de Terence Fisher